viernes, 9 de septiembre de 2016

El mito de la eficiencia, por Mises Hispano.

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[De Economic Controversies]

Estoy encantado de que Dr. Rizzo en el capítulo 4 [de ime Uncertainty, and Disequilibrium], califique al muy comentado concepto de la “eficiencia” como una cuestión grave. Me gustaría llevar su crítica todavía más allá.

Uno de los puntos importantes de Rizzo es que el concepto que la eficiencia no tiene sentido sin la búsqueda de fines específicos. Pero es demasiado condescendiente cuando dice, al menos al inicio de su trabajo, que “por supuesto, este [el derecho común] es eficiente” en relación con ciertos objetivos específicos. Hay varias capas de mentiras graves en el mismo concepto de eficiencia aplicado a instituciones o políticas sociales: (1) el problema no está solo en especificar fines, sino también en decidir los fines de quién han de perseguirse; (2) los fines individuales están condenados al conflicto y por tanto no tiene sentido ningún concepto aditivo de la eficiencia social y (3) ni siquiera las acciones de cada individuo puede suponerse como “eficientes”, de hecho, indudablemente no lo serán. Por tanto, la eficiencia es un concepto erróneo, incluso cuando se aplica a las acciones de cada individuo dirigidas hacia sus fines, es a fortiori un concepto sin sentido cuando incluye a más de un individuo, no digamos toda una sociedad.

Tomemos una persona concreta. Como sus propios fines están claramente dados y actúa para conseguirlos, indudablemente al menos sus acciones pueden considerarse eficientes. Pero no, puede que no lo sean, pues para que actúe eficientemente tendría que tener un conocimiento perfecto: un conocimiento perfecto de la mejor tecnología, de las acciones y reacciones futuras de otras personas y de acontecimientos naturales futuros. Pero como nadie puede tener nunca un conocimiento perfecto del futuro no puede calificarse como “eficiente” la acción de nadie. Vivimos en un mundo de incertidumbre. Por tanto, la eficiencia es una quimera.

Dicho de otra manera, la acción es un proceso aprendizaje. Al actuar las personas para conseguir sus fines, aprenden y se hacen más competentes sobre cómo lograrlos. Pero en ese caso, sus acciones no pueden ser eficientes desde el principio (ni siquiera desde el final) de sus acciones, ya que nunca se alcanza el conocimiento perfecto y siempre hay más para aprender.

Además, los fines de la persona no están realmente dados, ya que no hay razón para suponer que se establezcan en concreto para siempre. A medida que la persona aprende más acerca del mundo, acerca de la naturaleza y acerca de otras personas, sus valores y objetivos están condenados a cambiar. Los fines de las personas cambiarán a medida que aprendan de otra gente; también pueden cambiar por mero capricho. Pero si los fines cambian en el curso de una acción, el concepto de eficiencia, que sólo puede definirse como la mejor combinación de medios para lograr fines concretos, vuelve a no tener sentido.

Si el concepto de eficiencia es inútil incluso para cada persona, por fuerza será mucho peor cuando lo emplee el economista de una manera sumatoria para toda la sociedad. Rizzo está siendo extremadamente amable con el concepto cuando dice que equivale “a poco más que maximizar el producto interior bruto” y que “inmediatamente se viene abajo cuando se introducen externalidades en el sistema”. Sin embargo, el problema es mucho más profundo. Porque la eficiencia solo tiene sentido con respecto a los fines de las personas y los fines de las personas difieren, se enfrentan y entran en conflicto. En así que la pregunta central de la política se convierte en: ¿los fines de quien deben imponerse?

La ceguera del pensamiento económico ante las realidades del mundo es sistemática y es un producto de la filosofía utilitaria que ha dominado la economía durante un siglo y medio. Porque el utilitarismo sostiene que los fines de todo son en realidad el mismo y que, por tanto, todos los conflictos sociales son meramente técnicos y pragmáticos y pueden resolverse una vez se descubran los medios apropiados para los fines comunes. Es el mito del fin común universal el que permite a los economistas creer que pueden, científicamente y de una manera supuestamente libre de valores, prescribir qué políticas deberían adoptarse. Al tomar a este supuesto fin común universal como algo dado e incuestionable, el economista se permite el engaño de no ser en absoluto en un moralista, sino sólo un técnico y profesional estrictamente libre de valores.

