Recientemente, Paul Krugman atacó con una de sus broncas habituales, sugiriendo que la posición del Partido Libertario a la regulación medioambiental era una receta para el desastre.
No tan rápido, dice Tyler Cowen. El problema de la postura antirregulación es que no es lo bastante procontaminación. Cowen explica:
[La postura de Krugman] es lo contrario de la crítica correcta. El principal problema de libertarismo clásico es que no permite suficiente contaminación. Bajo la teoría libertaria, la contaminación es una forma de agresión violenta que debería prohibirse, como insistió Murray Rothbard numerosas veces. Vale, ¿pero qué pasa con la práctica actual, una vez que todos esos grupos de intereses especiales empiezan a tener voz? Históricamente, bajo un gobierno más limitado en el siglo XIX, eran las grandes empresas las que querían evitar métodos de control impredecibles locales y dirigidos a la licitación y buscaban una aproximación regulatoria más sistemática a nivel nacional.
Aquí la postura del partido libertario, lo admitan o no, casi con seguridad se basa principalmente en un largo ensayo de Rothbard sobre contaminación y posibles soluciones legales. Rothbard escribe:
Todos deberían poder hacer lo que quieran, excepto si comete un acto abierto de agresión contra la persona y propiedades de otro. Solo ese acto debería ser ilegal y debería ser perseguible solo en los tribunales bajo la ley de agravios, con la víctima o sus herederos o representantes presentando el caso contra el supuesto agresor. Por tanto, no debería permitirse ninguna norma o regla administrativa que cree acciones ilegales. Y como no es permisible ninguna persecución en nombre de la “sociedad” o el “estado”, la ley penal debería integrarse en una ley de agravios reconstituida, incorporando el castigo y parte de la ley de tentativas.
El agraviante o delincuente sería estrictamente responsable por su agresión, sin permitir eludir la responsabilidad basándose en las teorías de la “negligencia” o de la “razonabilidad”. Sin embargo, la responsabilidad debe probarse basándose en la causalidad estricta de la acción del acusado contra el demandante y debe probarse por el demandante más allá de cualquier duda razonable.
Esto puede sonar tedioso y bastante técnico fuera de contexto, pero si se lee el ensayo completo de Rothbard, rápidamente queda claro que este considera en muchos casos a la contaminación como una “agresión” y requerirá a los propietarios un nivel alto de lo que se refiere a no contaminar el aire y el agua de propiedades vecinas. Es decir, una central térmica de carbón que disperse productos químicos tóxicos en el aire sobre sus vecinos sería considerada una agresora bajo la interpretación de Rothbard y por tanto demandada por daños por las víctimas en diversas circunstancias.
En el régimen legal apoyado por Rothbard, los contaminadores probablemente afronten sanciones legales mucho mayores que bajo el régimen regulatorio actual.
Cowen, por el contrario, parece haber concluido que el nivel “óptimo” de polución probablemente sea mayor del que permitiría el sistema rothbardiano de pleitos. En otras palabras, los rothbardianos son demasiado intolerantes con la contaminación.
El problema de la “eficiencia” y el “coste social”
Cowen (y muchos otros) llegan a esta conclusión adoptando una idea errónea de la eficiencia y el óptimo social en la que el estado hace una determinación de la cantidad “correcta” de polución y luego desarrolla una legislación para establecer un máximo en dicha cantidad de contaminación.
Como señala correctamente Cowen, a las grandes empresas poderosas gusta este sistema, porque proporciona predecibilidad y altos costos directos, al tiempo que rebaja la probabilidad de verse afectado posteriormente por grandes juicios de sistema de tribunales.
Así que la regulación da exactamente lo que quiere una empresa afectada: Altas barreras de entrada para la nueva competencia, al tiempo que limita los costes impredecibles futuros.
¿Y cómo limitan las regulaciones los costes futuros? Rothbard ofrece un ejemplo:
Supongamos por ejemplo que A construye un edificio, lo vende a B e inmediatamente se derrumba. A debería ser responsable por dañar la persona y propiedad de B y la responsabilidad debería probarse en un tribunal, que puede entonces aplicar la medidas adecuadas de restitución y castigo. Pero si el parlamento a impuesto códigos de construcción e inspecciones en nombre de la “seguridad”, los constructores inocentes (es decir, aquellos cuyos edificios no se hayan derrumbado) están sometidos a reglas innecesarias y a menudo costosas, sin necesidad de que el gobierno pruebe delito o daño. No han cometido ningún agravio o delito, pero están sujetos a reglas, a menudo sólo lejanamente relacionadas con la seguridad, por adelantado por cuerpos gubernamentales tiránicos. Aún así, un constructor que cumpla con la inspección administrativa y los códigos de seguridad y luego su edificio se derrumba, a menudo se ve sacado del apuro por los tribunales. Después de todo, ¿no ha obedecido todas las reglas de seguridad del gobierno y no ha recibido por tanto el imprimatur por adelantado de las autoridades?
