La idiosincrasia española viene dando desde antaño sistemas e instituciones económicas, sociales y políticas propias y características. Así por ejemplo, en el ámbito institucional, España goza de una organización territorial del Estado única denominada “Estado Autonómico” o del las autonomías, creada ad hoc en un momento histórico determinado como algo intermedio entre un Estado unitario y un Estado descentralizado. Otra de estas creaciones propias, pero en el ámbito político, es el concepto y la idea del “conservadurismo liberal”, cuyos orígenes se remontan al siglo XIX con las Cortes de Cádiz y posteriormente con la figura de Cánovas del Castillo, y que actualmente dominan la ideología propia de la derecha española.
Sería pues el mencionado Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) y posteriormente otros políticos como Antonio Maura y Montaner (1853-1925) y José Calvo Sotelo (1893-1936), los que desarrollarían y aplicarían una teoría política basada también en algo intermedio entre el liberalismo político y el conservadurismo social y económico. Y es que estos políticos optaron por lo peor de ambas doctrinas políticas. Ello ha llevado a que la derecha actual en España se caracterice por la defensa de un liberalismo político “afrancesado”: fuertemente nacionalista, centralista, estandarizador e igualitarista; y por un conservadurismo económico fuertemente intervencionista (asimismo estatista), partidario y defensor de la justicia social, siguiendo esa tendencia “pobrista” originaria de la Iglesia Católica, tendencia cuyo máximo exponente representó en el siglo XX la teología de la liberación.
En comparación, observamos que el conservadurismo liberal en el resto del mundo viene marcado, desde los años setenta, por dos políticos clave como fueron Ronald Reagan (1911-2004) en EEUU y Margaret Thatcher (1925-2013) en Reino Unido, basado en una mezcla entre el liberalismo económico de Milton Friedman y el conservadurismo social de Friedrich Hayek, (a este respecto cabe recordar la anécdota que cuenta que Thatcher, al poco de ser elegida líder del Partido Conservador, en un mitin se dirigió a un correligionario y sacando de su bolso Los fundamentos de la Libertad de Hayek, lo interrumpió y, golpeando el libro sobre el estrado, exclamó: ¡en esto es en lo que creemos!).
Por lo tanto para diferenciar este conservadurismo liberal en el ámbito español (basado en un liberalismo político y en un conservadurismo económico, el primero de corte centralista y ambos fuertemente estatistas), cabe usar otra terminología, concretamente la utilizada por el historiador y jurista Ángel López-Amo (1917-1956), como es el concepto de “tradicionalismo liberal” para referirnos a esa mezcla acertada entre el liberalismo económico (en concreto aquel cuyos orígenes se remontan a los escolásticos españoles del siglo XVI) y el conservadurismo político y cultural (cuyo origen se encuentra, en palabras del profesor Bastos citando a Erik von Kuehnelt-Leddihn, en el tradicionalismo carlista, auténtico representante de la derecha española y no, como popularmente se cree, por los falangistas y franquistas). Otros autores como el también jurista Álvaro d’Ors (1915-2004), seguiría en sus ensayos políticos esa tendencia tradicionalista (en lo cultural y político) y liberal (en lo económico).
– II –
Deviene necesario pues hacer un análisis de los orígenes de este tradicionalismo carlista y de ese liberalismo económico del siglo XVI propio de estos autores a los que podemos denominar “tradicionalistas liberales”.
En primer lugar, el carlismo tiene su origen a principios del siglo XIX como reacción tradicionalista de los partidarios del infante Carlos Maria Isidro ante las ideas reformistas y progresistas derivadas de la Revolución francesa y defendidas en España por los partidarios de Isabel II. El carlismo se caracteriza por la defensa del trilema: Dios-Patria-Rey y de los Fueros; frente a la aconfesionalidad, el nacionalismo y la centralización de los partidarios de Isabel II (o isabelinos) y posteriormente defendido por los liberales y actualmente por la derecha española.
