Tras la crisis financiera de 2008, el clamor de los políticos a ambos lados del Charco fue unánime: resultaba imprescindible refundar el capitalismo para que desastres como el de entonces no se repitieran. Tan pomposa refundación pasaba por regular un sector financiero que supuestamente había estado desregulado hasta ese momento, esto es, pasaba por obligar a los bancos a incrementar su capitalización: y es que, según nos dijeron, si el colchón de estas entidades para absorber pérdidas se ensanchaba, una quiebra sistémica como la de 2008 resultaría mucho más improbable. Así nació Basilea III, el nuevo marco regulatorio que incrementaba las exigencias de capital de los bancos y que debía ser aplicado de manera progresiva hasta 2019.
Ciertamente, cuanto más capital se le exija regulatoriamente a la banca, más resistente se volverá frente a las crisis. Sin embargo, una mayor capitalización también supone una menor capacidad de las entidades financieras para proporcionar crédito a familias y empresas. He ahí la contrapartida de la nueva regulación: una menor capacidad para prestar implica una menor rentabilidad entre unos bancos europeos cuya cuenta de resultados ya se encuentra enormemente lastrada por los bajos tipos de interés y sus altos costes operativos; y, a su vez, en unas economías acostumbradas a vivir del crédito barato, una restricción de la financiación acarrea un menor crecimiento potencial en el corto y medio plazo.
Todo ello ha resultado demasiado gravoso para una casta política que en toda Europa sobrevive pensando en el medio plazo electoral. Justo por ello, y por la extremada debilidad en la que se encuentra buena parte de la banca continental —la crisis de la banca alemana, de la banca alemana, de la banca lusa, de la banca griega y también, en parte, de la banca española—, los propios miembros de la Comisión Europea, que hace varios años exigían una más exhaustiva regulación de los requisitos de capital de la banca, están empezando ahora a dar marcha atrás. Así, hace apenas unos días, el jefe de servicios financieros de la Unión Europea, el letón Valdis Dombrovskis, se opuso públicamente a que los bancos continentales cumplieran con Basilea III, es decir, a que incrementaran su capitalización a costa de restringir el crédito que podrían llegar a extender al sector privado.
¡Cómo han cambiado las tornas en apenas un lustro! Los reguladores persiguen objetivos contradictorios y, en consecuencia, el marco normativo que pretenden imponernos constituye un absoluto desastre: por un lado, querrían que los bancos prestaran tanto como fuera posible para así estimular una economía estancada y decadente como la europea; por otro, les gustaría que los bancos no asumieran importantes riesgos que pudieran degenerar en una nueva crisis financiera. Pero todo a la vez no puede ser: si se permite que la banca preste mucho, inexorablemente estará asumiendo muchos riesgos; si se prohíbe que la banca preste mucho, entonces el flujo de crédito a familias y empresas por fuerza caerá.
En realidad, sólo hay una forma de conciliar la necesaria autonomía financiera de la banca con la deseable minimización de su riesgo: volver a las entidades responsables de sus decisiones empresariales. Pero, para ello, no necesitamos más regulaciones estatales, sino menos privilegios del Estado a la banca: que las entidades de crédito sean conscientes de que ellas mismas se harán cargo de las pérdidas derivadas de sus malas inversiones porque el Estado en ningún caso las rescatará. Ése es el verdadero marco regulatorio que necesitamos: refundemos el falso capitalismo actual avanzando hacia un capitalismo genuinamente liberal.
Una de cal y otra de arena
El Banco de España acaba de dar una buena y una mala noticia acerca de nuestra economía: por un lado, todo apunta a que el PIB siguió expandiéndose a un ritmo notable durante el tercer trimestre de este año (3,2%), mostrando nuevamente que la incertidumbre política no nos está pasando de momento ninguna factura en términos de crecimiento; pero, por otro, confirmó los peores temores a propósito del déficit público: las Administraciones Públicas no cumplirán en 2016 a menos que adopten medidas de ajuste adicionales (de hecho van encaminadas a acumular un déficit del 5%, casi cuatro décimas por encima de los objetivos establecidos por Bruselas). En otras palabras, el gobierno no está contribuyendo en nada a enderezar los desequilibrios que todavía exhibe nuestro país: la economía crece a pesar de (o gracias a) la inexistencia de un gobierno con capacidad regulatoria; y, para más inri, la única misión que verdaderamente recae bajo el ámbito competencial del Ejecutivo —equilibrar el presupuesto— está fracasando de manera clamorosa.
Rejonazo a las empresas
Precisamente, el incumplimiento de los objetivos de déficit a estas alturas de 2016 ha llevado al Gobierno a aprobar una reforma de los pagos fraccionados del Impuesto sobre Sociedades con la que pretende adelantar la recaudación a costa de las empresas en 8.000 millones de euros. En otras palabras, las compañías españolas le abonarán antes de tiempo a Hacienda una suma cercana al 0,7% del PIB para que el Ejecutivo pueda presentar unas cuentas maquilladas ante Bruselas. Huelga decir que estamos ante un ejercicio de contabilidad creativa que supone un varapalo financiero para las empresas y que en absoluto solventa nuestro desequilibrio estructural: sin embargo, es una maniobra que de momento permitirá que el Reino de España cumpla sobre el papel sus compromisos dentro del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Lo dramático es que continuamos soslayando los auténticos retos de nuestra economía: si queremos continuar creciendo con fuerza y atrayendo inversión internacional, no deberíamos estar subiendo impuestos sino bajándolos. Es decir, no deberíamos estar incrementando el gasto público sino recortándolo.
¿Abandonar la austeridad?
El Deutsche Bank no sólo ha sido noticia esta semana por su muy debilitada situación financiera, sino por apostar por un cambio de rumbo fiscal dentro de Europa: según la entidad teutona, los gobiernos europeos deberían dejar de preocuparse por equilibrar sus cuentas y, por el contrario, deberían empezar a “estimularlas” con nuevos programas de gasto que impulsen la actividad y el empleo. La recomendación constituye un profundo error: los problemas económicos de Europa no proceden de la insuficiencia de gasto público (el Viejo Continente es la zona mundial con unos Estados más hipertrofiados) sino de un aparato productivo esclerotizado por los altos impuestos y por las asfixiantes regulaciones. Es verdad que la Unión Europea necesita cambiar de rumbo, pero no para aplicar políticas fallidas que sólo contribuyen a endeudar más a los ciudadanos y a socavar la credibilidad de sus instituciones. La austeridad —el equilibrio presupuestario— es necesaria, pero no debe conseguirse subiendo impuestos, sino, según decíamos antes, bajando impuestos y recortando en mayor medida el gasto.
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