[De Toward Liberty (Menlo Park, CA: Institute of Humane Studies, Inc., 1971), pp. 392-397]
Conocí al profesor Mises hace unos 51 años. Acababa de cruzar la Ringstrasse desde mi oficina en el Kriegsministerium austriaco con una carta de presentación del profesor Charles Rist, de París, decidido a aprovechar el mucho tiempo que tenía a mi disposición como Secretario Ayudante de la Delegación No Oficial Estadounidense para la Sección Austriaca de la Comisión de Indemnizaciones para escribir la tesis doctoral que había interrumpido dos veces: primero por la llamada a los jóvenes del presidente Wilson para hacer al mundo seguro para la democracia y luego, tras la licencia del servicio militar, por un traslado forzoso de 14 meses a la Embajada de Estados Unidos en París donde preparaba resúmenes diarios de prensa para un embajador que no podía hablar ni leer en el idioma del país en el que estaba acreditado y donde, en mi tiempo libre, había trabajado en un estudio de las relaciones comerciales franco-estadounidenses.
El profesor Mises estaba sentado tras una mesa ordenada en una habitación aún mayor de la que acababa de dejar. Le dije hasta dónde había llegado en Harvard con un estudio de la imposición indirecta en Massachusetts. Me sugirió que se necesitaba un estudio similar sobre imposición directa en Austria. Así que me puse a trabajar y, antes de abandonar Viena a finales de 1923, había completado una tesis aceptable sobre Imposición directa en Austria, que acabó publicándose con el mismo título en las Harvard Economic Series (Volumen XXXV, 1931), con una dedicatoria al profesor Mises.
Recuerdo muy bien mi visión de entonces de la Buena Sociedad y las etapas por las que había pasado. Entonces yo era de hecho un socialista fabiano.
El capitalismo, admitía, podía construir una impresionante Casa Internacional, con altos muros, bellas columnas, majestuosas escalinatas y una maravillosa calefacción central, pero no podía poner un tejado sobre la estructura. Y las desigualdades sociales y materiales dentro de la casa harían incómoda la vida para la mayoría de los habitantes la mayoría del tiempo, incluso con el mejor clima. El socialismo, por el contrario, podía construir una Casa Internacional habitable. Sería baja y poco sólida, con un tejado de paja, amplias chimeneas en sus muchas habitaciones y con gente amistosa moviéndose libremente de cuarto a cuarto.
Esta bella imagen se había construido muy gradualmente. Dejé la universidad como un librecambista convencido, seguro de que si los gobiernos dejaran que bienes, servicios y personas se movieran libremente dentro y fuera de sus territorios, si se limitaran a especializarse en hacer lo que podían hacer mejor, el espíritu divisivo del nacionalismo se sosegaría y los hombres vivirían en todas partes en armonía entre ellos.
Como muchos, tal vez la mayoría de mi generación, daba por descontado que las guerras eran cosa del pasado. Consecuentemente, la Primera Guerra Mundial había resultado una gran sorpresa. Me parecía claro que esta guerra, como la Guerra Revolucionaria y la Guerra entre Estados, como seguían insistiendo en llamar en le sur a la Guerra de Secesión, eran el resultado de un proteccionismo arancelario egoísta y que los hombres de negocios del mundo, a pesar de declarar su defensa de la libre empresa, eran los máximos responsables. El trabajador y sus portavoces, los líderes sindicales, y los socialistas eran en general pacifistas, internacionalistas y librecambistas.
Mi estancia en París había fortalecido mi adhesión al sueño socialista. Un día tras otro reportaba en mis resúmenes de prensa los cánticos de odio que venían de los periódicos de la derecha y las llamadas a la reconciliación con sus últimos enemigos que venían de los de la izquierda. El corto y agudo desplome económico al final de la guerra parecía confirmar la tesis socialista de que el capitalismo era inestable de por sí, que un nivel alto y continuo de empleo requería planificación, que, concebida de manera inteligente, reduciría las desigualdades sociales y económicas y promovería la armonía dentro y fuera de las naciones. Reconocía que habría algún recorte en los incentivos, pero el rendimiento socialista a lo largo de periodos razonables de tiempo sería mejor que el de su rival.