Así pues, mientras los isabelinos defendían la aconfesionalidad del estado (cuando no, en algunos casos, un ateísmo radical) siguiendo esa tendencia anticatólica y anticlerical típica de la Revolución francesa que sustituyó por un lado el culto a Dios por una adoración cuasi-religiosa, fanática y mística a una nueva “diosa” que sería la razón, y por otro lado la lealtad a la religión por la lealtad al Estado; los carlistas seguían defendiendo su creencia en Dios y su catolicismo. Y es que la religión siempre fue enemiga de la uniformidad y del igualitarismo tan defendido por los liberales españoles “afrancesados” y por la actual izquierda política. Esto es debido a que la religión ha sido siempre un límite al poder temporal; que la legitimidad del poder fuese divino implicaba que este poder era limitado, ya que estaba sujeto y sometido a la ley natural o divina, una ley que ningún gobernante ni rey puede cambiar y saltarse a su antojo. Además, en el ámbito católico, la existencia del papado implicaba otro límite político y moral externo al poder temporal, junto con la propia organización eclesiástica y las comunidades religiosas dentro del Estado, que suponen otro límite interno al poder. Es por ello que el Estado moderno llevó a cabo la persecución religiosa, la separación Iglesia-Estado (relegando la primera al ámbito estrictamente personal) o la estatalización de la religión (como por ejemplo los anglicanos en Inglaterra), para tenerla totalmente anulada y controlada.
Por otro lado, mientras los liberales españoles eran fuertemente nacionalistas, los carlistas eran defensores de un convencido patriotismo. Cabe distinguir estos dos conceptos, usados erróneamente muchas veces como sinónimos, y es que el nacionalismo es una ideología colectivista que exalta al individuo como miembro inseparable de un todo que es la nación como comunidad política o grupo de personas concretos, caracterizadados por unas características sociales, culturales e históricas propias e identitarias, en muchas ocasiones recurriendo para su justificación al misticismo y derivando normalmente en un auténtico etnicismo, racismo o xenofobia, con la única intención de constituir o mantener un Estado. Sin embargo, el patriotismo es un sentimiento individual de pertenencia o apego a la tierra natal o a un territorio físico determinado. El patriotismo da importancia al país como territorio, y por lo tanto a un patriota no le importa, e incluso es partidario, de la existencia de numerosas nacionalidades en su territorio, ya que entiende que la variedad puede enriquecer económicamente y culturalmente a su país y que sus orígenes históricos deben de ser respetados. Así pues, se observa ese patriotismo en el carlismo del siglo XIX en España, que respetaba y reconocía las diferencias culturales y costumbristas del territorio español a través de los Fueros; en el patriotismo típico de los EEUU, que reconoce la existencia de diferentes estados dentro de su país; o de las familias monárquicas y de los ultraconservadores europeos, como fue el caso de von Matternich, príncipe del imperio austriaco contrario al nacionalismo y a todo aquello que tuviese que ver con la Revolución francesa, además de enemigo declarado de Napoleón I. Y es que ese antinacionalismo suele ser propio y coherente entre monárquicos y tradicionalistas, ya que la monarquía es básicamente una institución supranacional, debido a que las familias reales y los reyes suelen ser extranjeros que reinan y/o gobiernan en países o territorios que no son los suyos propios de nacimiento u origen; véase por ejemplo la Casa de Borbón, de origen francés y que reina en España; la Casa Grimaldi, de origen italiano y que reina en Mónaco o la Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha, de origen alemán y que reina en Bélgica.
Otra de las características del carlismo es la defensa de la monarquía tradicional frente a la monarquía parlamentaria o al republicanismo de los afrancesados decimonónicos; considerando a la monarquía (consustancial a la patria y al espíritu católico) como la mejor forma de gobierno. Sin embargo, los carlistas no defendían el origen divino del rey, sino el origen divino del derecho, expresado en los principios básicos de derecho natural; así el rey pasa a estar limitado por normas o instituciones de origen divino, por lo que no puede saltarse la ley discrecionalmente; de echo en la época medieval, en caso de que el propio rey vulnerase la ley, estaba justificado su deposición o hasta el tiranicidio, lo que demuestra la preeminencia de la ley sobre el rey y por lo tanto como esta constituye un límite al poder temporal. Además otros autores como Hans-Hermann Hoppe añaden que la monarquía es una forma de gobierno mucho más deseable, justa y preferible (en términos pragmáticos y económicos) que la democracia, ya que la monarquía, al ser una institución privada, esta mejor gestionada y es menos intervencionista y restrictiva de la libertad individual que el sistema democrático, por razones principalmente de preferencia temporal.
Añadir que una consecuencia de la existencia de una monarquía es la existencia de una aristocracia o nobleza, que siempre representó límites personales al poder del monarca o del Estado, por ello gran parte de las revoluciones llevaron algún tipo de aristocidio, además del regicidio. En este sentido cabe destacar la aportación de López-Amo sobre el papel positivo de la nobleza en la sociedad como un factor de estabilidad, progreso social y referente en lo relativo al comportamiento y el establecimiento de determinadas costumbres y buenos usos; esto fue destacado también por otros autores como Hoppe y Hayek.
