La Comisión Europea ha obligado a Apple a devolverle al Estado irlandés 13.000 millones de euros en concepto de ventajas fiscales “ilegales”. Dejemos bien claro este punto desde el comienzo: la presunta víctima de este caso es el Fisco irlandés, no el erario del resto de Estados europeos donde a muchos les gustaría que Apple estuviera tributando por la venta de sus productos. La Comisión no está condenando a Irlanda por practicar dumping fiscal con su Impuesto de Sociedades, beneficiando a Apple a costa de las haciendas del resto de Estados miembros: y no lo está haciendo porque, en esencia, la Comisión no es competente para emitir semejante diktat acerca de la política fiscal de un Estado miembro. No, se está condenando a Apple por haber dejado de pagar impuestos en Irlanda, no en el resto de Europa.
Y claro, lo primero que debería llamarnos la atención de este culebrón es que la supuesta víctima del caso —el Estado irlandés— haya alzado su voz contra la resolución de Bruselas hasta el punto de anunciar que la recurrirá ante los tribunales europeos. Según el Ministerio de Hacienda irlandés, Apple ya ha pagado todos los impuestos que tenía que pagar de acuerdo con la legislación tributaria del país y, por tanto, la Comisión está atacando de plano la soberanía fiscal de un Estado miembro.
¿Por qué, entonces, la Comisión ha entrado en este asunto cual elefante en una cacharrería (o, mejor, cual atracador en un banco)? Según la versión oficial, porque el régimen fiscal al que se acoge Apple en Irlanda podría haber afectado a la competencia entre empresas europeas —Apple recibe “privilegios” que el resto de compañías no— y la Comisión sí puede pronunciarse en materia de competencia intracomunitaria. La realidad, como más adelante expondré, es muy otra: Bruselas está usando sus atribuciones en materia de competencia para arrogarse potestades tributarias de las que carece con el único propósito de cartelizar a los Estados miembros en su cruzada por convertir a la UE en un infierno fiscal sin fisuras internas.
Así las cosas, la Comisión ha determinado que la tributación de Apple en Irlanda constituía un caso de ayudas estatales a empresas, algo expresamente prohibido por el artículo 107 del Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión Europea (tratado firmado y aceptado por el Estado irlandés). Pero, ¿cómo diferenciar entre las legítimas particularidades del régimen fiscal de un Estado miembro y las ilegítimas ayudas estatales a empresas? La Comisión exige que concurran cuatro criterios para calificar una determinada política pública como “ayuda estatal”: que la medida suponga un coste para las arcas estatales, que distorsione el comercio intraeuropeo, que proporcione algún tipo de ventaja a las empresas afectadas y que posea un carácter “selectivo” (es decir, discriminatorio).
No es difícil observar que en el caso de Apple concurren, al menos, tres de estas cuatro características: el régimen fiscal de Apple tiene repercusión sobre el erario irlandés, le confiere a la empresa de Cupertino una indudable ventaja fiscal y distorsiona el comercio intraeuropeo a favor de las empresas instaladas en Irlanda y en contra de las compañías radicadas en los páramos tributarios del resto de la UE. Pero… ¿es el régimen fiscal de Apple discriminatorio? Nótese que por discriminatorio no nos referimos a si lo es con respecto a los regímenes fiscales de otros Estados europeos: cada Estado miembro es soberano para determinar su sistema impositivo. No, la cuestión es si Apple recibe dentro de Irlanda un trato tributario privilegiado frente a otras empresas irlandesas.
Y aquí la posición de la Comisión Europea es mucho más endeble: a su juicio, Apple se benefició de un trato discriminatorio porque su particular estructura fiscal en Irlanda —refrendada por sendas consultas a la Agencia Tributaria irlandesa en 1991 y 2007— le permitió pagar menos impuestos que al resto de empresas irlandesas. Pero con ese argumento Bruselas no está demostrando trato discriminatorio alguno. La cuestión a la que debería haber respondido la Comisión, y a la que no responde en absoluto, es si el resto de empresas irlandesas que hubiesen adoptado una estructura fiscal similar a la de Apple podrían haber accedido, o no, a su mismo régimen tributario. Tal como ha criticado el Tesoro estadounidense, la Comisión se está saltando en este caso la propia jurisprudencia europea al reputar “discriminatorio” todo régimen fiscal que beneficie a alguna empresa y que a la Comisión no le parezca adecuado (en este caso, no le parece adecuado porque la estructura fiscal de Apple carece “de justificación económica objetiva” según el criterio de la Comisión). En otras palabras, ¿por qué la Comisión dice que Apple recibe un trato fiscal discriminatorio dentro de Irlanda? Pues porque a la Comisión no le gusta el régimen fiscal de Irlanda al que puede acogerse Apple. Ni más ni menos. El consejero delegado de Apple, Tim Cook, lo ha resumido con particular lucidez: “Usando el criterio de la Comisión Europea, cualquier empresa en Irlanda y en Europa puede verse sometida repentinamente a nuevos impuestos en virtud de leyes que jamás existieron”.
