martes, 13 de septiembre de 2016

Critarquía, por Mises Hispano.

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FVD_KentEl propósito de esta comunicación es proporcionar una breve introducción al sistema político denominado Critarquía y explicar algunos de los conceptos teóricos en los que se basa, en particular, los de ‘Derecho Natural’ y ‘Justicia’.

Critarquía es el sistema político basado en una justicia igual para todos, lo que equivale a decir, basado en el respeto del Derecho Natural. Se diferencia de otros sistemas políticos por su constante adhesión y aplicación de las reglas de la justicia. En él, ni los tribunales de justicia ni las fuerzas policiales ni otras organizaciones que se ocupan en el día a día de mantener la ley, tienen poder, privilegio o inmunidad algunos que no estén en conformidad con el Derecho Natural. Las fuerzas policiales de una Critarquía no pueden utilizar legalmente sus armas y poderes coercitivos excepto para mantener la ley, es decir, para defender los derechos naturales [1]de las personas y poner remedio a su violación. En contraste con sus homólogos de los sistemas políticos estatistas que prevalecen en el mundo de hoy, en una Critarquía los tribunales de Justicia y las fuerzas de policía no constituyen y no se integran en un monopolio coercitivo. Toda persona tiene derecho a ofrecer servicios judiciales o policiales a las personas que quieran utilizarlos; no se puede obligar a ninguna persona a convertirse en cliente de ningún tribunal de justicia o de la policía en contra de su voluntad. En resumen, en un Critarquía los servicios judiciales y de policía se ofrecen en un mercado libre, lo que constituye una ley natural que rige en el mundo de los hombres en cuanto atañe a los intercambios de bienes y servicios.

Debido a su compromiso con una justicia igual para todos, una Critarquía no conoce la distinción política habitual entre súbditos o sujetos gobernados y sujetos gobernantes. Carece de un gobierno en el sentido moderno de la palabra, es decir, de una organización con poderes coercitivos que reclama para sí el derecho a ser obedecida o a explotar el trabajo o la propiedad de quienes habitan o residen en el área a la que extiende sus poderes de coacción. Gobernar a la gente y extraer impuestos de ella valiéndose de la fuerza, ya sea pública o privada, no son funciones del sistema político conocido como Critarquía. Las personas deben quedar libres para gobernar sus propios asuntos, ya sea individualmente o en asociación voluntaria con otras —y esto significa que en el gobierno de sus propios asuntos cada uno está obligado a dejar que los demás gobiernen libremente los suyos. En este sentido, la libertad es la ley fundamental de una Critarquía—.

De ello se desprende que una Critarquía únicamente puede existir en sociedades en las que el compromiso con la justicia sea lo bastante firme como para contrarrestar los esfuerzos de aquellos que utilizan métodos antijurídicos como la agresión, la coacción o el fraude para lograr sus fines o evadir la responsabilidad y las obligaciones derivadas de los daños causados antijurídicamente a otros. Si bien es teóricamente posible que la libertad se pueda mantener solamente mediante acciones espontáneas y no organizadas de autodefensa, en una Critarquía el compromiso con la justicia toma forma en su sistema político, consiste en un mercado libre en el que operan organizaciones dedicadas a dispensar justicia (es decir, tribunales de Justicia y fuerzas de policía) y que disponen de medios para preservarla.

El término ‘critarquía’, que está compuesto por las palabras griegas ‘krites‘ (juez) o ‘krito’ (juzgar) y ‘archè‘ (principio, causa), parece que fue utilizado por vez primera en 1844 por el autor Inglés Robert Southey. En su construcción se asemeja a términos políticos más familiares como monarquía, oligarquía y jerarquía. La palabra ‘Critarquía’ viene recogida, entre otros diccionarios, en la versión completa del Diccionario de Webster, en el Diccionario Oxford de Inglés y en el American Collegiate Dictionary. De acuerdo con sus raíces etimológicas, una Critarquía es un sistema político en el que la justicia (más exactamente el juicio o proceso dirigido a determinar lo que es justo) es el principio rector o la causa primera. Así mismo, una monarquía es un sistema en el que hay una persona que se supone que es el principio rector o la primera causa de todas las acciones legales y en el que cualquier otra persona no es más que un obediente súbdito del monarca. En una oligarquía unas pocas personas (los oligarcas), que actúan en concierto pero sin una jerarquía fija entre ellas, se cree que son la fuente de todas las acciones legales. En el sistema moderno de soberanía parlamentaria, por ejemplo, los miembros del parlamento constituyen una oligarquía. En el Parlamento todos sus miembros ocupan la misma jerarquía. Sin embargo, los resultados de sus deliberaciones y decisiones obligan a todos los que, por su nacionalidad o residencia, se considera que están sujetos a la autoridad del Estado.

Si “monarquía” denota gobierno de una persona y ‘oligarquía’ gobierno de unos pocos, es tentador  entender la ‘Critarquía’ como referida al gobierno de los jueces. Sin embargo, el uso de la palabra ”gobierno” no nos debe inducir al error que consiste en pensar que el gobierno de los jueces es como el de  los monarcas y los oligarcas y mucho menos a identificarlo con un tipo particular de oligarquía. Los reyes y oligarcas aspiran a la dominación política, es decir, a tener la capacidad y el poder de hacer que sus súbditos obedezcan sus mandatos, reglas, decisiones y elecciones. En resumen, los monarcas y los oligarcas gobiernan por medio de una mezcla de mando directo y legislación. Los jueces, por otro lado, se supone que no legislan sino que encuentran formas y medios para resolver jurídicamente los conflictos y disputas. No persiguen forzar a la obediencia frente sus mandatos como tales, sino a que se respete la ley, que es un orden de cosas que se entiende que viene objetivamente dado y no algo que responde a los deseos o ideales que los jueces pueden tener.

En contraste con otros sistemas políticos —en los que se han incorporado en calidad de magistrados a un sistema político de gobierno y se les ha dado el poder de utilizar medios coactivos para arrastrar a los ciudadanos, y a quienes en él residen, ante sus banquillos— en una Critarquía, los jueces no tienen ningún súbdito. Los reyes y oligarcas imponen o permiten que los jueces y fiscales, que están a su servicio, impongan sus resoluciones a quienes ellos seleccionen de entre sus súbditos. En otras palabras, “escogen” a sus súbditos (que es el significado de la raíz latina “legere“, de la cual deriva la palabra ‘lex‘ que significa norma legislativa o Estatutaria). En una Critarquía por el contrario, los jueces no eligen a las personas que se presentarán ante ellos. En cambio, son las personas que desean resolver sus conflictos y disputas mediante una resolución judicial quienes ‘eligen’ a quien ha de ser su juez.

