lunes, 31 de octubre de 2016

No te interesa votar para conseguir un aumento, por Mises Hispano.

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En el siglo XXI, parece que durante cada año divisible por 4, la izquierda recicla su “análisis” de que muchos estadounidenses votan en contra de su propio interés al no elegir a los demócratas. El más famoso de estos intentos cuatrienales fue el libro de 2004 What’s the Matter with Kansas, del historiador Thomas Frank, que estuvo 18 semanas en la lista de libros más vendidos del New York Times. Este argumentaba que la gente de su estado origen votaba republicano, aunque eso menoscabara un programa redistributivo de los demócratas que habrían expandido la coacción del gobierno derivando más recursos de otros hacia Arkansas, una violación “evidente” de su propio interés. A la vista de las dificultades económicas, “hablarles acerca de los remedios que proponían sus antepasados (sindicatos, antitrust, propiedad pública)  podría ser igual que referirse a los días en los que florecía la caballería”.

En las elecciones actuales, opiniones similares se canalizaban por parte de Leon Friedman en un artículo del Huffington Post titulado “Why Does the (White) Lower Middle Class Vote Republican?” Lo esencial de su análisis era:

Basándose puramente en el interés propio, esas personas con salarios bajos deberían votar por el partido que les ayudara más económicamente. Los demócratas están a favor de un salario mínimo más alto, protección a los sindicatos, programas de atención médica generosos, si no gratuitos, para los estadounidenses de clase trabajadora, regulaciones de la seguridad en el lugar de trabajo, reducción del calentamiento global (que afecta a la salud de todos), impuestos más altos a los ricos para pagar programas sociales aún más generosos y mantener, si no aumentar, las prestaciones de la seguridad social. Los republicanos, por el contrario, quieren reducir los impuestos a los ricos, restringir los derechos sindicales, abolir el Obamacare, privatizar los beneficios de la seguridad social (lo que podría perjudicar a la fiabilidad del programa) y eliminar diversas regulaciones para las empresas, incluyendo requisitos de seguridad e intentos de ocuparse del calentamiento global.

Las políticas que parecen ayudar, en realidad perjudican

Merece la pena señalar que en un mundo sin comidas gratis, las supuestamente beneficiosas políticas demócratas citadas son todas comidas robadas. Y una vez la gente haya tenido tiempo para responder, la capitalización del mercado transformará muchas de estas comidas robadas en comidas por las que sus “beneficiarios” deberán pagar, merezca hacerlo o no. (Por ejemplo, las prestaciones obligatorias que en último término provienen de los paquetes de prestaciones del trabajador).

Además, muchas de estas políticas redistribucionistas benefician a algunos a costa de otros dentro de los mismos grupos, en lugar de ofrecer una ganancia total para todos. Los mayores salarios mínimos, por ejemplo, benefician a algunos trabajadores de baja cualificación, pero perjudican a otros a través de menor empleo, horario y prestaciones adicionales. Vemos resultados similares en el caso del aumento de poder en los salarios sindicales, lo que daña a todos los demás trabajadores trasladando mano de obra al sector no sindicalizado, rebajando allí los salarios.

Sin embargo, aunque concediéramos que algunas comidas robadas expandirían los recursos bajo el control de clientes redistributivos del gobierno, eso no implicaría que fuera inexplicable votar contra esas políticas. Revisar el análisis de Adam Smith puede mostrarnos por qué.

Interés propio frente a egoísmo

Paul Heyne, en Are Economists Basically Immoral? identificaba el alejamiento algunos economistas del principio de Adam Smith del amor propio (no del interés propio) en el que “el interés propio se identifica con el egoísmo, los intereses egoístas se supone que son intereses materiales y la preocupación por la justicia o la equidad se considera como irracional”. En consecuencia, “Muchos de los teóricos más eminentes y sofisticados en la profesión económica no hacen ningún esfuerzo por distinguir entre interés propio y egoísmo o entre comportamiento racional y comportamiento avaricioso”.

Heyne nos devolvería al énfasis de Smith sobre la reputación y al “espectador imparcial”, cuyo respeto debemos valorar al máximo.

Una clara implicación (…) es que el respeto propio es para mucha gente un objetivo principal en el comportamiento del interés propio. Una buena parte de las anomalías (…) desaparecen en el momento en que nos damos cuenta de que es por el interés propio personal por lo que nos comportamos de maneras que nos permiten mantener nuestro respeto por nosotros mismos.

Heyne señalaba además el papel del espectador imparcial en el respeto propio, particularmente en términos de justicia:

Cuando Smith argumentaba que debería dejarse a todos ser “perfectamente libres para perseguir su propio interés a su propia manera” solo era bajo la importante condición de que “no violen las leyes de la justicia”. (…) La legislación es injusta, en opinión de Smith, cuando promueve el interés de un grupo de ciudadanos imponiendo restricciones desiguales a las acciones de otros grupos.

O, por citar a Smith:

Dañar en cualquier grado el interés de cualquier orden de ciudadanos sin otro fin que promover el de algún otro es evidentemente contrario a esa justicia y equidad de tratamiento que el soberano debe a todos los distintos órdenes de sus súbditos.

Si aceptamos la visión de la justicia de Smith (igualdad de trato, comparado con el favoritismo público a costa de otros) las políticas redistribución que se están promoviendo son lisa y llanamente injustas. Si ser justo es una parte importante el respeto por uno mismo, uno tendría que comparar los recursos añadidos puestos a disposición por una política injusta con el daño hecho al respecto a uno mismo y a su reputación con otros.

Por ejemplo, ¿qué pasa si quieres ser justo (internamente) y ser reconocido como justo (externamente)? ¿Elegirías dedicarte al robo, directamente o a través del gobierno? Depende. Prácticamente todos estarían dispuestos a renunciar a algunas ganancias coactivas obtenidas de mala manera para ser más justos. Pero los valores que dan las personas a ser más justo (o lo que consideran justo) difieren, igual que los “precios” en distintas situaciones. En muchos casos, pueden explicar votar “sí” algunas políticas que supuestamente mejoran tu interés propio (por ejemplo, aquellas con un menor coste en el respeto propio o un mayor impacto en el interés propio) y votar “no” a otras (por ejemplo, aquellas con un mayor coste en respeto propio o un menor impacto en del interés propio). Además, puede explicar por qué quienes promueven políticas que equivalen a robar usan tantos trucos retóricos y lógicos para justificarlas como algo distinto (por ejemplo, la justificación de Marx de los trabajadores expropiando los capitalistas, porque supuestamente los capitalistas expropiaron primero a los trabajadores, lo que recuerda a la demonización más reciente del “1%” o a la actual insistencia en calificar a todo proyecto que tome recursos de un grupo para pagar las prestaciones de otros como una “inversión en nuestro futuro”).

Sin embargo, para que ese mecanismo de respeto propio persista lo largo del tiempo, los opositores a la redistribución de la riqueza patrocinada por el estado tendrían que actuar, no sólo hablar, a favor de la justicia (a la que Cicerón definía como “no dañar a los hombres” hace más de dos milenios) y defender menos políticas injustas.


El artículo original se encuentra aquí.

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Revista austrolibertaria de prensa: 31-X-2016, por Mises Hispano.

  • Armando Ribas cita a Mises, Hayek, la Escuela Austriaca y mucho más en La Prensa.
  • Priscila Guinvart cita a Hayek y Mises en al obituario de Jorge Batlle en Panampost.
  • Eju! reproduce el artículo de Ryan McMken traducido por nosotros.
  • Hayek “neoliberal” en Aporrea, en un artículo de Humberto Trompiz Vallés.
  • Ignacio Camacho alude en ABC a los “socialistas de todos los partidos” de Hayek.
  • Julio Sequeiros menciona a Hayek en La Voz de Galicia.
  • Cita de Hayek en La Nueva, por Rogelio López Guillemain.
  • Yvelisse Prat Ramírez de Pérez nos da otro Hayek “neoliberal” en Listín Diario.
  • En Cinemanía, una alusión bizarra a Ayn Rand de José Viruete.
  • En Laberinto publican un artículo de Wolfgang Höbel, con mención también a Rand.
  • Otro Hayek “neoliberal” en un desopilante artículo de Antonio Mora Plaza en Nueva Tribuna.
  • Edith Gomez recomienda La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, en La Voz de Guanacaste.
  • Gregorio Belaúnde menciona a Hayek en Gestión.
  • Eduardo Jorge Prats menciona a Hayek en El Gobierno.
  • Noel Álvarez cita por extenso a Lord Acton en El Universal.
  • Otra cita de Lord Acton por parte de Mónica Mullor en El Líbero.

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Tenemos un problema y no somos nosotros (1), por Libertario.es

Cuando se habla de abstención electoral, acostumbramos a escuchar frases sobre «el dilema de la participación de los jóvenes en las elecciones», «el descontento de una parte de la sociedad», «la no implicación de esa nueva generación que algún día gobernará España», etc. ¿Pero es real?

 

No hay que engañarse: han tenido que pasar treinta y cinco años desde la llegada de la democracia a España para que personas con inquietudes saquen adelante nuevos partidos. Partidos que les permiten, como jóvenes, tener un hueco en la tarta política. Pero hasta ahora, los que se repartían esa tarta han sido siempre los mismos, con pequeñas renovaciones de jóvenes adoctrinados que garantizaban lealtad al líder, nunca al conjunto de la sociedad.

 

Siempre ha existido el descontento. Siempre nos hemos encontrado con una parte de la población que no se sentía cómoda votando por ningún partido o apoyando a ningún candidato. Eso ocurre en cualquier parte del mundo. Sin embargo, hablar de ello en términos genéricos no va a solucionar el problema. El objetivo es buscar la manera de que esas personas puedan lanzar sus ideas al mundo.

 

Muchas veces no nos damos cuenta de que vivimos en un sistema creado por personas que no fueron más inteligentes que nosotros; en un sistema creado hace más de doscientos años en donde generación tras generación hemos puesto parches al modo Windows. Y ya ha llegado la hora de pararse a pensar que otra forma de democracia es posible.

 

Vivimos en un mundo conectado las 24 horas del día, los 365 días del año, con adolescentes que tienen más seguidores en las redes sociales y generan más simpatía en las nuevas generaciones que todos nuestros políticos juntos: maneras de interactuar que muchos de los que organizan nuestras vidas no entienden ni hacen el esfuerzo de entender. Y aún así seguimos viviendo bajo ese sistema el cual a muchos les es completamente ajeno.