Acaso algunos se nieguen a admitir que la Comisión Europea —compuesta, recordémoslo, no por ángeles imparciales sino por políticos de carne y hueso con sus propias agendas, intereses, sesgos e ideologías— pueda estar actuando de manera caprichosa y arbitraria en un caso tan relevante como éste. Pero, por desgracia, sí lo está haciendo. El criterio de selectividad (de discriminación) que es clave para enjuiciar si Apple ha recibido ayudas de Estado es un criterio que los propios expertos califican de (parcialmente) arbitrario: “El problema reside en la misma naturaleza del criterio de selectividad. Uno no puede evitar un cierto grado de discrecionalidad, incluso de arbitrariedad, a la hora de buscar el equilibrio adecuado entre objetivos políticos ‘buenos’ y ‘malos’. Dicho de un modo más sencillo: no existe un criterio bien definido al respecto”.
El sentido común parecería indicar que no basta con un capricho administrativo para imponerle retroactivamente una multa de 13.000 millones de euros a una empresa que, según le acreditaron durante décadas las autoridades fiscales del Estado miembro en el que operaba, cumplía a rajatabla con sus obligaciones tributarias (sean éstas muchas o pocas: la cuestión es que se ajustaba a la ley nacional competente). Para tomar una decisión de este calibre —una decisión que, además, tiene implicaciones sobre la misma naturaleza constitucional de la UE—, la Comisión debería haber alcanzado una resolución más allá de toda duda razonable: pero, como decimos, el principio de selectividad es por definición un principio ambiguo sobre cuya aplicabilidad siempre cabrán dudas razonables.
Pero precisamente eso es lo que busca la Comisión: retorcer el acervo comunitario para arrogarse por la vía de los hechos unas competencias fiscales que no le son propias según los propios tratados de la UE. El propio Tesoro estadounidense ha denunciado que la Comisión se está convirtiendo por la puerta de atrás en una “autoridad fiscal supranacional” con potestad para alterar arbitrariamente los sistemas impositivos de los Estados miembros. Lo que se busca, más allá del caso concreto de Apple, es destruir cualquier atisbo de competencia fiscal dentro de las fronteras europeas. El primer ministro irlandés, Michael Noonan, lo ha entendido perfectamente y por ello ha llamado a “combatir la utilización (espuria) de las reglas comunitarias referentes a las ayudas estatales con el propósito de invadir la soberanía fiscal de los Estados miembros”. Lo que ambicionan es cargarse la independencia del sistema tributario irlandés —y cualquier otro sistema europeo que consagre un marco de fiscalidad moderada dentro del que pueda florecer la creación de riqueza— sin que haya habido una cesión expresa de soberanía para ello.
Luego, claro, los eurócratas se sorprenderán del expansivo euroescepticismo que ya ha arrastrado hacia el Brexit a la sociedad británica y que bien podría espolear el Irexit. No en vano, el sistema fiscal irlandés que la Comisión quiere aniquilar es una de las ventajas competitivas que le han permitido a Irlanda pasar, en apenas 35 años, de ser uno de los países más pobres de la actual Eurozona al país más rico sólo por detrás de Luxemburgo.
Mientras los ciudadanos sigan observando a la Unión Europa como un factor pauperizador y no como un catalizador de nuestra prosperidad, el euroescepticismo crecerá. En Irlanda, la Comisión acaba de dar un golpe de estado fiscal entre los aplausos irresponsables del resto de europeos, complacidos sádicamente con la ilegítima mordida de 13.000 millones de euros a una de las compañías que más ha revolucionado nuestras vidas en las últimas dos décadas. Pero el caso de Apple no será el último: resoluciones similares se están preparando contra Starbucks, Google, Fiat o Amazon. El propósito último, como digo, es estrangular la competencia fiscal intraeuropea para convertir el Continente en un parasitario infierno tributario donde medren las burocracias estatales.
Si de verdad la Comisión Europea estuviera preocupada por armonizar las reglas fiscales a las que se someten todas las empresas y todos los ciudadanos europeos, evitar así competencias desleales desde el lado tributario, a lo que se dedicaría no es a perseguir matonilmente a aquellos Estados miembros que se salen del redil y a aquellas empresas que, evidentemente, se acogen al régimen fiscal más favorable. No, a lo que se dedicaría es a recomendar a los Estados miembros con fiscalidades más agresivas que las armonizaran por abajo, extendiendo así la prosperidad irlandesa al resto de la Unión. Pero no: el objetivo no es la armonización fiscal, sino la rapiña fiscal a través de la armonización infernal. Apple es sólo la primera e inocente víctima de un megalómano proyecto europeo opuesto a los ideales de libertad y de prosperidad que una vez definieron a Europa.
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