martes, 25 de abril de 2017

Examen al fundamento de los derechos: ¿origen moral o emocional?, por Mises Hispano.

Un tweet algo tajante (típico de Twitter) me hizo preguntarme, por enésima vez en la vida, qué distingue al hombre de los otros seres vivos y, además, si acaso los derechos se fundan en la capacidad para sentir. La distinción del hombre desde otros seres vivos es un asunto en el que me he detenido a pensar, no muy comprometidamente por cierto, desde la adolescencia. Recuerdo que, mientras aún asistía al liceo, el profesor Fernando Henríquez nos transmitió la opinión (no suya) de que el rasgo más distintivo del hombre con respecto a otros seres vivos sería el dominio del fuego. Cuando ya estaba en la universidad, leí a Charles Hockett y aprendí que el lenguaje es una capacidad exclusivamente humana cuyos rasgos no se replican juntos en ningún otro sistema de comunicación y que ningún otro ser vivo comparte. También estaba en la universidad cuando leí el artículo de Miguel Ángel Pozo sobre neuroimagen funcional en la Revista de Occidente en el cual destaca el hecho de que la corteza prefrontal del hombre parece desmedidamente desarrollada en comparación con otros seres vivos. Por último, Hannah Arendt acentúa la capacidad del hombre para actuar y hablar de forma individual dentro del mundo que ha construido con sus propias manos: a ella también la leí mientras cursaba el pregrado. Así que he sintetizado apresuradamente cuatro rasgos típicos del hombre que lo distinguen de los otros seres vivos: el dominio del fuego, la capacidad lingüística, una corteza prefrontal grande y la acción y discurso individuales.

Según la autora del tweet, el feto no es persona hasta cuando se forma su sistema nervioso. Imagino que quiso decir embrión en lugar de feto. La autora parece distinguir, no obstante, entre humano y persona: luce como una distinción atractiva, pero no la abordaré ahora. Me limitaré a hacer la observación, no obstante, de que las personas tenemos una dimensión biológica, pero esta no es la que nos define como personas.

¿Y entonces por qué resulta importante la distinción entre el hombre y otros seres vivos? Porque la autora del tweet establece una conexión entre la capacidad para sentir del embrión o feto y su derecho a la vida: un argumento típicamente animalista, como puede leerse en el ensayo «The Rights of Animals: A Very Short Primer», por Cass Sunstein (2002).

En vista de este argumento, puede admitirse sin problemas que hombres y animales son diferentes: esto no afecta la definición de los sujetos de derecho propuesta por los animalistas. Según ellos, los sujetos de derecho son todos aquellos capaces de sufrir, independientemente de que tengan condición humana o no. Y este razonamiento, pues, me asombra bastante. De inmediato me pregunto cuál es la conexión lógica entre la capacidad de sufrir y un derecho, puesto que no se me hace evidente a primera vista. Si admitimos que el derecho es el miembro determinado (t) de un sintagma jurídico, no habré avanzado mucho: necesito moverme más allá del nivel estructural. Empezaré por reconocer, no obstante, que la tortura de un elefante (por ejemplo) sí parece corresponder, estructuralmente al menos, con la vulneración de un derecho.

Considerando lo que explica Alan Gewirth en «The Epistemology of Human Rights» (Social Philosophy and Policy 1[2]: 1-24), solamente los agentes morales pueden ser sujetos de derecho, puesto que ellos tienen propósitos. En palabras de Gewirth, «all* prospective purposive agents have rights to freedom and well-being» (1984: 17) en vista de que persiguen un propósito que consideran bueno. Los agentes amorales carecen de este rasgo y, por lo tanto, no pueden ser sujetos de derecho de acuerdo con Gewirth. Esta consideración moral deja fuera del mapa jurídico a los animales. No obstante, como dije, al menos hay una apariencia estructural de legitimidad en las afirmaciones de los animalistas y analizaré esta incongruencia a continuación.

Sospecho, para empezar, que quienes defienden que los animales tienen derechos estén confundiendo su propia compasión con el derecho del animal. Si vemos, por ejemplo, que un animal (especialmente un mamífero) está siendo torturado, con o sin un propósito, por alguna persona, posiblemente nos conmiseraremos de este animal a causa de que vemos que expresa físicamente su dolor con movimientos bruscos y con gritos o gemidos. Esta observación nos hace establecer un paralelo con el animal torturado, puesto que nosotros reaccionaríamos de la misma manera, y despierta en nosotros un amor hacia el animal y un consecuente dolor por causa del sufrimiento de este ser vivo parecido a nosotros. Creo que así lo consideraría Spinoza al menos. Entonces, cuando demandamos que el animal deje de ser torturado, no estamos apelando realmente al derecho que pudiere tener el animal de no sufrir, sino a la satisfacción de la compasión que este animal ha despertado en nosotros. Se trata, pues, de una acción sumamente egoísta y desconsiderada con el derecho de propiedad del dueño del animal.

Aparte de la equiparación anterior entre el animal torturado y el sujeto que lo compadece, existe otro paralelismo que hace creer a los animalistas que los derechos son derivados desde la capacidad de sufrir (o desde el sufrimiento mismo). Nosotros somos sujetos de derecho todo el tiempo, pero hay aspectos específicos de esta condición que no notamos de forma consciente sino hasta cuando son vulnerados por un tercero. Es posible, por ejemplo, que no hayamos notado nuestro derecho de transitar libremente por la calle antes de que un grupo de encapuchados o de camioneros obstruyera nuestra vía mientras acompañábamos a un familiar en la ambulancia: ¿cómo se nos iba a ocurrir siquiera que alguien intentaría atropellar alguna vez este aspecto de nuestra libertad personal? De la misma manera, es posible que tampoco notásemos la similitud que guardamos con el animal sufriente hasta cuando lo vimos tristemente torturado. Hay una evidente equiparación metodológica en la manera de tomar conciencia tanto de un aspecto del derecho cuando de nuestra similitud con otro ser vivo. Pero esto no significa, por supuesto, que derecho y capacidad de sufrir sean equiparables o intercambiables (más allá del aspecto metodológico para hacernos conscientes de ellos).

Existe, por supuesto, una identificación del sujeto con el animal y una equiparación estructural del derecho con la capacidad de sufrir, pero estos fenómenos no nos conducen a la conclusión de que los animales tienen derechos. De hecho, nos dejan en el mismo lugar hasta donde ya nos llevó Gewirth: que los derechos son propios de agentes morales que persiguen lo que consideran bueno.

Si nos duele ver a un animal torturado, podemos: 1) expresarle nuestro dolor a quien maltrata al animal o 2) ofrecer la compra del animal. No podemos, sin embargo, obstruir al torturador si este es el dueño. Lo podríamos hacer como un acto de legítima defensa (sobre el derecho de propiedad) si sospechamos que quien maltrata al animal no es su legítimo dueño.

Me siento abierto o inclinado a creer que de verdad los animales pueden ser depositarios de algún derecho, pero no he logrado encontrar hasta ahora alguna justificación lógica y razonable para afirmarlo. De momento, solamente he descubierto que la relación entre derecho y capacidad de sufrir es engañosa y no «crea» derechos en ningún ser vivo.


 

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