Hay una revulsión intelectual y emocional y peculiar al leer acerca del ciclo de males económicos y políticos inacabable de Italia: ya sea en relación con la cercanía al colapso en del banco más antiguo del mundo o con la efectiva parálisis nacional de la industria italiana. A pesar de este estado de cosas casi permanente, el abrumador legado cultural del país sigue evocando tanta admiración que persiste una idea metafísica de Italia completamente distinta de la realidad a ras de suelo del circo máximo de Roma de autodegradación diaria.
Sin embargo, si hay un patrón histórico por el que la Italia contemporánea podría reavivar su potencial de riqueza, su excelencia industrial y su moral empresarial, no hace falta remontarse a la visión de la edad dorada de las ciudades-estados: bastaría con remontarse al siglo XX. Porque fue durante el último siglo cuando floreció un ideal renacentista del individualista visionario e inventor-esteta entre turbulencias ideológicas, guerras mundiales, dictaduras, violencia civil, terrorismo comunista, estancamiento económico y arredora corrupción que sufre el país durante sus décadas de modernización: la del fabricante italiano de automóviles de lujo. La generación que produce gente como Ettore Bugatti, Enzo Ferrari, Battista Pininfarina, Ferrucio Lamborghini y (en momentos posteriores) ingenieros-diseñadores como Niccolo Bertone, Leonardo Fioravanti y Giorgio Giugietto fue posiblemente la que salvó al país de sí mismo durante aquellos años turbulentos (por no mencionar el gran experimento de masas del modelo Fiat). Una ola novedosa de esos expertos capitalistas de gama alta es lo más importante que necesita hoy Italia.
El genio italiano ha sido siempre la “hermosa fusión” de arte y de ingeniería. Como sus antepasados renacentistas, los grandes fabricantes italianos de automóviles fueron en buena medida autodidactas, construyendo sus vehículos prácticamente a mano; poseían distintos talentos dentro de un solo enfoque, no estaban en absoluto dispuestos a renunciar y perseguían sus visiones respectivas con poca preocupación por las “circunstancias” o el “entorno político”, a pesar de las arengas de Mussolini. Por encima de todo, eran nombres con un carácter notable, aunando un obstinado orgullo con una tranquila contención, el celo visionario con la visión de los grandes negocios y el pragmatismo en los elementos básicos. Amaban su trabajo, llegando a rechazar vender a un potencial cliente si no era “suficientemente bueno” para sus automóviles, ¡y esto en una Italia devastada por dos guerras!
La personalidad clave en esto es el milanés Ettore Arco Isidore Bugatti. En lo que se podría calificar como “capitalismo Bugatti”, es el que mejor caracteriza a una generación de extraordinaria inventiva y pericia tecnológica innovadora que cambió el curso de la industria italiana, y esto no se limita los automóviles, sin que se extiende a sectores como el ferroviario y el diseño de trenes, la aviación, el equipamiento militar y los electrodomésticos comerciales. Bugatti no tuvo ninguna formación formal como ingeniero sino que se apoyó en su firme voluntad y confianza en sí mismo, sin que le importaran algunos de los grandes fracasos que sufrió. Se refería a todos sus diseños como “pur sang” o “pura sangres”, reflejando la consideración que tenía por su trabajo.
Su primer vehículo, un triciclo motorizado movido por los motores, promovió la inversión en el joven ingeniero por parte de un patrocinador aristocrático y luego invitaciones de fábricas automovilísticas alemanas para las que Bugatti trabajó intermitentemente durante la Primera Guerra Mundial. En su tiempo libre, empezó a trabajar con vehículos ligeros en su sótano y posteriormente continuó por sí solo en su garaje donde completó su primer automóvil real, el Bugatti T13 (1922), un descapotable que llegó a los 950.000$ en una subasta el año pasado. En poco más de diez años produjo creaciones tan espectaculares como el Bugatti Type 41 Royale (1926–1933), el icónico Type 50 Superprofilée (1931–1933) y el Type 55 Super-sport Roadster (mismos años) y, diseñando por su talentoso hijo Jean, la fenomenal serie Type 57 (1935–1937), incluyendo el Atalante (sin alerón) y el 57SC Atlantic (con alerón), del último de los cuales sólo quedan dos la tierra: uno de ellos se vendió por 30 millones de dólares en 2003.
