Las dos instituciones fundamentales de cualquier economía de mercado son la propiedad privada y los contratos voluntarios. La propiedad privada asigna títulos de control sobre recursos determinados mientras que los contratos habilitan a los agentes a establecer relaciones cooperativas y mutuamente beneficiosas con respecto a sus respectivas propiedades o a sus comportamientos futuros. Tan elementales institutos permiten articular y coordinar descentralizadamente un gigantesco sistema de división del trabajo que actúa como motor de la creación de riqueza y de la innovación.
Los dos premios Nobel de este año, Oliver Hart y Bengt Holmström, han dedicado su vida académica a desarrollar las ventajas y los límites que llevan aparejados sendos mecanismos a la hora de potenciar la cooperación económica entre los seres humanos con respecto a uno de los determinantes cruciales de esa cooperación: los incentivos. Dado que las personas respondemos a incentivos, éstos cuentan (y mucho) a la hora de estructurar los términos y la extensión de las interacciones humanas, de modo que resulta harto relevante analizar cómo los contratos y la propiedad afectan a los incentivos de las personas para cooperar en la generación conjunta de riqueza.
Hart y Holmström se plantean semejante cuestión dentro del marco de una economía capitalista, donde existe propiedad privada de los medios de producción. Sin embargo, y como a continuación expondremos, sus aportaciones también son muy pertinentes para entender los enormes deficiencias que experimenta una economía socialista, esto es, aquella donde la propiedad de los medios de producción esté concentrada en manos del Estado (nótese que hablo de economía socialista, no socialdemócrata). O dicho en otras palabras, los hallazgos teóricos de los Nobel no sólo arrojan luz sobre el funcionamiento del capitalismo, sino también sobre el mal funcionamiento del socialismo.
El socialismo depende de los incentivos
El objetivo último del comunismo utópico es romper la conexión entre producción y distribución: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Se me ocurren pocas máximas que contengan incentivos tan perversos como ésta: lo que usted obtendrá es completamente independiente de lo que usted haga. El propio Marx era consciente de que esta aspiración sólo podría materializarse cuando la escasez económica hubiese desaparecido y, textualmente, “corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. Hasta alcanzar ese idílico momento, él mismo reconocía que, bajo el transitorio sistema socialista, el principio que debía prevalecer era el de “tanto trabajas, tanto cobras”: “el derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por el trabajo”. El manual de economía de la Unión Soviética lo resumía con sencillez: “a cada cual según su trabajo”.
La razón de ligar remuneración a trabajo desempeñado es, simple y llanamente, la de alinear incentivos: si quieres cobrar más, tendrás que hacer más (si se cobrara más haciendo lo mismo, nadie se esforzaría por producir más y no podría ser posible incrementar las remuneraciones de todos). Pero aquí nos topamos con un serio problema: ¿cómo monitorizamos y cuantificamos el trabajo individual desempeñado en cada momento por todos los obreros que conforman un equipo de trabajo? El proxy más común para saber cuánto se ha esforzado cada empleado es el de atender a sus resultados, ligando su remuneración a tales resultados: “si eres capaz de producir más, cobrarás más”.
Holmström: incentivos sin ruido
Sin embargo, y esta es una de las cuestiones importantes que juiciosamente ha señalado uno de los premios Nobel de este año, Bengt Holmström, los resultados serán en muchas ocasiones un mal proxy del trabajo desempeñado por una persona por cuanto pueden contener ruido (parte de tus resultados depende de la acción de tus compañeros, de circunstancias ajenas a tu empleo como el clima, el estado de la economía, el azar, etc.) o ser difíciles de medir (sobre todo en servicios u ocupaciones muy cualificadas). Lo que Holmström reclama es que todas aquellas variables que permitan individualizar y cuantificar (o al menos aproximar) el esfuerzo particular de cada trabajador deberían emplearse para diseñar un sistema de incentivos eficiente a la hora de premiar o de penalizar a los trabajadores (principio de informatividad). En caso contrario, los incentivos individuales se verán alterados en una mala dirección: si espero que mis resultados sean bastante buenos al margen de mi comportamiento y gracias a variables externas a mi control, no necesitaré esforzarme para alcanzar una remuneración alta; si espero que mis resultados sean malos al margen de mi comportamiento y por culpa de variables ajenas a mi control, exigiré una alta remuneración fija para cubrirme frente a ese riesgo que no me es imputable (de modo que los incentivos no se alinearán con la acción).
El principio de informatividad se ha utilizado, por ejemplo, para criticar las actuales remuneraciones de los directivos. En lugar de vincular el salario un de alto directivo a la evolución del precio de las acciones de su compañía, debería ligarse a otras variables que permitan individualizar qué parte de ese incremento de valor bursátil es imputable a su gestión (por ejemplo, cuánto se revalorice su acción en relación a las acciones de sus compañías rivales). En caso contrario, cuando el conjunto de la bolsa crezca (simplemente porque el grueso de la economía vaya bien), el directivo cobrará más aun cuando no haya hecho absolutamente nada para lograrlo; en cambio, cuando la bolsa se hunda (porque hay un pánico infundado en todo el mercado), el directivo cobrará menos aun cuando se haya esforzado mucho en generar valor y minimizar la caída.
