Hace no mucho tiempo estaba yo pensando en el legado de Murray N. Rothbard, el brillante erudito y el creador del movimiento libertario, y querido amigo mío y de Ron. ¿Habría llegado a existir el movimiento sin Murray? No lo creo. Y todo lo que podría haberse desarrollado en su lugar, sin duda, habría sido menos pro-paz, y más dispuesto a llegar a un acuerdo con el Estado de guerra, de lo que Murray siempre estuvo.
“Cada vez estoy más y más convencido”, escribió en privado en 1956, “de que la cuestión de la guerra y la paz es la clave de toda la empresa libertaria”.
Murray se negó a dejar de hablar sobre la guerra y la paz, incluso cuando, a finales de la década de los 60, sus opiniones contra la guerra le habían alienado por completo del ala de la derecha tradicional y lo habían dejado con un público mucho más pequeño. Me recuerda a cómo el propio Ron, a pesar de todos los conservadores que le suplicaron que no mencionase la política exterior en sus discursos con el fin de ganar más apoyo e influencia, se negó a hacerlo. El tema era demasiado importante – moral, económicamente, y en todos los demás aspectos – y estos hombres tenían demasiados principios.
Por supuesto, Murray estaba en lo cierto: la influencia y las consecuencias de la guerra son tan penetrantes y de tan largo alcance que no podemos pensar en ella como si fuera simplemente un tema más, de la misma importancia que las cuotas de azúcar. La guerra y el militarismo tuercen y deforman todo lo que tocan. Para hoy he elegido seis maneras que tienen de deformarlo todo, pero seguro que existe un número mucho mayor de ejemplos posibles.
Primero y ante todo, la guerra nos deforma moralmente. Lo hace porque el Estado mismo deforma en primer lugar nuestro sentido de la moral. Nos han empapado con la idea de que el Estado puede legítimamente hacer cosas que serían consideradas atrocidades impensables si se llevasen a cabo por individuos particulares. Si tengo una queja, aunque sea legítima, contra otra persona, nadie excusaría mi comportamiento si lanzase un ataque contra todo el vecindario de esa persona, y se me consideraría un trastornado si descartase cualquier otra muerte causada como meros “daños colaterales”.
O supongamos que Apple, o la cadena de suministros de oficina Staples, o el club Elks, lanzasen una serie de ataques con misiles que asesinasen a un millar de personas. El ultraje no tendría fin. Los ataques se presentarían como evidencia de la maldad incorregible del sector privado.
Pero cuando el gobierno de los Estados Unidos lanza una guerra indefendible contra Irak, sembrando la muerte, la destrucción y la migración de un número extraordinario de personas, hay cierta rabia, sin duda, entre los que se opusieron a esa medida. Sin embargo, la mayoría de la gente que se opone a la guerra nunca llega a sacar de estos hechos conclusiones radicales sobre la naturaleza del Estado. Siguen siendo esclavos de lo que aprendieron en las clases de educación cívica del instituto, donde se describe al Estado como una gran institución progresista. Ni siquiera los horrores de la guerra hacen que revisen esta paralizante presunción. Y la próxima vez que se encuentren en un avión, aplaudirán a los soldados que lucharon en esa misma guerra. (¿Aplaudirían, por cierto, a los soldados que hubiesen luchado en una guerra lanzada por Wal-Mart?)
Por otro lado, si pensamos en el estado como institución parasitaria y con intereses particulares que sobrevive gracias a extraer los recursos de la ciudadanía productiva, y que engaña a la opinión pública con una batería harto conocida de argumentos de por qué es indispensable para nuestro bienestar, podemos vislumbrar la guerra de manera realista, sin todas las supersticiones y las canciones patrióticas.
Por desgracia, los ingenuos tópicos de las clases de educación cívica tienen mayor influencia en la mente de los estadounidense que la representación brutalmente realista que Rothbard hace del estado, de su naturaleza, y de sus motivaciones. Así continúa el engaño. Los retratos de los presidentes que emprenden estas guerras aún decoran las aulas estadounidenses, transmitiendo de esta manera el mensaje de que cualesquiera que sean sus supuestos errores, estos son hombres decentes, ocupando una institución decente, a quien los niños tienen el deber de respetar.
La guerra y la preparación para la guerra deforman la economía. Ahora bien, esto va a sorprender a algunas personas ya que prácticamente todo el mundo ha escuchado en un momento u otro que la guerra puede estimular la economía. Es cierto que la guerra puede estimular partes de la economía; como Ludwig von Mises señaló, estimula, al igual que una plaga, la industria funeraria.