Por último, mientras los liberales españoles defendían y defienden la centralización, el estatismo y la uniformidad tanto institucional como cultural; los carlistas defendían la descentralización y la diversidad de costumbres y usos a través de los Fueros (tanto regionales como locales). Si de algo se caracteriza el actual liberalismo conservador en España, que representa a la nueva derecha española, es principalmente su centralismo y estatismo, que antaño supuso una tendencia típicamente jacobina para conseguir el igualitarismo, intentando para ello acabar con los poderes regionales y locales, imponiendo una división territorial en departamentos o provincias y una lengua y educación única y estatal. Frente a esto, el carlismo defendió los Fueros, normas jurídicas que contenían las costumbres y usos, junto a otros privilegios o exenciones otorgados por el rey para un determinado territorio o lugar. Estos otorgaban autonomía legislativa y de gobierno y unos derechos a esos territorios y a sus habitantes junto al reconocimiento de sus propias instituciones histórico-culturales, siendo así el origen de los estados descentralizados y por lo tanto otro límite al poder central. Posteriormente, conservadores como el norteamericano John C. Calhoun retomarían esta idea defendiendo los derechos de los estados frente al poder centralizador del gobierno federal. Es por ello que Murray N. Rothbard reconocería los Fueros como una de las mayores aportaciones de la teoría política española a la humanidad.
Finalmente, añadir de manera somera otros aspectos que defendía el carlismo y que suponían límites al poder temporal y a la tendencia uniformadora del estado, como son instituciones típicamente tradicionalistas como la comunidad o la familia. Y es que ambas son instituciones deseables y necesarias para la transmisión de valores, principios y costumbres, de la moral, la educación, los gustos y el conocimiento, entre otras cosas; por ello, tanto la familia como las comunidades religiosas o locales, fueron fuertemente reprimidas por la Revolución francesa y por todo movimiento de tendencia centralista, ya que suponen un límite al poder hegemonizador innato a todo Estado.
Sin embargo, el carlismo y el tradicionalismo eran tremendamente partidarios de la doctrina social de la Iglesia y posteriormente del Estado y de la justicia social, defendiendo una visión paternalista y tremendamente intervencionista en materia económica; y ahí es donde yerran. Pero serían autores como los mencionados Ángel López-Amo o Álvaro d’Ors los que comenzaron a introducir la vertiente liberal (y no intervencionista) en lo económico a estos principios políticos y culturales de corte tradicionalista. Esto implica la defensa de la institución de la propiedad privada, como límite asimismo al poder, y de una teoría económica acertada que cree las condiciones necesarias para el desarrollo y el crecimiento económico y humano, siguiendo las teorías religiosas al respecto emanadas tras la reforma luterana y la contrarreforma católica, representada esta última a través de la Escuela de Salamanca del siglo XVI, antecedente histórico y cultural de la Escuela austriaca de economía, como hemos mencionado.
Los escolásticos españoles fueron pues los primeros en percatarse y articular una serie de principios que serían la base de la economía de libre mercado; principios y conceptos redescubiertos y desarrollados posteriormente por los economistas austriacos, como el principio de preferencia temporal, por parte del dominico Martín de Azpilcueta, que anticipa la teoría cuantitativa del dinero; la justificación del cobro de intereses de un préstamo por riesgo de impago, enunciado por el franciscano Juan de Medina; la teoría subjetiva del valor por Diego de Covarrubias; la relación entre precios y costes, junto al análisis crítico de la banca con reserva fraccionaria, llevada a cabo por Luis Saravia de la Calle; el concepto dinámico de la competencia entendido como rivalidad entre vendedores, y el descubrimiento de que los depósitos monetarios forman parte de la oferta monetaria, por el jesuita y teórico monetario Luis de Molina; la naturaleza dinámica del mercado y la imposibilidad de alcanzar un modelo de equilibrio, o el carácter distorsionador de la inflación sobre la economía real, por parte del también jesuita Juan de Lugo; la defensa del derecho natural y la no intervención abusiva del gobierno sobre el mercado, defendida por Juan de Mariana y la teoría del precio justo, junto al establecimiento de los principios consuetudinarios del Derecho internacional, todos ellos desarrollados por el fundador y miembro de la Escuela de Salamanca, Francisco de Victoria (1).
Estos escolásticos españoles del Siglo de Oro tendrían cierta influencia en el ámbito anglosajón en autores como John Locke, Richard Cantillon y hasta en cierta medida en Adam Smith; en al ámbito continental en algunos autores como J. B. Say, F. Bastiat, E. B. de Condillac y A. R. J.Turgot, y sobre todo y especialmente en la Escuela Austriaca de economía.