El supuesto fin común es un mayor nivel de vida o, como dice Rizzo, un producto interior bruto maximizado. Supongamos que, para una o más personas, parte de su “producto” deseado sea algo que otras personas consideren un claro detrimento. Supongamos dos ejemplos, siendo ambos difíciles de encuadrar bajo la rúbrica amable de las “externalidades”. Supongamos que algunas personas consideran su fin más deseado la igualdad o uniformidad obligatoria de todas las personas, incluyendo que cada uno tenga las mismas condiciones de vida y vista la misma ropa azul sin forma. Entonces un objetivo muy deseado para estos igualitarios sería considerado un grave detrimento por parte de aquellas personas que no quieran ser igualadas o uniformarse con todos los demás. Un segundo ejemplo de fines en conflicto, de significados enfrentados asociados al concepto de “producto”, sería el de una o más personas que deseen enormemente, o bien la esclavitud, o bien la masacre de un grupo étnico u otro grupo social claramente definido que no les agrade. Está claro que buscar el producto de los supuestos opresores o asesinos se consideraría un producto negativo o un detrimento para los potenciales oprimidos. Tal vez podríamos incluir este caso en un problema de externalidad diciendo que el grupo social o étnico que desagrada constituye una “contaminación visual”, una externalidad negativa para los demás grupos y que estos costes externos pueden (¿deberían?) ser internalizados obligando al grupo que no gusta a pagar a los demás lo suficiente para inducirles a perdonarles la vida. Sin embargo uno se pregunta cuánto quiere el economista minimizar los costes sociales y si esta solución propuesta estaría realmente “libre de valores”.

Además, en estos casos de fines en conflicto, la “eficiencia” de un grupo se convierte en el detrimento de otro. Los defensores de un programa (ya sea de uniformidad obligatoria o de asesinato de un grupo social definido) querrían que sus propuestas se llevaran a cabo tan eficientemente como fuera posible; mientras que, por el contrario, el grupo oprimido pretendería una búsqueda tan ineficiente del objetivo odiado como fuera posible. La eficiencia, como señala Rizzo, solo puede tener sentido en relación con un objetivo determinado. Pero si los objetivos se enfrentan, el grupo opositor estar a favor de la máxima ineficiencia en la búsqueda del objetivo que les desagrada. Por tanto, la eficiencia no puede servir nunca como piedra de toque utilitaria para el derecho o para las políticas públicas.

Nuestros casos de fines enfrentados nos llevan a la cuestión de la minimización de los costes sociales. La primera pregunta a plantear es: ¿por qué deberían minimizarse los costes sociales? ¿O por qué deberían internalizarse las externalidades? Las respuestas difícilmente son evidentes y aun así las preguntas nunca se han planteado satisfactoriamente, no digamos respondido. Y he aquí una importante pregunta como corolario: incluso suponiendo por un momento el objetivo de minimizar costes, ¿debería considerarse este objetivo cómo absoluto o debería subordinarse, y en qué grado, a otros objetivos? ¿Y qué razones pueden darse para cada respuesta?

En primer lugar, decir que los costes sociales deberían minimizarse o que los costes externos deberían internalizarse no es una postura técnica o libre de valores. La misma introducción de la palabra deberían, el mismo salto a una postura política, convierte esto necesariamente en una postura ética, que requiere, como mínimo, una justificación ética.

Y segundo, aunque por un segundo aceptáramos su objetivo de costes sociales minimizados, el economista debería seguir luchando con el problema: ¿cómo de absoluto debería de ser este compromiso? Decir que los costes sociales minimizados deben ser absolutos o al menos ser el objetivo más valorado es caer en la misma postura que desdeñan los economistas de costo-beneficio cuando la adoptan los moralistas, que es considerar la equidad o los derechos sin considerar el análisis de coste-beneficio. ¿Y cuál es su justificación para ese absolutismo?

