jueves, 13 de abril de 2017

Legítima defensa y linchamientos: una visión libertaria desde el Derecho., por Mises Hispano.

 «¿Hasta dónde alcanza el derecho de un hombre a defenderse a sí mismo y sus propiedades? La respuesta básica debe ser: hasta el punto límite en que sus acciones defensivas comienzan a incidir en los derechos de propiedad de terceros. Sobrepasado este límite, su “defensa” constituiría una agresión delictiva de la justa propiedad de otros, que éstos podrían, a su vez, defender contra el invasor».

Murray N. Rothbard, La ética de la libertad (2009).

Desde sus orígenes, la legítima defensa ha sido reconocida como el derecho que tiene un ser humano para defenderse de un ataque ilegítimo por parte de otra persona a su vida, libertad y propiedad. Esa fue la concepción dada en el derecho romano, la cual era más de tipo privatista, siendo legítimo contrarrestar la violencia con la violencia, según comenta Grisanti (2011:130-131), no dando un enfoque más hacia el derecho público como hoy se acepta en la perspectiva de la dogmática penal mainstream, así como demás aspectos del derecho penal general y la teoría del delito.

Uno de los fundamentos teóricos de la legítima defensa que se da, se basa en el iusnaturalismo, es decir, en la teoría del derecho natural que tiene una persona, basado en el libre albedrío (que puede verse desde una perspectiva racional puramente o teológica), a defender su vida, libertad y propiedad. Cada persona tiene el derecho de defenderse ante cualquier agresión actual o inminente (entiéndase, próxima, en dicho iter). En virtud de ello, cuando el Estado falla en la protección de los derechos de las personas, fundado en un contrato social (inexistente, cabe destacar, y el cual nadie suscribió per secula seculorum, ni tiene efectos mortis causa), ellas son libres de defenderse y repeler cualquier ataque a su individualidad. Por ende, si la defensa pública que realizan los órganos (in)competentes estatales es ineficaz para defender los derechos de una persona, dada las circunstancias, se verifica el ejercicio de la legítima defensa. Es una forma de ejercer la defensa privada ante un acto espurio de un tercero que arremete contra la vida, libertad y propiedad nuestra, no siendo verificable dada la irregularidad, actualidad o inminencia de la agresión, la activación del aparato estatal.

No obstante, la posibilidad de defensa propia no nace de la omisión del Estado en sí en el resguardo de la persona, sino que es un derecho natural ante cualquier ofensa ilegítima ante bienes jurídicos protegidos, los cuales desde una visión de la filosofía política libertaria son la vida, la libertad y la propiedad, siempre fundadas en la justicia como fin perseguido por el derecho, como formación paulatina, es decir, orden espontáneo. Es un derecho el defenderse de un ataque infame y contrarrestar el mismo, no siendo penalmente reprensible puesto que qui iure suo utitur neminen laedit (quien hace uso de su derecho, a nadie lesiona). Mal podría una persona permanecer pasiva ante un ataque ilícito, pudiendo defenderse, porque exista una obligación impuesta (mandato coactivo) por el Estado a que debe esperar su actuación. De igual manera, la influencia del derecho canónico y la escolástica comenta esa facultad para defenderse ante transgresiones a nuestros derechos, de lo cual Tomás de Aquino comentaba en la Summa Theologiae (1990: 536-537):

Ahora bien: del acto de la persona que se defiende a sí misma pueden seguirse dos efectos: uno, la conservación de la propia vida; y otro, la muerte del agresor. Tal acto, en lo que se refiere a la conservación de la propia vida, nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser conservar su existencia todo cuanto pueda.