 

Ahí está el germen de Podemos y del 15-M, en multitud de organizaciones que reivindicaban poder tener más vinculación con las decisiones del gobierno, poder contar con una plataforma que representase los intereses de una parte de la sociedad que se encontraba excluida ideológicamente. Lo mismo ocurrió con Ciudadanos: nadie enarbolaba la bandera del españolismo en Cataluña en el momento de su fundación. Todos los demás se habían mimetizado en mayor o menor grado con el sistema. En ambos casos, se trata de movimientos populares que han encontrado la manera de entrar en el sistema. Pero ha quedado claro que no es fácil, dos partidos en casi cuatro décadas y aún está por ver si duran.

 

Incluso si consiguen mantenerse, cada vez más vemos como las aspiraciones de cambio, los sentimientos de ilusión y su movilización entre nosotros, los jóvenes, caen de punto en punto en las encuestas. ¿Qué ocurre? ¿Cuáles son las promesas frustradas? ¿Qué es lo que necesitamos para cambiar España y convertirla en un país en donde tú y yo, que no estamos sentados en el Congreso, podamos influir en las decisiones que afectan a nuestro futuro?

 

Desde el momento en que te levantas de tu cama hasta que te vuelves a acostar, tu vida está condicionada por leyes tomadas a todos los niveles, regional, nacional o global. Decisiones que personas a las que no conocemos y muchas veces no hemos elegido toman confortablemente sentados en sus despachos influenciados por intereses externos, indicaciones de los líderes de sus partidos o por puro azar al no haber recibido ninguna orden de alguien que sea más antiguo que ellos en el partido. Pero nunca porque tú, que al fin y al cabo eres su jefe, quieres que se vote de una manera u otra.

 

Todos tenemos claro como suelen funcionar los negocios. Hay un jefe, unos empleados y, si el negocio funciona, suele haber clientes que adquieren los servicios, demandando por lo que están pagando, lo que permite que el negocio continúe. Pero, ¿y en política? ¿Acaso la política no es un negocio en sí? ¿No hay partidos que compiten entre ellos? ¿No hay votantes que ‘compran’ unos servicios u otros? Solemos pensar que los clientes tienen la sartén por el mango en los negocios, que exigimos una calidad en función de lo que pagamos. Pero está máxima a los ciudadanos en general se nos olvida cuando hablamos de los partidos políticos, y es que en vez de clientes parecemos pedigüeños, personas que se acercan a un negocio a pedir limosna a cambio de una papeleta con un logo.

 

Y esto ocurre porque los líderes de esos partidos no trabajan para ti. Trabajan para sí mismos y para su partido. Los candidatos que se presentan a las elecciones trabajan para el líder que los ha colocado ahí. Y lo mismo ocurre con muchos de esos ‘voluntarios’ que te animan a apoyarles y te dan esa camiseta, esa pegatina o ese bocadillo por el cual vendes tu voto. Tampoco trabajan para ti, trabajan para que algún día el líder les elija para ser ellos los candidatos. Lo sé porque estuve dentro.

 

¿Qué podemos hacer? Debemos avanzar en nuestra democracia, avanzar en eso que los que la inventaron anhelaban, pero que hace doscientos años, en las Cortes de Cádiz, era imposible. Debemos avanzar hacia una democracia en la que nosotros, los ciudadanos, decidamos no sólo nuestro futuro, sino el de nuestro país y el de nuestros políticos.

 

Acabemos con las listas, con la necesidad de partidos para presentarse a elecciones. Las circunscripciones tienen que representar a personas, no a territorios. Y consigamos tener todo el poder en nuestra mano. ¿Cómo? Te lo explico en el próximo artículo.

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domingo, 30 de octubre de 2016

El hombre de paja del homo economicus, por Mises Hispano.

homoeconomicus

Entre los mayores albatros que rondan en torno al cuello de la profesión económica está la idea del homo economicus. Hasta hoy la mayoría de los estudiantes de economía oían hablar de él en el contexto de la economía neoclásica. El homo economicus, se nos dice, es el hombre económico ideal que siempre busca maximizar los beneficios y minimizar los costes.  Solo actúa racionalmente y el racionalismo se define, bueno, como buscar siempre maximizar los beneficios y minimizar los costes. Peor aún, el “beneficio” se supone a menudo que significa “beneficios monetario” medible en dólares (o alguna otra moneda).

Sí, muchos economistas dirán que “es solo un modelo” señalarán que hay muchas advertencias con respecto a su uso. Estas protestas a menudo son poco convincentes, dado el uso de modelos basados en comportamiento “racional”. Pero, por ahora, tomemos la palabra a los economists. Aunque fuera verdad lo que dicen los defensores del homo economicus, permanece sin embargo el hecho de que la inmensa mayoría de sociólogos, politólogos, políticos y periodistas nunca recibieron esa advertencia. A lo largo de trabajos de investigación y artículos periodísticos sobre políticas públicas, el “homo economicus” se usa habitualmente para ilustrar los problemas de la teoría económica. Peor aún, los anticapitalistas (muchos de los cuales ven a la economía neoclásica como el principal fundamento económico de la ideología del laissez faire) presentan los defectos del homo economicus como un ejemplo de lo absurdo de las economías de mercado.

Esta semana en The New Statesman, por ejemplo, George Monbiot, eterno crítico de los mercados libres, imagina que el homo economicus ha volteado la sociedad:

Nuestra ideología dominante se basa en una mentira. En realidad, una serie de mentiras, pero me centraré solo en esta. Esta es la afirmación de somos, por encima de todo, egoístas, que buscamos mejorar nuestra propia riqueza y poder con poca consideración por su impacto en otros. Algunos economistas usan un término para describir este supuesto estado de ser: homo economicus u hombre automaximizador. El concepto fue formulado por J.S. Mill y otros, como un experimento mental. Pronto se convirtió en una herramienta de modelado. Luego se convirtió en un ideal.

En esto, Monbiot (que extrañamente cree que el capitalismo de libre mercado es la “ideología dominante”) se está apoyando en la crítica establecida de la economía de laissez faire (expresada como un ataque al llamado “neoliberalismo”) descrita por Wendy Brown en su libro de 2015, Undoing the Demos. Para Brown, el homo economicus ha remplazado todos los demás modelos de la naturaleza humana y se ha convertido en “normativo en cualquier esfera”.

Pero no son solo los izquierdistas duros los que hablan del homo economicus. Richard Butrick en el American Thinker ataca al homo economicus, pensando que ofrece una justificación teórica para el libre comercio. Y, en un comentario bastante convincente en el Financial Times, el Profesor de ciencias empresariales Yeomin Yoon culpaba recientemente a la obsesión de la profesión económica por el homo economicus de la supuesta incapacidad de la disciplina para desarrollar una “visión holística de los humanos”.

Así que no basta con limitarse a despachar los críticos del homo economicus como un grupo de personas que no entienden las formas complejas de la clase de los economistas profesionales. Los defectos de la teoría siguen siendo un problema del mundo real.

El homo economicus no es esencial para una buena economía

El problema de los atacantes antimercado del homo economicus es sin embargo que el homo economicus no es realmente necesario para entender el comportamiento humano o cómo funcionan los mercados. En realidad, se mejoraría la comprensión de los mercados sin recurrir al modelo de homo economicus en absoluto.

Por ejemplo, los economistas austriacos nunca han recurrido al homo economicus, precisamente porque no proporciona una métrica o modelo útiles o adecuados para el comportamiento humano.

Así, Ludwig von Mises señalaba que el modelo del homo economicus describía el comportamiento de solo un tipo pequeño de acción humana y no explicaba el comportamiento de los consumidores:

El muy comentado homo economicus de la teoría clásica es la personificación de los principios del empresario. El empresario quiere llevar a cabo cualquier negocio con el mayor beneficio posible: quiere comprar tan barato como sea posible y vender tan caro como sea posible. Por medio de la diligencia y atención al negocio trabaja por eliminar toda fuente de error de forma que los resultados de sus acciones no se vean perjudicados por ignorancia, negligencia, errores y similares. (…)

El esquema clásico no es aplicable en absoluto al consumo o al consumidor. No podría modo alguno comprender el acto del consumo o del gasto de dinero del consumidor. El principio de comprar en el mercado más barato se pone aquí en cuestión solo en la medida en cada decisión esté entre diversas posibilidades, iguales por otro lado, de compra de bienes, pero no puede entenderse, desde este punto de vista, por qué alguien compra el mejor traje a pesar de que el más barato tiene la misma utilidad “objetiva” o por qué en general se gasta más de lo que es necesario para el mínimo (tomado en el sentido estricto del término) necesario para una mera subsistencia física.

Si un modelo económico nos dice muy poco acerca del comportamiento del consumidor, su valor es limitado, como mínimo.

Mises también comentaba sobre el homo economicus en La acción humana cuando escribía:

Fue un error esencial (…) interpretar la economía como la caracterización del comportamiento de un tipo ideal, el homo oeconomicus. De acuerdo con esta doctrina, la economía tradicional u ortodoxa no trata el comportamiento del hombre tal y como él es y actúa realmente, sino una imagen ficticia o hipotética. Retrata a un ser dirigido exclusivamente por motivos “económicos”, es decir, solamente por la intención de obtener el mayor beneficio material monetario posible. Un ser así no tiene ni tuvo nunca una equivalencia en la realidad: es un espectro de una filosofía espuria de andar por casa. Ningún hombre está exclusivamente motivado por el deseo de hacerse tan rico como sea posible, muchos no están en absoluto influidos por ese ominoso deseo. Es inútil referirse a ese homúnculo ilusorio al tratar sobre la vida y la historia.

Como señala Mises, no es verdad que todas las personas busquen hacerse tan ricas como sea posible en términos monetarios y el beneficio adopta muchas formas distintas del dinero. Tampoco es verdad de todas las personas busquen los mismos objetivos en la vida. Y como las personas tienen un número incontable de diversos objetivos para sí mismas, también es por tanto imposible generalizar acerca de lo que es racional o irracional para ellas. Para algunas personas, una vida ascética en una ermita puede ser lo más deseable y por tanto sería racional seguir este estilo de vida. Para otras, una vida dedicada a jugar videojuegos y visitar centros comerciales es la más deseable. Por tanto es bastante imposible generalizar e indudablemente imposible crear un modelo para un ideal de comportamiento humano.

Y aun así, los economistas hoy siguen anclados en el concepto de homo economicus que proporciona munición a la izquierda para crear un hombre de paja tras otro.

¿Requieren los mercados la existencia del homo economicus?

En las mentes de los críticos de izquierdas del mercado como Brown y Monbiot, todo el sistema de mercado se basa en una visión impuesta de la naturaleza humana para hacerlo funcionar. La fábula anticapitalista es así: en un tiempo todos los seres humanos se daban cuenta de que la humanidad tenía naturalmente una mentalidad de comunidad y estaba motivada por cosas distintas de los beneficios monetarios. Entonces aparecieron los economistas que crearon una nueva visión “normativa”, “hegemónica” e “impuesta” del mundo, en la que todos los seres humanos eran egoístas maximizadores de beneficios. Gracias al lavado de cerebro de generaciones por parte de los economistas capitalistas, la gente ahora cree realmente que la incesante competencia del mercado es la vía a la felicidad y todas las demás instituciones humanas son secundarias en el mejor de los casos. Como consecuencia, la sociedad se ha destruido.

