miércoles, 26 de octubre de 2016

Salvemos la ciencia económica, por Libertario.es

La ciencia económica no se encuentra en su mejor momento. Tristemente, se ha convertido en una disciplina desacreditada a la que, en el mejor de los casos, se recurre con cautela, y de la que se desconfía completamente en el peor de ellos. Prueba de lo que digo es la contumaz proliferación de tertulianos que, si bien nunca se atreverían a discutir la ley de la gravedad, no dudan en recelar de las enseñanzas de la economía.
Así pues, los debates en dicha materia acostumbran a derivar en un intercambio de opiniones poco fundadas y fuertemente dependientes de la ideología de cada una de las partes. Bajo el pretexto de que la economía es, al contrario que las llamadas “ciencias exactas”, una ciencia social o “blanda”, se puede justificar prácticamente cualquier postura, especialmente si ésta se refuerza con la plasticidad de gráficos y otras figuras de dudosa procedencia.
Como se suele argüir, son muchas las variables que condicionan un determinado acontecimiento económico, de modo que resulta imposible aprehender los hechos observados con absoluta certeza, o, lo que es lo mismo, los resultados de la investigación económica siempre estarán abiertos a la interpretación subjetiva.
He aquí, sin embargo, la gran paradoja a la que se enfrentan quienes, a pesar de reconocer el poder cognoscitivo de la economía, se empecinan en defender el razonamiento del párrafo anterior: si aceptamos que la veracidad de los conocimientos que ésta nos brinda depende de nuestra opinión al respecto y no de hechos objetivos e irrefutables, lo que en realidad queremos expresar es que la economía no es científica y, consecuentemente, no puede ofrecer conocimiento alguno, sino meros juicios de valor.