En virtud de lo expuesto, ¿qué es entonces la legítima defensa? Según el criterio de Arteaga (2011: 272), es “la defensa necesaria ante una agresión ilegítima, actual o inminente, que no haya sido suficientemente provocada”. Básicamente, la legítima defensa es aquella causa de justificación, natural a la dignidad humana, que ejerce una persona para defender, proteger y repeler de forma legítima y proporcional, el injusto ataque que, actual o próximo, realiza un tercero a su vida, libertad y propiedad. Es un deseo natural, inherente a la naturaleza humana, asociada a la razón, querer preservar los derechos que se tienen. Las Siete Partidas, leyes dadas por el rey español Alfonso X (1252-1284), “El Sabio”, bien establecían en lo relativo a los homicidios, en su título VIII de la séptima partida (2006:101), que:

Ley 2: Matando algún hombre o mujer a otro a sabiendas, debe recibir pena de homicida, bien sea libre o siervo el que fuese muerto, fuera de sí lo matase defendiéndose, viniendo el otro contra él trayendo en la mano cuchillo sacada o espada o piedra o palo u otra arma cualquiera con que lo pudiese matar. Y entonces si aquel a quien acometen así, mata al otro que le quiere de esta manera acometer, no cae en pena ninguna por ello, pues natural cosa es y muy conveniente que todo hombre tenga poder de amparar su persona de muerte.

Es de considerar, en este orden de ideas, que los elementos característicos de la legítima defensa, de conformidad con la dogmática penal dominante son tres (3): a) Agresión ilegítima por parte de quien resultara ofendido por el ejercicio de tal facultad; b) Necesidad del medio empleado por parte del que se defiende de dicho ataque injusto; y c) Falta de provocación suficiente por parte de quien ejerciere la defensa propia.

En alusión al primer elemento (a), es de señalar que dicho ataque debe ser injusto, es decir, una agresión a los derechos de una persona, careciendo de cobertura normativa, es decir, jurídica, no siendo dicha agresión en ejercicio de un derecho o profesión (como la madre que reprende a su hijo mediante un regaño, o el médico que hace una incisión en una intervención quirúrgica consentida). Debe provenir de un ser humano contra otro porque es quien actúa.

Aunado a ello, ninguna forma colectiva puede de igual manera actuar y, por ende, ejercer tanto la legítima defensa como ser objeto de ella. En este entramado se encuentran las personas jurídicas, el “Estado”, “Nación”, “Pueblo”, “Sociedad”, entre otras abstracciones, ficciones y demás entelequias. Comenta Roxin (1997:258-259) que las personas jurídicas carecen de una sustancia psíquico espiritual, de modo tal que no pueden manifestarse y, por ende, no son sujetos activos de delito; son los individuos quienes actúan y piensan.

El ejercicio de la legítima defensa debe realizarse en agresiones actuales o inminentes. Esto se traduce en que la actuación debe ser ante un ataque inmediato, vigente, actual, o que se encuentre muy próximo a realizarse en el derrotero razonable de la misma, y no una acción muy posterior al ataque ilegítimo. Debe ser algo momentáneo en consideración que, si se dilata de forma prolongada en el tiempo, dejando de lado su actualidad o inminencia, sería una vendetta, una venganza, concretamente. Se terminaría traduciendo en un acto de retribución de mal por mal. Es por ello que la idea de la legítima defensa en casos como la denominada “guerra preventiva”, es un absurdo, en virtud que no ha nacido el hecho que dé vida al ataque ilegítimo efectivo, real y presente o apremiante, muy próximo y cercano para ejercer dicha facultad defensiva, en primer lugar, o realizar un ataque muy posterior a dicha agresión, en segundo lugar. Para Grisanti (2011: 141) “la legítima defensa no procede frente a situaciones pasadas o neutralizadas, pues sólo cubre reacciones defensivas y no reacciones coléricas o vengativas”.

