jueves, 10 de noviembre de 2016

¿Es el mercado nuestro dios?, por Mises Hispano.

greekgod

Harvey Cox ha tenido una carrera notable como teólogo. Se hizo famoso con The Secular City, publicado en 1965 y cincuenta años después (ahora tiene ochenta y cinco años) sigue escribiendo. Su último libro muestra tanto las virtudes como los defectos característicos de su obra. Ha leído mucho y a menudo hace comentarios ingeniosos, pero le falta profundidad y rigor analítico. La principal tesis de The Market as God falla, pero no propongo empezar explicando esa tesis y sus problemas. Más bien consideraremos primero algo que sorprenderá a los seguidores del Instituto Mises.

Cox dice que no se opone al mercado capitalista, siempre que se mantenga en su lugar apropiado, pero sostiene que la gente adora incorrectamente al mercado como a un dios. Una religión, dice, necesita un profeta y para Cox es Adam Smith el que ocupa ese papel en la religión del mercado: “Basta con entonar el nombre ‘Adam Smith’ en los vestíbulos del Dios Mercado para ver a la gente caer de rodillas con reverencia. Es una exageración, pero solo un poco” (p. 142).

Para argumentar esta característica de lo que ve como una religión idolatra, Cox dice: “Creo que Smith no es realmente el fundador de la economía moderna y que su posición como santo, como el patrón del mercado libre sin limitaciones, también es dudosa” (p. 143).

Ahora viene la sorpresa. ¿A quién cita Cox en apoyo de su opinión sobre Smith? Nada menos que a Murray Rothbard, quien, dice Cox: “habla de ‘la enorme diferencia sin precedentes entre la reputación exaltada de Smith y la realidad de su dudosa contribución al pensamiento económico’” (p. 143). Además, también como Rothbard, Cox destaca que Smith no apoyaba un mercado libre sin limitaciones. “¿Puede considerarse a Adam Smith un santo de la Fe del Mercado, invocado como, por ejemplo San Andrés de Glasgow? (…) Para ser canonizado como santo, tendría que estar libre de cualquier mácula de herejía por desviación de la religión del mercado libre (…) no es así. Es un relapso continuo” (p. 145).

Cox, es evidente, escribe con brío e imaginación, pero ¿es útil su metáfora del mercado como Dios? Está vacía de contenido cognitivo. La metáfora, junto con sus diversas extensiones, como la comparación de Cox de la hipótesis de los mercados eficientes con la doctrina de la infalibilidad papal, le sirve más bien como una herramienta que le permite burlarse de las políticas económicas que le desagradan.

Su tesis básica, desnudada de su revestimiento teológico, es esta: “Lo que discuto (…) no es que haya algo esencialmente malo en los mercados. Pero los mercados no son parte del orden natural, como los cambios de estación o la gravedad. Han sido creados por seres humanos para servir a ciertos propósitos estipulados, lo que en muchos casos han hecho bastante bien. Pero, en el último par de siglos, los mercados se han hinchado y han crecido hasta ser El Mercado. El resultado ha sido que no solo no sirven para su pretendido propósito, sino que se han introducido y han distorsionado otras instituciones vitales como la familia, las artes, la educación y la religión” (p. 242).

En resumen, el mercado se ha expandido más allá de los límites que Cox considera apropiados. Por ejemplo, deplora la uniformidad global de McDonald’s, aunque hay que reconocerle que señala que al menos esta cadena permite variaciones locales en su menú. “Una vez aparece el impulso para obligar a la uniformidad, a menudo establece su propio impulso. McDonald’s decidió pronto que no solo todas las hamburguesas deberían saber igual, sino que todos los restaurantes deberían tener la misma apariencia. Buscando un símbolo icónico apropiado, introdujeron los arcos dorados que nos son ahora familiares” (p. 205).

Aquí Cox sustituye con sus propias preferencias las preferencias libremente elegidas de los consumidores. Como Mises señalaba una y otra vez, el capitalismo es un sistema de producción en masa para las masas. Si los consumidores no quisieran comer en McDonald’s la cadena iría a la quiebra. Por supuesto, Cox podría replicar que el asunto no es meramente de preferencias: es objetivamente malo para el mercado libre estar más centralizado y uniformado de lo que él pregona. Pero si Cox siguiera esta línea tendría que dar argumentos de que tiene razón. Por desgracia, no muestra en el libro ninguna capacidad para un argumento filosófico. Por el contrario, simplemente cita a pensadores a los que admira, como Pierre Teilhard de Chardin. ¿Son ciertas las opiniones de estos pensadores? Es una pregunta que Cox nunca hace. Por contrario, nos dice que le gusta el pluralismo y la descentralización de la autoridad. ¡Fuera un Dios monoteísta que gobierna a todos!

Cox sí intenta ocuparse de la afirmación de soberanía del consumidor por sí misma. Los consumidores realmente no desean los productos a los que les insta el rapaz Dios Mercado. Por el contrario, son manipulados por publicistas para comprar productos de poco valor intrínseco. La supervivencia del capitalismo depende de ese gasto generado artificialmente.

Cox tiene una animadversión notablemente fuerte hacia los publicistas: “Pero cualquiera que piense dos veces acerca de los anuncios que nos rodean e invaden nuestro espacio todos los días (el correo basura, los anuncios en televisión y en la web) tiene que reconocer que mucho de lo que nos inunda es un intento incesante de crear deseos donde antes no existía ninguno. Como las antiguas confesiones, el proceso no sólo descubre antojos abandonados, sino que inspira otros nuevos” (p. 235).

Aquí es evidente la premisa cuestionable. ¿Por qué considerar solo como “reales” los deseos no influidos por la persuasión? Si deseo un producto después de ver un anuncio, ¿qué importa? Sobre toda esta línea de argumentación, la explicación clásica es “The Non Sequitur of the ‘Dependence Effect’”, de F.A. Hayek.

Cox pregunta: “¿Pero por qué necesita el mercado crear deseos? (…) El investigador de estudios culturales Raymond Williams retrotrae el inicio de la publicidad moderna a finales del siglo XIX, cuando, con la invención de nuevas tecnologías y la formación de monopolios, el reto al que se enfrentaban las corporaciones ya no era cómo aumentar la producción, sino cómo tratar la superproducción: ¿cómo podían vender todos los productos que estaban terminando?” (p. 236). La visión de que el capitalismo lleva una superproducción general es una falacia explotada desde hace mucho tiempo y refutada en el siglo XIX por John Stuart Mill, entre otros.

Cox presenta a veces ideas interesantes. Por ejemplo, sugiere que el triunfo de San Agustín sobre Pelagio se produjo en parte por los mayores recursos financieros de los patrones de Agustín. Es una hipótesis que merece la pena explorar, pero, a pesar de que Cox demuestra una buena capacidad para presentar los temas teológicos en discusión, tampoco ofrece ningún análisis real de los argumentos. Se parece más a una urraca intelectual, hábil para entusiasmar a los estudiantes universitarios, que a un pensador serio.


El artículo original se encuentra aquí.

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