En la noche entre el 23 y el 24 de agosto, el pánico se apoderó de las ciudades centrales de Italia tras un terremoto de magnitud 6.0 en la escala de Richter. 295 muertes, 293 iglesias medievales seriamente dañadas y ciudades semidestruidas (incluyendo Amatrice, Accumoli y Pescara del Tronto) fue el resultado.
A la vista de esta tragedia, en lugar de reconsiderar el papel de los mercados libres y los derechos de propiedad (cuestionando así las implicaciones económicas y sociales de mantener la seguridad de toda la población en manos de la burocracia más bizantina de Europa, que cuesta a los italianos 30.000 millones de euros al año), políticos y periodistas se han dedicado a otra cuestión: “¿a quién hay que culpar por el desastre?” Como a cualquier otra pregunta formulada por la élite político-intelectual, a esta pronto le siguió: “¿cuánto más hay que gastar?”
Ansiosos por encontrar al “malo”, periódicos y diferentes personalidades públicas se han dedicado a una caza de brujas. Entre ellos estuvieron algunos teóricos de la conspiración (como Gianni Lannes), que culpó a la OTAN y a su programa secreto de quimioterapia de aerosol, como el homo faber real de este desastre natural. Otro absurdo vino de Daniela Martani (un personaje especialmente respetado en el movimiento vegano), que llegó a decir que el terremoto era sencillamente el karma volviéndose contra Amatrice (epicentro del terremoto) por ser el lugar de nacimiento de la “carnívora” pasta a la amatriciana. Particularmente importantes fueron las palabras que pronunció el obispo de Rieti durante el funeral de las víctimas: “Los terremotos no matan, lo hacen las obras de los hombres”. Por otro lado, otros periodistas han señalado la evasión fiscal por parte de la ciudadanía, que, en su opinión, restó los fondos necesarios para el gobierno que habrían ido a la construcción de infraestructuras antisísmicas.
El clima intelectual que ha dominado tras el seísmo, puede decirse por tanto que ha oscilado entre los que culpan al gobierno por tener demasiados pocos recursos y los que ven al terremoto como el producto de acciones malvadas del hombre. Esta distinción es solo superficial, ya que ambos grupos usan distintos recursos para llegar al mismo objetivo: la expansión del control público, a través de más gasto y más programas regulatorios, a costa de la esfera privada. De hecho, mientras los rojos defienden una restricción de la libertad individual con el fin de evitar los monopolios y la explotación, los verdes hacen lo mismo en nombre de evitar la “destrucción de la capa de ozono y el calentamiento global”.
No resulta ninguna sorpresa por tanto que la misma gente que se ha identificado como protectora del medio ambiente haya sido, especialmente después de este terremoto, la defensora más constante de la intervención pública. Entre los más destacados ha estado en el comediante Beppe Grillo: cofundador de un movimiento político centrado en torno a objetivos ecologistas. Declaró inmediatamente que el fondo de 50 millones de euros asignado por el gobierno a la situación de emergencia era claramente insuficiente. Él y su Movimiento Cinco Estrellas han estado desde entonces pidiendo a la UE una mayor ayuda financiera junto al presidente Renzi, que continúa rogando a Bruselas que conceda a Italia una mayor flexibilidad en su déficit (aproximadamente un 0,5% del PIB) para que el gobierno financie el nuevo proyecto de reconstrucción llamado “Casa Italia”. Este proyecto, que busca proteger al país ante nuevos desastres naturales, ha sido defendido por muchos, como Bruno Vespa, sobre la base de que la destrucción producida por el terremoto ha dado a toda una región una magnífica oportunidad de crecimiento económico.
De nuevo, la falacia de la ventana rota
Aquí, de nuevo, los amigos del estado caen presa de una de las falacias económicas más recurrentes: la falacia de la ventana rota. Desarrollado por primera vez por el filósofo del siglo XIX Frédéric Bastiat en su ensayo “Lo que se ve y lo que no se ve” y popularizada posteriormente por Henry Hazlitt, la falacia de la ventana rota explica los problemas que implica contemplar solo los efectos a corto plazo de cualquier acción política y de jugar los efectos de dicha política fijandonos solo en algunos grupos de la sociedad al tiempo que ignoramos a otros. ¿Cómo puede una reconstrucción aumentar el nivel de vida de una sociedad sin no se ha producido ninguna producción adicional?
Parecería, si nos limitamos simplemente a lo que vemos, que las nuevas inversiones en vivienda que se producirían en las acciones del Lazio, Las Marcas y la Umbría mostrarían un aumento en la demanda real. Sin embargo, lo que no se ve es que esta nueva inversión sustituiría a los planes preexistentes de los antiguos propietarios. La necesidad de nuevas casas y la consiguiente inversión en reconstrucción tendrán por tanto que producirse a costa de aquellas demandas existentes, que, de acuerdo con las preferencias temporales y planes voluntarios de acción de esos individuos, se habrían dirigido a usos más valorados.
Una de las principales razones por las que la gente aprueba planes públicos como “Casa Italia” es que se cree que un programa así creará nuevos empleos y consecuentemente aumentará los niveles de vida de las sociedades. Sin embargo, si se mira cuidadosamente, como los programas públicos siempre conllevan impuestos y los impuestos significan el desvío de recursos de un sector a otro, lo que realmente ocurre no es un aumento, sino una transferencia de empleo.
Por tanto, el nuevo empleo de los constructores de casas es la causa indirecta del desempleo de zapateros, vendedores de automóviles y otros comerciantes. Sin embargo, a largo plazo, el bienestar del “nuevo empleo” depende no de cuánto terreno, fábricas y casas hayan sido destruidos ni de cuántos “nuevos empleos” se le hayan asignado, sino más bien del nivel de producción que exista más allá de su ámbito de actividad. De hecho, el mismo acto de trabajar, lejos de representar un fin en sí mismo, implica una demanda inherente de otros productos, que un trabajador se dedica a adquirir intercambiando bienes futuros (productos de su trabajo) a cambio de bienes presentes (dinero con el que comprar a los productos que prefiera).
Por tanto, como la destrucción implica pérdida de capital y como la pérdida de capital se traduce en una contracción de la capacidad productiva de una nación, ¿cómo pueden los nuevos constructores de vivienda decir entonces que están mejor si, a pesar de sus mayores compensaciones monetarias, hay menos cosas para comprar? En otras palabras, ¿cómo pueden estar mejor cuando está disminuyendo su poder adquisitivo? Si el bienestar realmente aumentara como consecuencia de este esquema de destrucción-reconstrucción que tanto parece gustar a los políticos italianos, las sociedades occidentales hace tiempo que hubieran recurrido a actuar como Penélope, que tejía y destejía su tela mientras esperaba a su amado Ulises.
Mientras los italianos crean en “las bondades de la destrucción” de la recuperación liderada por el gobierno, que desvía capital de usos productivos a usos improductivos, los terremotos continuará siendo, citando a Giovanni Birindelli “la salud de las democracias”. Entretanto, los políticos tendrán el poder intelectual de usar el esquema de la ventana rota como una manera de extender sus tentáculos sobre el sector privado, en forma de más deuda pública, mayores déficits e impuestos más altos.
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