Posiblemente han escuchado hablar alguna vez del mito de Procusto. También conocido como Damastes, Polipemón o Procoptas, este era, según la mitología griega, hijo de Poseidón y dueño de una posada en las colinas de Atenas o de Eleusis, según la versión. El peculiar posadero era conocido por secuestrar a sus huéspedes por las noches, atándoles al lecho de hierro donde dormían. Como quiera que la cama rara vez se ajustaba exactamente al viajero, Procusto —’el estirador’ en griego— le encajaba a las bravas en su siniestro catre, bien aserrándole las extremidades cuando era muy alto, bien descoyuntándole a martillazos para estirárselas, cuando era bajo. Pues bien, algo así ocurre con la economía del comportamiento, galardonada este año con el Nobel a Richard Thaler, que trata de encajar la riqueza de la acción humana en el modelo matemático, en vez de replantear toda la teoría económica.
La principal virtud que los economistas de esta nueva rama del pensamiento económico reclaman para su teoría es la incorporación en el análisis de la toma de decisiones de supuestos mucho más realistas por recurrir a la psicología. De este modo, hablan de ideas como (i) la racionalidad limitada, donde entran los sesgos cognitivos, (ii) las preferencias sociales, donde introducen la justicia o la equidad como elementos considerados en la toma de decisiones, o el (iii) escaso autocontrol típico de los humanos, para explicar por qué nuestro comportamiento se desvía contumazmente del que predicen las matemáticas de quienes dominan las cátedras de economía. Sin embargo, lejos de aprovechar su aportación al mejor entendimiento de la conducta económica, se aferran a la teoría ‘mainstream’ y tratan de amoldar el comportamiento de las personas al modelo, como Procusto y su funesto lecho.
Un ejemplo paradigmático lo tienen en la obra más divulgativa de Thaler, escrita con el asesor de Barack Obama en temas regulatorios, Cass Sunstein,y titulada originalmente ‘Nudge’ —en español, ‘Un pequeño empujón’ (*)—. Lo que estos autores entienden por ‘empujoncitos‘ o ‘nudges’ son condicionamientos especialmente diseñados para alterar el comportamiento de las personas de un modo predecible y sin tener que recurrir a prohibiciones explícitas, sanciones, multas o incentivos económicos. Lo llaman ‘arquitectura de la elección’ y la teoría subyacente es que el Estado puede beneficiar al que recibe el ‘empujoncito’ a la vez que en apariencia respeta su libertad, ya que no le fuerza a hacer nada en concreto. ¿No es inquietante? ¿No suena a manipulación, evocando experimentos de control mental de las películas de la Guerra Fría?
La idea central de la aplicación de la economía del comportamiento a las políticas públicas es, pues, que una élite política, conformada en gran medida por académicos de izquierdas, científicos sociales o profesores de derecho de universidades vinculados a la Administración —como Sunstein—, tiene la potestad de decidir lo que es mejor para la mayoría de los ciudadanos. Se trata de un paternalismo que poco tiene de liberal —’libertarian’ en inglés—, como claman sus proponentes, y mucho de socialista —en inglés, ‘liberal’—, porque son ellos los que saben qué es mejor para nuestra salud y felicidad. Y por eso, aun sutilmente, estamos obligados a someternos a sus diseños y seguir sus esquemas. Porque es por nuestro propio bien. Cabe cuestionarse qué virtud los hace merecedores del título de ‘arquitectos de la elección’ y por qué una persona normal no puede reclamarlo para sí misma.
Permítanme citar ‘in extenso’ a Alexis de Tocqueville, que en un pasaje de su ‘Democracia en América’ alertó como nadie sobre las consecuencias de este paternalismo liberal, que más bien es despotismo amable, pues “sobre estos ciudadanos destaca un poder tutelar inmenso, que se arroga la responsabilidad de asegurar su felicidad y vigilar su destino. Ese poder es absoluto, minucioso, regular, previsor y amable (…) La voluntad del hombre no es destruida, sino suavizada, doblegada y guiada; los hombres rara vez son forzados por él a actuar, pero están continuamente reprimidos de hacerlo. Tal poder no destruye, pero previene la existencia; no tiraniza, pero aprieta, debilita, apaga y adormece un pueblo, hasta que cada nación es reducida a nada mejor que una grey tímida e industriosa de animales, de los cuales el gobierno es el pastor”.