El socialismo no puede limpiar el ruido
La implantación del principio de informatividad en los contratos dista de ser sencillo, pues no siempre los indicadores necesarios están disponibles (es más, las ganancias de eficiencia de los contratos sofisticados pueden no a compensar el coste de su mayor complejidad). Pero en aquellos casos en los que sí convenga y se quiera utilizarlos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo para sacar partido de las ventajas del principio de informatividad: en esencia, por dos motivos.
El primero porque las fuentes de información son mucho más abundantes en el capitalismo que en el socialismo, de modo que disponemos de muchos más referentes a partir de los cuales construir contratos con buenos incentivos. El caso probablemente más evidente es el de los precios de mercado: el capitalismo dispone de precios y el socialismo no (al menos, no de precios verdaderamente informativos y relevantes). Si queremos utilizar la evolución de algunos de esos precios para ajustar las remuneraciones variables de los trabajadores (por ejemplo, que si el petróleo se encarece no castiguemos salarialmente a los empleados de empresas que usen intensivamente el petróleo ya que éstos no tendrán ninguna responsabilidad en el hundimiento de su capacidad productiva), no será posible hacerlo en el socialismo y sí en el capitalismo.
El segundo problema afecta a la falta de credibilidad del sistema de incentivos, en una doble vertiente. En una economía socialista, el planificador central —con sus unidades delegadas— controla la totalidad de los recursos económicos y establece el sistema de remuneraciones presuntamente siguiendo el mandato del conjunto de la clase proletaria. Si, efectivamente, el órgano de planificador central está sometido a la voluntad de los trabajadores, es poco probable que éste sea muy estricto a la hora de castigar a aquellos equipos de trabajo que no cumplan sus objetivos por culpa de que algunos obreros indeterminados se hayan “escaqueado” de sus obligaciones: y si es poco probable que se castigue a los equipos incumplidores, la amenaza de sanción por trabajar poco no será creíble y el sistema de incentivos no funcionará. Imaginen que una asamblea de trabajadores establece a principios de año que, si no alcanzan unos determinados objetivos, todos los trabajadores se bajarán el sueldo un 10%; una vez transcurrido el año, los objetivos no se alcanzan pero nadie puede individualizar quién tiene la culpa de ello. ¿Qué es más probable: que la mayoría vote auto-recortarse el salario o que se opongan? Pues probablemente que se opongan: hay un defecto de inconsistencia temporal en la norma. Justamente, Holmström creía que una de las funciones de la propiedad capitalista de los medios de producción era volver creíble esa amenaza de sanción: si el equipo de trabajadores no alcanza sus objetivos, el capitalista ejecuta a rajatabla los términos del contrato y no les paga la parte variable de su salario, de modo que ninguno de ellos tiene razones para escaquearse (pues ninguno de ellos quiere cobrar menos) y los incentivos grupales quedan perfectamente alineados.
Si, en cambio, el órgano de planificador central no está sometido a la voluntad de los trabajadores —porque, por ejemplo, estamos ante una tiranía productiva muy salvaje—, es muy probable que el conjunto de los obreros sí crean que van a ser sancionados por el dictador en caso de que no cumplan, pero es muy poco probable que confíen en la imparcialidad del dictador a la hora de juzgar si han cumplido o no: dado que el órgano de planificación socialista controla casi todos los recursos de la economía, le será muy fácil manipular ex post las variables que se hayan acordado ex ante para determinar la remuneración variable de los trabajadores. Por ejemplo, si el dictador y los trabajadores de la industria automovilística han “pactado” un alza salarial del 10% en caso de que la producción de coches aumente con un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, bastará con que el dictador “estrangule” la provisión de los recursos que necesitan —acero, electricidad, maquinaria pesada…— para que ese incremento no llegue a materializarse. Conscientes de ello, los trabajadores estarán mucho menos incentivados a alcanzar unos objetivos que pueden ser manipulados arbitrariamente por quien no desea pagarles más.
Semejante estrangulamiento es mucho más complicado de lograr en una economía capitalista: si los accionistas han pactado con el gerente y los trabajadores de la industria automovilística un alza salarial del 10% en caso de que consigan aumentar la producción un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, los accionistas no podrán impedir que los proveedores de acero o electricidad abastezcan de materiales a la industria automovilística (salvo que estas otras compañías sean también de su propiedad: justo lo que sucede en el socialismo, esto es, la concentración de la propiedad en unas solas manos). Precisamente, Holmström también ha puesto de manifiesto que los contratos con remuneraciones variables sofisticadas sólo funcionan en entornos que no son susceptibles de manipulación por los propios agentes (todo lo contrario de lo que sucede en una economía de planificación central).
Al final, el socialismo lo tiene enormemente complicado para diseñar sistemas de incentivos eficaces. Acaso por ello, la forma de “estimular” a producir más apenas consistiera en una mayor propaganda estajanovista y otros corruptibles sistemas de recompensa muy torpemente diseñados. Leyendo a Holmström podemos entender, en retrospectiva, por qué en gran medida fue así.
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