Pero, ¿hasta qué punto podemos afirmar que no existen las leyes económicas? ¿Son realmente inimaginables las relaciones de causa y efecto en este ámbito? Generalmente se recurre al modelo de la llamada “competencia perfecta” para demostrar que tales leyes efectivamente harían su aparición en un mundo utópico de intachable eficiencia. En él, todos los agentes actuarían de manera racional y dispondrían de información ilimitada, a la vez que los empresarios se verían forzados a competir ferozmente para sobrevivir en un entorno en el que no habría ganancias que obtener. Parece evidente que, en tal escenario, la ley de la oferta y la demanda operaría como un engranaje sublimemente engrasado, capaz de satisfacer con inmejorable tino las más urgentes – e invariables – necesidades de los individuos.
La fragilidad de este planteamiento es manifiesta, ya que se basa en la remota posibilidad de que las condiciones de competencia perfecta de hecho se satisfagan. Al fin y al cabo, resulta vano tratar de entender nuestro mundo cuando tomamos como referencia uno en el que no habitan seres humanos, sino deidades omniscientes. Es por ello que el modelo de competencia perfecta – del que, por cierto, nunca hablaron los economistas clásicos – debe concebirse como un escenario hacia el que la economía real tiende a aproximarse, sin llegar nunca a alcanzarlo.
Queda demostrado, pues, que las leyes económicas extraíbles de la competencia perfecta, si bien existentes, no son extrapolables a nuestras muy imperfectas relaciones sociales y deben, por tanto, ser desechadas, salvo por su valor teórico en el mundo académico. Sea como fuere, la duda persiste: ¿existen o no verdades económicas irrebatibles, capaces de cumplirse con precisión milimétrica, tal como lo hacen las leyes del movimiento de Newton o los axiomas euclidianos?
La respuesta que nos dan los economistas, en contraposición a lo que la gente de a pie piensa y de lo expuesto en la introducción, es un rotundo sí. De lo contrario – y como antes ponía de manifiesto – la economía no tendría mayor función que la de fomentar la discusión sobre asuntos incognoscibles y, por ende, sujetos al personalísimo juicio de cada individuo.
Sin embargo, todavía no podemos zanjar el asunto, ya que en el propio mundo de la academia persiste un profundo aunque olvidado debate, no acerca de la existencia de dichas leyes, sino del método que debe seguirse para descubrirlas. Dicho de otro modo, estamos ante la clásica división metodológica entre quienes defienden la investigación empirista o a posteriori (a la que se adscribe la abrumadora mayoría de los economistas en la actualidad) frente a los adherentes al método lógico o a priori (defendido casi exclusivamente por la Escuela Austriaca).
Los primeros consideran que, al igual que ocurre en las ciencias naturales, sólo los hechos empíricamente verificables tienen valor científico. Cualquier otra hipótesis que no supere el test inductivo se entiende como “no demostrada”, aunque pudiendo pasar a engrosar la lista de hechos científicamente ciertos en tanto en cuanto sea probada por la experiencia. Así pues, estos economistas positivistas tratan de representar el mundo en que vivimos con una serie de fórmulas matemáticas: estiman el posible impacto numérico sobre el futuro económico de variables tan etéreas y difícilmente calculables como las instituciones políticas de un determinado país, la propensión a consumir del individuo medio o la posibilidad de que estalle una guerra. Los resultados que obtienen, admiten, no son una previsión infalible de lo que sucederá en los próximos años, sino una conclusión basada en el análisis estadístico. Tienen el arrojo suficiente para prever a qué ritmo crecerá la economía de tal o cual estado durante el próximo trimestre, a pesar de que, con una regularidad pasmosa, se ven obligados a corregir sus estimaciones tanto al alza como a la baja y, aun con todo, rara vez aciertan en su pronóstico.
Es esta corriente metodológica la que reina con puño de hierro en nuestros días. Es, además, el pan de muchos de los profesionales del sector. En el mercado laboral actual, ser economista implica tener la habilidad para aplicar todo tipo de modelos econométricos plagados de complicadas ecuaciones de las que se espera obtener un providencial anuncio. Desde la fundación en 1930 de la Sociedad Econométrica – de la que, por cierto, el hoy tan vanagloriado Keynes fue presidente entre 1944 y 1945 – el método empírico se ha convertido en el mainstream económico. Forma de proceder, ésta, que ha provocado el enorme rechazo que en nuestro días genera la ciencia económica. La fiabilidad de estimaciones de organizaciones internacionales como el FMI o el Banco Mundial y de algunas empresas privadas, es percibida por la ciudadanía como poco mayor que la de las tan denostadas encuestas electorales.
El principal error de los positivistas es creer que existen relaciones mecánicas y constantes en el mercado. Olvidan la sutil pero crucial circunstancia de que el objeto de estudio de la ciencia económica es el ser humano en un entorno de recursos escasos. Pretenden representar las volubles e inescrutables mentes de las personas mediante signos numéricos y realizar operaciones con ellas. Se arrogan una facultad cuasi divina al creerse capaces de comparar el nivel de utilidad experimentado por un determinado individuo o en comparación con otros, obviando uno de los mayores hallazgos de la ciencia: la subjetividad del valor. Así pues, intentan convencernos de que, gracias a sus ecuaciones correctamente planteadas, son capaces de descifrar nuestros más profundos deseos – aun cuando ni siquiera nosotros mismos somos capaces de conocerlos con certeza en multitud de ocasiones – y de intervenir sobre el resultado de la voluntaria cooperación humana para adecuarlo a sus supuestamente correctas cifras.
Y, sin embargo, la realidad es tozuda: nadie es capaz de prever el futuro, como demuestra el estrepitoso e ininterrumpido fracaso de tan avezados pronosticadores. El asunto se torna aún más grave cuando las elites burocráticas emplean tan erradas previsiones económicas para planificar nuestras vidas. Mientras tanto, la economía continúa involucionando en una suerte de lección etérea, en el alumno rezagado de las verdaderas ciencias.
Pero, nada más lejos de la realidad. Existe una segunda escuela metodológica que reniega de las absurdas condiciones con las que experimentan los positivistas. Esta corriente defiende que, incluso en nuestro complejo y cambiante mundo, nos topamos constantemente con leyes económicas inamovibles. Para más inri, estas verdades pueden deducirse lógicamente tomando como referencia el principio de la acción humana. Si ahondamos en el concepto, podemos llegar a conclusiones variadas y cada vez más complejas que jamás seríamos capaces de advertir con el resultado de las operaciones matemáticas.
Desde esta perspectiva se sentaron las bases de la ciencia económica entre los siglos XVIII y XIX: se descubrió que la división del trabajo es mutuamente beneficiosa; que el valor no reside en la apariencia física de las cosas ni en el trabajo, sino en la mente de cada individuo y, por tanto, es subjetivo; que las necesidades de los productores y de los consumidores tienden a converger en un mercado sin trabas; que los bienes presentes son más valiosos que los bienes futuros; que el capital es un factor productivo heterogéneo y como tal debe investigarse en lugar de reducirse a una simplista “K”, etc. Lo más relevante de todas estas conclusiones es que – al contrario de lo que ocurre con las obtusas suposiciones de los positivistas – son lógicamente ciertas. Se trata de verdades apodícticas y, por tanto, no se prestan a la interpretación. No se trata de hipótesis extraídas del estudio de un mundo imaginario de competencia perfecta, sino certezas incuestionables que derivan de la propia naturaleza humana.

Si la economía quiere recuperar su estatus de ciencia, sus investigadores deben replantearse el método de su estudio. El empirismo positivista es absolutamente estéril en lo que atañe a la teoría económica. A lo sumo, puede resultar interesante en otras disciplinas, como la historia, la estadística o la psicología, pero en ningún caso tiene cabida en la economía. Ésta es una ciencia lógica, cuyos postulados se deducen de la acción de humanos de carne y hueso en un entorno real, no de todopoderosos y perfectos superhombres.
Debemos enterrar la econometría como instrumento de la clase política y la elite académica para implantar sus presuntuosos planes de planificación social. La credibilidad que la economía necesita recuperar jamás provendrá de unos proyectos tan jactanciosos que pretenden equiparar la disciplina con las ciencias naturales, tal como si los seres humanos nos moviésemos y actuásemos con la misma precisión con la que un objeto experimenta los efectos de la gravedad o con la que el agua hierve cuando alcanza la temperatura adecuada. Sólo cuando esto ocurra, volverá la economía a ser vista como una herramienta para el conocimiento. Podremos, entonces, respirar aliviados por su salvación.”

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