Ya se ha señalado que un país solo puede disfrutar de paz interior cuando una constitución democrática ofrece la garantía de que el ajuste del gobierno a la voluntad de los ciudadanos puede tener lugar sin fricciones. No hace falta nada más que la aplicación coherente del mismo principio para asegurar también la paz internacional.
Los liberales de épocas anteriores pensaban que los pueblos del mundo eran pacíficos por naturaleza y que solo los monarcas deseaban la guerra para aumentar su poder y riqueza con la conquista de provincias. Por tanto, creían que asegurar una paz duradera bastaría para remplazar el gobierno de príncipes dinásticos por gobiernos dependientes del pueblo. Si una república democrática encuentra que sus fronteras existentes, moldeadas por el curso de la historia antes de la transición a liberalismo, ya no se corresponden con los deseos políticos del pueblo, estas deben cambiarse pacíficamente para ajustarse a los resultados de un plebiscito que exprese la voluntad del pueblo. Siempre debe ser posible cambiar las fronteras del estado si se ha expresado claramente la voluntad de los habitantes de un área de formar parte de un estado distinto de aquel al que pertenecen. En los siglos XVII y XVIII, los zares rusos incorporaron a su imperio grandes zonas cuya población nunca había sentido el deseo de pertenecer al estado ruso. Aunque el Imperio Ruso hubiera adoptado una constitución completamente democrática, los deseos de los habitantes de estos territorios no habrían sido satisfechos, porque simplemente no deseaban asociarse a ningún tipo de unión política con los rusos. Las demandas democráticas eran: libertad del Imperio Ruso, la formación de una Polonia, Finlandia, Letonia, Lituania, etc. independientes. El hecho de que estas demandas y otras similares por parte de otros pueblos (por ejemplo, los italianos, los alemanes en Schleswig-Holstein, los eslavos en el imperio Habsburgo) solo pudieran satisfacerse recurriendo a las armas ha sido la causa más importante de todas las guerras que se han librado en Europa desde el Congreso de Viena.
El derecho de autodeterminación con respecto a la cuestión de la membresía en un estado significa por tanto que siempre que los habitantes de un territorio concreto, sea una sola villa, todo un distrito o una serie de distrito adyacentes, haga saber, por medio de un plebiscito realizado libremente, que ya no quieren permanecer unidos al estado al que pertenecen en ese momento, sino que más bien desean formar un estado independiente o incorporarse algún otro estado, sus deseos han de respetarse y cumplirse.
Llamar a este derecho de autodeterminación el “derecho de autodeterminación de las naciones” es entenderlo mal. No es el derecho de autodeterminación de una unidad nacional delimitada, sino el derecho de los habitantes de cada territorio a decidir sobre a qué estado desean pertenecer. Esta incomprensión es aún más grave cuando la expresión “autodeterminación de las naciones” se hace que signifique que un estado nacional tenga el derecho a la secesión y la incorporación contra la voluntad de los habitantes de parte de la nación que pertenece al territorio de otro estado. Es con los términos del derecho de autodeterminación de las naciones entendido en este sentido, con lo que los fascistas italianos tratan de justificar su reclamación de que el cantón Tessin y otros cantones se independicen de Suiza y se unan a Italia, a pesar de que los habitantes de esos cantones no tienen ese deseo. Una postura similar es la que adoptan algunos defensores del pangermanismo con respecto a la Suiza alemana y Holanda.
Sin embargo, el derecho de autodeterminación del que hablamos no es el derecho de autodeterminación de las naciones, sino más bien el derecho de autodeterminación de los habitantes de cualquier territorio lo suficientemente grande como para formar una unidad administrativa independiente. Si hubiera alguna forma posible de conceder este derecho de autodeterminación a cada persona individual, tendría que hacerse así. Esto solo es impracticable debido a consideraciones técnicas convincentes, que hacen necesario que una región esté gobernada como una única unidad administrativa y que el derecho de autodeterminación se restrinja a la voluntad de la mayoría de los habitantes de áreas suficientemente grandes como para considerarse unidades territoriales en la administración del país.
Hasta ahora, cuando se ha dado algún efecto al derecho de autodeterminación y allí donde se le ha permitido tener efectos, en los siglos XIX y XX, llevó o habría llevado a la formación de estados compuestos por una sola nacionalidad (es decir, gente hablando el mismo idioma) y a la disolución de estados compuestos por diversas nacionalidades, pero solo como consecuencia de la libre elección de aquellos con derecho a participar en el plebiscito. La formación de estados que comprendieran a todos los miembros de un grupo nacional, sería el resultado del ejercicio del derecho de autodeterminación, no su propósito. Si algunos miembros de una nación se sienten más felices siendo políticamente independientes que formando parte de un estado compuesto por todos los miembros del mismo grupo lingüístico, por supuesto, se puede tratar de cambiar sus ideas políticas mediante persuasión, para atraerlos al principio de nacionalidad, según el cual todos los miembros del mismo grupo lingüístico deberían formar un solo estado independiente. Sin embargo, si se busca determinar su destino político contra su voluntad, apelando a un supuesto derecho superior de la nación, se viola el derecho de autodeterminación no menos efectivamente que practicando cualquier otra forma de opresión. Una división de Suiza entre Alemania, Francia e Italia, aunque se realizara exactamente de acuerdo con las fronteras lingüísticas, sería una violación tan flagrante del derecho de autodeterminación como la partición de Polonia.
Publicado originalmente el 22 de junio de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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