Hace poco más de cuatro años, Mario Draghi anunció públicamente que “haría todo lo necesario para salvar el euro”. En ese mismo momento, las primas de riesgo de la periferia europea comenzaron a desplomarse: en apenas cinco meses, la prima de Italia cayó de 530 puntos básico a 320, la de España de 640 a 400, la de Portugal de 990 a 480 y la de Grecia de 2600 a 1050. Una buena racha que continuó casi ininterrumpidamente desde entonces, auxiliada además por las expectativas de nuevas inyecciones monetarias del BCE.
Claramente, pues, la decidida voluntad de Draghi de rescatar a los países más deficitarios de la Eurozona fue el principal motivo detrás de la extraordinaria mejora de sus condiciones de financiación. Ahora bien, lo anterior no significa que el papel de los gobiernos implicados sea irrelevante: si, aprovechándose del clima exuberantemente favorable generado por Draghi, un gabinete adopta una política presupuestaria kamikaze, la prima de riesgo tenderá a despuntar. Así sucedió con Grecia: apenas medio año después de que Alexis Tsipras llegara al gobierno y desafiara abiertamente a Bruselas, la prima se más que duplicó desde los 880 puntos básicos a los 1.870.
Algo parecido, aunque de momento bastante menos grave, ha sucedido con la coalición de izquierdas en Portugal. En noviembre del año pasado, el líder del Partido Socialista portugués, António Costa, se convirtió en primer ministro luso con el apoyo del Partido Comunista y del Bloque de Izquierda (el Podemos portugués). Nada más llegar el Ejecutivo, Costa se dedicó a cancelar buena parte de las medidas de austeridad aprobadas por su antecesor, Passos Coelho, con el objetivo esencialmente simbólico de mostrar su oposición a la Troika: aumento del salario mínimo interprofesional de 505 a 530 euros al mes, actualización de las pensiones mínimas por la inflación y una revalorización de hasta el 10% de diversos subsidios estatales. A su vez, y tras diversas protestas del lobby de los empleados públicos, la coalición de izquierdas también incrementó en cuatro los días festivos de los funcionarios, rebajó su jornada laboral a 35 horas semanales y revirtió su recorte salarial.
Todo ese arsenal de medidas podría formar parte de una agenda política socialdemócrata en un contexto de holgura financiera: pero Portugal carga con un déficit público equivalente al 4,4% de su PIB y con una deuda pública del 129% del PIB. Debido a esa acreditada falta de voluntad política por enderezar las finanzas de la república, así como a las renovadas turbulencias bancarias por las que está atravesando el país, su prima de riesgo se ha incrementado desde los 175 puntos básicos —registrados en los días previos a las elecciones parlamentarias que perdió Passos Coelho— hasta los 310 actuales dentro de un escenario de estancamiento económico (la economía no sólo no crece sino que sigue perdiendo pulso).
Es decir, mientras países como Irlanda, España o Italia han visto caer su coste de financiación a lo largo del último año, Portugal ha sufrido un incremento apreciable del mismo. La situación de nuestro vecino dista de ser crítica, pues en última instancia el Banco Central Europeo continúa comprando deuda lusa e inyectando liquidez, pero sí pone de manifiesto que políticas fiscales desnortadas ahuyentan la inversión y ralentizan la recuperación.
En España —con un déficit superior al de Portugal, una deuda público sólo algo menor y con un horizonte de aumentos del gasto y de reducciones de impuestos sin dotación presupuestaria— no deberíamos imitarlos: es hora de empezar a cumplir estrictamente con los objetivos de déficit y de dejar de cebar el gasto público. Portugal, y aun en mayor medida Grecia, nos enseñan el camino que no hemos de seguir.
La Fed amaga con subir tipos
EEUU lleva casi ocho años con políticas monetarias muy expansivas: tres rondas de flexibilizaciones cuantitativas que han más que cuadruplicado su base monetaria y tipos de refinanciación de su sistema financiero atados al 0%. Desde hace varios años, empero, la Fed anunció que empezaría a dar poco a poco macha atrás en esta política monetaria acomodaticia: en 2013 suspendió sus compras de activos y a finales de 2015 elevó simbólicamente los tipos de interés hasta el 0,25%. En la reciente conferencia de banqueros centrales en Jackson Hole, su presidenta Janet Yellen ha sugerido que éste era un buen momento para dar una nueva vuelta de tuerca a los tipos de interés, si bien podría esperar a que pasaran las presidenciales de noviembre para incrementar los tipos. En todo caso, una subida de las tasas de interés contribuiría a atraer capitales foráneos hacia EEUU, lo que aumenta el riesgo de nuevas depreciaciones del euro y de las divisas emergentes. Justamente, la gran incógnita es hasta qué punto podrá el resto del mundo adaptarse a un entorno de tipos crecientes en EEUU.
Taxis autoconducidos
El sector de la automoción es uno de los que sufrirá una mayor transformación durante los próximos años. Fenómenos como Uber o Cabify, que tanto malestar han generado entre los taxistas, son sólo el aperitivo de una revolución que está mucho más cerca de lo que la mayoría de personas imagina. Las principales compañías automovilísticas ya tienen prácticamente concluidos prototipos funcionales de vehículos autoconducidos, los cuales ya circulan experimentalmente desde hace varios años por las carreteras de California, Nevada, Michigan o Virginia. Imaginen entonces qué supondrá mezclar el modelo de negocio de Uber —alquiler de vehículos desde una aplicación móvil— con los coches autoconducidos: cualquier persona podrá disfrutar a bajísimos precios de un servicio de transporte de viajeros de alta calidad. No es ciencia ficción: dentro de unos días, Uber comenzará a ofrecer su servicio mediante taxis autoconducidos en la ciudad de Pittsburg. No será, sin embargo, la empresa pionera en hacerlo: una nueva compañía, NuTonomy, ya ha empezado a ofertarlo en las calles de Singapur. El futuro de la automoción ya está aquí: que las regulaciones políticas no lo destruyan.
Venezuela, sin vehículos
Y mientras el Occidente desarrollado está a punto de vivir la mayor revolución automovilística en los últimos cien años, aquellos países arruinados por el llamado “socialismo del siglo XXI” padecen las mismas penurias que sufrieron las sociedades aplastadas por el socialismo del siglo XX. Así las cosas, la venta de nuevos vehículos en Venezuela apenas alcanzó las 193 unidades en julio: se trata de una cifra absolutamente ridícula que contrasta con las más de 50.000 unidades mensuales que se comercializaron hace menos de una década o con las más de 10.000 que se vendían en 2013. La devastadora crisis económica que sufre el país, consecuencia de un Estado ultraintervencionista y clientelar que dependía por entero de los altos precios del petróleo, ha provocado un profundo desabastecimiento en la mayoría de bienes. En el caso de los automóviles, esta carestía es tan visible como para que sus ventas internas sean prácticamente inexistentes: si no se permite su importación, no hay posibilidad
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