Suele afirmarse que el autoritarismo de los gobiernos dentro de una democracia queda limitado por dos instituciones: la Constitución y la separación de poderes. La primera establece el conjunto de libertades básicas de los ciudadanos fr1ente al ejecutivo, mientras que la segunda se encarga de organizar la estructura estatal de tal forma que sean otros organismos —parlamento y tribunales— los que desarrollen la Constitución (leyes) e interpreten su grado de cumplimiento por parte de todos los ciudadanos, incluyendo los que ocupan el gobierno. La teoría funciona bien sobre el papel, pero no siempre sobre la tangible realidad: basta con que un ejecutivo se insubordine, suspenda las garantías constitucionales decretando el estado de excepción y socave la independencia del resto de poderes públicos para que esta buenista arquitectura institucional salte por los aires.
Esto es lo que, precisamente, está sucediendo estos días en Turquía: el primer ministro Erdogan, aprovechando la conmoción social generada por el golpe fallido, ha suprimido la mayor parte de contrapesos existentes dentro del Estado turco para así acrecentar la concentración de poder en su persona. Por un lado, el país ha suspendido temporalmente la aplicación de la Convención Europea de Derechos Humanos y ha impuesto el estado de emergencia; por otro, se ha procedido a destituir a los más de 55.000 profesionales que supuestamente estaban al tanto y habían cooperado con la intentona golpista: 8.500 policías, 3.000 jueces y fiscales, 1.500 funcionarios del Ministerio de Finanzas y, sobre todo, alrededor de 45.000 profesores tanto de la enseñanza pública como de la privada.
Las cifras son bastante elocuentes: en contra de lo que reza la teoría democrática convencional, Erdogan sí sabe dónde reside el verdadero y genuino contrapoder a sus aspiraciones autocráticas. No en unos funcionarios judiciales o policiales díscolos que, en última instancia, pueden ser apartados de sus cargos por el propio Ejecutivo, sino en una ciudadanía no adoctrinada en la sumisión al Estado y, en consecuencia, predispuesta a alzarse en rebelión para defender sus libertades frente al abuso gubernamental. Por eso el profesorado turco ha sido el colectivo que ha padecido las mayores purgas de Erdogan: porque en el largo plazo éste sólo puede consolidar su despotismo lavándole el cerebro a las nuevas generaciones. De ahí que la separación de la educación y del Estado sea una condición esencial para proteger la libertad de los ciudadanos frente a sus gobernantes: una condición esencial en Turquía… pero también fuera de ella.
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