En realidad, por supuesto, el mercado no depende de ninguna ideología impuesta en absoluto y Mises y los austriacos nunca basaron sus análisis en ninguna de esas suposiciones. Ningún buen economista niega que los seres humanos tienden a ser sociales y el propio Mises escribe que: “el hombre apareció en la escena de los eventos terrenales como un ser social”. Lejos de depender de la existencia de seres humanos antisociales o atomistas, la economía de mercado simplemente responde a los seres humanos tal y como son. De hecho, son los consumidores los que se imponen en el mercado al decidir qué produce este y cuándo.

El homo economicus es una herramienta para los planificadores centralizados

Además, lejos de ser un fundamento de las economías de mercado, el homo economicus es mucho más útil a la hora de proporcionar ayuda teórica para los enemigos de los mercados. Después de todo, al oponerse al constructo del homo economicus, Mises señala que los deseos humanos son demasiado diversos como para permitir una generalización acerca de lo que pueden y deben producir los mercados o lo que deberían hacer los consumidores. Por extensión, dada la naturaleza impredecible de los deseos y talentos humanos, es imposible planificar centralizadamente una economía e incluso intervenir en ella sin empobrecer a los consumidores que puedan querer algo distinto de lo que asumen los planificadores públicos. El homo economicus refuerza en muchos sentidos la arrogancia de que podemos saber por adelantado qué querrán y harán consumidores y productores.

Cuando los anticapitalistas piensan que están atacando de alguna manera el núcleo del liberalismo de laissez faire al denunciar al homo economicus, no están haciendo nada por el estilo.


El artículo original se encuentra aquí.

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La inflación puede estar causando desempleo a largo plazo, por Mises Hispano.

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Uno de los temas más discutidos en la macroeconomía moderna es la supuesta compensación entre inflación de precios y desempleo. La curva de Philips se convirtió, de una manera u otra, en el eje de la política monetaria moderna desde la década de 1960, cuando los premios Nobel Paul Samuelson y Robert Solow presentado la curva como un “menú” aprovechable políticamente: o bien alta inflación de precios y bajo desempleo, o bien baja inflación de precios de alto desempleo, o bien cualquier punto entre ambos extremos, es decir, a la carta.

Los economistas Milton Friedman y Edmund Phelps argumentaron en contra de esta interpretación ingenua, que desde entonces se ha reafirmado en el discurso público. Explicaban la compensación como un fenómeno corto plazo. Cuando las políticas monetarias expansivas llevan a una inflación de precios inesperada, el empleo puede estimularse si los salarios aumentan más lentamente que otros precios en la economía. En este caso, disminuyen los costos relativos del trabajo y, en consecuencia, se emplea a más personas. Sin embargo, a largo plazo no hay ningún efecto, ya que las expectativas de inflación se ajustan a la inflación real a lo largo del tiempo y los salarios relativos vuelven a su nivel de equilibrio.

Friedman y Phelps eran por tanto de la opinión que había sido la dominante durante mucho tiempo en economía, de que el desempleo es un fenómeno que en último término depende de factores económicos reales, como el entorno institucional y político, especialmente en los mercados laborales. El economista Ludwig von Mises compartir esta opinión y por tanto calificaba apropiadamente a un desempleo incrementado y prolongado como desempleo institucional. Sin embargo, Friedman y Phelps no negaban el posible efecto a corto plazo de la política monetaria.

A partir de esta representación evidentemente simplificada de la curva de Philips a corto plazo podemos ver un problema esencial. Si pensamos en el largo plazo como una secuencia de cortos plazos consecutivos y si las mejoras son posibles a corto plazo, evidentemente deberían también ser capaces de mejorar las condiciones a largo plazo. Al menos esto debería ser posible si las políticas monetarias expansionistas son realmente neutrales a largo plazo. ¿Pero lo son?

Las consecuencias de desempleo a largo plazo de la inflación

Hay buenas razones para dudarlo. Curiosamente, fue el propio Friedman quien mostró algún descontento con su anterior trabajo sobre la inflación de precios y desempleo en su discurso en recuerdo de Nobel. Decía que la investigación sobre la curva de Philips tendría que ir a una tercera fase en la que se investigara una posible relación positiva entre las dos variables. También señalaba que habría que incorporar el proceso político en el análisis económico. Sin embargo, este proyecto de investigación no se había llevado a cabo sistemáticamente.

Los datos empíricos disponibles también dan razones para considerar la posibilidad de una relación positiva entre inflación de precios y desempleo a largo plazo. Las series temporales suavizadas de Alemania, Francia, Reino Unido, así como de Estados Unidos muestran todas el mismo patrón a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Primero aumentan las tasas de inflación de precios y luego, con un retraso considerable, les siguen las tasas de desempleo.

Si consideramos un desempleo incrementado y prolongado como un problema institucional y político, pero aún así sospechamos una relación con la inflación de precios, tenemos que preguntarnos qué efectos puede tener una expansión constante de la oferta monetaria sobre el propio proceso político.

En un estudio reciente se examinaban dos consecuencias no pretendidas de la expansión monetaria con respecto a sus efectos indirectos sobre el desempleo: (1) la redistribución de rentas y riqueza y (2) las fluctuaciones económicas.

La expansión monetaria causa una redistribución de rentas y riqueza. Aun así, esta redistribución se produce de abajo arriba y por eso la diferencia entre ricos y pobres se está haciendo cada vez mayor. El dinero recién creado del sistema financiero moderno no se distribuye por igual a todos los participantes en el mercado, sino que se da a ciertos participantes en forma de crédito. Sin embargo, conceder crédito es una actividad discriminatoria de por sí. El crédito se extiende a participantes del mercado de quienes espera que tengan un riesgo bajo de impago de crédito, por tanto, a quienes disfruten de flujos de rentas relativamente altos y estables, quienes sean relativamente ricos y ya posean activos que puedan usarse como garantía o quienes estén relativamente bien relacionados, especialmente en el ámbito político. La gente que sea relativamente acomodada recibe por tanto o una porción desproporcionadamente alta del dinero recién creado y consigue gastarlo la primera en los mercados de bienes, activos e inversiones. La gente que está peor recibe una porción desproporcionadamente pequeña del dinero recién creado y ve aumentar los precios de los bienes de consumo y activos antes de que sus rentas sigan el mismo camino. Por tanto, el rico tiende a beneficiarse a costa del pobre.

Las políticas monetarias expansivas también causan otros problemas. Pueden disparar fluctuaciones económicas. Inicialmente se pone en marcha un auge con precios y empleo al alza que es compatible con la curva de Philips a corto plazo. Sin embargo, este auge inflacionista es insostenible cuando las decisiones nominales de inversión no están en línea con los ahorros económicos reales, como explica la teoría austriaca del ciclo económico. Acabará convirtiéndose en una recesión económica, un declive o una crisis. A lo largo del último par de décadas hemos encontrado crisis económicas regulares. La política monetaria laxa ha sido indudablemente uno de los factores causales más importantes.

Ahora bien, incluso si las crisis económicas vienen con un mayor desempleo, no podemos deducir de eso una relación necesaria con el desempleo a largo plazo. Incluso las peores crisis económicas acabarán en algún momento y el desempleo volverá a su nivel de equilibrio. Tampoco una creciente diferencia entre ricos y pobres tiene un efecto necesario sobre el desempleo a largo plazo. La teoría económica pura que puede explicar estas consecuencias no pretendidas de la expansión monetaria no basta.

Las instituciones políticas cambian en respuesta a la inflación

Sin embargo, es evidente que las crisis económicas y una creciente diferencia entre ricos y pobres son vistas como problemas por los políticos y al público en general. Particularmente en un sistema político que está dirigido por ideales igualitarios, hay que luchar contra la injusticia social y las maldades económicas durante las crisis. Las consecuencias no pretendidas de la inflación monetaria establecen por tanto indudablemente incentivos para más intervenciones políticas en la economía. Hay catalizadores políticos, por decirlo así, que contribuyen a la extensión de los pagos sociales, el aumento de los impuestos y más regulaciones intrusivas en el mercado.

Entre otras cosas, se inducen intervenciones en los mercados laborales. La legislación de salarios mínimos y las leyes de protección del empleo son buenos ejemplos. Estas medidas bienintencionadas tienen por supuesto efectos múltiples, pero en lo que se refiere al nivel general de empleo solo pueden ser dañinas. Aumentar las responsabilidades y obligaciones de los empresarios hacia sus empleados rebaja sus incentivos para contratar gente. Por otro lado, un mayor gasto o social, especialmente en las prestaciones de desempleo, puede impedir que la gente busque empleo activamente. Así que estas medidas aumentarán el desempleo.

Por tanto, añadiendo la capa extra de la política al análisis económico, siguiendo la teoría de las espirales intervencionistas de Ludwig von Mises, podemos explicar una relación positiva entre inflación de precios y desempleo a largo plazo, como hemos observado en la segunda mitad del siglo XX.

Fue la intervención inicial de la expansión monetaria la que causó inflación de precios y las posteriores intervenciones en respuesta a las consecuencias no pretendidas de la primera la que hizo a los mercados laborales menos flexibles y llevó al desempleo institucional. Sin embargo, la relación que hemos dibujado entre las dos variables (inflación de precios y desempleo a largo plazo), no es directa ni necesaria, sino más bien históricamente contingente. No es un postulado a priori de la economía teórica. Como sugería correctamente Milton Friedman, depende de las decisiones políticas. Y corresponde a la política acabar con ella.


El artículo original se encuentra aquí.

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Neoliberalismo por Carlos Rodríguez Brown.

La historia de las ideas prueba que los mayores desatinos pueden ser perdurables. Ahí está la trayectoria del comunismo para confirmarlo.

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sábado, 29 de octubre de 2016

La Unión Soviética nunca fue rival para el mundo capitalista

La Unión Soviética nunca fue rival para el mundo capitalista

 

La URSS nunca fue rival para el mundo capitalista. Empezamos a lo grande, desmitificando sin contemplaciones la principal línea argumental de los comunistas del siglo XXI, niñatos de iPhone y YouTube que se hacen pajas políticas pensando en la hoz y el Martínez.

Azuzados por amargados como el profe rojo, @_ju1_, su nombre, profesión y ubicación física es de sobra conocida por todos, pero me abstengo de publicarlo aquí, se lanzan a devorar decenas y decenas de gráficos en los que, de manera inequívoca, se demuestra como el crecimiento económico de la Unión Soviética fue espectacular, llegando a ser mucho más ricos que cualquier otro país del mundo capitalista, y que su colapso económico se debió únicamente a los últimos años, en los que el malvado Gorbachov introdujo medias liberalizadoras.