Ahora bien, en alusión al segundo elemento (b), relativo a la necesidad del medio empleado por parte del que se defiende de dicho ataque injusto, su función debe ser la de frenar, paralizar, impedir la agresión injusta. Es el caso que Rodríguez (2007:322) expresa que debe ser imprescindible la necesidad de defensa para “salvar el bien jurídico”, lo cual se traduce en la “inexistencia de otro medio para preservar el bien jurídico de que se trate”. Es una necesidad racional, moderada, no procurando un mal mayor al necesario, es decir, defenderse de forma proporcional.

Siguiendo la argumentación esbozada, dicha proporción, según Arteaga (2011:283), no debe valorarse en términos cuantitativos o matemáticos, sino teniendo una base razonable en virtud de las circunstancias de tiempo, modo y lugar de cada caso. Con esto no se procura que la persona realice un cálculo preciso de su actuación defensiva, en virtud de lo extraordinaria e irregular de la situación, sino que, intente mantenerse dentro de lo razonable y necesario del momento, impidiendo o repeliendo la agresión. Es por ello que, en favor de la proporción en el ejercicio de la defensa propia Tomás de Aquino (1990: 537) explica que:

Sin embargo, un acto que proviene de buena intención puede convertirse en ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente, si uno, para defender su propia vida, usa de mayor violencia que la precisa, este acto será ilícito. Pero si rechaza la agresión moderadamente, será lícita la defensa, pues, con arreglo al derecho, es lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazada. No es, pues, necesario para la salvación que el hombre renuncie al acto de defensa moderada para evitar ser asesinado, puesto que el hombre está más obligado a mirar por su propia vida que por la vida ajena.

En esta línea de pensamientos, resulta imperativo entonces hacer mención al tercer elemento, fundado en la (c) falta de provocación suficiente por parte del que ha obrado en legítima defensa. Esto implica que el atacante no haya sido provocado de manera tal por parte de quien pretenda ejercer la defensa propia, siendo más una reacción del atacante, que una acción propiamente, nacida de la consciencia del individuo agresor. Puede haber cierto grado de provocación, pero que este no sea de un nivel tan alto como para que se vea inclinado a motivar fundadamente el ataque ante quien se presume la reacción defensiva. De lo contrario, sería una verdadera provocación y no habría legítima defensa. Es por ello que una incitación o excitación en gran medida podría despertar el deseo o necesidad de atacar, no pudiendo ampararse la víctima en dicha causa excluyente de la antijuricidad.

No obstante, ¿qué expresar sobre el momento en que logramos repeler o impedir la situación, neutralizando al atacante? Hay un aspecto polémico sobre ello que se tiende a relacionar con la defensa propia o legítima defensa.  Es el caso concreto, de conformidad con la temática comentada, del linchamiento. Vale señalar que “linchar”, siguiendo la definición de la RAE significa: “Ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo”.

Teniendo como base lo señalado a priori, entonces, ¿a qué se deben los linchamientos? Se considera que los mismos obedecen al problema del monopolio estatal. Cuando Max Weber (2009:83-84) expresa que el Estado es aquella organización que tiene el monopolio de la violencia legítima en un determinado territorio, en cierta manera, da en el clavo porque recalca que el Estado es violencia, sin embargo, mal se puede tener un monopolio sobre un bien o servicio y, concretamente, sobre la violencia. Es una contradicción a la naturaleza de las cosas, que cercena la libertad y competencia. Dentro de ese monopolio de la violencia, el Estado de igual manera se reserva la potestad de administrar justicia o jurisdicción (entiéndase, iuris-derecho, y dictio-decir, básicamente, “decir el derecho”). Es por ello que Herrán (2010:333) explana, en alusión al concepto de jurisdicción como el “poder irrevocable y definitivo ejercido por los jueces y magistrados dentro de una estructura de resolución de conflictos rogados o con intervención de oficio, complicado por el desarrollo de una legislación inflacionaria y el desmoronamiento del concepto tradicional de Derecho”.

