Los partidos políticos son sofisticadas máquinas de poder. Su cometido no es otro que el de coordinar a un grupo de individuos con intereses personales muy variopintos en la tarea de persuadir a una mayoría suficiente de ciudadanos para que los conviertan en sus gobernantes a través del procedimiento democrático. Los obstáculos que enfrenta toda formación política en su camino hacia el poder son esencialmente tres: las resistencias ciudadanas a dejarse persuadir, los partidos políticos rivales que también compiten por el poder y las fricciones internas por controlar el aparato del partido o por sustraerse a sus mandatos. Y para doblegar tales obstáculos todo vale: la mentira descarnada, la propaganda alienante, las filtraciones de trapos sucios ajenos, las alianzas tácticas para arrinconar o fagocitar a los adversarios, la financiación —legal o ilegal— para disponer de mayores recursos en la carrera electoral, la infiltración en las instituciones políticas, sociales y educativas, la compra de votos mediante la creación de redes clientelares, las purgas de los disidentes y, en ciertos lugares y épocas, incluso los pucherazos electorales o la violencia política.
Como es obvio, los propios partidos niegan frontalmente tales cargos: parte de su propaganda para legitimarse ante los ciudadanos consiste en recubrirse con piel de cordero y aparentar ser una asociación fraternal de estadistas comprometidos con la búsqueda plural del bien común. Pero no: para que una máquina de poder sea verdaderamente eficaz, ha de carecer de escrúpulos y estar dispuesta a utilizar toda su artillería contra cualquier estorbo. Externamente, eso implica manipular entre sonrisas a los ciudadanos para que identifiquen el bien común con el conjunto de intereses sectarios y de preferencias particulares del aparato del partido; internamente, arrancar las malas yerbas que se oponen a las directrices estratégicas o ideológicas marcadas por ese aparato a todos sus miembros. En política, quien no se somete al aparato ha de “matar” al aparato y, si no logra matarlo, será él quien termine siendo despedazado.
La pluralidad y la horizontalidad pueden ser atractivos eslóganes para generar lealtades entre los incautos pero, a la hora de definir una estrategia unificada que aplaste a todos sus enemigos hasta conquistar el poder, no caben versos sueltos, conspiraciones intestinas o bicefalias. Es la inexorable ley de hierro de las oligarquías que siempre termina revalidándose frente a todos cuantos prometían enterrarla. La política es necesariamente así de ruin: y si no, dejaría de ser política.
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