Una de las primeras ideas que se te vienen a la mente es que ese crecimiento económico no era tan fuerte ni robusto. Si unos pocos años de mínimas medidas capitalistas hacen que un robusto sistema de 70 años se desmorone en menos de una década, quizás sea que ese sistema no estaba tan bien construido como dicen.

Aquí los commies de iPhone y YouTube colapsan, como la URSS, no saliendo de esa respuesta en bucle: “-fue por las medidas liberalizadoras de Gorbachov que lo jodió todo”.

¿Y esto realmente fue así?¿Gorbachov lo jodió todo? En parte sí, pero muy en parte. La Perestroika, y sobre todo la Glasnost, propiciaron mayor transparencia informativa. Los rusos tenían acceso a una mayor cantidad de información, tanto de la Unión Soviética, como del exterior…y los rusos y todos los ciudadanos bajo el telón de acero compararon…y al comparar salieron a la calle.

 

Los gráficos económicos de la URSS contra el resto del mundo

Pero dejémonos de parrafadas y vayamos a los gráficos, a los datos, a los fríos y fascistas números económicos.

Los comunistas suelen usar gráficos como este para demostrar la pujanza económica de la URSS

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Como podemos observar, el crecimiento es brutal, altísimo, impresionante…hasta que lo jodió Gorbachov….

No me entretendré mucho en explicar la ficción que se esconde detrás de estos números, y el brutal choque con la realidad contable que supuso abandonar el sueño del comunismo.

Simplemente decir que todos estos gráficos conviene verlos siempre en perspectiva. Por ejemplo, conviene verlos en escala logarítmica, en lugar de en escala decimal. Cuando el periodo es largo y los cremientos en cantidad bruta altos, la escala logarítimica nos muestra el aumento en porcentaje, no en cantidad bruta.

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Así tenemos que el PIB per cápita de la URSS durante casi toda su historia fue bastante plano, y eso que tenían todo el control ecónomico, decidían qué producir, qué consumir y podían imprimir todos los rublos que quisieran para pagar a sus esclavos con billetes del monopoly.

Nota: Compárese el crecimiento de todos las repúblicas que formaban la URSS tras los años 1994-1995 con el crecimiento de los años 70 y 80…Y eso que los datos de una economía totalitaria como los de la URSS hay que cogerlos con pinzas.

 

La URSS contra el mundo

Pero si lo comparamos con el resto del mundo el rídiculo es mayor.

Por ejemplo, si lo comparamos con España…

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Al comparar dos estados o más ya tenemos más perspectiva de la realidad. Tras la guerra civil España estaba en peor situación de partida que la URSS, y así estuvo durante los primeros años del franquismo, años de economía autárquica de tipo socialista (falange, fascismo). Mi padre, por ejemplo, tenía que entregar el cereal que cosechaban al gobierno, que lo almacenaba en unos silos enormes que había por todos los pueblos, todavía se pueden ver algunos.

A partir de 1959 España se abre al libre comercio y comienza a despegar, tanto que en pocos años supera al PIB per cápita de la URSS para dejarlo cada vez más y más atrás.

Y eso que el PIB per cápita español no es especialmente alto entre los países desarrollados. ¿Qué pasa si lo comparamos con uno de los campeones del libre mercado, Singapur?

Juzguen ustedes mismos.

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Los datos son tan abrumadores que me abstengo de decir absolutamente nada.

 

Fuente de los datos

Los datos están sacados de una hoja de cálculo publicada por un organismo oficial de Estados Unidos. Para localizar en Google basta con teclear esto:

“ussr” gdp data filetype:xls

La dirección del enlace es este (se abrirá el documento excel directamente):

https://t.co/aH123ePrWE




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viernes, 28 de octubre de 2016

Biografía de Carl Menger: El fundador de la Escuela Austriaca (1), por Mises Hispano.

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Carl Menger[Publicado originalmente el 16 de agosto de 2000]

“Todas las cosas están sometida a la ley de causa y efecto. Este gran principio no conoce ninguna excepción”.

Introducción

A pesar de los muchos ilustres predecesores en sus 600 años de prehistoria, Carl Menger (1840-1921) fue el verdadero y único fundador de la auténtica Escuela Austriaca de economía. Se merece este título aunque no sea por otra razón que porque creó el sistema de la teoría de valor y precio que constituye el núcleo de la teoría económica austriaca. Pero Menger hizo más que esto: también originó y aplicó coherentemente el método praxeológico correcto a seguir en la investigación teórica de la economía. Así que, en su método y teoría esencial, la economía austriaca siempre fue y seguirá siendo economía mengeriana.

La posición de Menger como originador de las doctrinas fundamentales de la economía austriaca ha sido reconocida y alabada por todas las autoridades eminentes en la historia de la economía austriaca. En su elogio de Menger escrito tras la muerte de este en 1921, Joseph Schumpeter afirmaba que “Menger no es discípulo de nadie y lo que creó permanece en pie. (…) La teoría del valor, el precio y la distribución de Menger es la mejor que tenemos hasta ahora”. Ludwig von Mises escribió que “Lo que se conoce como Escuela Austriaca de economía empezó en 1871, cuando Menger publicó un delgado libro bajo el título de Grundsätze der Volkswirtschaftslehre [Principios de economía política]. (…) Hasta finales de los 70 no habí ninguna ‘Escuela Austriaca’. Solo existía Carl Menger”. Para F. A. Hayek (1992, p. 62), las “ideas fundamentales [de la Escuela Austriaca] pertenecen total y completamente a Carl Menger. (…) Lo que es común a los miembros de la Escuela Austriaca, lo que constituye su peculiaridad y generó las bases para sus posteriores contribuciones, es su aceptación de las enseñanzas de Carl Menger”.

Aunque no hay discusión con respecto al papel de Menger como creador de los principios definidores de la economía austriaca, sí existe cierta confusión con respecto a la naturaleza precisa de su contribución. No siempre se reconoce del todo que el empeño de Menger de reconstruir radicalmente la teoría del precio sobre la base de la ley de la utilidad marginal no estaba inspirado por una vas visión subjetivista. Más bien, Menger estuvo motivado por el objetivo específico y global de establecer una relación causal entre los valores subjetivos que subyacen las decisiones de los consumidores y los precios objetivos del mercado usados en los cálculos económicos de los hombres de negocios. Los economistas clásicos habían formulado una teoría intentando explicar los precios del mercado como el resultado del funcionamiento de la ley de la oferta y la demanda. Aun así, estos economistas se veían obligados a restringir su análisis a los cálculos monetarios y decisiones de los empresarios, mientras olvidaban las decisiones de los consumidores debido a la falta de una teoría satisfactoria del valor. Su teoría de la “acción calculada” era correcta hasta donde podía y se usó para demoler los planes proteccionistas e intervencionistas de los mercantilistas de los siglos XVI y XVII y las fantasías estatistas de los socialistas utópicos del siglo XIX. Así que el objetivo último de Menger no era destruir la economía clásica, como se ha sugerido a veces, sino completar y confirmar el proyecto clásico basando la teoría de la determinación de precios y el cálculo monetario en una teoría general de la acción humana.

En la siguiente sección, daré una visión general de la vida y obra de Menger. En la Sección 3, me ocuparé con más detalle de los defectos de la economía clásica que estimularon la creatividad de Menger y luego, en la Sección 4, desarrollaré sus contribuciones a la teoría y el método y su importancia para la economía austriaca.

Vida y obra

Carl Menger nació el 28 de febrero de 1840 en Galitzia, en lo que hoy es Polonia. Era descendiente de una antigua familia austriaca que incluía artesanos, músicos, funcionarios civiles y oficiales del ejército, todos los cuales habían emigrado desde Bohemia una generación antes de su nacimiento. Su padre, Anton, era abogado y su madre, Caroline (de soltera Gerzabek) era la hija de un rico mercader bohemio. Tuvo dos hermanos, Anton y Max: el primero, un eminente autor socialista y profesor asociado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Viena y el segundo, abogado y diputado liberal en el Parlamento Austriaco. La familia Menger se había ennoblacido, pero el propio Carl eliminó el título “von” ya de joven.

Después de estudiar economía en las universidades de Praga y Viena de 1859 a 1863, Menger empezó a trabajar como periodista en el verano de 1863. El joven Menger evidentemente obtuvo rápidamente prestigio en el periodismo, escribiendo varias novelas y comedias (que según parece aparecieron en series en periódicos y, en 1865, reuniéndose y compartiendo confidencias con el primer ministro liberal austriaco R. Belcredi.  En el otoño de 1866, dejó el Wiener Zeitung, un periódico oficial para el que había estado trabajando como analista de mercados, para preparar su examen oral para doctorarse en derecho. Después de aprobar este examen, Menger trabajó como pasante de un abogado en mayo de 1867, recibiendo su licenciatura en derecho por la Universidad de Cracovia en 1867. Sin embargo, volvió pronto a trabajar como periodista económico y ayudó a fundar un periódico diario.

Fue en septiembre de 1867, inmediatamente después de recibir su licenciatura en derecho, cuando, según reportaba Menger, “se lanzó a la economía política”. En los siguientes cuatro años desarrolló concienzudamente el sistema de pensamiento que remodelaría tan profundamente la teoría económica. La economía mengeriana fructificó en 1871 con la publicación de los Principios, que cambiaron indelebelemente la historia del pensamiento económico. Como periodista económico, Menger había observado un agudo contraste entre los factores que la economía clásica había identificado como los más importantes a la hora de explicar la determinación de precios y los factores que los participantes experimentados en los mercados creían que ejercían la máxima influencia en dicho proceso de precios. Sea o no esa observación la inspiración original para la repentina y profunda absorción de Menger en cuestiones económicas después de 1867, indudablemente es coherente con su objetivo último de reconstruir la teoría de precios.

En 1870, Menger obtuvo un nombramiento como funcionario en el departamento de prensa del gabinete austriaco (el Ministerratspraesidium), que estaba entonces compuesto por miembros del Partido Liberal. Con una obra publicada al alcance de la mano y la terminación con éxito de su examen de habilitación en 1872, Menger cumplía los requisitos para un nombramiento como Privat-Dozent (básicamente. Un profesor sin paga con todos los privilegios propios de un profesor) en la facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Viena. Tras su promoción al puesto de profesor asociado a tiempo completo con paga (Professor Extraordinarius) en otoño de 1873, Menger dimitió del departamento ministerial de prensa, pero continuó sus actividades periodísticas en el sector privado hasta 1875.