Por lo tanto, la característica distintiva de una Critarquía es que es un sistema político que no tiene la institución de un gobierno político. Si se piensa en ella como “gobierno de los jueces”, hay que recordar que estos jueces no gozan de privilegios particulares o poderes especiales. Es “gobierno de las normas”, no gobierno de legisladores, jueces o de cualesquiera otras categorías de funcionarios privilegiados.

Hay muchos ejemplos históricos e incluso recientes de Critarquía, o cuasi Critarquía, y también de intentos de utilizar las constituciones y otras cartas fundamentales (tales como la Carta Magna, las Declaraciones de Derechos de la Revolución Gloriosa del Reino Unido y las enmiendas originales a la Constitución de los Estados Unidos de América, la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano) para introducir elementos de Critarquía como el control de los poderes de los Estados y de los gobiernos. Existen normas no escritas de tipo consuetudinario, memorizadas por los miembros de ciertas tribus —como ocurre hasta hoy en día con los Hherr de los somalíes, la Madh’a de los Afar y el Gada de los Oromo— que, a menudo, proporcionan un fuerte apoyo a la descentralización del poder que es característica de la Critarquía, incluso cuando derivan su autoridad meramente de la costumbre y no de un compromiso consciente y explícito con el Derecho Natural.

Al final del segundo milenio antes de Cristo, los Judíos vivían en un sistema que se describe en el libro bíblico de los jueces. Sus “jueces” no eran jueces en el sentido técnico de los sistemas jurídicos modernos. Fueron respetados e influyentes hombres que proporcionaron liderazgo y consejo pero que no tenían poder de coacción ni cobrar impuestos. La historia de los pueblos celtas y germánicos tanto antes como durante su enfrentamiento con el imperialismo romano, también está repleta de ejemplos, al igual que en el período medieval posterior a la caída del Imperio Romano en Occidente. La Critarquía estaba firmemente establecida en la Irlanda medieval hasta que fue víctima del expansionismo británico, en Islandia donde se mantuvo hasta mediados del siglo XIII y en Frisia donde sobrevivió hasta el siglo XVI. En la primera mitad del siglo XIX los inmigrantes europeos que se establecieron en el Lejano y Medio Oeste de América del Norte desarrollaron su propia versión de Critarquía. Las sociedades tribales de África y Asia han seguido adheridas hasta el día de hoy a alguna forma de Critarquía, cuando no se han sumergido en las estructuras estatistas impuestas por las potencias coloniales y los gobernantes políticos indígenas que tomaron el poder en el período post-colonial.

Mientras que estas aplicaciones o cuasi-aplicaciones históricas de Critarquía pueden sugerir que es un sistema político primitivo, hay que tener en cuenta que la mayoría de ellas cayeron víctima de la conquista o del firme control del poder establecido por líderes militares en tiempos de guerra, que convirtieron ostensiblemente a unas estructuras temporales para la movilización de hombres y recursos en un aparato permanente de dominación política. Es cierto que las Critarquías están mal equipadas para hacer o soportar la guerra durante largos períodos de tiempo. Si eso es una debilidad grave, también es una gran virtud. En cualquier caso, la vulnerabilidad de las Critarquías frente a  las masivas operaciones militares es comparable a la de un Estado pequeño o tecnológicamente atrasado cuando tiene que hacer frente a la fuerza de un vecino grande o tecnológicamente avanzado. Por otra parte es un problema que podemos reconocer sin perder de vista lo bueno que una Critarquía puede ofrecer en “tiempos normales”.

Empezamos este artículo con la afirmación de que la Critarquía es el sistema político que se basa en una justicia igual para todos, es decir, en el respeto al Derecho Natural. ¿Qué significa esto? Los términos ‘justicia’ y ‘Ley o Derecho Natural’ pueden parecer a muchos extremadamente vagos y carentes de sentido. Algunos incluso consideran que el concepto de “Ley natural” es una noción desacreditada, un retroceso intelectual a una era pre-científica. Se alega que no hay tal cosa como el Derecho Natural o que lo que se llama “Ley Natural” no es más que un conjunto mal definido de  principios de fondo que pueden ayudar a los legisladores y jueces a que el público en general no vea sus decisiones como un ultraje moral. Sin embargo, al analizar la Critarquía tenemos que rasgar el velo de confusión que se teje alrededor de nociones fantasmagóricas como la de Derecho Natural. Por consiguiente tenemos que tomarnos algunas molestias para explicar el significado exacto y el valor funcional de los términos ”Justicia” y “Ley Natural”.

La búsqueda del verdadero origen, naturaleza y función del Derecho Natural son tareas que vienen de antiguo. Los primeros estudiosos conocidos de la sociedad humana en Occidente fueron los antiguos griegos, quienes establecieron una clara distinción entre Derecho Natural y Derecho convencional o artificial. A los llamados sofistas del siglo V antes de Cristo se les ocurrió la idea según la cual el mundo de los seres humanos se caracteriza por surgir de, distinguirse y protegerse a sí mismo mediante la progresiva perfección de las habilidades sociales y técnicas en un entorno natural implacable y peligroso. También hicieron la distinción entre el mundo humano y las sociedades particulares que surgen en ese mundo y vuelven de nuevo a él como olas en la superficie del mar. Para ellos el mundo humano era el mundo de la historia de la humanidad, tal como se presenta a quienes quiere saber cómo afrontaron las personas los problemas de supervivencia y, más particularmente, lo que se hicieron unos a otros. Tomando nota de la permanencia del mundo humano y contrastándola con el significado transitorio y meramente local de las sociedades particulares, comenzaron a buscar un Derecho Natural o el orden fundamental del mundo humano, al tiempo que desenmascaraban las pretensiones de verdad universal, divina o moral formuladas por distintos pensadores políticos en nombre de alguna particular sociedad real o imaginaria y su ‘forma de vida’.

Sus oponentes replicaron desarrollando teorías metafísicas. Con ellas pretendían demostrar que la “verdadera naturaleza” no puede ser aprehendida por los sentidos o por la experiencia, sino solamente mediante complejos sistemas de pensamiento abstracto que están más allá de comprensión para el común de la humanidad. El principal impulso político de su argumento era que esta “verdadera naturaleza” efectivamente reivindica alguna forma particular de vida y/o la forma de organización política. En resumen, rechazando que se pueda presumir que alguien ignora la ley de las relaciones humanas,  avanzan la conclusión de que la gente, privada de la guía de expertos como ellos, nunca conseguiría nada más que unas condiciones de existencia sin ley, en el mejor de los casos inferiores cuando no caóticas.

