Antes de que Estados Unidos encallara en los peligrosos arrecifes del intervencionismo y el centralismo estatal, el dólar no solo era una señal de estabilidad, sino también un símbolo de libertad humana. Un dólar era un medio de expresar tus deseos y órdenes a la clase empresarial. El consumidor, en su mayor parte, era soberano. Cualquier estadounidense podía ahorrar, consumir e invertir su dinero, cuyo valor no se veía deteriorado por un gobierno necesitado de recursos. Hasta entonces, y a pesar de los males del inflacionismo y la banca centralizada, el dólar sigue siendo un instrumento de libertad e independencia para muchos estadounidenses. Sin embargo hay a quienes les gustaría cambiar eso. Están los financieros de Wall Street, los políticos, los intelectuales ungidos y los banqueros centrales, para quienes no basta con un control centralizado de la oferta monetaria. Para ellos, no solo la oferta monetaria, sino también el uso libre e inocente del dinero deberían estar estrictamente limitados y regulados por el Estado. Su nuevo enemigo es el billete y su nueva guerra es la guerra contra el efectivo.
Se dice de Heráclito que escribió que “ningún hombre entra dos veces en el mismo río, pues no es mismo río y no es el mismo hombre”. El río ha cambiado realmente, y también ha cambiado la guerra contra el efectivo. Es una ironía de la historia estadounidense que en las décadas de 1830 y 1840 la guerra contra el efectivo significar algo completamente distinto a ahora. A mediados del siglo XIX, la circulación de billetes era sinónimo de excesos en la banca de reserva fraccionaria y de devaluación de la moneda. En ese momento, la guerra contra el efectivo era una guerra a favor del dinero fuerte.
Como los bancos estaban emitiendo billetes no respaldados por oro, los jacksonianos, partidarios de una moneda fuerte, adoptaron lemas como “¡Monopolios no!”, “¡No a la unión de bancos y estado!”, “¡Jackson y moneda fuerte!” y “¡Oro y no harapos!”. En 1834, William Leggett, con su típica agudeza y entusiasmo, calificaba a los bancos como “fábricas de harapos de dinero S.A.” y defendía la prohibición de los billetes pequeños. Igualmente, en su libro The Curse of Paper-Money and Banking (1833), otro jacksoniano partidario de una moneda fuerte, William Gouge escribía:
Si la virtud y la inteligencia de la nación dirigieran los movimientos del gobierno durante los diez o veinte años que podrían pasar en la eliminación gradual de billetes y créditos bancarios, la gente sufriría menos por la aplicación del remedio, de lo que debería sufrir en caso contrario por la actividad de la enfermedad. (…) Si el gobierno estatal, después de haber prohibido la emisión de billetes de una denominación menor de cinco dólares, hiciera posteriormente por abolir la ley, por protestas de “deseo de dinero”, actuaría con la misma sabiduría que un cirujano que, al verse obligado a la amputación de un miembro enfermo, se asustara por los gritos del paciente y guardara su cuchillo después de haber cortado la primera arteria.
Gouge reconocía que la finalización repentina del viejo sistema bancario, especialmente la prohibición de todo tipo de billetes, “sería ruinosa” para la economía. Su solución era empezar a prohibir billetes pequeños y proceder gradualmente con aquellas denominaciones más altas. Aunque en 1833 Gouge propuso que la denominación mínima fuera de 5$, posteriormente se hizo más radical y en 1837 sostendría que el mínimo debería ser de “50$ o tal vez 100$”.
La política de Gouge fue popular entre los economistas durante tanto tiempo que en 1897 el famoso economista estadounidense Frank Taussig argumentaba que una manera de lograr la circulación de oro era prohibir billetes con denominaciones de 20$ y menores.
La situación es hoy completamente distinta. El patrón oro no está aquí para limitar el poder tanto de los bancos como el gobierno central. Las monedas de oro y plata desaparecieron de la circulación y los billetes son ahora las reservas bancarias en lugar del oro. En su momento una maldición, el efectivo bajo la forma de billetes es ahora una bendición. Los billetes son el instrumento a través del cual la gente puede evitar los impuestos excesivos, la supervisión del gobierno y el abuso de nuestro incestuoso sistema bancario. Prohibir el efectivo, por otro lado, es la forma más eficiente de imponer tipos negativos de interés a los depositantes y hacer imposible cualquier gasto no supervisado. El efectivo, en otras palabras, es una bendición para la gente productiva que quiere proteger el dinero que ganó pacíficamente frente a los planes abusivos de gobiernos y bancos centrales.
Sin embargo sería un error pensar que la prohibición directa del efectivo sería el método preferido por nuestros señores del dinero fiduciario. El método más eficiente y abusivo que pueden usar es sencillamente la inflación al tiempo que rechazan emitir ningún nuevo billete con denominaciones más altas. El poder adquisitivo de un billete de 20$ en 1960, por ejemplo, es equivalente al poder adquisitivo de aproximadamente 165$ actuales. Con solo una tasa de inflación del 2% el valor de un billete de 100$ se dividiría por dos cada 35 años. La inflación sería bastante como para impedir el uso de efectivo en las transacciones actuales. Una vez inutilizable, el efectivo ya no sería capaz de limitar ni la expansión del crédito ni las perturbaciones monetarias generadas por los bancos centrales.
Por tanto, las palabras escritas por el jacksoniano partidario de una moneda fuerte William Leggett en 1837 en su artículo “The Credit System and the Aristocracy” parecen más relevantes que nunca:
[Nuestro sistema bancario estatal] se instituyó para proporcionar sinecuras a una banda de caballeros pensionistas. Fue concebido en el guiso de la prostitución legislativa, nacido en la corrupción y huele hasta lo más alto con el olor rancio de la podredumbre hereditaria. ¿Durante cuánto tiempo los hombres libres (o los hombres que afirman ser libres) consentirán mantener este retoño bastardo del fraude y el engaño para su amo? ¿Durante cuánto tiempo consentirán ser los serviles vasallos de un sistema feudal instituido para mantener un barónía tan despreciable como la de nuestros señores del papel moneda?
Pero ningún monopolio, ni siquiera el del estado, tiene un poder infinito. Nuestros señores del papel moneda, en su intento por convertirse en señores del dinero digital, es posible que se hayan quemado los dedos. En realidad, tratar de controlar el uso del dinero va en contra de la función más esencial del dinero como medio de intercambio. Si no puede usarse dinero fiduciario para realizar muchos intercambios, debe descubrirse y usarse otro medio. Así que la guerra contra el efectivo es una oportunidad formidable para divisas alternativas, que podrían ser una grave limitación a los engaños de los bancos centrales. En la India, donde la guerra contra el efectivo ha impactado duramente en los negocios pobres y pequeños, el sector que obtuvo un gran impulso fue el del Bitcoin y las carteras digitales. Es por tanto posible que la consecuencia no pretendida de la guerra contra el efectivo sea debilitar la banca central al impulsar divisas en competencia. Si esto ocurre, la segunda ironía de la historia sería que los jacksonianos partidarios de una moneda fuerte tendrían razón y que la guerra contra el efectivo es en realidad el primer paso hacia una moneda fuerte.
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