En 1876, Menger consiguió un nombramiento como uno de los tutores del príncipe Rodolfo de Habsburgo, entonces con 18 años de edad. En los dos años siguientes, Menger fue tutor de Rodolfo mientras viajaba con él por toda Europa. Tras su retorno a Viena, Menger fue nombrado por el emperador Francisco José, el padre de Rodolfo, para la Cátedra de Economía Política en la Facultad de Derecho de Viena, donde asumió sus tareas en 1879 como Professor Ordinarius o profesor titular.

Con un puesto académico asegurado, Menger podía ahora preocuparse por formular una aclaración y defensa del método teórico que había adoptado en sus Principios. El último libro había sido ignorado en Alemania porque, en la década de 1870, los economistas alemanes estaban bajo la casi completa influencia de la Novísima Escuela Histórica, que estaba liderada por Gustav Schmoller y era ácidamente hostil al estilo “abstracto” de teorización económica de Menger (y la Escuela Clásica). Los frutos de la investigación metodológica de Menger se publicaron en 1883 en un libro titulado Untersuchungen uber die Methode der Sozialwissenschaften und der politischen Okonomie insbesondere (Investigaciones sobre el método de la ciencias sociales, con especial referencia a la economía). Si el libro anterior había sido ignorado fríamente, las Investigaciones precipitaron un furor entre los economistas alemanes que respondieron acaloradamente con ataques desdeñosos a Menger y la “Escuela Austriaca”. De hecho, este último término fue originado y aplicado por los historicistas alemanes para destacar el aislamiento de Menger y sus seguidores de la corriente dominante en la economía alemana. Menger respondió en 1884 con un cáustico panfleto, Irrthumer des Historismus in der deutschen Nationalokonomie (Los errores del historicismo en la economía alemana) y posteriormente empezó el famoso Methodenstreit o debate metodológico, entre la Escuela Austriaca y la Escuela Histórica Alemana.

Entretanto, los escritos y las enseñanzas de Menger habían empezado a mediados de los setenta a atraer a varios seguidores brillantes, de los que los más notables fueron Eugen von Böhm-Bawerk y Friedrich von Wieser. Entre 1884 y 1889, las obras de estos hombres y numerosos otros también influidos por Menger, empezaron a aparecer con gran abundancia, llevando a una fusión de una Escuela Austriaca identificable. A finales de los ochenta, las doctrinas de Menger también se estaban introduciendo en economistas no germanoparlantes en Francia, Holanda, Estados Unidos y Gran Bretaña.

Después de retirarse de la participación activa en el Methodenstreit a finales de la década de 1880, los intereses de Menger volvieron a las preocupaciones metodológicas la teoría económica pura y la economía aplicada. En 1888, publicó un notable artículo sobre teoría del capital, Zur Theorie des Kapitals. También durante este periodo, Menger fue el miembro principal de una comisión encargada de reformar el sistema monetario austriaco, un papel que le animó a ponderar más profundamente los problemas de la teoría monetaria y su política. El resultado fue un torrente de artículos sobre economía monetaria publicados en 1891, incluyendo Geld (Dinero), una contribución pionera en economía monetaria. Menger continuó en la vida académica hasta que renunció a su puesto en 1903, pero, por desgracia, a pesar de que vivió hasta 1921, no produjo más obras importantes.

La Escuela Clásica y el estado de la teoría económica en vísperas de la publicación de los Principios de Menger

Cuando Menger dirigió su atención seriamente hacia la teoría económica en 1867, existía un sistema poderoso aunque profundamente defectuoso de pensamiento de teoría económica que había sido creado principalmente por la Escuela Clásica Británica, es decir, por David Hume, Adam Smith y David Ricardo. Para su eterno mérito, los economistas clásicos tuvieron éxito en demostrar que los fenómenos del precio (precios de productos, salarios y tipos de interés) no eran el producto de un accidente histórico o del capricho arbitrario de los vendedores, sino que estaban determinados por una ley económica universal e inmutable, que es la ley de la oferta y la demanda. También demostraron que los precios, a través de los cálculos y acciones de empresarios con ánimo de lucro, regulaban en la práctica el proceso de producción. Concluían que, en aquellos sectores en los que el precio de venta excediera el coste medio del producto por un margen mayor de lo normal, los dueños de negocios estaban motivados por la expectativa de beneficio para  expandir su producción más allá de las empresas existentes, mientras que se produciría una producción adicional de nuevas empresas ansiosas de participar de los beneficios extraordinarios. Por el contrario, en aquellos sectores en los que los precios no cubrieran los costes por unidad, la búsqueda universal de beneficios y la aversión a las pérdidas entre los empresarios llevarían a las empresas existentes a contraer su producción y dejar de producir completamente, al tiempo que desanimaría la entrada de nuevos competidores en el sector. Además, como la producción de bienes se expandiría en aquellos sectores en los que los beneficios estuvieran por encima de lo normal, la oferta aumentaría en relación con la demanda y la tasa de beneficio tendería a bajar volviendo a la normalidad al disminuir los precios hacia su nivel “natural” en relación con los costes de producción. En el caso de sectores donde la producción estuviera encogiendo debido a pérdidas, la disminución en la oferta en relación con la demanda impulsaría precios al alza hacia los costes medios (y más allá) hasta su nivel natural, haciendo que desaparezcan las pérdidas y aparecería en el proceso un nivel normal de beneficio.

Así que, en la opinión clásica, tanto pecios como producción se comportaban de acuerdo con leyes definidas de causa y efecto. Los precios están determinados por la interacción de todos los participantes en el mercado, así que el precio real de cualquier bien refleja el equilibrio momentáneo de oferta y demanda  y la asignación de recursos a los diversos procesos de producción estaba gobernada por los cálculos y decisiones de empresarios con ánimo de lucro (y que quieren evitar las pérdidas), lo que significaba que, a largo plazo, los recursos se asignaban entre las distintas ramas de la producción para asegurar una tendencia a igualarse en algún nivel normal o natural  la “tasa de beneficio” o tasa de retorno sobre toda la inversión de capital. Por tanto, la economía clásica sí contenía una teoría embrionaria de la acción humana, pero su teoría estaba incompleta porque se centraba estrictamente en el empresario calculador, el proverbial “hombre económico”, que “compraba en los mercados más baratos y vendía en los más caros”. En otras palabras, la teoría clásica de los precios y la producción era solo una teoría de la acción calculable, es decir, de la acción en el mercado, un ámbito en el que todos los medios y fines, costes y beneficios y pérdidas y ganancias podían calcularse en términos de dinero. Aunque este fue un gran logro y un enorme paso adelante en la ciencia económica, dejaban sin considerar las valoraciones y preferencias subjetivas y no cuantificables del consumidor, la raison d’être de toda la actividad económica.

Para explicar este olvido, recurrimos al antes mencionado gran defecto de la economía clásica: su teoría del valor. A la hora de tratar de analizar el valor de los bienes como fundamento para su teoría del precio, los economistas clásicos comenzaban centrándose en categorías abstractas o clases de bienes, por ejemplo, pan, hierro, diamantes, agua, etc. y en su utilidad general para la humanidad. Estas categorías amplias que basaban la teoría clásica del dinero eran la alternativa a centrarse en una cantidad específica de un bien concreto y su importancia percibida para una persona concreta. Así que no podían resolver la famosa “paradoja del valor”: por qué el precio de mercado de una libra de pan es casi insignificante comparado con un peso igual de diamantes de calidad, a pesar del hecho de que el pan es indispensable para sostener la vida humana, mientras que los diamantes son útiles solo para disfrute estético u ostentación. Para seguir con su análisis, los economistas se veían por tanto obligados a dividir el valor en dos categorías, “valor de uso” y “valor de intercambio”. El primero se refería a la importancia de un bien para servir deseos humanos, mientras que el segundo indicaba simplemente el precio de mercado del bien. Rechazando el valor de uso como algo dado y como una precondición no explicada del valor de intercambio, continuaban concentrando su análisis exclusivamente en el valor de intercambio. Esta aproximación a la teoría del valor naturalmente impedía a los economistas clásicos desarrollar una teoría completa de la acción humana que integrara las decisiones de los consumidores con los cálculos y decisiones de los empresarios.

Incapaces de basar su teoría del precio en los valores subjetivos de los consumidores, los economistas clásicos recurrían a los costes de producción para consolidar su sistema teórico. Esta atención centrada en el coste objetivo de producción otorgaba a  las condiciones técnicas bajo las cuales se producían los bienes un estatus igual a las decisiones humanas como determinantes activos de la actividad económica. Como consecuencia, se estableció una teoría bifurcada y contradictoria de la teoría de los precios. Según esta teoría, como hemos señalado antes, los precios del mercado (precios que se pagan realmente en transacciones cotidianas) están determinados por la oferta y la demanda. Sin embargo, solo se explicaba realmente la oferta, como el resultado de cálculos monetarios de maximización empresarial del beneficio, mientras que las demandas de los distintos bienes de consumo se tomaban como dadas. Mientras que las decisiones humanas determinaban los precios cotidianos del mercado para todos los bienes, a largo plazo el valor de intercambio de los bienes “reproducibles” se dirigía inexorablemente hacia el precio “natural” establecido por sus costes de producción, que permanecían sin explicar. Los bienes “escasos”. Aquellos cuyas ofertas no podrían aumentar por el proceso de producción, como antigüedades, monedas raras, pinturas de los grandes maestros y cosas similares, se trataban como una categoría de bienes independiente y relativamente poco importante cuyos valores estaban gobernados enteramente por la oferta y la demanda. De ahí la división en la teoría clásica del valor y el precio. Pero también existía una contradicción no resuelta, al menos en el caso de los bienes reproducibles: aunque la aparición de precios reales en cada momento se atribuya completamente al cálculo y la acción humanos, también albergaban una tendencia misteriosa a gravitar hacia un nivel determinado por factores completamente sin relación con la voluntad humana.

Con respecto a la cuestión relativa a la determinación de las rentas de los factores de producción, el análisis clásico era completamente inútil porque, de nuevo, se llevaba a cabo en términos de clases amplias y homogéneas, como “trabajo”, “tierra” y “capital”. Esto desviaba a los teóricos clásicos de la importante tarea de explicar el valor de mercado o los precios reales de determinados tipos de recursos, favoreciendo por el contrario una búsqueda quimérica de los principios por los que se gobiernan las participaciones de la renta agregada  de las tres clases de dueños de factores (trabajadores, terratenientes y capitalistas). La teoría de la distribución de la Escuela Clásica etaba por tanto completamente desconectada  de su casi praxeológica teoría del precio y se centraba casi exclusivamente en las distintas cualidades de tierra, trabajo y capital como explicación de la división de la renta agregada entre ellos. Mientras que el núcleo de la teoría clásica del precio y la producción incluía una teoría compleja  de la acción calculable, la teoría clásica de la distribución se centraba burdamente solo en las calidades técnicas de los bienes.