Pero la guerra no puede estimular la economía en general. Recordad que la economía consiste, después de todo, en satisfacer las necesidades de los consumidores. Durante la guerra, las necesidades de las personas pasan a un segundo plano tras las demandas de los militares. Las estadísticas nacionales de ingresos pueden dar una falsa impresión de prosperidad, pero cualquier tonto entiende que hacerse con todo el dinero y gastarlo en, por ejemplo, misiles de crucero, no puede hacer hacer a la gente rica. Todo lo que esto hace es desviar recursos de uso civil.
No es necesario que haya una guerra real rabiando por el militarismo para deformar una economía. Como Tom Woods nos recuerda, cuando destinas la mitad o más de tu talento de I+D hacia fines militares, eso significa que se destinarán muchos menos recursos a las necesidades civiles. Cuando el Pentágono se convierte en tu principal cliente, pierdes la ventaja competitiva a la que la disciplina de mercado da lugar. Dado que el coste no es la principal preocupación del Pentágono, una empresa dedicada minimizar costes tiende a convertirse en una empresa dedicada a maximizar costes y subvenciones.
Para tener una idea del enorme alcance de los costes de oportunidad que intervienen en esto, consideremos los siguientes ejemplos:
Un jet de entrenamiento F-16 consume en menos de una hora la misma cantidad de combustible que consume un automovilista estadounidense promedio en dos años.
Entrenar a un solo piloto de combate cuesta entre $5 millones y $7 millones.
Un año de uso de energía del Pentágono podría alimentar todos los sistemas de transporte público americano durante casi 14 años.
El Departamento de Defensa consumió tantos recursos entre 1947 y 1987 que si se hubieran mantenido en manos privadas podrían haber reemplazado – o duplicado – el capital de la totalidad del país.
Y mientras tanto, pese a todos los cuentos de hadas acerca de un ejército diezmado, los gastos militares de los Estados Unidos hoy en día equivalen más o menos a los de todos los demás países de la tierra juntos.
La guerra y la propaganda de guerra deforman nuestra visión de otros pueblos. La Primera Guerra Mundial es el ejemplo clásico de esto: los alemanes eran como los hunos, singularmente propensos a llevar a cabo las atrocidades más aberrantes. Esa interpretación hizo que fuese más fácil persuadir a los ciudadanos de los países aliados para que apoyasen, o al menos consintiesen, cuatro años de guerra contra los alemanes. Y después, que apoyasen una larga campaña de hambre contra una población civil ya empobrecida y enferma para obligar al gobierno a firmar un tratado injusto.
Después de la guerra, hubo una reacción menor contra las mentiras y los insultos que hicieron el entendimiento internacional casi imposible. De hecho, nuestros modernos programas de estudiantes de intercambio surgieron a raíz del descontento de los intelectuales con la gran cantidad de propaganda de la Primera Guerra Mundial. Miraron avergonzados al fervor chovinista en el que habían sido atrapados junto a sus compatriotas y esperaron que una mayor interacción entre los pueblos podría hacer ese tipo de demonización menos eficaz en el futuro.
Es por las diversas campañas de odio llevadas a cabo contra los enemigos de los Estados Unidos por lo que a la mayoría de los estadounidenses les resulta tan chocante ver videos hechos por viajeros occidentales y directores de cine sobre la vida cotidiana en Irán. Gracias a años de demonización sistemática de Irán y de los iraníes, esperan encontrar a salvajes sedientos de sangre que montan en camellos y planean matanzas. En su lugar, encuentran ciudades modernas llenas de actividad. Lo más sorprendente de todo, se encuentran con personas a las que les gustan los estadounidenses, aunque – al igual que a nosotros – no les importa mucho el gobierno de Estados Unidos.
En este sentido, la guerra nos anima a pensar en otros pueblos como prescindibles o simplemente inferiores a nosotros. Una fiesta de boda estalla en pedazos en Afganistán, y los estadounidenses bostezan. Pero sin duda prestaremos atención si el gobierno federal hiciese estallar una boda en Providence, Rhode Island. Nos quedaríamos igual de sorprendidos si en la búsqueda de una persona acusada de terrorismo el gobierno de Estados Unidos bombardease un edificio de apartamentos en Londres.
Imaginemos que la clase dirigente del país B ataca una instalación militar del país A. El país A a continuación, bombardea al país B, y acaba asesinando a cientos de miles de civiles. Cuando los ciudadanos del país A se preguntan en voz alta años más tarde si ha sido moralmente aceptable hacer eso, sus compañeros impacientes les dicen, “Así es la guerra”, excusando de este modo toda cuestión moral importante. A los que plantearon la cuestión en primer lugar se les tilda de ingenuos, y, probablemente, de lealtad dudosa.