Estas teorías metafísicas, en combinación con puntos de vista más antiguos sobre el gobierno divino, dejaron a muchos la impresión de que el Derecho Natural tiene poco que ver con la naturaleza, tal y como ésta puede ser observada, sino que equivale a comprender lo que debería ser el modo de vida y las normas jurídicas de una “sociedad ideal” o una sociedad gobernada directamente por los dioses. Como resultado, la distinción entre el orden natural, universal y permanente del mundo humano y el orden transitorio, artificial y local vigente en las concretas sociedades se volvió borrosa a medida que la política, la ética y la religión reivindicaron paulatinamente contar con el respaldo de la sanción del Derecho Natural. Lo mismo ocurrió con la distinción entre los derechos y obligaciones que tienen su fundamento en las condiciones naturales de la interacción humana y los concedidos o impuestos por los gobernantes que tratan de movilizar a sus sujetos de acuerdo con sus propias inclinaciones religiosas o ideológicas.

Sin embargo,  ni siquiera en el marco general de la especulación metafísica y teológica se abandonaron los intentos por descubrir y dilucidar esas distinciones. En su De Vita spirituali Animae de 1402, Jean de Gerson, un teólogo y rector de la Universidad de la Sorbona en París, sentó las bases para el desarrollo de una categoría de derechos humanos que hasta Dios tendría que respetar. En el período turbulento de las guerras religiosas en Europa que iba a sucederle, el concepto de derechos naturales se convirtió en un arma importante del arsenal intelectual de las minorías perseguidas y más tarde de una resistencia más general a las pretensiones de los gobernantes absolutistas y a las ambiciones de políticos ávidos de poder. No es de extrañar que el Derecho Natural y los derechos naturales se convirtieran en influencias significativas en el proceso de elaboración de la Constitución de los Estados Occidentales de los siglos XVIII y XIX. Como consecuencia, la libertad y la propiedad, al menos por un tiempo, recibieron un grado de protección jurídica que es poco común en la historia de los regímenes políticos.

Al mismo tiempo, los avances de la ciencia económica y sociológica tendieron a promover la aceptación general de la filosofía del Derecho Natural. Se entendía que dentro de las limitaciones impuestas por el Derecho Natural —es decir, en las sociedades en las que la libertad y la propiedad estaban relativamente a salvo de la agresión privada y pública— el deseo de riqueza y la superación personal llevaban a los hombres por el camino del progreso material. Por desgracia, hacia el final del siglo XIX esta comprensión fue dando paso a la idea de que el progreso material (“evolución progresiva”) es la “Ley Natural” del mundo humano. En consecuencia, la riqueza y el bienestar se convirtieron en auténticos “derechos naturales” de los hombres, y la “justicia” fue re-interpretada para significar producción eficiente y “justa” distribución de la riqueza. Las políticas económicas y sociales, y las teorías que las inspiraron, comenzaron a desgastar a las limitaciones que imponía el Derecho Natural que no habían sido mucho antes aceptadas en las constituciones y decretos legislativos. A pesar de este contratiempo el trabajo en el campo del Derecho Natural ha seguido con más o menos originalidad, llegando algunas obras —como las de Ayn Rand y Murray Rothbard—  a grandes audiencias en todo el mundo. Otros trabajos importantes han recibido mucha menos atención, como, por ejemplo, el libro de Frank van Dun sobre los principios fundamentales del Derecho (1982 en holandés) que hace una clara distinción entre la cuestión “¿Qué es el Derecho Natural?”, Y la cuestión “¿Por qué debe la gente respetar el Derecho natural?”, y proporciona rigurosos argumentos en respuesta a ambas. Sin embargo, para la gran mayoría de intelectuales la “Ley Natural” sigue siendo poco más que una especulación metafísica pre-científica, mientras que algunos de los que de otro modo habrían sido comprensivos con ella, ahora se han abonado a la creencia de que el análisis económico y la eficacia política han sustituido a la ciencia del Derecho y a la búsqueda de la justicia como principales garantías del orden mundial en los asuntos humanos.

Con el fin de aclarar el concepto de ley natural, tenemos en primer lugar que disipar la idea común de que en la “ley natural” la palabra “ley” significa una orden, regla, norma u otra declaración Directiva, o, que establece una excepción a una directiva de este tipo. De acuerdo con esta interpretación un mandato legal prohíbe o permite —como si el significado de una “ley” fuera algo que tiene o debe hacerse o no hacerse, o que el hacerlo o el omitirlo se deja a la discreción de aquellos a los que la ley se dirige—. En resumen, se utiliza “ley” aquí como la traducción de la palabra latina ‘Lex’, el significado original de la cual estaba conectada a la movilización de los ejércitos y la organización de campañas militares, y que más tarde vino a designar cualquier norma general o de mando emanada de las más altas autoridades políticas.

¿Qué hay de malo en esta interpretación? En primer lugar, no es más que un accidente histórico que la palabra “ley” llegara a emplearse como traducción de ‘lex’. Es también, y más propiamente utilizada para traducir del latín “ius”, que no tiene nada que ver con el ejercicio de la autoridad política. “Ius” significa un vínculo o una obligación derivada de un compromiso personal que se hace en un discurso solemne (‘iurare’, jurar) y en un sentido más general, el orden de los asuntos humanos que surge de tales compromisos mutuos. En otras palabras, “ius” presupone una condición en la que las personas se reúnen como libres e iguales y arreglan sus asuntos por medio de acuerdos mutuos, contratos o convenios. Esto está en claro contraste con la ‘lex’, que presupone que un hombre puede obligar unilateralmente a otro.

Desde este punto de vista etimológico no es de extrañar que los que han intentado interpretar el Derecho Natural como ‘lex naturalis’, hayan llegado a  formular complicadas teorías metafísicas y teológicas para explicar cómo la naturaleza puede ser un legislador o cómo se pueden distinguir de entre las diferentes “fuerzas que rigen en la naturaleza” (impulsos, inclinaciones, deseos y demás)  las que merecen ser incluidas en la lista de las “leyes naturales” y las que no (y que por lo tanto tienen que ser consideradas “poco naturales” o “contra natura”). Ninguna de estas teorías ha sido capaz de convencer a los escépticos, ni siquiera a los más simpáticos. Sin la hipótesis de un legislador divino, que por alguna razón inexplicable prefiera cifrar sus órdenes en la naturaleza, las teorías de las “leges naturales” no llegan a ninguna parte —y con esa hipótesis, los no creyentes no pueden por más que concluir que surgen, en virtud de un conjuro, de la nada—.

En última instancia es posible que la excusa para utilizar el término “ley natural” en el sentido de ‘lex naturalis’ sea muy fina: al igual que las leges de una autoridad política, que vinculan u obligan a las personas sin su consentimiento, las leyes naturales se supone que obligan a todo el mundo independientemente de que las consientan o no. Sin embargo, esa analogía no nos da una idea de cómo se puede determinar el contenido directivo de cualquier ley natural. Simplemente la identifica como algo indeterminado que es como una ‘lex en cuanto tiene el poder de obligar sin necesidad de consentimiento, pero que también se diferencia de una ‘lex’ en cuanto no está respaldada por el poder de hacerla cumplir.