Igualmente, en el caso del contaminador de aire, este puede legalmente dispersar veneno en él hasta los límites permitidos por la ley. De hecho, en algunos casos, la responsabilidad estaría limitada explícitamente por la ley como una disposición de nuevas regulaciones en proceso de implantación.
Aquí Rothbard hace también una segunda puntualización. Señala que la regulación dispersa a los costes, incluso para aquellas personas que nunca construyan un edificio que se derrumbe sobre nadie ni dañe a nadie. En otras palabras, impone costos sobre todos, incluyendo empresarios que puedan ser capaces de desarrollar técnicas constructivas innovadoras y seguras que entren en conflicto con códigos constructivos establecidos.
En un sistema rothabrdiano basado en tribunales, el coste del envenenamiento del aire o del derrumbe de un edificio es soportado por quienes realmente llevan a cabo un comportamiento dañino. Estos costes pueden ser enormes.
Comprensiblemente, una empresa como referido sistema en el que los costes sean predeciblemente superiores a un sistema en el que los costes sean potencialmente menores (si se evitan las demandas), pero mucho menos predecibles.
Pero el hecho de que algunas empresas prefieran este sistema no es una justificación para imponer este sistema a todos.
Sin embargo, muchos sostienen que un estado regulatorio es preferible a la opción legal rothbardiana, porque un estado regulatorio supuestamente permitiría contaminación incluso en casos en que víctimas individuales puedan demostrar que han sido dañadas. Es decir, bajo el sistema de Rothbard un pequeño número de partes perjudicadas podría cerrar una fábrica contaminante aunque la sociedad en general se beneficie supuestamente de las actividades de dicha fábrica. Eso no es “óptimo” desde un punto de vista social, se nos dice. Así que necesitamos un estado regulatorio que anime a más empresas a dedicarse a actividades económicas (como la generación de electricidad), que sin embargo producen a menudo sustancias contaminantes.
Se supone que para tener una cantidad socialmente óptima y “eficiente” de energía y tránsito, tenemos que crear un sistema que pueda hacer un ajuste fino de la contaminación que se va a permitir y equilibrar las necesidades de un pequeño número de partes perjudicadas (aquellos con cáncer causado por la contaminación) con la necesidades de quienes reciben los beneficios del sector.
El problema es que es imposible hacer el tipo de cálculos necesarios para “equilibrar” las necesidades de un grupo frente al otro a nivel social. Y si no podemos hacer eso, no podemos determinar cuál es la cantidad “correcta” de contaminación para la sociedad en general. Solo podemos determinar el daño producido por la contaminación en términos de víctimas concretas y tiempos y lugares concretos.
La razón por la que no podemos calcular el equilibrio correcto, como señala Rothbard en “El mito de la eficiencia”, es que en realidad no existen los costes sociales:
Sigue habiendo una grave falacia en el mismo concepto de “coste social” o del coste que se aplica a más de una persona. Por ejemplo, si los fines entran en conflicto y el producto de una persona va en detrimento de otra, no pueden sumarse los costes de estos individuos. Pero, en segundo lugar y más importante, los costes, como han señalado los austriacos durante un siglo, son subjetivos para la persona y por tanto no pueden medirse cuantitativamente, ni, por fuerza, pueden sumarse o compararse entre individuos. Pero si los costes, como las utilidades, son subjetivos, no sumables y no comparables, por supuesto no tiene sentido ningún concepto de costes sociales, ni siquiera los costes de transacción. Y tercero, incluso dentro de cada persona, los costes no son objetivos ni observables por ningún observador externo. Pues los costes de una persona son subjetivos y efímeros, aparecen solo ex ante, justo antes de que la persona tome una decisión. El coste de cualquier decisión individual es su estimación subjetiva de la clasificación valorativa del valor más alto perdido por tomar esta decisión. Como cada persona intenta, en cada decisión, lograr su fin mejor clasificado; renuncia o sacrifica el otro fin peor clasificado que podría haber satisfecho con los recursos disponibles.
La postura prorregulación, por el contrario, es que es posible determinar un nivel aceptable de contaminación para todo el sistema y luego aplicarlo a todos, en todas partes. Quienes sufran contaminación de una fábrica cercana tendrán que “vivir con ello”, porque los reguladores públicos han determinado que el coste de esas víctimas concretas no basta para imponer multas elevadas sobre los contaminadores. Sí, hay un punto a partir del cual podemos decir que los niveles de polución son demasiado altos, pero ese nivel se establece con el óptimo social general en mente. Es decir, incluso si algunas personas sufren daños importantes, podemos concluir que el coste social es bajo y que sería ineficiente permitir que un pequeño número de demandantes haga cerrar al contaminador.
Rothbard, por el contrario, quiere proporcionar una solución legal que se ocupe de los altos costes impuestos a un número pequeño de víctimas concretas, incluso cuando los supuestos costes sociales “merezcan la pena”. Esto puede parecer “ineficiente” a muchos economistas, pero Cowen tiene razón en que la postura del mercado libre a este respecto es menos tolerante con la contaminación de lo que suponen intervencionistas como Krugman.
El artículo original se encuentra aquí.
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