Tercero, aunque ignoráramos estos dos problemas, sigue habiendo una grave falacia en el mismo concepto de “coste social” o del coste que se aplica a más de una persona. Por ejemplo, si los fines entran en conflicto y el producto de una persona va en detrimento de otra, no pueden sumarse los costes de estos individuos. Pero, en segundo lugar y más importante, los costes, como han señalado los austriacos durante un siglo, son subjetivos para la persona y por tanto no pueden medirse cuantitativamente, ni, por fuerza, pueden sumarse o compararse entre individuos. Pero si los costes, como las utilidades, son subjetivos, no sumables y no comparables, por supuesto no tiene sentido ningún concepto de costes sociales, ni siquiera los costes de transacción. Y tercero, incluso dentro de cada persona, los costes no son objetivos ni observables por ningún observador externo. Pues los costes de una persona son subjetivos y efímeros, aparecen solo ex ante, justo antes de que la persona tome una decisión. El coste de cualquier decisión individual es su estimación subjetiva de la clasificación valorativa del valor más alto perdido por tomar esta decisión. Como cada persona intenta, en cada decisión, lograr su fin mejor clasificado; renuncia o sacrifica el otro fin peor clasificado que podría haber satisfecho con los recursos disponibles. Su coste es el fin clasificado en segundo lugar, esto es, el valor del fin mejor clasificado al que ha renunciado para alcanzar un objetivo valorado todavía más alto. Así que el coste en el que incurre en esta decisión es solo ex ante; tan pronto como toma su decisión y esta se ejercita y su recurso se compromete, el coste desaparece. Se convierte en un coste histórico, perdido para siempre. Y como es imposible para ningún observador externo averiguar, en una fecha posterior o incluso al mismo tiempo, los procesos mentales internos del actor, es imposible para este observador determinar, incluso en principio, cuál puede haber sido el coste de cualquier decisión.

Buena parte del capítulo 4 [en Time, Uncertainty, and Disequilibrium] se dedica a un excelente análisis que demuestra que los costes sociales objetivos no tienen sentido fuera del equilibrio general y que no podemos estar nunca en dicho equilibrio, ni podríamos saberlo si lo estuviéramos. Rizzo señala que como el desequilibrio implica necesariamente expectativas divergentes e incoherentes, no podemos decir sencillamente que estos precios se aproximan al equilibrio, ya que hay una importante diferencia en tipo entre ellos y los precios constantes de equilibrio. Rizzo también señala que no hay ninguna prueba que nos permita decidir si los precios existentes están cercanos al equilibrio o no. Yo me limitaría a subrayar aquí lo que dice y hacer sólo dos comentarios. A su comentario de que en un equilibrio general no se necesitaría una ley de daños y perjuicios, yo añadiría que en una situación así no pueden producirse daños y perjuicios. Porque una característica del equilibrio general es la certidumbre y el perfecto conocimiento del futuro y supuestamente con ese conocimiento perfecto no podría producirse ningún accidente. No podría producirse ni siquiera un perjuicio intencionado, pues un perjuicio perfectamente predecible indudablemente podría ser evitado por la víctima.

Este comentario se relaciona con otro punto que me gustaría tratar acerca del equilibrio general: no solo no ha existido nunca, ni es un concepto operativo, sino que no es concebible que puede existir. Porque en realidad no podemos concebir un mundo en el que todas las personas tengan una previsión perfecta y en el que no cambie nunca ningún dato; además, el equilibrio general es una contradicción interna, pues la razón por la que uno tiene existencias de efectivo es la incertidumbre del futuro y por tanto la demanda de dinero caería a cero en un mundo de equilibrio general de certidumbre perfecta. Por tanto, al menos una economía monetaria no podría estar en un equilibrio general.

También estoy de acuerdo con la crítica de Rizzo a los intentos de usar la teoría de la probabilidad objetiva como una manera de reducir el mundo real de incertidumbre a equivalentes de certidumbre. En el mundo real de la acción humana, prácticamente todos los acontecimientos históricos son únicos y heterogéneos, aunque a menudo similares, a todos los demás acontecimientos históricos. Como cada acontecimiento es único y no reproducible, no es tolerable aplicar la teoría de la probabilidad objetiva: expectativas y previsión se convierten en un asunto de estimaciones subjetivas de acontecimientos futuros, estimaciones que no pueden reducirse a una fórmula objetiva o “científica”. Calificar a dos acontecimientos con al mismo nombre no los hace homogéneos. Así, dos elecciones presidenciales son calificadas como “elecciones presidenciales”, pero sin embargo son acontecimientos muy variados, heterogéneos y no reproducibles, ocurriendo cada uno en distintos contextos históricos. No es casualidad que los científicos sociales que defiende en el uso del cálculo de probabilidad objetiva citen casi invariablemente el caso de la lotería, pues una lotería es una de las pocas situaciones humanas en la que los resultados son realmente homogéneos y reproducibles y, además, donde los acontecimientos dependen del azar, sin que ninguno influya en sus sucesores.

Así que no sólo la “eficiencia” es un mito, sino que también lo es cualquier concepto de coste social o añadido o incluso un coste determinable objetivamente para cada persona. Pero si el coste es individual, efímero y puramente subjetivo, de esto se deduce que ninguna conclusión política, incluyendo las conclusiones acerca del derecho, puede ni deducirse, ni siquiera hacer uso de dicho concepto. No puede haber ningún análisis válido o con sentido de coste-beneficio de decisiones o instituciones políticas o legales.