A diferencia de la expresión francesa ‘loi’ o la italiana ‘Legge’ la palabra inglesa ‘law’ no deriva de ‘lex’. Su raíz etimológica es la germánica ‘laeg’, que denota orden, mientras que su opuesta ‘orlaeg’ denota la disolución de la orden, la confusión y, en particular, una condición de guerra. ‘Ley’ en este sentido se refiere a la paz, libertad y relaciones de amistad —la ausencia de acciones bélicas que convierten a las personas en enemigas y amenazan su libertad al exponerlas a los riesgos de sufrir lesiones, muerte, esclavitud o a la pérdida de sus propiedades—. La palabra latina para la acción bélica es “injuria”, es decir, una acción que no está en conformidad con el Ius. Por lo tanto, “Ius” y “Derecho” parecen estar conceptualmente (aunque no etimológicamente) relacionados. Ambos se refieren a una condición ordenada de los asuntos humanos que se caracteriza por la ausencia de interacción bélica. Debe quedar claro que la “ley” en este sentido no sugiere un contenido directivo. El Derecho no es una orden, regla o norma, ni tampoco es una colección o un sistema de tales elementos directivos. Es una condición objetiva que muchas personas pueden valorar y, de hecho, valoran. Como tal, puede inspirarles a formular reglas de conducta que ayuden a hacerla realidad o a restaurarla cuando se deteriora. Podemos llamar “reglas de Derecho” a esas normas, pero luego siempre hay que recordar que solo están relacionadas con la ley como medio para lograr un fin —y que solamente merecen ser llamadas reglas de Derecho porque tienen como objetivo el establecimiento o restablecimiento de la ley (o Ius)—. Por esa razón, también pueden ser llamadas reglas de la justicia, porque el significado literal de “justicia” (latín: iustitia) es “lo que es propicio o favorable al ius”. En otras palabras, la justicia es lo que tiene por objeto el establecimiento de las condiciones en las que las personas interactúan sobre la base del consentimiento mutuo. La justicia es el respeto a la ley en el sentido de “Ius”. Justicia no implica el respeto de las leyes (leges) que puedan ser impuestas por las autoridades, excepto en aquellos casos en los que sean auténticas reglas de Derecho.

Si “ley” significa orden y no mandato, regla o norma, “ley natural” ya no es un concepto desconcertante. Representa el orden natural del mundo humano. Es en este sentido que el término “ley natural” entra en la definición de Critarquía. La pregunta ante nosotros es: ¿Cuál es el Derecho Natural o el orden del mundo humano?

Orden en el mundo de los hombres ciertamente implica que no exista confusión entre las personas. Se da cuando las palabras, obras y acciones se pueden remontar a sus verdaderos autores y cuando sus consecuencias —en la medida en que objetiva o materialmente afecten a otros— son soportadas por los propios autores o bien por otras personas dispuestas a ello o que lo consientan. Cuando los asuntos humanos están en orden, nadie tiene que temer que otros ejecuten sus proyectos, o reciban el crédito por sus palabras, acciones o sus obras a sus expensas pero sin su acuerdo. Nadie puede ocultar con éxito su propia responsabilidad por lo que dijo, hizo o causó. No hay confusión en cuanto a quién es inocente o culpable de un crimen, quién tiene una deuda con quién, quién era y quién no era participante en alguna particular empresa o práctica, quien participó voluntariamente y quien fue engañado u obligado a participar, qué intercambios se realizaron con el consentimiento mutuo y cuales no y así sucesivamente.

Orden o ley en el mundo humano es esa condición que se da cuando cada persona vive libre de la amenaza de acciones perjudiciales de los demás, es capaz de vivir su vida y disfrutar de su propiedad en un entorno de relaciones pacíficas y amistosas. “A cada uno lo suyo” es, por tanto, la característica que define al Derecho. El mantenimiento de ese orden requiere que su respeto, esto es que la justicia, se constituya en el principio rector de la acción humana. Ese respeto incluye la voluntad constante de dejar a cada uno o, si es necesario, devolver a cada uno lo que es suyo —es decir, la voluntad de no causar daño físico a la persona, trabajo o propiedad de cualquier otro, de honrar los contratos y de restituir por completo o compensar a aquellos a los que, a pesar de todo, uno haya inferido un daño ilícito, así como la voluntad de no obstaculizar a quienes persiguen lícitos remedios contra los ilícitos perjuicios que hubieran sufrido o que ellos hubieran causado a otros.

Lo anterior sin duda define un concepto coherente de orden o ley en el mundo humano —pero ¿Es ése el orden natural, la Ley o el Derecho Natural del mundo de los hombres?— Con el fin de responder a esta pregunta tenemos que echar un vistazo más de cerca el mundo de los hombres. Es ante todo un mundo caracterizado por la existencia de distintas personas que, estando físicamente separadas, son sin embargo parecidas e iguales en libertad, es decir, en su capacidad para actuar de forma independiente, para hablar, expresarse, pensar y comunicar sus pensamientos, intenciones y expectativas entre sí de una forma racional. En casi todos los casos los seres humanos están por naturaleza separados físicamente y en muchos aspectos son seres diferentes, y en los casos extremadamente raros en los que no están físicamente separados —como ocurre con los gemelos siameses— son sin embargo distinguibles y pueden separadamente ser reconocidos por lo que dicen o hacen o tener que responder por ello porque también son individualmente agentes, sujetos que deciden y actúan libre y voluntariamente.

Ahora bien, el concepto de ley que se ha expuesto puede ser calificado como constitutivo de una ley natural cuando y en la medida en que las características que lo distinguen son hechos objetivos de la naturaleza. Esto es sin duda cierto. Los seres humanos son por naturaleza distintos, de hecho, son seres separados. Por consiguiente, en principio, y por muy difícil que el intento pueda resultar en situaciones reales, es ciertamente posible identificar al genuino autor o autores de cualesquiera concretas palabras, obras o acciones. En principio las preguntas sobre quién es el autor de cualquier palabra o acción tienen una respuesta que es objetivamente cierta y por lo tanto también lo son las preguntas relativas a la extensión de la legítima propiedad de cualquier persona —es decir, como veremos más adelante, de la extensión de su derecho—. Preguntas sobre lo que es mío y lo que es tuyo, se pueden responder con referencia a hechos objetivos. Pero entonces, en principio, preguntar sobre si lo dicho o hecho por una persona es o no causa de un daño ilegítimo o ilícito a otra al invadir o menoscabar el derecho de esta última, es algo que también tiene una respuesta objetiva y cierta.