La guerra corrompe la cultura. Como el crítico literario Paul Fussell ha señalado, “La cultura de la guerra mata algo precioso e indispensable en una sociedad civilizada: La libertad de expresión, la libertad de mostrar curiosidad, la libertad de conocimiento” Pone como ejemplo a un funcionario del Pentágono que, al explicar por qué los militares habían censurado algunas imágenes de televisión que muestran a soldados iraquíes cortados por la mitad por el fuego estadounidense, señaló casualmente que “si dejamos que la gente vea ese tipo de cosas nunca más habría ninguna guerra.”
En los EE.UU., sin duda, el respeto sincero hacia los militares se ha convertido en una parte importante de la cultura americana. Como señala Fussell, una vez que se afianza una actitud acrítica hacia los militares, esta actitud se extiende a otras áreas de la vida. “Es seguro que la cultura de la obediencia marchita la originalidad en el largo plazo y constriñe el pensamiento, para fomentar la adaptación estúpida y la falta de honradez social.” De hecho, no es muy difícil pasar de ser acrítico con los militares a ser acrítico con el propio gobierno y con todas las instituciones establecidas. Así es cómo al estado le gusta que sean las cosas, por supuesto.
La guerra distorsiona nuestro sentido de lo que el servicio a los demás realmente significa. Sólo se nos insta a que digamos a los miembros de las fuerzas armadas: “Gracias por su servicio.” A los grandes empresarios que alargan nuestras vidas y las hacen más satisfactoria, se nos enseña a envidiarlos y guardarles rencor. Es a los que con más seguridad no se les agradece su servicio.
El estado es capaz de quedar sin castigo por sus agresiones, gracias en parte a su manipulación del lenguaje. Se nos dice que los soldados muertos en la guerra de Irak murieron por “servir a su país.” ¿Qué significa esto? La guerra se inició con pretextos absurdos contra un líder que no había hecho daño a los estadounidenses y era incapaz de hacerlo. Si la guerra estaba al servicio de algo, era de las ambiciones imperiales de un pequeño grupo dirigente. De ningún modo esa misión, que desvió una gran cantidad de recursos de uso civil, “sirvió al país”.
La guerra distorsiona la realidad misma. A los estudiantes se les enseña a creer que los soldados estadounidense compraron su libertad gracias a sus sacrificios. Muchas pegatinas de automóvil comparan al soldado estadounidense con Jesucristo. Pero ¿de qué manera eran una amenaza para la libertad americana Irak, Panamá, o Somalia? Por lo demás, ¿cómo podría cualquier enemigo del siglo pasado haber logrado una invasión de América del Norte, cuando ni siquiera los alemanes fueron capaces de cruzar el Canal de la Mancha?
Pero esta mitología cuidadosamente cultivada ayuda a mantener el engaño en marcha. Aumenta la veneración supersticiosa de la gente por los miembros de las fuerzas armadas presentes y pasados. Pone a los críticos de la guerra a la defensiva. En efecto, ¿cómo es posible que critiquemos la guerra y la intervención cuando estas cosas han asegurado nuestra libertad?
En resumen, la guerra es inseparable de la propaganda, las mentiras, el odio, el empobrecimiento, la degradación cultural y la corrupción moral. Es el resultado más horrible de la legitimidad moral y política que se le enseña a la gente a conceder el estado. Envuelto en la parafernalia de patriotismo, hogar, canciones y banderas, el estado engaña a la gente para que desprecien a un líder y a un país del que hasta ese momento apenas habían oído hablar, y sobre el que mucho menos tienen una opinión informada, y enseña a sus súbditos a defender la mutilación y el asesinato de seres humanos que nunca les han hecho ningún daño.
Volvamos por un momento a Murray. Cuando se opuso a la guerra de Vietnam, se distanció del National Review, la principal revista de la derecha conservadora y la voz más importante en el país, así como de casi toda la gente de derechas. Tenía que escribir para un pequeño número de suscriptores de su boletín. A finales de 1960, le dijo a Walter Block que probablemente había sólo 25 libertarios en todo el mundo.
Las cosas son mucho más fáciles para nosotros hoy, en gran parte gracias al compromiso de Murray y el extraordinario ejemplo de Ron Paul. En la actualidad hay millones de personas que están decididamente en contra de la guerra, y que no les importa el partido político del presidente que decida entrar en una guerra en particular.
Además de eso, es alentador saber que la gente más joven está mucho menos convencida de la necesidad de una política exterior intervencionista. Cuanto más joven sea el público, las exhortaciones de los belicistas encuentran menos oídos receptivos. Es por eso que el Instituto Ron Paul Ron por la Paz y la Prosperidad está preparado para hacer tanto bien por este país y por el mundo en los próximos años. No hay nada que se le parezca, y sin embargo, articula las opiniones incipientes de millones de estadounidenses que buscan en vano en la política y en los medios de comunicación una voz coherente a favor de la paz.
Este es en mi opinión el mayor legado de Ron Paul. Depende de todos nosotros ayudar a ponerlo en práctica.
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