En relación con ello, cuando el Estado falla en prestar ese servicio, crea un estado de indefensión e impunidad, que puede mezclarse con miedo, dolor y rabia. De estas emociones humanas pueden salir las peores atrocidades, las cuales, la historia narra sobremanera. Cuando la gente no tiene seguridad jurídica (certeza en el cumplimiento de las normas que amparen sus derechos, recordando ideas de Bruno Leoni [2011:113-114]), por un lado, y siente que no hay justicia (no se le da a cada quien lo que le corresponde, siguiendo un poco al jurista romano Ulpiano), por el otro, como de igual manera que no se persigue y sanciona a quienes violentan su vida, libertad y propiedad, estos procuran defenderse dada la ausencia del aparato estatal para protegerlos.

El punto es que hay un límite entre lo que es la legítima defensa de sus derechos en general, y otra muy distinta la de perseguir, sancionar y ejecutar al victimario. La naturaleza de la defensa propia se sustenta en la razón, así como en repeler el ataque o impedirlo, en búsqueda de neutralizarlo, contenerlo y controlarlo, más no en convertir el acto en un enfrentamiento propiamente, en una batalla campal. En una manifestación de ira, violencia exacerbada y, en definitiva, muerte. La defensa propia o legítima defensa es una forma de autotutela personal, por ende, el linchamiento que es un cúmulo de acciones de un grupo de individuos, es decir, una manifestación colectiva, mal puede ser una defensa legítima en virtud que no se dan las condiciones explicadas.

La reacción ante una agresión debe ser de tipo defensivo, y no ofensivo por antonomasia, lo cual se traduce que el sentido de preservación, de réplica necesaria y proporcional que conlleva a un animus defendendi (intención de defensa), no a un animus nocendi (intención de dañar), laendi (lesionar), ni por demás, a un animus necandi (intención de matar), puesto que eso ya es un crimen previsto y sancionado por el derecho penal sustantivo.

Es por ello que, en relación con lo anterior, cuando un grupo de personas se unen momentáneamente para aprehender un malhechor y atentar contra su integridad física, no razonan de forma tal que se dejan llevar por sus pasiones, por un arrebato de dolor o furia que se materializa en una agresión tan vil como la que pudo haber cometido el castigado. Sumado a ello, dicho linchamiento se hace en grupo, es decir, con agavillamiento, no dando posibilidades de defensa, por un lado, y por el otro, obrando con alevosía, al tener una considerable ventaja sobre el oponente, o sea, actuando sobre seguro y sin riesgo latente.

Ahora bien, dicha actuación haría reos de delito a sus responsables, individualizando la responsabilidad de cada uno y sin figuras absurdas como la infame responsabilidad correspectiva, en virtud que la acción humana es individual, sumado a que en el derecho penal la imputación es personalísima, no pudiendo la sanción trascender más allá del infractor, lo cual se traduce, en que “no deben pagar justos por pecadores”, aforismo popular. A pesar de ello, esta problemática entraña un conflicto medular, y es el relativo a la ineficiencia del aparato del Estado para evitar este tipo de delitos, que son una concausa de otros. Cuando la impunidad se hace ley, el caos aparece, dada la desconfianza de la víctima hacia el “leviatán”, especialmente cuando un Estado forajido promueve, auspicia y fomenta la delincuencia.

Si el Estado brilla por su ausencia cuando una persona comete un delito, es natural que crezca la indignación y obstinación de las personas que, llevadas por sus emociones y adrenalina, arrasen con el esquema jurídico y moral pasando por encima cualquier orden, de modo que sobrepongan su visión de lo que es “justicia”. Es una forma de castigo de tipo retributivo donde se devuelve mal por mal, es decir, una especie de Código Hammurabi o ley del Talión, cuya base, en algunos aspectos, puede ser represiva y draconiana.

