El número de afiliados a la Seguridad Social durante el mes de agosto se redujo en 145.000, pero si eliminamos el componente estacional –el ‘efecto verano’–, los cotizantes no solo no disminuyeron, sino que aumentaron en 500 personas. El dato pone de manifiesto uno de los principales problemas de nuestro mercado de trabajo: su muy elevada temporalidad, la cual imposibilita que las empresas inviertan en capacitar y aumentar la productividad de sus empleados y, a su vez, que los trabajadores puedan formarse unas expectativas más o menos estables de sus ingresos futuros con las que empezar a planificar financieramente su vida.
Es verdad que una cierta temporalidad es inevitable y necesaria en cualquier economía: no todos los servicios que se proporcionan en sociedad tiene sentido prestarlos permanentemente a lo largo de todo el año. La agricultura o el turismo exhiben comportamientos fuertemente estacionales y, por tanto, harán un uso más intensivo de la contratación temporal. Sin embargo, la tasa de temporalidad española es a todas luces exagerada: a finales de 2015, el 21,4% de todas las personas ocupadas tenía un empleo temporal (porcentaje que ascendía al 25,6% en caso de medirlo únicamente sobre el total de asalariados). Por el contrario, la tasa de temporalidad media de la eurozona era de apenas el 13,3%, y la de otros países europeos, como Dinamarca, del 7,6%.
A juicio de muchos, el problema de la alta temporalidad española se relaciona con nuestro modelo productivo: nuestra economía se basa desproporcionadamente en ciertos sectores que, como el turismo, son estacionales y que, en consecuencia, recurren a contratos temporales. Si, en cambio, disfrutáramos de otro modelo productivo –más asentado en la industria o en las nuevas tecnologías–, nuestra temporalidad sería asimilable a la europea. Las cifras de la Seguridad Social de agosto parecen darle la razón a este diagnóstico: la fortísima variación de afiliados –el cese de sus contratos temporales– respondía esencialmente a necesidades estacionales de nuestro modelo económico (fin de la temporada turística).
Y siendo cierto que los sectores más expuestos a la estacionalidad se hallan sobreponderados dentro del mix productivo español, no deberíamos caer en la trampa de pensar que el único (o principal) motivo de la elevada tasa de temporalidad de nuestro país se halla en nuestro modelo económico. A la postre, España sufre una tasa de temporalidad mayor que la de nuestros países vecinos en todos y cada uno de los sectores productivos existentes:
Fuente: Eurostat.
O dicho de otro modo, fuera cual fuera nuestro modelo productivo, España tendría una tasa de temporalidad más elevada que la de la eurozona y, por supuesto, que la de otros países como Dinamarca. El problema, pues, no es (solo) que nuestra economía esté muy expuesta a sectores estacionales como el turismo o la agricultura: el problema es que nuestro modelo de relaciones laborales promueve la contratación temporal incluso para puestos de trabajo que revisten un carácter permanente.
La razón de este perversísimo incentivo regulatorio es de sobras conocida: se llama dualidad laboral y trae causa en el enorme diferencial en la indemnización por despido entre los contratos indefinidos y los contratos temporales. En la actualidad, incluso tras la tan denostada reforma laboral, la indemnización por despido improcedente en los contratos indefinidos asciende a 33 días por año trabajado con un máximo de 720 días; en cambio, la indemnización por cese de un contrato temporal es de 12 días por año trabajado. La indemnización máxima por despido procedente en los contratos indefinidos es algo menor –20 días por año con un máximo de 240 días–, pero constituye una figura poco relevante dado que los tribunales siguen negándose a apreciar la procedencia del despido aun cuando sí haya motivo para ello.
Así pues, imaginen dos trabajadores que cobran 1.000 euros mensuales, uno bajo un contrato indefinido y el otro en régimen temporal: la indemnización máxima por despido improcedente del primero ascenderá a 24.000 euros (antes de la reforma laboral, podía llegar hasta los 42.000 euros), mientras que la del segundo apenas se ubicará, como mucho, en los 800 euros. El abismo indemnizatorio (y el sesgo a recurrir artificialmente a la contratación temporal) es enorme.
Por ello, cuando un empresario ya tiene contratada a la mayor parte de su plantilla en régimen temporal (el 75% de los asalariados en España disfruta de puestos fijos), parece claro que no puede exponerse al riesgo adicional de seguir incorporando a más trabajadores en régimen indefinido. Es decir, no puede enfrentarse al elevadísimo coste que eventualmente le supondría abonar las indemnizaciones necesarias para reestructurar su plantilla por circunstancias ajenas a su voluntad (caída de ventas, aparición de nuevos competidores, obsolescencia de parte de sus productos, incremento de otros costes no salariales, etc.). Al contrario, todo empresario se ve empujado a completar su plantilla con trabajadores temporales aun cuando sea para cubrir puestos permanentes: prefiere asumir el coste de una elevada rotación de parte de su personal (dado que no puede mantenerse contratado a un trabajador en régimen temporal por más de dos años) al riesgo de tener que indemnizarlos con tan altas sumas.
Es de sentido común, pues, que España ha de solventar con urgencia el problema de su dualidad laboral y que ello pasa, en esencia, por una radical reforma de nuestra regulación laboral. Mantener la pésima regulación actual y modificar el modelo productivo acaso ayude marginalmente, pero no cambiará los pilares de este desastroso modelo.
¿Cómo cambiar nuestra pésima regulación? Una opción, condenada al fracaso, es la que han impulsado PP y Ciudadanos en su acuerdo de investidura, a saber, elevar el coste de la indemnización del contrato temporal sin rebajar el del indefinido: el resultado de este encarecimiento neto del coste del despido (y de la contratación) acaso sea una menor temporalidad, pero también una menor creación de empleo. Otra opción es la vigente en Dinamarca, país que sí ha logrado hundir la tasa de temporalidad a un tercio de la española: rebajar drásticamente la indemnización máxima de los trabajadores indefinidos (la indemnización para los trabajadores con más de 20 años de antigüedad apenas alcanza los siete meses de salarios frente a las 22 mensualidades que actualmente se devengarían en España). Y la tercera opción, la más eficaz y respetuosa con las libertades de los trabajadores, es la liberal: permitir que trabajador y empresario pacten la indemnización por despido que mejor se ajuste a sus preferencias subjetivas y a las características objetivas del puesto de trabajo.
Si queremos promover la creación de empleo de calidad, liberalicemos el mercado laboral. La altísima temporalidad es consecuencia de una pésima regulación estatal que debe desaparecer lo antes posible.
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