Ese era mi punto de vista cuando empecé y finalicé en una sola noche la disección clásica de Mises del sueño socialista.[1] Me había ido a la cama siendo un socialista fabiano y me levanté a la mañana siguiente como defensor de la libre empresa, o al menos como algo similar al liberal del siglo XIX de mis días de universidad, cuando Woodrow Wilson era mi héroe. A partir ese día tuve claro que la carga de la prueba recaía sobre los que defendían interferencias coactivas con las funciones asignadas del mercado y que las intervenciones que frustraran su mecanismo de ajuste no funcionarían.
Pero me doy cuenta, al releer mis reacciones a Die Gemeinwirtschaftt tal y como aparecieron en La Revue d’Economie Politique (París: 1923, vol. 37) y en el número de setiembre de 1923 de The American Economic Review, de que mi conversión no era completa. Había (y todavía hay) un poco de socialista fabiano en mí. Me gustaría ver una distribución de rentas algo más igualitaria de la que podría esperarse aunque pudiéramos eliminar todas las deficiencias remediables en el rendimiento capitalista.
En ambas reseñas recomendaba la reevaluación de Mises de la teoría del socialismo diciendo que “merece una lectura cuidadosa tanto por amigos como por enemigos” y calificaba su defensa del capitalismo como “una reafirmación clara, vigorosa y convincente de la defensa del individualismo, muy similar a la de un liberal de Manchester de la década de los sesenta. (…) Quien acepte la teoría austriaca del valor, aunque sea en parte”, concluía, “difícilmente puede rechazar seguir el razonamiento del profesor Mises con respecto a la imposibilidad de un socialismo completo. Sin embargo, está más abierta la crítica a su conclusión de que la solución es un completo laissez faire”.
Y luego, en un párrafo final, amonestaba amablemente al profesor Mises. Después de señalar con aprobación su reconocimiento de que la ideología socialistas solo podría destruirse por medio de la persuasión, por medio del “razonamiento correcto”, le aseguraba que “no tenemos que tener a los sindicatos ni a la presencia de trabajadores los consejos industriales. El sindicalismo ha resultado ser una fuerza educativa, igual que a veces ha sido una fuerza destructiva. La democracia industrial demostrará ser tan buena en educación sobre los intrincados problemas de la producción como la democracia política lo ha demostrado con los de la ciudadanía”.
Hasta ahora, las visiones del futuro del profesor Mises han resultado ser mucho más certeras que en las que inspiraba mi ilusión. Sin embargo, aunque con mucha menos confianza que hace 50 años, continúo creyendo[2] que el estado, a través de impuestos y gasto (no a través de la manipulación de precios o aprovechando el poder de los grupos profesionales) puede proporcionar una renta garantizada a todos, como sugerían el profesor Hayek hacia el final de la Segunda Guerra Mundial[3] y el Profesor Friedman en Capitalismo y libertad,[4] presentado originalmente en una serie de conferencias en el Wabash College en 1956, y podría hacerlo de una forma que podría realmente mejorar el rendimiento capitalista y aumentar así las posibilidades de que el “razonamiento correcto” que ha salido incansablemente de la pluma del profesor Mises en los años posteriores a la aparición de Die Gemeinwirtschaft todavía confirme su fe en que “una vez los pensadores del movimiento socialista dejen de creer en su doctrina, el propio movimiento está condenado a la extinción”.