Concretamente, resulta imperativo expresar que el linchamiento es un delito donde una turba de personas atenta contra la integridad personal de otra, quienes, de forma sumaria, en gavilla, con alevosía y ensañamiento, crean la norma aplicable para el momento, siendo a su vez “juez y parte” (vulnerando un principio general del derecho, comprometiendo la objetividad e imparcialidad), así como verdugos del “imputado”. Es una manifestación de la ruptura del orden moral y anulación transitoria (o no) de la carga axiológica de quienes ejercen dicha acción delictiva. Es de expresar que la acción humana desplegada es el acto de aprehender violentamente para juzgar, sentenciar, sancionar y ejecutar al presunto responsable, de acuerdo a la interpretación de los hechos particulares, e hipotéticos del momento.

Es un retorno al estado de naturaleza hobbesiano, de base animal e instintiva, negando la razón como elemento ontológico del ser humano, así como la moral (con base colectiva) y la ética (con fundamento individual) inveterada, como desde luego, imbricada en la dignidad humana. Es por antonomasia una regresión a conductas incivilizadas que vanaglorian el odio, la venganza, la guerra y la sangre, transgresoras supremas del orden espontáneo y, en consecuencia, del origen evolutivo de las instituciones (formaciones, desde la terminología hayekiana [2006:43-44]) sociales, tales como la sociedad, el derecho, la moral, el mercado e, incluso, la propiedad como derecho de autoposesión.

No se debe confundir entonces los conceptos de legítima defensa y linchamiento, puesto que sus concepciones prácticas son muy distintas, por un lado, y por el otro, su ratio essendi intrínseca es diametralmente opuesta. Cabe destacar que instigar, avalar o hacer apología de tales comportamientos es pretender legitimar, falazmente, un culto a la sinrazón y la muerte, de lo cual se ha tenido suficiente en la historia de la humanidad, siendo su actual, mayor y principal promotor: el estatismo.

En esta línea de pensamiento, lo que se pretende es aclarar lo atinente a la legítima defensa, como una figura amparada por el derecho propiamente, a diferencia del linchamiento, el cual es un ilícito. Toda persona que no actúe en las condiciones de legítima defensa ante una agresión injusta, y pretende posteriormente atacar en grupo a un criminal que, según sus elucubraciones personales, es culpable, incurre en un delito. Con esta argumentación, lo que se desea en que ambas figuras se diferencien marcadamente puesto que resulta un craso error aludir a la defensa propia cuando se comenten linchamientos. No obstante, con esto no se desea excluir la facultad que tiene la víctima de la agresión injusta en defenderse, pero el punto es que la misma mediante un linchamiento se transforma en un ataque injusto y desproporcional que la agresión percibida de manos del delincuente.

El problema es el acto de persecución en gavilla para “ajusticiar” al victimario. Es cónsona con la idea de justicia y proporcionalidad las observaciones que se deben hacer a la teoría de la pena o del castigo cuando se comete un delito, concretamente el en el resarcimiento del daño que tiene la víctima. La pena debe tener una finalidad retributiva en proporción con el mal causado, de forma tal que se ajuste y adecúe de acuerdo a unas condiciones objetivas, por un lado, considerando los deseos de la víctima, por el otro, siendo los mismos subjetivos. No se pretende con esto afirmar una regresión en el derecho penal o retomar la lex talionis, sino, como señala Rothbard (2009:131), el delincuente es responsable hasta una proporción, de acuerdo al daño causado. Es por ello que el autor comenta que: “el delincuente pierde sus derechos en la misma exacta medida en que viola los de terceros”.

El resarcimiento debe ser una relación entre víctima-victimario, siendo estos quienes establezcan la forma de restitución, siendo el mínimo, el perdón de la víctima, y lo máximo, la pérdida de los derechos del culpable comprobado en la misma proporción de los afectados al sujeto agredido. Por ende, podría la víctima buscar justicia por los canales regulares, en la misma medida en que fue afectado, es decir, en la restitutio in integrum de sus derechos, en la indemnización hasta donde sus derechos fueron transgredidos, sin embargo, procurar traspasar ese límite es ir hacia un sendero ilegítimo.