Con el fin de evitar malentendidos, hay que señalar que no todas las distinciones objetivas o incluso naturales se incluyen en el concepto de Derecho Natural. La edad, el sexo, la altura y el peso del cuerpo, el color de la piel o del cabello, los conocimientos matemáticos o cualesquiera otras propiedades o características naturales o que pudieran concebirse como ‘otorgadas por la naturaleza’ no se tienen en cuenta. Son propiedades o características de las personas individuales, pero el hecho de que cada individuo las tenga o no, o las tenga en mayor o menor grado, no responde a la pregunta de si ese individuo es persona o no. En sus múltiples combinaciones constituyen un gran número de diferencias entre las personas, pero nada más. No importa cuán diferentes son las personas en cualquier esfera, en su forma o talento, son todas ellas personas por su innata libertad o sea porque vienen genéticamente determinadas por su libertad de acción, de habla, de pensamiento y de comunicación racional. En ese aspecto esencial todas son iguales.

La libertad es, de hecho, la realidad de una persona, de su propio ser. Es en realidad físicamente imposible distanciarse de la libertad de una persona sin al mismo tiempo destruirla como persona (matándola o volviéndola loca). Ahora bien, es cierto que la destrucción de la libertad real de una persona puede tener lugar como resultado de muchas causas, pero no todas ellas son relevantes desde el punto de vista del Derecho Natural. Sólo si esas causas se originan dentro del mundo  humano, es decir, por las acciones de otra persona, se plantea la cuestión del carácter legítimo o ilegítimo de la eliminación o destrucción de la libertad real de una persona. Esto es así porque el Derecho Natural es el orden del mundo humano que viene caracterizado por el hecho de que existen muchos seres humanos diferentes y separados.

Si no hay forma de separar a una persona de su libertad real sin destruirlas a ambas al mismo tiempo, es posible —y, por desgracia, bastante fácil— impedir a una persona que pueda tener la oportunidad de ejercitar sus capacidades personales sin destruirla. Hay que distinguir entre la verdadera libertad de una persona y su libertad orgánica, siendo esta última su actividad o trabajo personal. De nuevo es innegable que un sinnúmero de circunstancias y accidentes pueden causar una destrucción o limitación temporal o definitiva de la libertad orgánica de una persona, pero, una vez más, y por la misma razón que hemos señalado antes, es sólo cuando estas causas tienen lugar en el mundo de los seres humanos cuando se plantea la cuestión de su legitimidad.

Una vez que la noción de ley natural se entiende correctamente como el orden del mundo natural de las personas libres, es fácil de entender el concepto de Derecho Natural. La palabra “Derecho” puede ser utilizada en dos sentidos diferentes pero relacionados entre sí: uno capta el aspecto estático del mismo mientras que el otro el dinámico. En el sentido estático el Derecho Natural de una persona es el lugar o espacio que ocupa jurídica o legalmente en el orden natural del mundo humano —es su propiedad—. Ese espacio viene en primer lugar determinado por su ser físico como persona, y por consiguiente su libertad real es lo que inmediatamente lo llena.

Como la presencia física de una persona se caracteriza no sólo por su simple “estar ahí”, sino también por su actividad y trabajo —que, en casi todas las circunstancias es la condición de su existencia y supervivencia—, su trabajo también es constitutivo de su lugar en el mundo de los humanos y por lo tanto de su Derecho Natural. Aquí nos encontramos con el aspecto dinámico del derecho. Una precisión obvia se ha de realizar al respecto porque, como ya hemos visto, el trabajo o las acciones de una persona pueden interferir con la libertad orgánica de otra, e incluso destruirla, y por lo tanto caer fuera del orden o ley del mundo humano. Por lo tanto, es sólo por su actividad legítima, es decir, en la medida en que respete los derechos de los demás, que una persona puede extender o ampliar su derecho natural. En su sentido dinámico se refiere a cualquier acción personal o patrón de comportamiento que esté de acuerdo o sea conforme con el Derecho Natural. Así como “Derecho Natural” en el sentido estático denota el espacio legalmente ocupado por el ser y el trabajo de una persona en el orden natural del mundo humano, del mismo modo en su sentido dinámico denota actividad lícita, es decir, actividad respetuosa de ese orden. El Derecho Natural y los derechos naturales son las dos caras de la misma moneda.

Por lo tanto, el derecho natural de una persona denota el espacio de libertad real y orgánica que coincide con su ser y su obra. Por lo tanto, es tan objetivamente comprobable como lo son éstos. Al ser las distinciones que constituyen la ley natural hechos de la naturaleza, la ley natural se convierte en una categoría objetiva —y también los derechos naturales—.

Las respuestas a preguntas tales como “¿Qué es el Derecho Natural?” Y “¿Qué hechos han de ser tenidos en cuenta para descubrir el alcance de los derechos de una persona?” no explican por qué debemos respetar el Derecho Natural o los derechos naturales ajenos. ¿Por qué tenemos que respetar a los demás como personas libres que, sin duda, son (excepto tal vez para los metafísicos que invocan sus propias abstracciones elaboradas para negar la separación de las personas o incluso su existencia como agentes)? ¿Cómo se puede conseguir que se respete el Derecho Natural, que sea ‘obligatorio’ cuando no es una regla respaldada por la fuerza o por el parecer de alguien poderoso, sino una condición objetivamente identificable del mundo humano? ¿De qué manera puede el hecho de que uno no tenga derecho a hacer algo ser una razón de peso para que no lo haga a pesar de que pueda y quiera hacerlo y de que pueda obtener beneficios o ventajas de ello? Y ¿Por qué el hecho de que uno tenga derecho a hacer algo puede constituir una razón de peso para que otros no interfieran indebidamente en su quehacer, aún a pesar de que puedan y quieran intervenir y esperen alguna ventaja a resultas de su injerencia?

Por lo general hay muchos prudentes argumentos que respaldan una respuesta positiva a esas preguntas —pero a menudo también muchos prudentes argumentos que apoyan lo contrario, una respuesta negativa—. Hasta en las sociedades bien ordenadas, ¡El crimen sí que compensa, de vez en cuando! Tomados en conjunto, estos argumentos pueden llevar a la conclusión de que es mejor que una persona tenga que respetar el Derecho Natural, cuando en su estimación, los argumentos para hacerlo son mayores que los de no hacerlo, pero no cuando la balanza se inclina hacia el otro lado. De semejantes reflexiones no puede surgir una obligación absoluta. Eso no es sorprendente, ya que su finalidad no es responder a la pregunta de si debemos respetar el Derecho Natural, sino solamente la cuestión de si, en las circunstancias particulares del caso, podemos sacar más provecho haciendo una cosa en vez de otra.