Y es que como dijo H. M. Robertson, fueron los escolásticos españoles, y concretamente la Orden de los jesuitas, los que favorecieron el espíritu empresarial, la libertad de especular y la expresión del comercio como beneficio social. No es difícil juzgar que la religión que favoreció el espíritu del libre mercado fue la católica, tras la contrarreforma por parte de estos teóricos españoles, y no los calvinistas como erróneamente estableció Max Weber. Este origen católico y español de los principios teóricos de la economía de mercado y de los elementos básicos del liberalismo económico fue reconocido también por el propio Hayek, gracias a la influencia de Bruno Leoni, en alguno de sus trabajos y hasta mencionado en su discurso de recepción del premio Nobel de economía en el año 1974 (2).
Por lo tanto es perfectamente compatible y coherente la defensa de un tradicionalismo político, social y cultural con la defensa de un liberalismo económico ya que, como se ha descrito y han demostrado numerosos autores, tienen hasta un mismo origen católico y español.
– III –
Por ello, para la actual derecha política, deviene necesario una vuelta a los orígenes y principios fundamentales de la auténtica derecha española (representada por el carlismo) en el ámbito social, político y cultural, pero adaptada a los conocimientos y desarrollos científicos de la economía, que parten desde los acertados análisis de los escolásticos de la Escuela de Salamanca y cuya heredera intelectual es la Escuela austriaca de economía. La derecha ha de volver pues a esa defensa originaria y a ultranza de la libertad y a ser la base del límite al poder temporal, además de portar los principios para el desarrollo económico y social; volver a ese antiestatismo y desconfianza al poder centralista y burocrático del Estado tan característico del tradicionalismo y que asimismo comparte el liberalismo económico, y que encuentran su contemporánea expresión en las obras de los mencionados Ángel López-Amo, Álvaro d’Ors y otros autores como Erik von Kuehnelt-Leddihn, Hans-Hermann Hoppe o el propio Murray N. Rothbard. La derecha ha de apartarse pues de la deriva izquierdista influenciada por las ideas jacobinas de centralismo, nacionalismo, estatismo y fuerte intervencionismo económico adoptadas por Cánovas del Castillo y otros políticos liberal-conservadores españoles. Y es que la auténtica derecha ha de ser realista, ha de buscar y encontrar lo enteramente válido y correcto e intentar restaurarlo, redescubriendo antiguas verdades y descubriendo y adaptándose a las nuevas, pero siempre con fidelidad a sus valores y principios. Ha de defender todo atisbo de libertad e individualidad frente al colectivismo y uniformidad tan típico de los jacobinos y del conservadurismo liberal español. La derecha ha de volver a esa tradición empírica y espontánea que da lugar al desarrollo social, económico e institucional que avanza de forma pausada pero segura, una tradición evolucionista basada en el método de prueba y error y no en el racionalismo cartesiano francés defensor de un desarrollo centralizado y dirigista que acaba siempre derivando en el más indeseable totalitarismo. Y es que aún que parezca paradójico, una próspera sociedad libre es una sociedad de ligaduras tradicionales, ya que la libertad no ha funcionado nunca sin la existencia de hondas creencias morales, normalmente aportadas por la religión. Como destaca el mencionado Kuehnelt-Leddihn:
La derecha pide libertad, una forma de pensar libre y sin prejuicios; dispuesta a conservar los valores tradicionales (en tanto sean auténticos valores); con una visión equilibrada de la naturaleza humana, asumiendo que ni es un demonio ni un ángel, insistiendo en la particularidad de que todos los seres humanos que no puede moldearse ni ser tratada como un simple número o cifra (3)
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- Jesús Huerta de Soto, La escuela austriaca, mercado y creatividad empresarial (EDITORIAL SÍNTESIS, Madrid, 2012), pp. 55, 62.
- Huerta de Soto, La escuela austriaca, mercado y creatividad empresarial, 54, 55.
- Erik von Kuehnelt-Leddihn, Lefttism, From de Sade and Marx to Hitler and Marcuse (ARLINGTON HOUSE PUBLISHERS, New Rochelle – Nueva York, 1974), pp. 36, 46.
Bibliografía:
Hans-Hermann Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural, UNIÓN EDITORIAL, Madrid, 2012.
Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, UNIÓN EDITORIAL, Madrid, 2017.
Ángel López-Amo, El principio aristocrático, SEPREMU, Murcia, 2009.
Álvaro d’Ors, Ensayos de teoría política, EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA S.A., Pamplona, 1979.
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