Es por ello que cuando una persona es víctima de un delito, esta debe buscar justicia, siendo que su reclamación o pretensión se fundamenta en un estado de necesidad, lo cual se traduce en un estado de insatisfacción (acción humana) dada la injusticia que padece dado el ataque antijurídico al cual fue sometido. Cuando el Estado monopoliza dicho ejercicio en la administración de justicia, estos monopolios por antonomasia dejan en estado de indefensión porque no cumplen con la cuota de mercado, vale decir, con la demanda que hay dada la gran cantidad de hechos punibles que se cometen, siendo que, por ende, como órgano de planificación central y dada la gran cantidad de acciones humanas en búsqueda de fines concretos y, en el caso presente, sedientos de justicia, la proporcionalidad que estos ansían justamente en el castigo de sus victimarios puede ser tan variada que se puede convertir perfectamente una relación contractual, entiéndase, en un vínculo, en una obligación propiamente, dado el carácter de acreedor de la víctima (o causahabientes) y de deudor del victimario o delincuente. En dicha relación material, debe haber un tope objetivo y proporcional de pago al afectado que se da, en la medida en que este afectó derechos ajenos.

No obstante, siguiendo el criterio a priori explanado por Rothbard (2009), esta proporción máxima es un límite porque pretender traspasar es incurrir en una injusticia, en una acción ilegítima que convertiría en delincuente a quien lo cometa e, irónicamente, facultaría al ejercicio de la defensa propia al que fue en su momento reo de delito y sujeto de castigo. El punto es que la defensa propia desde la perspectiva técnica, práctica, es algo del momento, dada la inminencia del ataque, su actualidad. Perseguir mucho después al delincuente no es legítima defensa, sino arrogarse la facultad de castigar, independientemente de si hay órganos especializados (sean estatales o no) para ello.

Finalmente es de considerar que la legítima defensa es una figura jurídica sui generis, que se da en casos excepcionales ante agresiones injustas por parte de un tercero y que el linchamiento es un acto ilícito donde una turba se arroga un derecho de poner a “derecho”, según su visión especial de justicia, a quien consideran que cometió algún delito, siendo una interpretación, en muchos casos, subjetiva. De igual manera, no se quiere poner en tela de juicio la facultad que tiene la víctima de ser resarcida en una proporción objetiva adecuada, o si esta subjetivamente desea ser resarcida de otra manera que, no necesariamente sea de conformidad con el tope máximo objetivo dados los derechos lesionados, sino que puede ser menor, sea dando un servicio o pagando una suma de dinero simplemente.

En caso de ser legítimo que una persona haga justicia por propia mano ante quien hubiere agredido su vida, libertad y propiedad, esta debe hacerlo con proporcionalidad al bien jurídico protegido por el derecho, pero mal podría esta fundarse en una turba para avasallar a su agresor, salvo que, quizás, quien hubiere sido la victima haya sido sujeto de un linchamiento previo, confirmándose entonces el principio de proporcionalidad, en el cual el delincuente debe responder en la igual mesura con la cual violentó la vida, libertad y propiedad de su víctima. Pretender traspasar esos límites, es socavar el derecho y, por ende, la justicia como valor fundamental para las relaciones interpersonales que, con coordinación entre las distintas acciones humanas, dados los infinitos intercambios, pueden suscitar en la formación de un conocimiento, usos y tradiciones depurados mediante ensayo y error que denominamos orden espontáneo, dando paso a una abstracción que llamamos sociedad, la cual, es la base del derecho en razón que ubi societas ibi ius (donde hay sociedad, hay derecho).