Este era el estado insatisfactorio en el que Menger encontró la teoría económica a finales de la década de 1860. Es verdad que la escuela del valor subjetivo, que pasaba sus raíces  a través de J.-B. Say, A. R. J. Turgot y Richard Cantillon hasta los escritores escolásticos de la Edad media, floreció en el continente durante todo el periodo de la ascensión de la Escuela Clásica en Gran Bretaña. Y el propio Menger, un reconocido bibliófilo, fue criado empapándose de los escritos de la rama en idioma alemán de esta tradición del valor subjetivo. Sin embargo, mientras que escritores asociados con esta tradición destacaban repetidamente que “utilidad” y “escasez” eran los únicos determinantes de los precios de mercado y, en algunos casos, incluso formulaban el concepto de utilidad marginal, nadie antes de Menger fue capaz de desarrollar sistemáticamente estas ideas en una teoría comprensiva del proceso de precios y la economía en general.

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Jean-Baptiste Say: El olvidado defensor del laisez-faire, por Mises Hispano.

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Jean-Baptiste Say[Publicado originalmente el 15 de julio de 2000]

Más allá de algunos hechos rudimentarios, hay poco disponible en inglés acerca de la vida de J.B. Say.[1] Nació en 1767 en Lyon, Francia, de padres hugonotes de clase media y pasó la mayoría de sus primeros años en Ginebra y Londres. De joven, volvió a Francia con un empleo en una compañía de seguros de vida y pronto se convirtió en un miembro influyente de un grupo de intelectuales fuertemente comprometidos con los mercados libres.[2] De hecho, Say fue el primer editor de La Decade Philosophique, una revista publicada por el grupo. Después de las Guerras Napoleónicas, obtuvo una cátedra de economía política en el Conservatoire des Arts et Metiers y posteriormente en el College de France. Además de su famoso Tratado, sus obras incluyen  Cours Complet d Economie Politique Pratique Cartas a Mr. Malthus. A través de sus escritos, su influencia se extendió a Italia, España, Alemania, Rusia, Latinoamérica, Gran Bretaña y Estados Unidos y en este último país sus admiradores incluían a Thomas Jefferson y James Madison. Su devoción a los principios del laissez-faire parece haberse mantenido a lo largo de toda su vida. Say murió en París en 1832.

J.B. Say merece ser recordado, especialmente por los economistas austriacos, como un personaje esencial en la historia del pensamiento económico. Sin embargo es explicado muy brevemente, si es que se hace alguna vez. De hecho, ni siquiera los austriacos han dedicado mucha atención a las contribuciones de Say.[3]

Los textos de la historia del pensamiento dominante normalmente mencionan a Say solo brevemente y solo en relación con su ley de los mercados, trivializando así implícitamente mucha de su obra. Una de las excepciones es A History of Economic Thought de Eric Roll.[4] Roll trata a Say con un notable respeto, pero, por desgracia, en parte porque le malinterpreta como un antecesor de los economistas neoclásicos positivistas modernos del equilibrio general.

Para ser justos, se podría argumentar que esta falta tanto de atención como de aprecio podría atribuirse, al menos en parte, al propio Say. Después de todo, Say presentaba explícitamente su trabajo principalmente como un desarrollo y popularización de La riqueza de las naciones de Adam Smith en beneficio de los lectores europeos continentales. Si tomamos la palabra de Say, muchos economistas parece que nunca se hubieran preocupado por investigarlo más de cerca. Después de la atenta lectura de la obra principal de Say, Tratado de economía política,[5] se descubre que, aunque Say alabe frecuentemente a Smith, también se aleja de la doctrina de este en varios puntos importantes. De hecho, Say incluso crítica duramente a Adam Smith en más de una ocasión. En lugar de pensar en Say como una ligera variación sobre Smith, es mucho más apropiado reconocer que estos dos hombres representan dos vías serpenteantes, pero generalmente divergentes, dentro de la economía clásica.

Smith lleva a David Ricardo, John Stuart Mill, Alfred Marshall, Irving Fisher, John Maynard Keynes y Milton Friedman. Say lleva de A.R.J. Turgot y Richard Cantillon a Nassau Senior, Frank A. FetterCarl MengerLudwig von Mises, y Murray Rothbard. Sin embargo, el lector debería tener en cuenta que estas dos vías o progresiones han sido a menudo enrevesadas y no lineales. Es decir,  J.B. Say fue en varios sentidos verdaderamente un precursor de la Escuela Austriaca, pero no debe llegarse a la conclusión de que era un austriaco en todos los sentidos que estaba sencillamente adelantado a su tiempo. Uno no debería leer a Say y esperar en todo momento encontrar a Mises.

Metodología

La aproximación de Say a la economía, en términos filosóficos, es la de un realista y un esencialista.[6] Combina un sano escepticismo con respecto a la utilidad de las investigaciones estadísticas con un énfasis en observar los hechos de la realidad. Una descripción estadística “no indica el origen y consecuencias de los hechos que ha recogido”.[7] Para Say, solo un análisis causal basado en las naturalezas esenciales de las entidades implicadas pueden alcanzar ese fin y un análisis así es la tarea central de la economía política. Ve a la economía como una ciencia genuina capaz de establecer “verdades absolutas”,[8] pero insiste en que “ solo se ha convertido una ciencia desde que se ha limitado a los resultados de la investigación inductiva”.[9] De hecho, Say declara que la economía política “forma parte de la ciencia experimental” y es por tanto bastante similar a la química y la filosofía natural.[10]

Taxonómicamente, divide todo los hechos en (a) aquellos que se refieren a objetos y (b) aquellos que se refieren a acontecimientos o interacciones. El primero es el ámbito de la ciencia descriptiva (por ejemplo, la botánica), mientras que el segundo es el ámbito de la ciencia experimental (por ejemplo, la química o la física).

Sobre todo, Say busca ser práctico, pues “nada puede ser más ocioso que la oposición de teoría y práctica”.[11] Para ese fin, siempre trata de emplear un lenguaje que sea preciso y aun así tan sencillo como sea posible, de forma que cualquier persona razonablemente inteligente y con formación puede entender su significado.[12] Para Say, como para la mayoría de los austriacos modernos, la economía no es un reino sombrío del que sólo pueden entrar los expertos, sino un asunto o de enorme importancia práctica accesible para todos. Por tanto no es una sorpresa descubrir que Say, al mantener ese objetivo de luminosidad e inteligibilidad, critique La riqueza de las naciones de Adam Smith por ser “carente de método”, oscuro, vago y deslavazado, así como por contener demasiadas digresiones largas y distractivas sobre temas como guerra, educación, historia y política.[13]

Dinero y banca

La explicación del dinero de Say empieza con lo que es ahora un argumento estándar acerca del problema de la “doble coincidencia de deseos” y como lo resuelve con medio de intercambio. Su explicación de cómo un producto altamente demandado evoluciona espontáneamente hasta convertirse en un medio aceptado de intercambio recuerda el más famoso tratamiento del mismo asunto de Carl Menger,[14] aunque preceda a Menger en casi setenta años. Históricamente, el dinero aparecen debido al interés propio, no por decreto del gobierno y su forma debería dejarse a la integración de las preferencias de los consumidores. “Por tanto, la costumbre, y no el mandato de autoridad, designa el producto concreto que pasará a ser explosivamente dinero”.[15]

Luego revisa la lista de propiedades que debería poseer (idealmente) un medio de intercambio: durabilidad, portabilidad, divisibilidad, alto poder adquisitivo por unidad y uniformidad. A partir de esta presentación, Say llega a la conclusión familiar de que los metales preciosos (oro y plata) son alternativas excelentes como sustancias monetarias. En otras palabras, si a las personas se les deja libertad para elegir, es muy probable que elijan un dinero producto (especie). Aunque es verdad que Say es un vigoroso defensor del oro y la plata como dinero, es sugestivo advertir que permite la posibilidad de que puedan ser reemplazados por otra cosa si “se descubrieran vetas nuevas y ricas de mineral”.[16] En resumen, Say no está inalterablemente unido a la proposición de que “dinero” significa oro o plata. Sin embargo, si el dinero consiste en la acuñación de metales preciosos, sí está de acuerdo en que las unidades monetarias, como el dólar, deberían renombrarse en términos de la cantidad de oro o plata que contenga la moneda. Por ejemplo, si una moneda denominada como un franco francés se supone que contiene cinco gramos de plata entonces debería llamarse “cinco gramos de plata”, no “un franco”.[17]

Según Say, la única intervención justificable del estado en asuntos monetarios es la acuñación de monedas. De hecho, Say pensaba que esto debería ser monopolio del estado “porque probablemente habría más dificultad en detectar los fraudes de los emisores privados”.[18] En particular, en cualquier sistema en el que coexistieran oro y plata como metales monetarios, los gobiernos deberían evitar cuidadosamente establecer un tipo oficial de cambio entre ambos, contrariamente a lo que se ha hecho en episodios históricos de bimetalismo.[19] Está claro que Say entendía por qué la práctica del bimetalismo siempre lleva al desastre. Esto es, el dinero oficialmente sobrevalorado desplaza de la circulación al dinero oficialmente infravalorado, un principio conocido como ley de Gresham.[20] Say indica enfáticamente que el dinero está gobernado por la oferta y la demanda, igual que todos los productos. El poder adquisitivo del dinero “sube y baja en proporción a la demanda y oferta relativas”.[21] Por tanto, a los tipos de cambio entre oro acuñado en plata acuñada se les debería permitir cambiar con las condiciones del mercado. Say parece estar a favor de un sistema metálico “paralelo”, muy similar al sugerido por Murray Rothbard.[22]

Con respecto a la banca, Say distingue entre “bancos de depósito” y “bancos de circulación”, pero trata ambos como instituciones legítimas.[23] Los primeros funcionan como almacenes de dinero. Mantienen reservas del 100% en todo momento y proporcionan comodidad, así como seguridad, en el sentido de que efectúan transacciones en nombre de sus depositantes transfiriendo fondos de la cuenta de un cliente a otro, por cuyos servicios cobran una tarifa.[24] Los segundos funcionan como verdaderos intermediarios financieros. Mantienen reservas fraccionarias, emiten billetes y generan rentas de intereses descontando pagarés y letras de cambio. Los billetes emitidos por esas instituciones deben estar respaldados por especie o títulos a corto plazo, pero si es así, entonces “los poseedores de los billetes de un banco que emita dinero convertible corren pocos o ningún riesgo, siempre que el banco esté bien administrado y sea independiente del gobierno”.[25] De hecho, Say incluso argumenta que estos bancos de circulación con reserva fraccionaria generan un beneficio la sociedad porque proporcionan “la ventaja de economizan capital, al reducir la cantidad de la suma que se mantiene en reserva”.[26] Y si ocurriera que esos billetes bancarios de reserva fraccionaria suplantaran también parte de la especie que haya estado en circulación, entonces “las funciones de la especie, que han desaparecido, se llevan a cabo igual de bien con el papel que las ha sustituido”.[27]

