El déficit público no evoluciona cómo debería. Tras el incumplimiento de 2015 y la renegociación con Bruselas de nuestros objetivos para 2016, 2017 y 2018, deberíamos encaminarnos a cerrar este año con un desequilibrio presupuestario equivalente al 4,6% del PIB y el próximo ejercicio con uno del 3,1%. Pero a estas alturas del curso, con ya siete meses de ejecución presupuestaria a nuestras espaldas, se antoja complicado que logremos sendas metas, especialmente la de 2017. Las razones de este fracaso en ciernes no son difíciles de adivinar: los ingresos crecen menos de lo necesario y los gastos decrecen menos de lo deseable. Por tanto, o modificamos los ingresos, o modificamos los gastos (o hacemos ambas cosas).
Desde hace años han sido muchos los políticos que han pretendido centrar la responsabilidad del déficit en la carencia de ingresos públicos: la fuerte caída de la recaudación derivada del pinchazo de la burbuja inmobiliaria despojó a las administraciones públicas de unos milmillonarios recursos que ellas, erróneamente, habían considerado permanentes. Por supuesto, ninguna de esas administraciones parecía recordar que, durante la era de la burbuja, sus gastos se habían disparado en casi 170.000 millones de euros anuales y que, por tanto, su verdadero problema no estaba en que sus ingresos extraordinarios se hubieran esfumado, sino en que habían convertido gastos extraordinarios en estructurales.
De hecho, a la hora de la verdad, los políticos partidarios de subir los impuestos tampoco sabían muy bien por dónde empezar: más allá de reclamar fantasiosas y absolutamente insuficientes subidas de impuestos “a los ricos”, reflotar la recaudación pasaba por multiplicar la carga tributaria de las clases medias, cosa que también les suponía un considerable coste electoral (sobre todo, a aquellos partidos que tradicionalmente habían hecho gala de reducirlos). Acaso por ello, el Partido Popular decidió concurrir a las elecciones del 20 de diciembre dando marcha atrás en algunos de los muchos incrementos tributarios que había ido aprobando a lo largo de su legislatura: en concreto, decidió rebajar el IRPF y el Impuesto de Sociedades.
Semejante reforma fiscal jamás debería haber sido acometida sin una paralela reducción del gasto público: si, con un déficit todavía desbocado, las administraciones públicas optan por disminuir sus ingresos, debería ser a cambio de contraer sus desembolsos. Pero no fue así: en 2015, el PP no sólo no recortó los gastos sino que los aumentó en algunas partidas completamente innecesarias (como la devolución de la paga extra de 2012 a los empleados públicos). A fecha de hoy, la reforma de IRPF está minorando su recaudación en cerca del 2% con respecto a las cifras alcanzadas el año pasado y la del Impuesto de Sociedades la está socavando en casi un 40%. La cuestión, claro, es cómo reaccionar a partir de aquí: si dando marcha atrás en una reforma impositiva que jamás debió aprobarse sin complementarla con recortes del gasto o, en cambio, impulsando nuevas reducciones de los desembolsos estatales.
Y la respuesta es que debemos completar la reforma fiscal de 2015 para volverla verdaderamente sostenible y no generadora de déficit: es decir, debemos recortar el gasto público. El problema de nuestro sector público no es que recaude demasiado poco, sino que gasta en exceso. Tenemos unas administraciones públicas sobredimensionadas al calor de la exuberancia de la burbuja inmobiliaria: ésa es la lacra que debemos atajar. Aunque la bajada de impuestos fuera un error en tanto no se recortaron simultáneamente los desembolsos estatales, no hay mal que por bien no venga: aprovechemos la coyuntura para, por fin, ajustar el déficit por el lado del gasto.
Las dudas sobre el paro
La evolución del empleo en la Encuesta de Población Activa del segundo trimestre de este año dejó un sabor agridulce, dado que se mantenía la creación de puestos de trabajo, pero a un ritmo notablemente más lento que en fechas anteriores. Los datos de paro y de afiliación a la Seguridad Social del mes de julio fueron muy buenos y ello aplacó las preocupaciones que había despertado la EPA, pero tras conocer la evolución de estas mismas variables durante el mes de agosto, las inquietudes resurgen. Y es que, en agosto, el número de parados se incrementó en más de 14.000 personas, mientras que los afiliados a la Seguridad Social se hundieron en 145.000. En realidad, las cifras son bastante menos malas de lo que parecen: si eliminamos el componente estacional, el desempleo cae en casi 25.000 personas y la afiliación a la Seguridad Social aumenta en 500. Con todo, conviene seguir de cerca la evolución del empleo, pues el dinamismo de los trimestres anteriores sí podría estar frenándose.
Sablazo a Apple
La Comisión Europea anunció esta última semana que obligaría al Estado irlandés a cobrarle 13.000 millones de euros en impuestos a Apple. Según entiende la eurocracia de Bruselas, Irlanda le otorgó a la compañía estadounidense el privilegio exclusivo de no pagar prácticamente ningún tributo durante más de dos décadas, lo que atentaría contra la competencia intracomunitaria. El problema, sin embargo, es que no estamos ante ningún privilegio discriminatorio: todas las empresas que operaran en Irlanda con una estructura fiscal similar a la de Apple podían beneficiarse del mismo régimen tributario. La Comisión se ha extralimitado en sus potestades: Irlanda, como Estado soberano que es en materia fiscal, tiene todo el derecho del mundo a establecer internamente el régimen tributario que considere oportuno. Lo que a Bruselas verdaderamente le incomoda es que el tigre celta esté demostrando al resto del Continente que existe una forma eficaz de desarrollarse: bajar impuestos y atraer capital internacional. Ése es el auténtico enemigo de la Comisión: la competencia fiscal.
Venezuela grita contra el chavismo
La reciente marcha multitudinaria de ‘Toma Caracas’ es el último grito desesperado de los venezolanos en contra del régimen chavista. El país está completamente depauperado tras haber padecido durante 18 años los rigores del “socialismo del siglo XXI”. Los ingresos petroleros, la única fuente de divisa extranjera del país, se han desplomado más de un 80%, de modo que los ciudadanos son incapaces de importar incluso los bienes más básicos que necesitan para sobrevivir (como medicinas o alimentos). El gobierno chavista, lejos de reconocer la gravedad de la situación, continúa en su huida hacia adelante, imprimiendo bolívares y fundiéndose las reservas exteriores del país para seguir comprando voluntades y lucrando a la boliburguesía: el resultado, de momento, sólo ha sido una tasa de inflación anual superior al 70% y el desabastecimiento generalizado en las tiendas. Es, en este contexto crítico, en el que la oposición se rebela contra Maduro y en el que Maduro muestra su perfil más dictatorial para reprimirla y aferrarse al poder.
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