Los males que provienen de acciones vandálicas son un producto natural del ser humano con base en la ineficiente actuación de los órganos estatales, dada esa supuesta función en defender los derechos de los ciudadanos. Si bien es cierto que el linchamiento puede ser un acto criminal, las personas tienden a dejarse llevar por sus instintos dado el hastío en virtud que el aparato estatal se equivoca al pretender monopolizar un valor fundamental como es la justicia, la cual, tiene una visión individual desde la perspectiva de la víctima.

Cada vez que falla dicho monopolio de la violencia, hay un riesgo latente en que las personas descarguen sus males e impongan su visión de justicia, materializándose en actos desproporcionados. El camino es transitar una vía donde se permita al ser humano ejercer libremente procesos para hacer efectiva, expedita y sin dilaciones indebidas, la reparación del daño causado, considerándose a la misma como el eje central del asunto, y no siendo manipulados por una burocracia que ralentiza ese anhelo legítimo de indemnización que tiene el ser humano que ha sido transgredido en su vida, libertad y propiedad.

La legítima defensa nace desde una perspectiva natural al ser humano en su deseo de defenderse ante una agresión injusta, y que hoy se pretende establecer como una excepción siempre que los órganos del Estado no actúen, pero el problema es que resulta mayor las veces que las personas quedan en estado de indefensión, siendo que cuando reaccionan a agresiones ilegítimas no todas miden su sentido de la proporcionalidad y realizan venganzas privadas mediante formas en grupo como el linchamiento.

La intervención del órgano planificador que se arrogue forzosamente el monopolio de la seguridad siempre traerá efectos colaterales que se transformarán en un status de insatisfacción dada la imposibilidad de calcular un servicio tan fundamental para las personas, como lo es la seguridad. Mal podrá saber qué procesos hacer, cuando, como y donde, puesto que, al procurar un determinismo, es decir, un estándar preestablecido sobre cómo dar dicho servicio, dejará a un lado las preferencias especiales de cada una de aquellos a los cuales prestará esa supuesta función, dejándose llevar por el criterio de las elites gubernamentales de turno que impongan su visión de lo que ellos creen que debe ser la justicia.

Esto se traduce en el actual daño que se padece, en mayores violaciones a los derechos, a la libertad, así como en mayor criminalidad, corrupción, y demás lesiones al libre ejercicio de la acción humana, cercenando la posibilidad que las personas intercambien de manera consensuada la forma en como harían justicia, dada la individualidad de sus motivos, por un lado, y de las circunstancias de cada caso, es decir, de evento único que no pueden ser estipuladas por un grupo de burócratas que se consideran una suerte de “señores feudales” de la ley, seguridad y justicia.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

-Alfonso X. (2006). Las siete partidas. Biblioteca Universal Virtual: Editorial del Cardo. Disponible en: http://ift.tt/2ocfIbh.

-Aquino, T. (1990). La Suma de Teología. Tomo III, Parte II-II (a). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. Disponible en: http://ift.tt/2oE05gN.

-Arteaga, A. (2009). Derecho penal venezolano. Undécima edición actualizada. Caracas: Ediciones Liber.

-Grisanti, H. (2011). Lecciones de derecho penal. Parte General. Vigésima tercera edición. Caracas-Valencia: Vadell Hermanos Editores, C. A.

-Hayek, F. (2006). Derecho, legislación y libertad. Madrid: Unión Editorial.

-Herrán, J. (2010). El orden jurídico de la libertad. Madrid: Unión Editorial.

-Leoni, B. (2011). La Libertad y la Ley. 3ª edición. Madrid: Unión Editorial.

-Rodríguez, A. (2007). Síntesis de derecho penal. Parte General. 2ª edición, revisada y ampliada. Caracas: Ediciones Paredes.

-Rothbard, M. (2009). La ética de la libertad. 2ª edición. Madrid: Unión Editorial.

-Roxin, C. (1997). Derecho Penal. Parte General. Tomo I. 2ª edición alemana. Madrid: Editorial Civitas.

-Weber, M. (2009). La política como vocación. Madrid: Alianza Editorial.

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