Los datos de paro del mes de junio nos dejaron cifras muy positivas en materia de reducción de desempleados o de incremento de afiliados a la Seguridad Social. Hubo un guarismo, sin embargo, al que no se prestó la debida atención y que ilustra una de las mayores disfuncionalidades de nuestro mercado laboral: a saber, la impactante estadística de que sólo en el mes de junio se suscribieron cerca de dos millones de contratos, de los cuales menos del 8% tuvieron un carácter indefinido.
Las explicaciones sobre el gigantesco volumen de contratos temporales que genera constantemente la economía española son de dos tipos: por un lado, suele afirmarse que los sectores estacionales tienen una presencia desproporcionada dentro del modelo productivo español; por otro, suele aseverarse que la extrema flexibilidad de la legislación laboral permite a los empresarios abusar de la figura del contrato temporal. Ambas argumentaciones son, sin embargo, equivocadas.
Primero, el elevadísimo número de contratos temporales que mes a mes se firman en España no se explica sólo —ni en mayor medida— por el hecho de que haya más empleos temporales que en otras economía europeas, sino porque la rotación de contratos temporales es muy alta. El problema, pues, no es que un 25% de todos los puestos de trabajo de España tengan la consideración de temporales, sino que ese 25% de empleos temporales son cubiertos por una sucesión de contratos temporales de muy corta duración en los que se alterna continuamente de trabajador.
Segundo, este comportamiento empresarial —multiplicar el número de contratos para un mismo puesto de trabajo y reemplazar continuamente a la persona que los ocupa— es completamente anómalo y no puede imputarse a la libertad de mercado: ningún empresario tiene interés alguno en incrementar exponencialmente el papeleo contractual y en sustituir de manera frenética a una parte de su plantilla. Todo ello sólo añade gravosos costes de transacción a su actividad que no le reportan directamente beneficio alguno. Si un empresario pudiera escoger libérrimamente, a buen seguro preferiría suscribir pocos contratos indefinidos (para puestos permanentes) y temporales (para puestos estacionales) con gente de confianza. La alocada rotación y repetición de contratos temporales para un mismo empleo carece de toda lógica empresarial.
Pero entonces, ¿por qué? ¿Por qué tal vorágine de contratos temporales? Ni por estructura de mercado, ni por flexibilidad normativa, sino por rigidez y torpeza regulatoria. En España, los contratos indefinidos son extremadamente caros de romper (sobre todo, cuando el trabajador ha devengado derecho a varios años de indemnización), de modo que muchos empresarios no pueden permitirse que el 100% de sus trabajadores sean indefinidos. ¿Cómo hacer frente a las fluctuaciones de la demanda de tu producto, a la aparición de nuevos competidores o a la introducción de nuevas formas de organización interna si estás contractualmente atado al 100% de tus trabajadores?
Dada la extrema rigidez de la modalidad de contratación indefinida (de la cual se benefician el 75% de los puestos de trabajo de España), los empresarios consiguen una cierta flexibilidad en sus plantillas gracias a la figura de los contratos temporales: éstos apenas devengan derecho de indemnización y terminan extinguiéndose por el mero paso del tiempo. Pero hete aquí que la legislación española limita estrictamente la posibilidad de encadenar contratos temporales en un mismo trabajador: todo aquel empleado que, en un período de 30 meses, haya estado contratado durante 24 meses para una misma empresa mediante dos o más contratos temporales deviene indefinido. De ahí los fuertes incentivos empresariales a rotar continuamente de personal: mejor asumir los elevados costes de transacción de firmar muchos contratos con mucha gente que los todavía más elevados costes de indemnización por rescindir pocos contratos indefinidos suscritos con poca gente.
La legislación, pues, genera unos incentivos tan perversos como para impedir que muchos empleos permanentes sea cubiertos por contratos indefinidos, perjudicando con ello tanto al trabajador (que va pasando de empresa en empresa, sin una mínima estabilidad y previsibilidad vital) como al empresario (al que se le imponen altos costes de transacción y se le impide capacitar a un empleado en permanente rotación).
La cifra de dos millones de contratos de trabajo debería recordarnos que urge una nueva reforma laboral que ponga fin a la extrema dualidad del mercado de trabajo de la única forma en que verdaderamente puede ponérsele fin: liberalizándolo.
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