En su deseo de atribuir fuerza obligatoria absoluta e incondicional al Derecho Natural, muchos han tenido la tentación de colocar su origen fuera del propio mundo humano, por ejemplo, en algún dominio metafísico, divino o sobrenatural. Desafortunadamente, para la mayoría de la gente, hacerlo así simplemente oscurece los problemas, si no los mistifica por completo. Afortunadamente, sin embargo, esta medida también es innecesaria. La cuestión de si debemos respetar el orden natural del mundo humano no es la misma que la de si interesa en todo momento a cualquier persona hacerlo, sin que importe a estos efectos cuáles pudieran ser sus intereses. Es una pregunta que sólo se plantea en el contexto de la interacción humana, donde una persona se enfrenta a otra, y no en el contexto de la reflexión solitaria.

En el contexto individual, la pregunta es si cada uno de nosotros debe respetar los derechos de los demás. Resulta que quien pretenda que no tiene porqué respetar los derechos naturales de otro, incurre inevitablemente en una contradicción dialéctica al negar las condiciones mismas que él presupone al presentar su argumento como algo que su oponente y él mismo han de tomar en serio. Sería como si dijera: Yo te estoy tomando en serio y espero que me tomes en serio, por lo tanto, espero que me tomes en serio cuando digo seriamente que yo no te voy a tomar en serio. En resumen, estaría diciendo: Yo te respeto, por lo tanto no debería hacerlo —lo cual es absurdo—.

No hay, de hecho, forma alguna en que la proposición “nosotros —tú y yo— tenemos que respetar a los demás” pueda ser derrotada en ninguna discusión racional que mantengamos. Pero el orden o la ley del mundo de los hombres, es precisamente la condición que se da cuando la gente está dispuesta a entrar en discusiones racionales, cuando cada quien toma en serio al otro, y todos se comprometen a cumplir los compromisos que adquieren al hablar los unos con los otros. Esto es exactamente lo que transmite la palabra “Ius”. En consecuencia, si nos tomamos en serio a nosotros mismos, la conclusión de que tenemos la obligación de respetarnos los unos a los otros es ineludible. Esta obligación fundamental implica que cada uno está obligado a respetar a los demás, siempre y cuando lo respeten a uno, y que cada uno tiene derecho al respeto de los demás, siempre y cuando él los respete.

Éstas no son fórmulas vacías. Las personas a las que hacen referencia son seres reales. Aplicando esa  obligación fundamental a los hechos del mundo de los seres humanos, en especial la separación e individualidad de las personas, podemos derivar los derechos naturales de los seres humanos (y sus correspondientes deberes), extendiendo progresivamente el argumento al tomar en serio los derechos derivados de sus pasos previos. Con respecto a los derechos naturales dinámicos más básicos, el argumento podría ser como sigue.

A causa de su capacidad innata o genéticamente determinada para la acción independiente, la capacidad de hablar y pensar son los factores determinantes de la particular forma que reviste la existencia humana; los seres humanos pueden y, de hecho, tienen que pensar, hablar y actuar. El derecho natural a hacer estas cosas no se puede negar ni racional ni lícitamente. Esto es así porque cualquier negación que pretenda ser racional implicaría pensar, hablar y actuar y, por tanto, implicaría su propia ilicitud. Solamente negándose a pensar y hablar (incluso a uno mismo), actuando sin pensar, puede uno ‘negar’ esos derechos naturales, pero entonces esa negación es irracional y sitúa a quien la hace fuera del orden del mundo humano. Pensar implica juzgar y tomar decisiones, aceptar una idea, opinión, plan o evaluación o rechazarlo por otro, sin dejar de ser consciente de las alternativas que fueron rechazadas. Cada acción lleva consigo la larga sombra de lo que no fue pero pudo haber sido en su lugar. Por lo tanto, los seres humanos pueden y deben elegir. Tomar decisiones es una condición inevitable y, por tanto, necesaria del hombre. La decisión de no decidir sigue siendo una elección, y pasar por la vida sin tomar decisiones, sin ninguna conciencia de lo que podría-haber-sido, no es posible para ningún ser humano a no ser que se le haya educado para ser una silenciosa mascota al cuidado de otros. Ser humano implica el derecho a pensar, hablar, juzgar, tomar decisiones y actuar. Negar estos derechos a cualquier ser humano es negar su propio ser. Pero tal negación implica lógicamente que quien la hace renuncia a sus propios derechos y se convierte en un fuera de la ley.

Si consideramos a la vez tanto el aspecto estático como el dinámico, vemos que el derecho natural de una persona es la parte del mundo a la que una persona puede referirse mientras dice sinceramente “Es mi derecho” y que también es una actividad de la que puede decir sinceramente ‘Eso es lo que tengo derecho a hacer‘. La famosa fórmula de John LockeLa vida, la libertad y la propiedad” constituye una síntesis útil de los derechos naturales. La vida y la propiedad ejemplifican el aspecto estático del derecho natural de una persona, mientras que la libertad (es decir la libertad orgánica limitada por el orden natural del mundo humano) ejemplifica su aspecto dinámico.

Desde la perspectiva del Derecho Natural una persona tiene derecho a decir que su vida, libertad y  propiedad son derechos suyos. No tiene sentido para él decir que tiene derecho a una vida, libertad o propiedad distintas de las suyas. Por consiguiente, los derechos naturales no se han de confundir con los llamados “derechos humanos” de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 de Naciones Unidas. Sobre la base de esa Declaración puedo decir que tengo derecho a la vida, la libertad y la propiedad, pero no a mi vida, mi libertad o mi propiedad. Esto es así porque, a fin de garantizar a los hombres sus ‘derechos humanos’ las autoridades políticas deben ser capaces de organizar mi vida, libertad y propiedad y las de todos los demás de acuerdo con su propia estimación de lo que es factible y apropiado “de acuerdo con la organización y los recursos de cada Estado“. Funcionalmente, la esencia de la doctrina es que mi “derecho humano” otorga al Estado una justificación legal para gravarte a tí y subvencionarme a mí, mientras que tu “derecho humano” le proporciona legalmente un motivo para hacer justo lo contrario. Ambos derechos, tomados en conjunto, le proporcionan una justificación legal para gravar y subvencionar como considere oportuno.