En este escrito parece como si pudiera aplicarse algo que se aproximara al impuesto negativo de la renta de Friedman. Sin embargo, debo confesar que los defensores políticos de una innovación tan atrevida no parecen entender la necesidad, como insistía Friedman, de abolir “la bolsa de basura de medidas” que ahora encadena al sistema de libre empresa y lo desacreditada a los ojos de aquellos que buscan el máximo beneficio a través del desarrollo completo de sus increíbles poderes productivos. Si estas medidas permanecen en los códigos legales, es posible que descubramos que “hemos saltado de la sartén al fuego, (…) apoyando un ocio desmoralizante para incluso más personas que en la actualidad y la mayoría de ellos pertenecería a los grupos étnicos que ahora soportan el embate de la benevolencia errónea de la mayoría”.[5]
Así, si sobrevivo hasta la edad madura del profesor Mises, es posible que me vea obligado a admitir que sus predicciones de las consecuencias de las intervenciones políticas en las funciones asignadas del mercado han demostrado de nuevo ser mucho más certeras que mis ilusiones.
El artículo original se encuentra aquí.
[1] Ludwig Mises, Die Gemeinwirtschaft: Untersuchungen uber den Sozialismus (Jena: Gustav Fischer, 1922).
[2] Así, en conferencias y posteriormente en Van Sickle y Rogge, Introduction to Economics (Nueva York: Van Nostrand, 1954), argumentaba que “si nuestros colegas, los científicos políticos y los psicólogos” pudieran convencernos “de que no se abusaría de un programa así, sería bastante sencillo imaginar un amplio programa de seguridad de admirable sencillez. Por ejemplo, el gobierno federal podría enviar cheques semanales o mensuales a todas las familias de Estados Unidos, basándose en los requisitos de una existencia realmente espartana. La única condición para recibirlos sería la presentación cada año de una declaración familiar detallada de renta. El gobierno podría entonces establecer un impuesto progresivo de la renta, que, en el caso de cada familia, empezaría con la cantidad recibida por encima de la anualidad pública. Así se aseguraría a cada familia una renta libre de impuestos que variaría con el tamaño de la familia. Es verdad que el impuesto de la renta seria duro, pero mientras nos estemos permitiendo jugar con nuestra imaginación podemos imaginar también ahorros sustanciales: no más obras públicas para crear empleo, no más leyes de salario mínimo, no más acuerdos sindicales restrictivos, no más programas de apoyo a precios agrícolas y de restricción de áreas, no más programas para los ancianos necesitados, para los niños dependientes, para los ciegos y minusválidos, no más aranceles para proteger empresas de alto coste. En resumen, podemos imaginar una economía empresarial altamente competitiva por encima de un fino colchón de renta garantizada” (pp. 522-523). Quince años después, en Freedom in Jeopardy: The Tyranny of Idealism (Nueva York: World Publishing Company, 1969), sugería salvaguardas que, a mi juicio, garantizarían la experimentación con un mínimo universal. Para las salvaguardas sugeridas, ver pp. 176-180.
[3] F. A. Hayek, The Road to Serfdom (Chicago: The University of Chicago Press, 1944) [Camino de servidumbre]. Aquí Hayek señalaba como evidente que la economía británica, a pesar de los daños sufridos y que seguía sufriendo por los ataques de la Luftwaffe alemana, podía proporcionar fácilmente una renta garantizada para todos, si se eliminaban todas las restricciones existentes. “Dejemos que se garantice un mínimo uniforme a todos por todos los medios, pero admitamos al mismo tiempo que, con el aseguramiento de un mínimo básico, debe desaparecer todas las demandas de la seguridad privilegiada para clases particulares, que desaparecerían todas las excusas para permitir a grupos excluir a recién llegados a la hora de compartir su prosperidad relativa y mantener un patrón especial propio” (p. 210).
[4] Milton Friedman, Capitalism and Freedom (Chicago: The University of Chicago Press, 1962). En su defensa de un impuesto negativo de la renta, Friedman asociaba condiciones similares a las de Hayek. Si se aprueba como un sustitutivo de la actual bolsa de basura de medidas dirigidas al mismo fin (es decir, el alivio de la pobreza) se reduciría sin duda la carga administrativa total” (p. 193) y aunque “reduzca los incentivos de los ayudados para ayudarse a sí mismos, (…) no elimina totalmente los incentivos, como haría un sistema de suplemento de rentas hasta un mínimo fijo” (p. 192).
[5] Citado de Freedom in Jeopardy, op. cit., p. 173.
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