La pregunta que sirve como título a este post es fundamental para quien pretende aprender los conceptos de la escuela austriaca como un paradigma en la ciencia económica. La cuestión alude a dos preguntas: 1) ¿es posible separar la ideología de la ciencia?, y 2) ¿cómo es posible que existan ciencias sociales sin juicios de valor? De entrada, la respuesta a la pregunta planteada es no, la escuela austriaca se inscribe como un paradigma en la ciencia económica que busca explicar el cómo el sistema de la economía funciona como funciona. Por su parte, el liberalismo prescribe, nos dice cómo deberían ser las cosas. Así, el problema de entrada es la distinción entre lo que es y lo que debería ser.
Las ciencias sociales son ciencias en tanto que construyen explicaciones falsables, es decir, sujetas a contrastación y refutación sobre fenómenos comunicativos. Así, tanto Minsky como Garrison nos ofrecen, desde distintas perspectivas, una explicación sobre el mismo fenómeno, el ciclo económico. Ninguna de las dos es la verdad. Hablar de la verdad en términos rígidos implica clausurar la construcción de otras posibilidades. Sin embargo, ambas constituyen verdades científicas que están sujetas a la discusión, y que en dado caso, pueden considerarse como no científicas. De la misma forma, las no verdades científicas, en tanto que estén admitidas por una comunidad científica pertinente, no son desechadas, y se mantienen en el sistema de la ciencia. Como señala Kuhn, en el proceso de las revoluciones científicas, un paradigma que se asume como dominante por la comunidad científica, puede entrar en crisis cuando sus falencias teoréticas son detectadas y discutidas por los otros paradigmas. Luego, otro paradigma (con sus propias disputas internas) se valida como el dominante hasta que el proceso se repita. El proceso del conocimiento científico, en este sentido, no es teleológico ni avanza en una dirección prestablecida. Por el contrario, se construye conocimiento mediante las rupturas y falta de consenso.
La escuela austriaca de economía está inserta desde sus inicios no solo en una reacción contra las teorías clásicas del valor, sino contra el positivismo (y el historicismo). El positivismo, que se había cernido como una teoría y epistemología que recuperaba los métodos que por entonces utilizaban las ciencias físicas, había tratado de explicar los porqués de los hechos sociales, tratando de encontrar relaciones causa-efecto y generalizaciones que les permitieran predecir los fenómenos. Ellos habían asumido que los hechos sociales debían ser tratados como si fueran cosas (Durkheim), y que en el proceso de observación, el investigador debía suspender sus prejuicios. La reacción a este movimiento ocurre en Alemania, cuando pensadores como Simmel, Dilthey o Rickert, empiezan a hablar sobre una lógica de las “ciencias del espíritu” distinta a la de las “ciencias naturales”. El método de las ciencias del espíritu, según ellos, debía enfocarse en la comprensión del contexto en que el hombre está inserto, pues el hombre solo puede captar el mundo social desde dentro. Por supuesto que la propuesta de Menger recoge elementos de ambos lados: por un lado, pretende encontrar leyes causales válidas en todo tiempo y en todo lugar para explicar la economía, y por el otro, señala que solo el hombre es inicio y fin de la economía.
La propuesta de las ciencias del espíritu, sin embargo, nos dio la pauta para el surgimiento de la sociología comprensiva de Max Weber ya entrado el siglo XX. Weber piensa en la idea de producir conocimiento científico mediante el dualismo metodológico, es decir, buscar relaciones causa-efecto para explicar los porqués, como los positivistas, pero sin perder la dimensión comprensiva de la sociedad. Para Weber, las ciencias de la sociedad debían ser libres de juicios de valor, y en ese sentido, la labor del investigador era dejar claras desde un inicio sus posiciones políticas para “descontaminar su análisis”. De hecho, esos juicios de valor, según Weber, podrían ayudar a escoger un tema para investigar, pero nunca podrían estar presentes en la investigación. El juicio de valor está bien en las comunicaciones morales, religiosas, o ideológicas, pues lo que hace es distinguir entre el bien y el mal (que además cambia de persona a persona). El problema es que calificar de bueno o malo al Estado o al mercado, según sea el caso, no nos ayuda a entender cómo opera cada uno. Weber sabía que la labor del político y del científico son distintas. Y esto hay que decirlo porque el político se encarga de tomar decisiones vinculantes, mientras el científico puede explorar las consecuencias de haberlas tomado.
