El Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) fue suscrito en 1997 por los gobiernos europeos como acuerdo recíproco de buena fe: todos los Estados de la futura Eurozona se comprometían a mantener sus finanzas públicas en orden para que sus colegas no tuvieran que acudir en ningún momento a su rescate. La condición era bien sencilla: ningún Estado podía mantener sostenidamente déficits públicos superiores al 3% del PIB y, en caso de que lo hiciera, se le abriría un protocolo correctivo que, de incumplirse, concluiría con la imposición de una sanción de hasta el 0,2% de su PIB.
Por desgracia, el PEC ha sido sistemáticamente vulnerado por todos los países firmantes sin repercusión alguna: desde 1997, los miembros de la Eurozona se lo han saltado en 165 ocasiones. A la cabeza de incumplidores se halla Grecia, seguida de Portugal y de Francia. Nunca, sin embargo, se ha impuesto a nadie castigo alguno. A la postre, el régimen sancionatorio no opera automáticamente, sino que debe pasar por el filtro politizado de la Comisión Europea: un filtro donde no se valoran los aspectos técnicos de la controversia (el grado real de incumplimiento) sino los intereses políticos en liza.
Son esos intereses políticos los que han permitido que el Reino de España se libre de una sanción que objetivamente merecía atendiendo a la textualidad del PEC. Al cabo, nuestro gobierno, primero con el PSOE y luego con el PP, no se ha ajustado a los objetivos de déficit marcados por el protocolo correctivo del PEC durante ningún ejercicio a partir de 2009. Es verdad que desde entonces hemos logrado recortar de manera apreciable nuestro desequilibrio presupuestario, pero lo hemos hecho a un ritmo exasperantemente lento y, en buena medida, merced a los favorables vientos de cola: el déficit público estructural —aquel que no depende de la coyuntura económica sino de la arquitectura presupuestaria de carácter más permanente— sólo se ha reducido en dos ocasiones —2010 y 2012— e incluso volvió a aumentar en el año 2015 como consecuencia de unas rebajas impositivas que no fueron acompañadas de los imprescindibles recortes de gasto.
En definitiva, nada de lo que sentirnos orgullosos. Hemos esquivado la sanción consiguiendo en los despachos aquello que no pudimos lograr desde el presupuesto estatal. Lejos de haber recortado el déficit en las cuentas públicas, lo hemos consolidado a costa de continuar endeudando a los españoles con la complicidad de nuestros socios comunitarios. No nos hemos librado de la multa del profesor por ser alumnos aplicados, sino porque el profesor está predispuesto a dejarse corromper por los discentes indisciplinados.
Ahora, alejada la espada de Damocles de la sanción, queda lo verdaderamente complicado para el Ejecutivo español: dejar de intrigar entre bambalinas y pasar a cumplir con el calendario de reducción del déficit por primera vez en siete años. En apenas año y medio deberemos recortar el déficit más de lo que lo hemos hecho en los tres años que han transcurrido desde 2013 a 2015. Mas, si finalmente el gobierno alcanzara tan saludable resultado, desde luego no sería por la inexistente presión que ha ejercido el PEC.
Y es que, a estas alturas, debería ser obvio que este pacto comunitario sólo constituye un artilugio institucional para engañar a los ciudadanos europeos haciéndoles creer que nuestros manirrotos gobernantes mantienen un escrupuloso compromiso con una austeridad fiscal que, en verdad, no respetan. Quizá haya llegado el momento de levantar acta de defunción y de enterrar ese falsario PEC: si solo lo utilizan como herramienta propagandística y no como marco normativo al que someterse, de nada bueno sirve.
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