Se preguntarán qué tiene que ver esto con la economía. Pues bien, la ciencia económica desarrollada por los teóricos de la rama del comportamiento es loa que ofrece la coartada científica a la manipulación, aportando a la causa del intervencionismo su particular lecho de Procusto. Y es que, según los economistas de esta rama de estudio, la ciencia ha demostrado la irracionalidad de las personas más allá de toda duda. Las personas cometemos errores en nuestros razonamientos muy a menudo. Y si la gente razona mal, argumentan Thaler y compañía, ¿cómo pueden esperar obtener lo que realmente quieren sin nuestra ayuda? Para ellos, el hecho de que el mercado les da precisamente lo que ellos mismos escogen tiene poco significado si esa elección resulta de la inconsistencia lógica y del pensamiento defectuoso.
Las personas cometemos errores lógicos frecuentemente. Es más, habitualmente nos mostramos en pugna con nosotros mismos, debatiéndonos entre nuestro yo impulsivo, adolescente, que lo quiere todo aquí y ahora, y otro yo más templado, maduro, que tiene en cuenta el largo plazo sin importarle sacrificar el corto. Además, estamos sujetos al efecto ‘encuadre’, según el cual elegimos de forma distinta dependiendo de cómo nos presenten las diferentes opciones. Y, además, por si no fuera poco, rara vez disponemos de toda la información relevante para tomar una decisión informada. Todo ello es indudable y, en cierta medida, es uno de los motivos por los que el comportamiento humano no se puede modelar matemáticamente, pese a la insistencia de la corriente mayoritaria de economistas, que se empeña en caminar en círculos en torno a supuestos que no reflejan la realidad.
Acierta, pues, el reciente Nobel cuando afirma que “para hacer buena economía, uno tiene que tener en cuenta que las personas somos humanos”. No en vano, la crítica a los modelos dominantes en la economía actual, y sus nefastas consecuencias, es un tema recurrente en este blog. Sin embargo, Thaler y, en general, la escuela de la economía del comportamiento continúan siendo rehenes del mismo modelo teórico defectuoso. Porque, en el fondo, lo que afirman es que, a menos que alguien cumpla a la perfección los estrechos criterios de racionalidad definidos en los libros de texto para modelar al ‘homo oeconomicus’, no está escogiendo realmente en el sentido más estricto del término. Y eso es porque somos presa de todo tipo de sesgos psicológicos que limitan nuestra racionalidad.
Pero, como decía Friedrich A. Hayek, “antes de que podamos explicar por qué las personas cometemos errores, debemos antes explicar por qué deberían acertar”. Y es que la definición estándar de racionalidad de la teoría dominante, a la sazón, que el ser humano siempre es consistente, tiene una preferencia definida sobre todas las cosas que puede hacer, no exhibe un sesgo particular por el consumo inmediato, es tan egoísta o altruista como el resto de nosotros, etc., es una quimera. Ese conocimiento está al alcance de cualquiera que tenga hijos adolescentes, no hace falta ser premio Nobel. Lo que Thaler ha descubierto tiene poco que ver con que la gente sea racional o no, sino con la premisa falsa de la economía ‘mainstream’ de que las preferencias individuales son constantes. Tengan en cuenta que la constancia es la condición ‘sine qua non’ para comprimir esas preferencias en una fórmula matemática.
Los economistas del comportamiento pierden, pues, la ocasión para denunciar la irrealidad de tales supuestos y, lo que parecía un desafío serio al credo de la economía ‘mainstream’, cuestionando la naturaleza constante de las preferencias humanas, en realidad ha dejado intacto el dogma, limitándose a modificar a martillazos la formulación matemática y a recetar ‘trucos’ legales y regulatorios para que el comportamiento del consumidor se ajuste mejor a lo que predice la ecuación. Es decir, planteando dudas sobre la capacidad de las personas para hacer uso apropiado de su cerebro, el Nobel puede estar abonando el terreno, aun con buenas intenciones, a la introducción del control estatal para protegernos a los ciudadanos de nosotros mismos y de nuestra racionalidad imperfecta. Control estatal que, personalmente, me asusta. Y mucho.
(*) Richard H. Thaler, Cass R. Sunstein. ‘Un pequeño empujón: el impulso que necesitas para tomar mejores decisiones sobre salud, dinero y felicidad’, Taurus.
de Instituto Mises http://ift.tt/2AJzS7t
http://ift.tt/2ALE6vg
de nuestro WordPress http://ift.tt/2ALicIo
http://ift.tt/2ALE6vg
Blogs replicados, Euribe, Instituto Mises, mises
No hay comentarios:
Publicar un comentario