Hay dos ideas adicionales sobre temas monetarios que no deberían olvidarse. Primero, Say destaca que, como la división del trabajo se extiende siempre más allá, horizontal y vertical mente, a través de la sociedad, es decir, a medida que las personas se especializan cada vez más, aumenta el número de importancia de los intercambios. Y esto requiere un medio identificable de intercambio. En pocas palabras, el dinero es una parte integral del auge la civilización moderna.[28] Segundo, Say está de acuerdo con Mises y Rothbard, que insisten en que cualquier oferta nominal de dinero es “óptima”, siempre que los precios sean libres para ajustarse, porque cualquier aumento o disminución en sus términos nominales simplemente cambiará el poder adquisitivo por unidad en proporción inversa. Así que la oferta real de dinero seguirá siendo la misma.[29]

La ley de los mercados de Say

Sin duda, por lo que Say es más conocido es por la “ley de Say” a la que también se llama su teoría de los mercados (la theorie des debouches) o ley de los mercados (loi des debouches). Este principio era, y sigue siendo, una de las piezas clave de la escuela clásica de economía.[30] Sigue siendo, de una manera u otra, esencial para cualquier defensa de los mercados libres. Además, todos los colectivistas intentan refutarla en el curso de su ataque a la libertad y la sociedad libre. Y aun así, algunos escritores han cuestionado la profundidad de la ley de Say. Alexander Gray se refiere a “esta teoría, que tal vez no suponga gran cosa”.[31]  Incluso Murray Rothbard la califica como una “faceta relativamente menor en su pensamiento [de Say]”.[32]

La mayoría de los libros de texto truncan la ley de Say en la proposición evidentemente falsa de que “la oferta crea su propia demanda”. Como mínimo, debería presentarse como “la oferta agregada crea su propia demanda agregada”, porque la afirmación no es que la producción del producto X necesariamente genere una demanda equivalente de X, sino que la producción de X lleva a la demandada de los productos A, B, C y así sucesivamente. La producción, u oferta, de productos (y servicios complementarios) en general lleva al consumo, o demanda, de productos (y servicios complementarios) en general.[33] Indudablemente es posible que exista una escasez o un exceso de algún producto en concreto, pero la superproducción en general o la infraproducción en general no pueden ser más que fenómenos momentáneos. “Es porque la producción de algunos productos ha disminuido por lo que otros son sobreabundantes” y esa producción mal ajustada deriva de “algunos medios violentos (…) una convulsión política o natural”.[34] Si se le deja funcionar, el mercado corregirá esos desequilibrios.

Say identifica dos medios a través de los cuales funciona el proceso corrector. Principalmente argumenta que aunque las personas ahorren parte de las rentas derivadas de la producción, mientras esos ahorros se reinviertan en “empleo productivo” no tiene por qué haber agregadamente disminuciones en la producción, la renta o el consumo.[35] Este proceso de reinversión es alimentado por las diferencias en los beneficios ganadas por los empresarios. Aquellos bienes que son relativamente más escasos y por tanto están aumentando de precio, atraen inversión adicional, mientras que los que son relativamente menos escasos y por tanto están bajando de precio, desaniman la inversión. Y aunque se atesore dinero o se entierre, “el objetivo último es siempre emplearlo en una compra de algún tipo”,[36] así que sigue sin poder haber una demanda deficiente mientras se produzcan valores económicos reales. Para que existan los consumidores, debe haber antes productores.

A lo largo de su explicación de producción y consumo, Say mantienen constantemente que el dinero es únicamente un conducto neutral a través del cual la oferta agregada se traduce en demanda agregada o “el dinero no es sino el agente de la transferencia de valores”.[37] No parece haber ningún reconocimiento del mecanismo de transmisión por el cual los cambios en la oferta dinero alteran los precios relativos de los bienes y, por tanto, dirigen toda la estructura interrelacionada de producción. Desde una perspectiva austriaca moderna, el hecho de que Say no entienda la no neutralidad del dinero debe considerarse un defecto de cierta importancia.

Por otro lado, Say expresa elocuentemente una clara comprensión de que es completamente beneficioso para una sociedad experimentar precios generales a la baja, siempre que esos menores precios sean el resultado de ganancias de productividad. Estas circunstancias no sólo indican, contrariamente a la creencia popular, “que un país es rico y copioso”,[38] sino también que “productos que anteriormente estaban solo al alcance de los ricos se han hecho accesibles para casi todas las clases de la sociedad”.[39] Además, Say entiende correctamente que (a) los precios de los bienes reflejan su utilidad para el comprador, (b) los precios de los factores de producción se deducen o son “imputados” de los precios de los bienes producidos y por tanto (c) los costes de producción representan una interfaz entre la utilidad del bien y la productividad de los factores de producción.[40]

Empresarios, capital e interés

Rothbard ha sugerido que el mundo de la economía debería conceder alabanzas a Say por reintroducir al empresario del pensamiento económico[41] y así debería ser. Con pluma y tintero, Adam Smith hizo invisible al empresario. J.B. Say lo trae de nuevo a la vida y al centro del escenario.[42] ¿Qué hacen los empresarios? Usa su “industria” (una palabra que Say prefiere a “trabajo”) para organizar y dirigir los factores de producción para lograr la “satisfacción de deseos humanos”.[43]

Pero no son meros gestores. Son también previsores, evaluadores de proyectos y tomadores de riesgos.[44] A partir de su propio capital financiero, o de alguno tomado de otro, adelantan fondos para los dueños de trabajo, recursos naturales (“tierra”) y maquinaria (“herramientas”). Estos pagos o “rentas” son recuperados solo si los empresarios tienen éxito a la hora de vender los productos a los consumidores. El éxito empresarial no solo es buscado por las personas, sino que también es esencial para la sociedad en su conjunto. “Un país bien dotado de comerciantes, fabricantes y agricultores inteligentes tienen medios más poderosos para alcanzar la prosperidad que uno dedicado principalmente a las artes y las ciencias”.[45]

El uso de Say de la palabra “capital” puede ser confuso, porque se usa para referirse, dependiendo del contexto, o bien (a) a bienes de capital que son integrales para la producción de otros bienes finales, o bien (b) al capital financiero que constituye la base de la empresa.[46] Los primeros son el resultado de algún proceso anterior de producción y cuando se combinan con la industria del empresario generan beneficios (o pérdidas). El último es el resultado de ahorrar alguna porción de la renta de una actividad productiva y genera intereses.

El análisis de los tipos de interés es muy perspicaz y, en muchos aspectos, notablemente austriaco. Primero, Say se da cuenta de que el tipo de interés no es el precio del dinero, sino el precio del crédito o “capital prestado”.[47] Por tanto, es falso que “la abundancia o escasez de dinero regule el tipo de interés”.[48] Por supuesto, Say está pensando en el tipo real de interés, no en el tipo nominal o de mercado. También ve claramente que los tipos de interés incluirán alguna prima de riesgo como una especie de seguro para protegerse contra pérdidas debidas a impagos.[49]  Esa prima de riesgo será muy grande cuando, por ejemplo, se impongan leyes por las que los acreedores no tengan recurso legal contra un deudor que impague.[50] Además, Say identifica el hecho de que hay diferenciales de “riesgo político” entre naciones que llevan una variedad internacional de tipos nominales de interés.[51] En general, en términos de políticas públicas, Say adopta la misma postura con respecto a los mercados del crédito que muestra en otras partes: que el estado no debería intervenir. El “tipo de interés no tendría que estar más restringido o determinado por ley que (…) el precio del vino, el lino o cualquier otro producto”.[52]

Se ha argumentado que un defecto notable la comprensión de Say de los tipos de interés es su incapacidad de ligarlos a las “preferencias temporales”,[53] es decir, de explicar los tipos de interés como basados en la tasa a la que las personas prefieren intercambiar bienes presentes por bienes futuros.[54] Aunque es verdad que Say no consigue relacionar explícitamente tipos de interés con preferencias temporales, parece poseer al menos una idea embrionaria de la propia preferencia temporal. Por ejemplo, observa que a menudo existe una “inducción a todos para consumir toda su renta (…) [durante] tiempos de turbulencia y confusión política”.[55] Y cuando explica el impacto de una mayor frugalidad (¿una caída en la tasa de preferencia temporal?) sobre la acumulación de capital, incluso concluye que “el bajo tipo de interés que muestra la existencia de capital más abundante”.[56]

Valor y utilidad

Para Say, el fundamento del valor es la utilidad o la capacidad de un bien o servicio para satisfacer algún deseo humano. Esos deseos y las preferencias, expectativas y costumbres que hay detrás de ellos deben tomarse como dados, como datos, por el analista. La tarea es razonar a partir de esos datos. Say hace el máximo hincapié en negar las afirmaciones de Adam Smith, David Ricardo y otros de que la base para el valor es el trabajo o la “acción productiva”.[57] Los economistas que suscriben una teoría del valor trabajo lo entienden exactamente al revés. “Es la capacidad para crear la utilidad (…) la que da valor a la acción productiva”.[58]

Las dos categorías del valor son “valor de intercambio” y “valor de uso”.[59] El valor de intercambio se encuentra dentro del dominio de la economía, porque es una medición de aquello a lo que se debe renunciar para adquirir un bien en el mercado. En términos económicos, “el único criterio justo para el valor de un objeto es la cantidad de otros productos en general que puedan haberse obtenido por él en intercambio”.[60] Aquellas cosas que posean valor de intercambio se llamarían hoy “bienes económicos”, pero Say las llama “riqueza social”. Por el contrario, algunas cosas, como el aire, el agua y la luz solar, poseen solo valor de uso, porque están presentes en tal abundancia que no pueden tener un precio. A estas se las conoce como “bienes gratuitos” pero Say las califica como “riqueza natural”.[61]

Por desgracia, al seguir los anteriores valores taxonómicos,  Say cae en un error muy lamentable. Concluye que como la medición del valor económico de un bien es literal y exactamente su precio de mercado,[62] todas las transacciones del mercado deben implicar un intercambio de valores iguales. Esto, por supuesto, debe implicar que no gana ni el comprador ni el vendedor. O que, en otras palabras, todas las transacciones del mercado son un “juego de suma cero”. “Cuando se compra vino español en París, en realidad se un valor igual por un valor igual: la plata pagada y el vino recibido valen lo mismo”.[63] Los austriacos son inflexibles en mantener que los intercambios, mientras sean voluntarios, deben ser mutuamente beneficiosos en término de utilidades esperadas tanto del comprador como del vendedor. Si no es así, ¿cómo estarían de acuerdo en intercambiar el comprador y el vendedor?