Un trabajo tan exhaustivo como el de Ludwig von Mises abrazó con fuerza la propuesta teórica y metodológica de Weber (ideas como los tipos ideales, la acción racional orientada a fines o el tema del cálculo económico, son conceptos que aparecen en las obras de ambos autores, como producto de una mutua influencia y admiración). Mises, como Weber, tenía claro que cuando hacía observaciones científicas, sus juicios de valor no podían ir de por medio. En este sentido, podemos separar trabajos como Teoría del Dinero y del Crédito, Socialismo o La Acción Humana, que son científicos, de La Mentalidad Anticapitalista o Liberalismo. En estos últimos se carece de rigor, y no hace falta tenerlo, pues se trata de obras de filosofía política, donde se examinan temas atinentes al deber ser antes que al ser. Lo mismo ocurre con los trabajos de Hayek, Camino de Servidumbre no es literatura científica, mientras que Precios y Producción sí lo es.
Es lamentable, sin embargo, que en una obra tan prolífica como la de Rothbard no hiciera estas distinciones. El cuidado que uno debe tener cuando lee Hombre, economía y Estado, o Historia del pensamiento económico debe ser permanente, pues entre muchas lúcidas reflexiones se encuentran conceptos y distinciones moralizantes. El hecho de que Hoppe, como alumno de Habermas y Rothbard recupere los puntos más débiles de cada uno (una ética discursiva que se convierte en libertaria y además se considera como “racional” y parte de la reflexión científica), debería hacernos pensar en qué términos discuten quienes abrazan el liberalismo.
Este texto no es un llamado a abandonar las propias convicciones, sino a tener claros los límites entre la ideología y la ciencia. Uno podría, hasta decir, como Vargas Llosa, que el liberalismo no es una ideología. El problema es que sí lo es, porque tenemos una serie de prescripciones que nos dicen cómo debería ser el mundo según nosotros, incluso en el supuesto de que implican instituciones que sirven como un marco para la libertad individual. Si esos límites se pierden, que puede pasar, como ocurre hoy en día en nuestras aulas universitarias, no es otro que el activismo termine comiéndose viva a la reflexión científica. Ya el siglo pasado desde el marxismo, Theodor Adorno nos decía:
Desde que todo grupo político-económico avanzado da por sentado que lo que hay que hacer es transformar el mundo y le parece una frivolidad interpretarlo, resulta difícil defender las tesis contra Feuerbach.
Adorno, por supuesto, está criticando a Marx cuando dice que los filósofos se habían dedicado a interpretar el mundo cuando de lo que se trataba era de transformarlo. Si muchos vemos en ciertas interpretaciones de Marx la mezcla constante entre ideología y ciencia, no quiere decir que nosotros no debamos tener claras las fronteras. Uno puede querer abolir el Estado para realizar la más completa utopía anarcocapitalista. El problema está en escribir un paper sobre cómo funciona la economía venezolana, y en vez de hacerlo decir que el Estado no funciona, que es la fuente de todos los males, y que todos los problemas los arreglaría el mercado. El tema es decir cómo es que las cosas funcionan como funcionan cuando uno hace ciencia, más no cómo deberían ser. Incluso para tener una opinión radical, uno debe tener claro qué es lo que quiere cambiar, cómo opera aquí y ahora, y si lo que está proponiendo es viable.
Uno de las dudas más comunes hoy en día la manifiestan ingenieros y científicos duros que dudan de la cientificidad de las ciencias sociales. Tienen razón si es difícil asir un objeto de estudio como la sociedad, cuando la mayoría de los cientistas sociales no son capaces de definirla, ni de definir una unidad de observación. Sin embargo, una vez que sabemos que la sociedad no es un conjunto de individuos ni de relaciones sociales, sino una serie de comunicaciones codificadas (Luhmann), es que podemos tener claridad conceptual. Mientras más herramientas teórico-metodológicas tengamos encaminadas hacia realizar observaciones de segundo orden (observaciones de observaciones, como decía von Foerster), que estemos seguros de que la sociedad opera mediante sistemas altamente diferenciados (economía, política, derecho, moral, religión, salud, educación…), y que estemos dispuestos a examinar cómo es que opera un sistema antes que buscar culpables o prescripciones, tendremos una ciencia separada de la ideología.
El original se encuentra aquí.
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