Ocupémonos ahora más en concreto de la explicación de Rizzo del derecho y su relación con la eficiencia y los costes sociales. Su crítica de los economistas de la eficiencia podría explicarse más directamente. Tomemos por ejemplo la explicación de Rizzo del problema del buen samaritano. Al plantear el problema, supone que B podría salvar a A “con un coste mínimo para él” y concluye que, desde el punto de vista de los teóricos de la eficiencia, B sería responsable por daños a A si B no salva a A. Pero hay más problemas con la aproximación de la eficiencia. Por ejemplo, está la confusión característica de los costes monetarios y psíquicos. Pues, como los costes de B en este caso son puramente psíquicos, ¿quién puede si no B, ni siquiera un tribunal, saber que costes conllevaría para B? Supongamos que B es realmente un buen nadador y podría rescatar fácilmente a A, pero resulta que A es un viejo enemigo, así que sus costes psíquicos de su rescate son muy altos. Se trata de que ninguna evaluación de los costes de B puede hacerse solo en los términos de los propios valores de B y de que ningún observador externo puede saber cuáles son.[1] Además, cuando los teóricos de la eficiencia plantean el caso diciendo que, en palabras de Rizzo, “claramente (…) A habría estado dispuesto a pagar a B más que suficiente como para compensar sus costes para ser rescatado”, esta conclusión en realidad no está clara en absoluto. ¿Cómo sabemos o como saben los tribunales que A habría tenido dinero para pagar a B y cómo lo habría sabido B, especialmente si nos damos cuenta de que nadie salvo B puede saber cuáles pueden ser sus costes psíquicos?

Además, la cuestión de la causación podía explicarse mucho más directamente. La cita de Mises por parte de Rizzo sobre la no acción siendo también una forma de “acción” es praxeológicamente correcta, pero irrelevante para el derecho. Porque el derecho, trata de descubrir quién, si es que hay alguien, ha agredido a la persona o la propiedad de otro: en resumen, quien ha causado daños y perjuicios contra la propiedad de otro y es por tanto responsable y sancionable. Una no acción puede ser una “acción” en sentido praxeológico, pero no pone en marcha ninguna cadena positiva de consecuencias y por tanto no puede ser un acto de agresión. De ahí la sensatez de la importancia que da el derecho común a la distinción crucial entre negligencia e incumplimiento, entre una agresión errónea a los derechos de alguien y dejar en paz a esa persona.[2] Vincent v. Lake Erie Transport fue una sentencia soberbia, pues ahí el tribunal tuvo cuidado de investigar el agente causal en funcionamiento, en este caso, el barco, que chocó claramente contra el muelle. En algunos sentidos, el derecho de daños y perjuicios puede resumirse como: “Ninguna responsabilidad sin culpa, ninguna culpa sin responsabilidad”. La importancia vital de la doctrina de la responsabilidad estricta de Richard Epstein está en que devuelve al derecho común su original énfasis estricto en la causación, la culpa y la responsabilidad, privándolo de las adiciones modernas de las consideraciones de negligencia y pseudo-“eficiencia”.

Un grupo de personas se opondrá inevitablemente a nuestras conclusiones: por supuesto, hablo de los economistas. Pues los economistas, en esta área, han aplicado desde hace tiempo lo que George Stigler, en otro contexto, ha llamado “imperialismo intelectual”. Los economistas tendrán que acostumbrarse a la idea de que nuestra propia disciplina no puede abarcar toda la vida. Una lección dolorosa sin duda, pero compensada por el conocimiento de que puede ser bueno para nuestras almas darnos cuenta nuestros propios límites y, solo tal vez, para aprender sobre ética y sobre justicia.


El artículo original se encuentra aquí.

[1] Marc A. Franklin, Injuries and Remedies (Mineola, NY: Foundation Press, 1971), p. 401.

[2] 2No hay distinción más profundamente arraigada de edad derecho común y más fundamental que aquella entre negligencia e incumplimiento, en de una conducta errónea activa que genera un daño real a otros y una inacción pasiva, no dar pasos reales para beneficiar a otros o para protegerlos frente a un año no creado por alguna acción errónea del acusado” Francis H. Bohlen, “The Moral Duty to Aid Others as a Basis of Tort Liability”, University of Pennsylvania Law Review 56, nº 4 (Abril de 1908): 219-221; citado en Williamson M. Evers, “The Law of Omissions and Neglect of Children”, Journal of Libertarian Studies (Invierno de 1978).

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