Desde una perspectiva filosófica los “derechos humanos” contemplados por esa Declaración son todas ellas variantes del tema hobbesiano conforme al cual los seres humanos tienen “derecho” a exigir que sus necesidades y deseos sean satisfechos a expensas de la vida, la libertad y la propiedad de otros —un “derecho” que no puede tener cabida en el Derecho Natural, porque su aplicación implicaría enormes violaciones de los derechos naturales—. La perversión de la idea del Derecho Natural que se introdujo en la mitad del siglo XVII por el famoso apóstol del Estado absoluto, Thomas Hobbes, tuvo como punto de partida la idea de que los hombres tienen un derecho natural a cualquier cosa que deseen, incluso si conseguirlo implica matar o esclavizar a otros. En resumen, el derecho natural de cada hombre es gobernar el mundo (si es que puede) —lo que es tanto como decir que la injusticia es el derecho natural de todo hombre (si puede salirse con la suya)—. Al darse cuenta de que solamente el caos puede seguirse si cada persona actuara de acuerdo con semejante “derecho” a no respetar a los demás, Hobbes no volvió sobre sus pasos para comprobar la absurda premisa de su argumento. En su lugar, siguió argumentando que la única forma de salir de la injusticia desorganizada que es “condición natural” del hombre, era organizar (es decir monopolizar) la injusticia bajo la forma del Estado. Por lo tanto Hobbes fundó la filosofía característica del Estado moderno, que el más básico derecho humano consiste en la satisfacción de sus deseos y que la tarea principal del Estado es utilizar el poder político para determinar aquél cuyos deseos serán satisfechos, en qué medida y a expensas de quién. Téngase en cuenta, sin embargo, que en su sistema, la “justicia” no es más que la consecuencia de la organización de un monopolio legal de coacción diseñado para hacer que se preste obediencia a las directrices legales de los poderes fácticos. La Ley, el derecho y la justicia, entendidas en su justo sentido, no tienen lugar en ese sistema, sin embargo, es la base de la ideología política imperante en Occidente, de su doctrina de los “derechos humanos” no menos que de su veneración por el sistema político democrático.

Bien puede ser cierto que la democracia es el peor de todos los sistemas de gobierno político a excepción de todos los demás, pero sin embargo es un sistema en el que algunos presumen tener el derecho a gobernar al resto, independientemente de su consentimiento. Como tal, sigue siendo inaceptable desde el punto de vista del Derecho Natural, así como incompatible con el sistema político de la Critarquía. El defecto fundamental de la democracia no es que la gente vote para determinar qué individuos serán sus representantes políticos. El defecto central y de hecho el defecto irreparable de la democracia es que encarna el “derecho” de los representantes a gobernar sobre los que votaron por ellos, así como sobre aquellos que no lo hicieron. Permite a los gobernantes elegidos violar impunemente los derechos naturales de las personas, al menos si lo hacen de una forma legalmente adecuada, previa especificación y con suficiente detalle en cuanto al procedimiento que debe seguirse, por qué magistrados o funcionarios del Estado, señalando donde puede quejarse quien estime que sus derechos han sido indebidamente conculcados y demás. Al igual que en otros sistemas políticos de gobierno, en una democracia no hay policía o jueces independientes a los que la gente pueda apelar. Una democracia proscribe todas las fuentes independientes de protección de los derechos naturales como una cuestión de necesidad constitucional, con el fin de asegurarse de que no haya derechos naturales que se puedan invocar frente a los derechos legales del gobierno democrático.

La democracia se presenta a menudo como ‘gobierno por consentimiento’, pero eso no significa más que la aprobación de la mayoría —y en muchas democracias ni siquiera eso—. Como mecanismo político, la democracia es sin duda un gran invento. La celebración regular de elecciones proporciona un mecanismo para asegurar una alineación de los gobernantes y una parte considerable de los sujetos a los que aquéllos gobiernan. Por lo tanto ayudan a prevenir o minimizar los enfrentamientos violentos y la represión y la explotación implacable que son riesgos permanentes en otros sistemas de gobierno. Sin embargo, constituyen una práctica que no tiene ninguna base de Derecho Natural. Para entender esto, basta con preguntarse cómo una persona podría autorizar jurídicamente a otra a hacer lo que ella misma no tiene derecho a hacer. La pregunta es pertinente, ya que, como ya hemos señalado, la democracia es un sistema de gobierno político en el que existe una distinción entre los gobernantes y los gobernados y entre los derechos legales de los gobernantes y de los gobernados. Si desearas hacer a tus vecinos lo que un gobierno democrático hace a sus ciudadanos —por ejemplo gravarlos, fijar sus horas de trabajo, obligarles a aceptar el dinero que tú has impreso o enviar a sus hijos a las escuelas de tu elección— sería muy probable que acabaras en la cárcel (y en cualquier caso allí es donde deberías ir a parar). Ni siquiera una democracia permite hacer tales cosas. Tampoco permite que organices con otros una conspiración contra ella ¡Pero sí que te permite tener a alguien que las haga por tu cuenta y en tu nombre! Todo lo que tienes que hacer es votar a un “representante político”.

El misterio de la democracia es que “los representantes” están investidos de unos poderes que el pueblo que los eligió no tiene derecho a ejercitar (y que no debe tener). Por supuesto, el misterio es sólo aparente. Desaparece tan pronto como recordamos el fundamento hobbesiana de la democracia: no hay nada malo en la injusticia, siempre que sea adecuadamente monopolizada, y la democracia es un medio adecuado para hacerlo. Más fundamentalmente, en una democracia cada votante se supone que tiene el derecho de decidir quién debe controlar el monopolio coercitivo y gobernar a todos los demás miembros del Estado. Hemos de admitir que esto sería obvio en el caso  poco probable de que fueras tú el único de los votantes que se presentara ante las urnas. Entonces tu voto decidiría qué partido debe asumir el parlamento y el gobierno —como si tú fueras un gobernante absoluto eligiendo a sus consejeros y ministros—.

Sin dejar lugar a la idea de que los seres humanos son personas naturales en un mundo natural, la ideología jurídica y política actual hace de cualquier hombre o mujer un ser artificial —un ‘ciudadano’— cuya misma esencia está definida y creada por las normas legales del Estado al que pertenece. Ante los Estados los seres humanos, como tales, no tienen ningún derecho, excepto en la medida en que alguna autoridad legal regule su existencia y libertad. Esa es la razón por la que la Declaración Universal en sus artículos 6 y 15 señala a la “personalidad jurídica” y a “una nacionalidad” entre las cosas a las que la gente tiene derecho. Desde el punto de vista de la filosofía subyacente de la Declaración, una personalidad jurídica y una nacionalidad —en una palabra “ciudadanía”—  debe ser algo eminentemente deseable, porque son nada más y nada menos que las necesarias condiciones de existencia legal en el Estado. Sin ellas una persona es un paria, un donnadie. Una vez que abandonemos la perspectiva del Derecho Natural y la sustituyamos por la  norma legal, tenemos que reconocer que lo que una persona tiene derecho a hacer o reclamar como propio, ya no dependerá de lo que ella sea o de lo que haga, sino de su estatus en el ordenamiento legal en que el que viva. Se convierte en una persona artificial en un orden artificial, como un trozo de madera al que se asignan diferentes derechos y deberes en función de si se utiliza en un juego de ajedrez, de damas o de backgammon.

