La economía española creció un 0,8% durante el segundo trimestre del año con respecto el trimestre anterior y un 3,2% con respecto al mismo período del año anterior. Se trata de una de las mayores tasas de expansión de toda la crisis económica, lo cual parece acreditar que, tras medio año de ausencia de gobierno en España, todavía no se aprecia ningún parón debido a la archimencionada incertidumbre política. Tal como ha resumido a la perfección el centro de análisis de coyuntura UFM Market Trends: “el crecimiento de la economía española sobrevive a la crisis política”.
Sin embargo, y por positivas que resulten estas noticias, no deberíamos caer en la autocomplacencia anestésica. El propio informe trimestral del UFM Market Trends, editado en España de la mano del Instituto Juan de Mariana, remarca que los indicadores adelantados de actividad sí están poniendo de manifiesto una cierta desaceleración de nuestro crecimiento: un nubarrón que los datos desagregados de Contabilidad Nacional, publicados ayer por el INE, también recogen.
Al cabo, y pese a que numerosos economistas gusten de insistir en que el motor de toda economía es el consumo, el auténtico impulsor de la prosperidad es la inversión: el gasto en inversión presente constituye la base de nuestra producción futura. Cuanta mayor sea la inversión en negocios excelentes, más se incrementará el valor añadido de nuestro aparato productivo (esto es, nuestro PIB), más empleo generaremos y más podrán subir los salarios en el medio plazo. La inversión equivale a sembrar hoy: consumir, a cosechar mañana. No hay cosecha sin siembra.
Sucede que el gasto en inversión está especialmente sujeto a las expectativas empresariales: si los empresarios otean incertidumbres en el horizonte, o si no localizan atractivas oportunidades de ganancia, su entusiasmo inversor renqueará. En cierto modo, pues, el gasto privado en inversión constituye no sólo un termómetro del grado de confianza actual en nuestra bonanza venidera, sino también un indicio avanzado de la intensidad de esa bonanza.
Y, por desgracia, el gasto en inversión fue la rúbrica del PIB que peor se comportó durante el segundo trimestre de 2016. En términos interanuales, la formación bruta de capital creció un 4,4%: una cifra que podrá parecer elevada, pero que es la más baja desde el primer trimestre de 2014, fecha en la que arrancó nuestra actual recuperación. De hecho, hace apenas medio año, esta variable se estaba expandiendo a una tasa del 7,6%. La evolución es, como poco, digna de seguir con cierta inquietud: que la inversión en construcción y en bienes de equipo se esté frenando sólo contribuirá a minorar nuestro potencial de crecimiento futuro.
Puede que este menor ritmo de inversión empresarial sea el primer coste visible de la incertidumbre política y que tienda a esfumarse una vez haya gobierno: no en vano, como decíamos, el miedo afecta muy en especial a esta magnitud y su deterioro comenzó a sufrirse desde el cuarto trimestre de 2015. Mas resultaría poco responsable culpabilizar por entero a la incertidumbre política de este menor dinamismo inversor: la economía española no sólo necesita estabilidad institucional sino reformas profundas que relancen los incentivos de nuestros ahorradores nacionales a fomentar la creación de riqueza dentro de nuestro país. Si el miedo obstaculiza, la aparición de nuevas oportunidades de negocio debería estimular: pero esas oportunidades de negocio sólo emergerán dentro de un marco normativo mucho más liberalizado y mucho menos gravoso tributariamente para familias y empresas que el actual.
Cometeríamos un enorme error si nos contentáramos con seguir viviendo de la inercia de la recuperación de 2014: con más de 4,5 millones de parados y con un modelo productivo a medio reestructurar, no podemos permitirnos un parón en la inversión, que es justo la materia prima que permite crear empleo y transformar nuestro postburbujístico modelo productivo.
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