En épocas de inflación legislativa como la nuestra, donde cada segmento de la vida individual está sometido a un reglamento, norma o decreto, la libertad es un bien escaso, cuando no prácticamente inexistente.
Contra los excesos de las leyes, hay quien utiliza el llamado Derecho Natural para defender, antes de que el Estado se lance a dictar norma alguna, que todo hombre posee unos derechos inalienables y que nadie puede vulnerar: el derecho a la vida y el derecho a la propiedad privada. Evidentemente, este enfoque es el más razonable para desmontar el llamadopositivismo jurídico, que subraya que sólo la norma escrita es ley. El más famoso representante de esta corriente de pensamiento es Kelsen, autor al que despedaza Bruno Leoni en el libro que reseñamos aquí: Lecciones de filosofía del derecho.
Leoni no se dejó engañar por la grandeza de la obra de Kelsen, un autor que, poco después de que Hitler llegara al poder y tener que salir corriendo de Alemania, camino de los Estados Unidos, reconoció que quizá las normas tenían límites que el Estado no podía sobrepasar. Pero ya era demasiado tarde: Hitler había impuesto su terrible tiranía utilizando la ley y respaldado por juristas relevantes como Carl Schmitt.
El daño resultó irreparable. Al dejar que el Estado no tenga más límite que sí mismo, la libertad desaparece de la escena social. Habrá quien piense que las Constituciones pueden servir de muro de contención, pero, como dijo Anthony de Jasay, son tan eficaces como poner a una doncella un cinturón de castidad y dejarle a mano la llave: aunque los acontecimientos se posterguen un poco, al final la naturaleza prevalecerá.
Leoni se inmunizó al intervencionismo jurídico gracias a Mises y Hayek. Para el italiano, el Derecho no podía ser más que lo que la gente cree que son las normas, es decir, lo que la sociedad aprecia como reglas de comportamiento razonables. Así, las personas se sienten “vinculadas a un cierto comportamiento y autorizadas a pretender que los otros se atengan a un determinado comportamiento”. Sin esa expectativa, no habría posibilidad de que existiera la sociedad, ya que “los individuos no se sentirían parte de ese agregado, porque no se sentirían obligados a un determinado comportamiento ni se sentirían autorizados a pretender comportamientos análogos por parte de los demás”.
La continuidad de las reclamaciones compatibles, como que cada cual preserve la integridad de su persona o que las transacciones económicas se produzcan porque ambas partes obtienen algo de la otra que les compensa realizar la operación, es lo que hace que existan unas bases previsibles de acción que permiten a la gente saber a qué atenerse.
Lo más habitual es confiar en que no nos perturben, roben o maten, en vez de que nos regalen rosas o nos compren toda la mercancía que ponemos a disposición del mercado. “La norma que impone no matar a nadie en la carretera o no herirlo con nuestro automóvil se acepta fácilmente porque nos prescribe no hacer algo”, anota Leoni; y añade: “Pero la norma que nos prescribe prestar ayuda a una persona muerta o herida en la carretera la sienten la mayoría de las personas como mucho más dura de observar y por eso es menos observada que las normas que imponen simplemente una omisión”. El ejemplo que pone a continuación da fe de su talante liberal, ya que califica de “dura” la obligación de pagar impuestos, dado que “consiste en entregar una parte de nuestras rentas al Estado”, o sea, en “trabajar durante una parte de nuestra vida en beneficio del Estado”. Por eso el liberalismo defiende la ausencia de coacción, para que las personas interactúen libremente, sin la intromisión del Estado, ya que será más fácil que todos nos pongamos de acuerdo y podamos vivir en paz si no se nos imponen desde arriba unos fines; lo mejor es que cada uno persiga sus objetivos en el marco de un orden jurídico espontáneo.
Una sociedad en la que el poder esté limitado y se garanticen el orden público y la justicia permite que los individuos puedan ejercer sus reclamaciones, y que éstas queden satisfechas. El orden jurídico de las reclamaciones prescinde del Estado. Para entender esta visión de Leoni hay que pensar en el mercado, donde, de la misma manera que los precios surgen de la relación entre oferta y demanda, las normas proceden de la relación entre reclamaciones compatibles. Por el contrario, un sistema legal basado en la legislación se parece, afirma Leoni, a una economía centralizada, “en la que todas las decisiones relevantes se toman por un grupo de directores cuyo conocimiento de la situación está limitado y cuyo respeto por los deseos de las personas, en caso de existir, estaría sujeto a la misma limitación”.
La lucha contra el Derecho escrito, como plasmación del poder del Estado para irrumpir en la espontaneidad del orden social, quebrarlo y, tras destruirlo, imponer un nuevo orden basado en la imposición, encuentra en Leoni un aliado indiscutible.
Finalmente, he de decir que esta obra no es recomendable para aquellos que no sientan pasión por el Derecho ni hayan leído La libertad y la ley, del mismo autor y publicado por la misma editorial; y es que a veces resulta algo tedioso, como una clase de… Derecho, lo cual no deja de tener sentido, dado que se trata de la consolidación de los apuntes de una alumna de Leoni. Por lo demás, estas Lecciones de filosofía del derecho contienen ideas muy sofisticadas, que les harán convencerse de que Leoni es un autor imprescindible, con una capacidad inusual para desplegar ideas nuevas, elegantes y brillantes que nadie que crea en la libertad puede dejar de considerar.
El artículo original se encuentra aquí.
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