Bugatti fue también un incansable inventor, diseñando automóviles eléctricos, equipos cinematográficos, un horno portátil, una caña de pescar movida por electricidad, un limpiasuelos autónomo, una cinta transportadora “perpetua”, un sistema de calefacción de máquinas herramientas, un generador de viento, un torpedo y una máquina fabricante de pasta a partir de recambios dispersos de automóvil. Otros diseños fueron para barcos, aviones y ferrocarriles. A Bugatti nunca le faltaron recursos. Establecido en Molsheim, en Alsacia (a veces Alemania, a veces Francia), su primer tren tenía que ir de la fábrica de Molsheim a la estación local de trenes. Como no había conexión ferroviaria debido a la guerra, los raíles se fueron incorporando a lo largo del viaje. Se ponían delante del tren y, una vez que había pasado por encima de ellos, se ponían de nuevo al frente.
Bugatti amaba sus automóviles y (desafiando lo que las circunstancias bélicas podrían haber dictado en caso contrario) seleccionaba a sus clientes de acuerdo con ello. Rechazó vender un automóvil al rey Zog de Albania debido, según dice la leyenda, a que Su Majestad demostró mala educación en la mesa. Otro cliente informó con enfado a Il Maestro es su motor no arrancaba adecuadamente en invierno; Bugatti le dijo al hombre que si podía permitirse un Bugatti podría permitirse un garaje con calefacción. Su filosofía podría resumirse una declaración que hizo en una entrevista: “Construyo los automóviles que me gustan. Si alguien quiere comprar uno, podemos ver cómo hacerlo”.
La misma ambición obstinada afectaba a los demás grandes fabricantes de automóviles de su generación, que casi inevitablemente empezaban con pocas perspectivas, poco o ningún contacto con la industria y en una situación de empobrecimiento por la época de guerra. Enzo Ferrari empezó como herrero asignado al herrado de mulas para el ejército italiano; su padre y su hermano habían muerto durante la epidemia de gripe de la Primera Guerra Mundial; la empresa metalúrgica familiar también se había venido abajo. Hoy ciertos modelos de Ferrari son tan valiosos que un Ferrari 250 GTO de 1963 (uno de los solo 39 fabricados) se vendió recientemente por 52 millones de dólares, mientras que el Ferrari 275 GTB que pertenecía al actor Steve McQueen se vendió por 10 millones.
Ferrucio Lamborghini nació en 1916 en una familia pobre de viticultores y creó una empresa constructora de tractores durante la Segunda Guerra Mundial que le hizo muy rico. Tenía cerca de 50 años cuando inauguró Automobili Ferruccio Lamborghini, prometiendo construir el mejor coche deportivo de la historia. Considerado como loco por intentar “saltar” al diseño de coches de lujo y según se dice despreciado por Enzo Ferrari, que le llamaba “ese granjero” que no llegaría a ninguna parte, su primer automóvil fue su primera obra maestra y fue calificado como “alucinante” en la exposición del motor de Turín de 1963. Era el 350 GTV, reconocido como una obra de arte de doce cilindros. Prácticamente todos sus automóviles desde entonces ha sido también obras de arte.
Battista “Pinin” Farina, nacido en 1893, empezó a trabajar con once años en el taller de chapa y pintura de su hermano en Turín y con dieciocho años estaba diseñando radiadores para Fiat. En 1920 fue a Estados Unidos para ver las grandes innovaciones en Detroit, conociendo a Henry Ford, que le pidió que se quedara y trabajara para él. Declinó la oferta, pero posteriormente atribuyó a su visita estadounidense su entusiasmo por la empresa privada. Pininfarina, como iba a llamarse su empresa, fue una de las grandes diseñadoras de carrocerías para las principales empresas automovilísticas del momento, incluyendo Ferrari, Maserati y Bentley. Sus obras no son menos asombrosas que las de sus pares más famosos: el CisItalia 202 Gran Sport (1947) de Pininfarina, definido como una “escultura móvil” es el único automóvil que se expone permanentemente en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Verdaderamente, puede haber esperanza para el futuro. Hoy el sector del diseño automovilístico italiano con base en Turón es el secreto mejor guardado del emprendimiento italianos, con ingenieros estrellas creando nuevas factoría antes muy buscadas por el sector automovilístico alemán y japonés. El mercado global del diseño independiente de automóviles supone entre 3 y 5 mil millones de dólares. Si Italia obtuviera todo lo posible de estos grandes recursos creativos, atrapada como sigue por la incompetencia estatal y la burocracia castradora de iniciativas, realmente no hay manera de decir hasta dónde puede llegar este país, como merece tanto como motor de su propia recuperación y el diseñador de de un futuro próspero.
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