La crisis bancaria europea todavía no ha terminado y el Brexit ha vuelto a ilustrar los escombros de un sistema financiero normalmente camuflados bajo la
alfombra de las cienmilmillonarias inyecciones de liquidez de los bancos centrales. Lo reconoció ayer Mario Draghi, quien dijo estar preparado para proteger a las entidades financieras europeas y, muy en particular, a las italianas. En efecto, la banca transalpina acumula unos créditos morosos de 360.000 millones de euros, un tercio del total de la Eurozona. Los analistas estiman que serán necesarios al menos 40.000 millones para evitar que semejante agujero se lleve por delante al conjunto del sistema.
Y así, volvemos a las andadas del recurrente mercantilismo liberticida: privatizar beneficios y socializar pérdidas. No otra es la fórmula que desea emplear el gobierno italiano (exactamente la misma que utilizó el gobierno de España) para rescatar a sus entidades financieras. Por fortuna, en esta ocasión no le será tan sencillo a la kakistocracia italiana: desde 2016, la Eurozona ha prohibido las recapitalizaciones con cargo al contribuyente. Antes de echar mano a ellas, será menester que accionistas y acreedores internalicen sus pérdidas (es la conocida fórmula del bail-in que algunos invocamos para España en 2012).
Mas la entente entre Renzi y Draghi para socializar pérdidas puenteando la normativa comunitaria probablemente termine saliéndose con la suya: ambos burócratas coinciden en que imputar pérdidas a los inversores lastraría la capacidad futura de la banca italiana para seguir concediendo crédito barato. Pero acaso este sea el germen mismo del problema. A diferencia de lo acaecido en España o Irlanda, donde el descalabro bancario estuvo vinculado a una burbuja inmobiliaria, la morosidad italiana no se debe a ningún boom económico artificial: la renta per capita del país apenas ha crecido un 0,3% anual durante el último cuarto de siglo. Todo el crédito que sus bancos han canalizado a familias y empresas apenas se ha materializado en inversiones de bajísimo retorno, incapaces de generar los fondos suficientes para amortizar sus deudas.
El problema económico de Italia, pues, no ha sido la sequedad de crédito, sino la falta de oportunidades sanas de inversión: crecer exiguamente a golpe de endeudamiento insolvente. Lejos de preocuparse por la restricción crediticia que acarrearía el bail-in, sus dirigentes deberían ocuparse en impulsar un ambicioso paquete de liberalizaciones que multiplique sus oportunidades reales de inversión. No lo esperen: a la postre, el encargado de supervisar la banca y de facilitar este exiguo crecimiento dopado por deuda fue el propio Draghi durante su etapa como gobernador del Banco de Italia. Un modelo que, por cierto, es calcado al que está promoviendo ahora mismo para el conjunto de la Eurozona con sus políticas de flexibilización monetaria.
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