Un estudio publicado hace un par de meses en la BMJ (British Journal of Medicine) llegó a los titulares al afirmar que los errores médicos son la tercera causa de muerte. Como cabía esperar, las reacciones fueron variadas y polarizadas.
Para unos, el estudio confirmaba que al ventajista sistema sanitario no le importa en absoluto el bienestar de los pacientes. Para otros, el estudio es una completa tontería, basada en una metodología defectuosa, pensada para justificar una mayor supervisión regulatoria.
Las dos posturas no son mutuamente exclusivas necesariamente.
La magnitud del problema
El estudio de la BMJ no resultó inesperado. Es simplemente la última evolución en la Guerra contra el Error que fue iniciada por el Institute of Medicine (IOM) cuando público un informe incriminatorio de 300 páginas titulado Errar es humano: Construyendo un sistema sanitario más seguro.
Los efectos del informe del IOM han sido dobles. Por un lado, dio lugar a una industria altamente lucrativa de seguridad del paciente. Por el otro, ha hecho imposible ninguna discusión sensata sobre iatrogenia y errores médicos. Ahora todo se reduce a confirmar o refutar sea una ciudad del tamaño de Miami (¿o es del tamaño de Houston?) muere cada año como consecuencia de un daño evitable.
El acuerdo en lo que constituye un error es también una falta grave. Dependiendo del estudio e investigación, el término puede referirse a errores inocuos y sin víctimas identificados retrospectivamente por fervientes revisores de gráficos; complicaciones imprevistas y probablemente inevitables de enfermedades graves y complejas; fallo sistemático en flujos de trabajo mal diseñados y faltas groseras de cuidado. Y como la intención de los perpetradores nunca puede evaluarse, podría ocurrir que abiertos homicidios también cayeran bajo la categoría de “error”.
Por suerte, un libro erudito de Virginia Sharpe y Alan Faden, publicado un año antes de que el IOM publicara su informe, da a la cuestión del abuso y el error médico su perspectiva adecuada. Medical Harm: Historical, Conceptual, and Ethical Dimensions of Iatrogenic Illness ofrece un examen en profundidad de las muchas facetas de la iatrogenia, incluyendo sus complejos aspectos morales y filosóficos. Los primeros capítulos del libro tratan el trasfondo histórico pertinente para la experiencia de la atención sanitaria estadounidense.
El papel de las licencias públicas
El capítulo uno, titulado “Lealtades divididas: daño a la profesión frente a daño al paciente”, describe el panorama médico en Estados Unidos antes de la aprobación de las leyes de licencia. Llaman la atención sobre los intentos de consolidación profesional liderados por la American Medical Association, cuya creación fue “una estrategia consciente por parte de los practicantes ortodoxos para proteger y defender sus intereses colectivos”.
El Código de Ética de la AMA de 1847, escrito tras la fundación de la organización, estaba pensado para legitimar su posición como única representante de la profesión. Según Sharpe y Faden, “indudablemente no puede dudarse de [la efectividad del código], en buena parte porque sus objetivos más ventajistas están articulados en y a lo largo de una retórica expansiva, que expresa el ideal del bienestar del paciente”.
Entre los objetivos explícitamente ventajistas del código estaban las instrucciones sobre cómo tratar una deficiencia física o, tal vez más exactamente, cómo no tratarla:
En muchas partes del código de 1847, se hacen referencias oblicuas a las circunstancias de desacuerdo profesional o de incompetencia o deficiencia de colegas. En cada parte (…) la discreción y el silencio son la norma. Por ejemplo, en las consultas “todas las discusiones deberían considerarse como secretas y confidenciales. Ni en palabras ni en actitud debería ninguna de las partes de una consulta afirmar o insinuar que alguna parte el tratamiento seguido no recibió su asentimiento”. Además, el médico consultado no debería hacer ninguna insinuación que “pudiera afectar a la confianza del paciente en el médico que le atiende o afectar negativamente a su reputación”. [Las cursivas son mías].
Proteger la reputación de los miembros individuales de la organización fue un vez importante por el que también pudo salvaguardarse la reputación de la profesión. Pero otra razón y para no tener un mecanismo para tratar abiertamente la incompetencia es que la AMA confiaba enormemente en el Valor de una educación científica. Esta confianza se manifestaba en la “cláusula de consulta” del código, que prohibía a los miembros de la AMA incluir “sectarios” en las consultas.
“Nadie”, dice el código, “puede ser considerado un practicante habitual o un asociado apropiado en las consultas, cuya práctica se base en un dogma exclusivo, hasta el rechazo de la experiencia acumulada de la profesión y de las ayudas que proporcionan realmente la anatomía, la fisiología, la patología y la química orgánica”. (p.23)
Con el tiempo, el énfasis en la experiencia científica adquiriría aún más importancia y trascendería la lucha contra los practicantes heterodoxos. Con el éxito de la ciencia de laboratorio y su aplicación a la medicina, los defensores de la “medicina científica” afirmarían que la ciencia por sí sola es suficiente para guiar la acción médica. Citando al historiador J.H. Warner, Sharpe y Faden dicen que “el reto más formidable [para el Código de Ética] provino de los defensores de la medicina científica”.
En la década de 1870, los defensores de la medicina basada en la experimentación rechazaron la cláusula de consulta y, con ella, la autoridad del código en su conjunto, argumentando que la ciencia por sí sola era el árbitro apropiado en asuntos médicos. Según los principales detractores del código, cualquier distinción general entre sectarios y normales era engañosa y arbitraria, pues la verdadera ciencia es completamente indiferente a Hipócrates y Hahnemann (el fundador de la homeopatía)”. [Las cursivas son mías].
Como vimos anteriormente, es este aspecto dentro de la AMA lo que acabó consiguiendo promover la aprobación de leyes de licencia, basándose en las afirmaciones dudosamente éticas y epistemológicas de la medicina científica.
El resto, como suele decirse, es historia. Después de la aprobación de las reformas de Flexner y con el privilegio concedido por el gobierno de establecer “patrones de atención”, la profesión médica liderada por la AMA se distanciaría gradualmente de sus principios hipocráticos y no haría sino abandonar su tradicional énfasis en el servicio al paciente individual.
Armado con un poderoso conocimiento científico y tecnológico, el paternalismo médico del siglo XX se convertiría en una actitud agresiva que, hoy en día, puede exponer a hordas de pacientes a las consecuencias (médicas y financieras) de cirugías innecesarias, medicinas innecesarias y hospitalizaciones innecesarias.
Respecto de sus esfuerzos por reducir el porcentaje de errores médicos, el movimiento para la seguridad del paciente debería tener en cuenta esta perspectiva histórica. Las leyes de licencia médica combinan peligrosamente la autoprotección profesional con el cientifismo terapéutico. Si no se reconoce ese error regulatorio fundamental, añadir capas de supervisión burocrática a la práctica de la medicina solo empapelarían (o potenciarían) una epidemia de daño médico sin precedentes en la historia de la humanidad.
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