La exaltación de esos artificiales órdenes legales es muy común en el pensamiento jurídico y político contemporáneo, donde la ficción parece triunfar siempre sobre la realidad. Los órdenes artificiales se basan en distinciones artificiales e imaginarios y en la negligencia o indiferencia hacia las distinciones naturales. Así, podemos pensar en órdenes que de manera arbitraria o sistemáticamente se niegan a reconocer a ciertas personas como personas. Otros ejemplos de leyes artificiales proceden de la definición de algunas o de todas las personas como integradas, total o parcialmente, en otras, a las que se dice que pertenecen. Algunas llegan tan lejos como a concebir a los seres humanos como piezas o partes de personas imaginarias o ficticias, que no existen. En realidad, sin embargo, las personas físicas no son “partes” de otras personas físicas o jurídicas ficticias. Pueden llegar a ser miembros de alguna asociación o sociedad, y en ese sentido pueden convertirse en ‘participantes’ en sus actividades, pero eso no implica que de ese modo misterioso se transformen en meras “piezas” de una persona —y esto no implica que la asociación sea propiamente una persona—.

No importa cuáles sean las pretensiones filosóficas que hay detrás de esas artificiosas construcciones legales, todas ellas comparten una implicación práctica común. Niegan la libertad y/o la igualdad de, al menos, ciertos seres humanos, y por lo tanto proporcionan una falsa justificación a la afirmación de que, desde la perspectiva de la ley, algunas personas, o bien no existen en absoluto, o solamente existen en la medida en que estén “representadas” por otras. Por lo tanto, al negar el Derecho Natural y las distinciones naturales que lo conforman, evocan una idea del Derecho que hace que el “gobierno” no consentido de una persona por otra parezca ‘legítimo’.

Debe estar lo suficientemente claro a estas alturas que la “ley natural” no es una cuestión de especulación ociosa, sino un hecho natural. En este sentido, una Critarquía es un sistema político basado en el respeto a los hechos (aunque no necesariamente a los artefactos) del mundo humano. Por lo tanto, el respeto al Derecho Natural es una categoría objetiva de la acción humana. Las acciones humanas que respetan la ley son legítimas y por lo tanto justas. Las que no lo hacen, son antijurídicas e injustas.

Justicia en sentido general es el arte o la habilidad de actuar de conformidad con el Derecho, teniendo debidamente en cuenta los derechos de otras personas. En el sentido particular y “técnico” es el arte o la habilidad de descubrir las normas, métodos y procedimientos que sirven de manera eficaz y eficiente a la defensa y, de ser necesario, al fortalecimiento y restablecimiento del Derecho en el mundo de los hombres. El descubrimiento, el refinamiento y la sistematización de tales normas, métodos y procedimientos constituyen el campo de la jurisprudencia como disciplina racional.

En una Critarquía evolucionada, la jurisprudencia es tarea de especialistas, de juristas, que ofertan sus habilidades en un mercado abierto a individuos y organizaciones, pero también, y quizá principalmente, de los tribunales de justicia, de la policía y de otras organizaciones que están involucradas en hacer respetar el Derecho Natural y ayudar a la gente a hacer que sus acciones se ajusten a las exigencias de la Justicia. Como se ha señalado antes, en un Critarquía ni los tribunales de justicia, ni las fuerzas policiales ni ninguna de las demás organizaciones que tienen a la Justicia como misión, tienen ningún monopolio legal. Su clientela y sus miembros son libres de cambiar su demanda de un proveedor de Justicia insatisfactorio a otro que esperen sea más satisfactorio. En consecuencia, los tribunales y las fuerzas policiales tienen un fuerte incentivo económico para evitar el uso de la violencia u otros medios coercitivos, supongamos por ejemplo, para obligar a una persona a presentarse ante la corte de Justicia, a menos que tengan una buena razón para creer que es culpable de los cargos o que está obstruyendo el curso de la justicia y un seguro con suficientes garantías para cubrir sus responsabilidades.

En una Critarquía, como los tribunales y las fuerzas de policía  no están por encima de la ley, corren el riesgo de ser acusados de conducta ilícita en otra corte, si privan a otros de su libertad o de otros derechos si la justicia no lo requiere. Ese otro tribunal podría ser un competidor o colaborar con varios de sus competidores. También podría ser un parlamento, es decir, un órgano representativo que actuara como un guardián público del Derecho. Un parlamento como ése solamente actuaría como tribunal de justicia. No tendría el poder de dirigir o hacer leyes que restringieran los derechos de nadie. Sin embargo, podría ser un agente eficaz de la justicia si tuviese autoridad suficiente para convencer al público de que los tribunales de las fuerzas de la ley o de la policía, a los que condenase, no fueran dignos de la confianza del público (destruyendo así su base económica) o para que otras organizaciones de justicia realizaran un esfuerzo colectivo para hacer cumplir sus veredictos contra convictos recalcitrantes.

Debido a que los tribunales en una Critarquía necesitan del consentimiento de todas las partes, si desean evitar el riesgo de utilizar la violencia contra una persona inocente, tienen que ofrecer suficientes garantías de competencia e imparcialidad. Tienen que hacerlo tanto para obtener la cooperación de los acusados y defensores como para asegurar a los demandantes y reclamantes, que iniciaron el procedimiento, que es poco probable que sus veredictos sean impugnados en otra corte. Al no poder obtener un monopolio mediante la eliminación violenta de sus competidores, una organización de justicia no tiene otra alternativa que construir una sólida reputación de justicia.

Trabajar en los detalles, convenciones y protocolos de un sistema funcional y eficiente de justicia  no es tarea fácil. Como cualquier otra relevante misión de orden práctico, implica el conocimiento de los principios generales del derecho, así como experimentar con diferentes tipos de organización para la provisión de la justicia. Consiste en la tarea de aplicar la creatividad empresarial para recombinar los recursos y las habilidades sociales, técnicas, administrativas y financieras disponibles con el fin de mejorar las perspectivas de una justicia efectiva. No es probable que esta tarea pueda llevarse a cabo con alguna consistencia dentro de los confines sofocantes de un monopolio legal. Sobre esta convicción descansa la defensa de la Critarquía.

[1]     En la terminilogía jurídica española se distingue entre los términos ‘Derecho Natural’ con mayúsculas y en singular y los ‘derechos naturales’ en plural y con minúsculas para referir esa distinción de la que habla el autor. En inglés la distinción es más evidente ya que se emplean los términos ‘natural law’ y ‘natural rights’ (N. del T.).


Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres (juanjogamon@yahoo.es) El texto original puede leerse aquí.

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