Capítulo 6
Caminaba sobre los adoquines de la calle, mirando el gentío a un lado y a otro, con el periódico bajo el brazo. Emmanuel-Joseph Sieyès tenía cincuenta y un años. Era de estatura media. Tenía la cabeza ovalada, y la piel, de un blanco muy pálido, estaba llena de arrugas. El pelo era corto y ondulado, y al igual que los ojos, de color café. Vestía, sobre el chaleco y la camisa blanca, frac y abrigo de paño oscuro y tacto dulce. Lo hacía lejos del tocado protocolario de los directores de la república: indumentaria escarlata con sombrero de ala ancha con plumas, estilo Enrique IV. Sieyès era uno de los cinco directores, pero ante todo, era un ciudadano más.
Una berlina le esperaba. Tenía una cabina cerrada, pequeña, de madera pulida con tinte negro, y dos farolas al frente. El chofer esperaba. Sujetaba las bridas de un caballo castaño, y vestía sombrero y un abrigo oscuro con una capa corta. Sieyès saltó un charco y se acercó a la portezuela del carruaje. Se subió al él, y el chofer arreó al caballo. La cabina se balanceaba, incómoda, con el asiento duro. Y de fondo, sólo se oía el sonido claqué que formaba las herraduras del caballo sobre los adoquines. Sieyès puso el tobillo de la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Formó así un tablero con las piernas, y sobre él, desplegó el periódico. Las noticias recogían todas las amenazas que sufría la república. Y la opinión pública culpaba a los directores de todos los males de Francia.
La Primera Coalición se re-editaba. La Segunda Coalición la formaban Gran Bretaña, Turquía, Nápoles, Austria y Rusia. Rodeaban Francia con las vértebras de los ejércitos, y constreñían con fuerza al hexágono, ahogándola en sí misma. Era sólo cuestión de tiempo. Las fuerzas extranjeras vencerían a los soldados galos, entrarían en París, y restaurarían el poder absoluto de los Borbones. El hermano del rey Luis XVI, el conde de Provenza, se proclamaría rey Luis XVIII de Francia.
¡Peor aún! La economía gala volvía a estar al borde del colapso. Los soldados franceses vestían harapos y no tenían suficientes armas. Las derrotas militares en Europa se sucedieron. Y el descontento del pueblo se generalizó. La crisis ya era aguda, y todos miraban a los directores. ¡Ellos!… ¡Ellos debían paga!…
El director Barras, arruinado por una vida llena de lujos excesivos, negociaba en secreto con los realistas. Millones de francos y un ducado por entronizar a Luis XVIII. Él, que en el pasado apoyó el golpe de Estado contra los realistas, y hasta anuló sus resultados en las elecciones, ¡ahora se vendía a ellos! ¡La república no importaba!…
Los clichyens continuaban reuniéndose en salones privados pese al golpe de Estado. La policía los vigilaba. Estaban vetados de la vida política francesa, pero las fuerzas permanecían intactas, solo reposaban. Sin embargo, los monárquicos no solo eran la única amenaza interna. Ahora más que nunca el gobierno necesitaba apoyarse en los más acérrimos republicanos si quería sobrevivir. Los jacobinos esperaron la llegada del momento, como un perro rabioso encadenado, para que la mano de la república lo soltara a morder a los monárquicos.
Ganaron las elecciones y se impusieron al gobierno. A arrepentido, los termidorianos impulsaron un nuevo golpe de Estado para alejarlos del poder. ¡Nada nuevo! Lo hicieron en el ’97 para evitar a los realistas; y lo hacían ahora, en el ’99, para alejar del poder público a los sucesores de Robespierre. Aún así, la cámara baja, el Consejo de los Quinientos, era mayoritariamente jacobina. Sieyès fue elegido director de la república, y se formó una nueva administración. Bajo la influencia del viejo Sieyès, la mayoría del Consejo de los Ancianos se opuso a los jacobinos. El abate lideraba la mayoría moderada de los Ancianos.
Sieyès detestaba el actual gobierno. Los termidorianos eran minoría. Eran moderados frente a realistas y jacobinos, pero ante todo, estaban podridos por la corrupción. Tarde o temprano caerían. Podían marginar a jacobinos y realistas, pero sus fuerzas seguían latiendo. Lejos de los asientos del directorio, conspiraban para ocuparlos.
Para el nuevo director, la república estaba mal organizada. Toda la situación en la que vivían era culpa del gobierno: la guerra, la crisis, la inseguridad,… Una nueva constitución, tal y como la plantaba Sieyès, daría solución a todos estos males. Sieyés no quería, además, la vuelta del absolutismo, y despreciaba el hedor herrumbroso de los jacobinos. Ambos, como una pinza a derecha e izquierda, asfixiaban la república. Y los termidorianos, disminuidos en fuerzas, poco podían hacer para impedirlo. Sieyès lo tenía claro: ¡debían defender a Francia frente a unos y otros! Para resolver todos los problemas, necesitaban una nueva constitución, una mejor organización y un líder. Uno carismático que impusiera soluciones. «Una espada —decía Sieyès—, Francia necesita una espada.» Pero ¿quién? Un general, sin duda. Pero ¿cuál? Hoche, el gran general defensor de la república, había muerto.
El carruaje aparcó frente al edificio en el que residía Sieyès. El director abrió la portezuela y bajó del escalón. Salió al encuentro el portero, corriendo detrás Sieyès.
—Ciudadano Sieyès —dijo con una sonrisa el portero—, ¿se ha enterado de la magnífica noticia?
—¿Qué noticia?
—El general Napoleón Bonaparte ha desembarcado en Francia.
Capítulos anteriores:
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
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