Los países nórdicos —Suecia, Dinamarca, Finlandia, Noruega o Islandia— son los faros socialdemócratas de todos los Estados occidentales. Tarde o temprano, sus ideas terminan permeando en nuestras sociedades: su bienestar nos deslumbra y nos induce a aceptar cualesquiera sacrificios a nuestra libertad que sean presuntamente necesarios para alcanzarlo. Acaso por ello, deberíamos empezar a observar con preocupación algunas de las propuestas que están gestándose en tales territorios.
Así, el Consejo Nórdico (una organización interparlamentaria de cooperación entre los cinco Estados nórdicos) ha publicado recientemente un informe sobre los retos a los que se enfrentarán los mercados de trabajo de los países desarrollados las próximas décadas: se titula Working Life in the Nordic región y ha sido elaborado por el ex ministro danés Poul Nielson. En ese informe, se contiene una peculiar e inquietante propuesta: extender la educación obligatoria a toda la vida laboral. Léanlo si no en sus propias palabras: “Los gobiernos de los países nórdicos deberían comprometerse a introducir el principio de educación obligatoria y continuada para todos aquellos adultos que se hallen en el mercado de trabajo”. Nada de enseñanza obligatoria hasta los 16 años para evitar que los padres irresponsables no formen a sus vástagos y éstos devengan ciudadanos disfuncionales en el momento de su emancipación: la presunción educativa que busca institucionalizarse desde los países nórdicos es la que los adultos son irresponsables —esto es, carecen de incentivos o de capacidad— para formarse en una economía globalizada y que, en consecuencia, deberán ser los infalibles políticos quienes diseñen su itinerario educativo durante toda su vida.
Recalco el frontal atentado que ello supondría para nuestras libertades: esta novísima propuesta socialdemócrata no consiste en que los gobiernos asesoren a los adultos sobre los pasos a seguir en su vida laboral, sino en que utilicen el poder policial del Estado para forzarlos, incluso en contra de su voluntad, a participar en aquellos cursos de formación que los burócratas estatales escojan caprichosamente para ellos. El peligro no reside solamente en el más que evidente riesgo de adoctrinamiento o de corrupción que tal medida acarrea, sino en la pérfida filosofía de fondo sobre la que se apoya: el tiempo vital de una persona adulta no es realmente suyo sino del Estado, quien puede moldearlo como crea conveniente en aras del interés general. El servicio militar obligatorio moderno no se dará en los cuarteles, sino en las aulas. Habrá, pues, que reivindicar la insumisión.
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