Los impuestos y el estado

En un aspecto es más evidente el radicalismo de Say que en su crítica de la intervención pública en la economía.[64] Dicho de la manera más sucinta, declara que el interés propio y la búsqueda de beneficios impulsarán a los empresarios hacia la satisfacción de la demanda del consumidor. “La naturaleza de los productos está siempre regulada por los deseos de la sociedad” y por tanto “la interferencia legislativa es completamente superflua”.[65]

Los comentarios de Say sobre una serie concreta de acciones legislativas son muy destructivos. La primera de las leyes británicas de navegación fue aprobada en 1581; estas leyes se fortalecieron en 1651 y 1660 y la última no se abolió hasta 1849. Su propósito era reservar el comercio internacional británico exclusivamente a los dueños de la marina mercante británica. Say argumenta que esa monopolización del “comercio del transporte” disminuye la riqueza nacional porque a menudo reduce los beneficios de aquellos mercaderes que envían sus bienes al mercado por barco.

Reconoce que los defensores de estos estatutos pueden concederlos, pero sigue insistiendo en que las restricciones están justificadas por razones de seguridad nacional. Say responde que esto solo es así si “resulta ventajoso para una nación dominar a otras. (…) El amor a la dominación nunca alcanza más que una elevación artificial, que con seguridad hará de sus vecinos sus enemigos. Es esto lo que engendra deuda nacional, abuso interno, tiranía y revolución, mientras que la impresión de interés mutuo consigue amabilidad internacional, extiende la esfera de las interrelaciones útiles y lleva a una prosperidad permanente, porque es natural”.[66]

Lo anterior revela lo bien que entiende Say la proposición de que el libre comercio y la paz van de la mano.

Respecto de los impuestos, Say los divide en dos tipos. Los impuestos directos son los recaudados sobre renta o riqueza. Los indirectos son los relativos a ventas, aranceles y productos especiales. Independientemente de su forma o método concretos de recaudación, “de todo impuesto se puede decir que daña a la producción, en la medida en que impide la acumulación de capital productivo”.[67] Por tanto, contrariamente a lo que han afirmado algunos economistas, “es un absurdo evidente pretender que los impuestos (…) enriquecen a la nación al consumir parte de su riqueza”.[68]

Hoy encontraríamos a muchos escritores que insistirían en que impuestos más altos y consiguientes altos niveles de gasto público de alguna manera harían más próspera un sociedad. Naturalmente, Say sabe que esto es falso, a pesar del hecho de que, des un punto de vista estadístico, prosperidad e impuestos puedan correlacionarse positivamente. Explica que esas afirmaciones cometen el error de invertir causa y efecto. Es decir, “un hombre no es rico porque pague mucho, pero es capaz de pagar mucho porque es rico”.[69] Las naciones prósperas, si siguen siendo prósperas, lo son a pesar de sus cargas fiscales, no debido a ellas. Quien lea el Tratado de Say no debería olvidar el hecho de que la explicación de los impuestos y el gobierno aparecen en la sección titulada “consumo”. No es casualidad, ya que Say no duda en identificar el gasto público como “consumo improductivo”. Y unos “impuestos excesivos son una especie de suicidio”.[70]

Es verdad que Say pasó por alto o entendió mal ciertos puntos de la teoría aceptables para los economistas austriacos. No cree que los intercambios del mercado representen ganancias de utilidad tanto para comprar como vendedor; no ve la relación entre tipos de interés y preferencia temporal; no ofrece una teoría de los ciclos económicos. Por otro lado, es consciente de las limitaciones de las investigaciones estadísticas, está muy a favor del dinero en metálico y la banca libre; sabe que los empresarios y la acumulación de capital son esenciales para el avance económico; identifica correctamente la regulación pública y los impuestos como amenazas para la prosperidad, de hecho, incluso como amenazas para la propia sociedad.

Jean-Baptiste Say tiene mucho que ofrecer a cualquier lector, austriaco o no, economista o no. Vio muchas verdades importantes con claridad y escribió sobre ellas con pasión y lucidez. Say llamó una vez a la economía “esta ciencia bella y, sobre todo, útil”.[71] Dejó a la economía tanto más bella como más útil que como la había encontrado.


El artículo original se encuentra aquí.

[1] Un libro reciente puede resolver esa deficiencia. Ver R.R. Palmer, J.B. Say: An Economist in Troubled Times (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1997).

[2] El grupo se inspiraba en la obra del abad Etienne Bonnot de Condillac e incluía a hombres como Destutt de Tracy y Pierre Jean Georges Cabanis además de Say.

[3] Por supuesto, Murray N. Rothbard sí explica a Say con detalle y gran respeto en Classical Economics , vol. 2, An Austrian Perspective on the History of Economic Thought (Cheltenham, U.K.: Edward Elgar, 1995), pp. 3 45.

[4] Eric Roll, A History of Economic Thought (Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall, [1956] 1961).

[5] Fue publicado originalmente el francés en 1803 como Traite d Economie Politique. Hubo cinco ediciones de este libro enormemente popular publicadas en vida de Say, la última en 1826. Ver Jean-Baptiste Say, A Treatise on Political Economy: or the Production, Distribution, and Consumption of Wealth , C.R. Prinsep y Clement C. Biddle, trad. (Nueva York: Augustus M. Kelley, [1880] 1971), p. 111. Se ha traducido a varios otros idiomas.

[6] Sin embargo, no está claro si Say adopta la postura aristotélica de que las “esencias” son metafísicamente reales, es decir, que los objetos concretos “comparten” la esencia de la clase de los objetos o la postura del realismo contextual de que la “esencia” es un dispositivo necesariamente epistemológico, pero que no posee realidad metafísica. Ver David Kelley, The Evidence of the Senses: A Realist Theory of Perception (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1986).

[7] Say, Tratado, p. xix.

[8] Ibíd., p. xlix.

[9] Ibíd., p. xxxvi, cursivas añadidas.

[10] Ibíd., p. xviii.

[11] Ibíd., p. xxi.

[12] Ibíd., p. xlvi.

[13] Ibíd., p. xliv.

[14] Carl Menger, Principles of Economics , James Dingwall y Bert F. Hoselitz, trad. (Nueva York: New York University Press, [1871] 1976), pp. 257 262. [Publicado en España como Principios de economía política en Unión Editorial].

[15] Say, Tratado, p. 220.

[16] Ibíd., p. 222.

[17] Ibíd., p. 256.

[18] Ibíd., p. 229.

[19] Ibíd., p. 254.

[20] Esta es una aplicación del tratamiento de los controles de precios en los libros de texto, pero aplicada al dinero. Simultáneamente se impone un precio máximo sobre una forma dinero y un precio mínimo sobre la otra. Esto, por supuesto, crea una escasez el primero (es decir, desaparece en forma de ahorros) y un excedente de segundo (se usa para transacciones cotidianas).

[21] Say, Tratado, p. 226.

[22] Murray Rothbard, Defensa de un dólar 100% oro (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, [1962] 1991), p. 28.

[23] Ciertamente no es así en todos los austriacos. Murray Rothbard era especialmente hostil a la banca de reserva fraccionaria y la condenaba frecuentemente como “fraudulenta de por sí”. Ver Ibíd., pp. 42 51; también  Murray N. Rothbard, The Mystery of Banking (Nueva York: Richardson and Snyder, 1983), pp. 97 98 [Publicado en España como El misterio de la banca] e ídem, Man, Economy, and State (Los Angeles: Nash Publishing, [1962] 1970), p. 700 [Publicado en España como El hombre, la economía y el estado].

[24] Say, Tratado, p. 268-269.

[25] Ibíd., p. 278.

[26] Ibíd., p. 272.

[27] Ibíd., p. 274.

[28] Esto plantea un problema a Karl Marx y a aquellos otros socialistas que hayan deseado abolir el dinero pero mantener de alguna manera los beneficios productivos de una división del trabajo.

[29] Say, Tratado, p. 151.

[30] Ver Thomas Sowell, Say’s Law: An Historical Analysis (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1972); ídem, Classical Economics Reconsidered (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1974); también George Reisman, Capitalism: A Treatise on Economics(Ottawa, Ill.: Jameson Books, 1996).

[31] Alexander Gray, The Development of Economic Doctrine: An Introductory Survey (Londres: Longmans, Green, [1931] 1961), p. 268.

[32] Rothbard, Classical Economics , p. 27.

[33] Say, Tratado, p. 132-140.

[34] Ibíd., p. 135.

[35] Ibíd., p. 110.

[36] Ibíd., p. 113.

[37] Ibíd.

[38] Ibíd., p. 303.

[39] Ibíd., p. 288.

[40] Ibíd., p. 287-288.

[41] Rothbard, Classical Economics , p. 25.

[42] Para bien de aquellos que puedan leer el Tratado de Say por primera vez, deberíamos señalar que el texto que se encuentra habitualmente es una reimpresión de la edición estadounidense de 1880 y en esa edición la palabra francesa “entrepreneur” se traduce como “aventurero”. Ver Say, Tratado, p. 78n.

[43] Ibíd., p. 83.

[44] Ibíd., p. 82-85.

[45] Ibíd., p. 82.

[46] Ibíd., p. 343.

[47] Ibíd.

[48] Ibíd., p. 353.

[49] Ibíd., p. 344.

[50] Ibíd., p. 345-346.

[51] Ibíd., p. 347.

[52] Ibíd., p. 352.

[53] Rothbard, Classical Economics, p. 23.

[54] También se podría pensar en esto como la tasa a la que una persona prefiere consumir ahora frente a ahorrar para el futuro.

[55] Say, Tratado, p. 348.

[56] Ibíd., p. 116.

[57] Ibíd., pp. xxxi, xl, 287.

[58] Ibíd., p. 287.

[59] Para una explicación del Valor que muestra algunas grandes similitudes con las de Say, ver Menger, Principles , pp. 114-121, 295-302.

[60] Say, Tratado, p. 285.

[61] Ibíd., p. 286.

[62] Ibíd., p. 285.

[63] Ibíd., p. 67.

[64] Murray Rothabrd, en su Power and Market: Government and the Economy (Kansas City: Sheed Andrews and McMeel, [1970] 1977) [Publicado en España como Poder y mercado en Unión Editorial], ofrece un análisis soberbio de este tema desde una perspectiva austriaca modern. No podemos sino creer que Say habría aplaudido esta obra de todo corazón.

[65] Say, Tratado, p. 144.

[66] Ibíd., p. 104.

[67] Ibíd., p. 455.

[68] Ibíd., p. 447.

[69] Ibíd., p. 448.

[70] Ibíd., p. 450.

[71] Ibíd., p. iii.

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