jueves, 30 de noviembre de 2017

Ludwig von Mises y el significado del verdadero liberalismo, por Mises Hispano.

Liberalismo se ha convertido en una de las palabras más ampliamente abusadas y mal utilizadas en el léxico político estadounidense. Representa, dicen algunos, el “pensamiento progresista” político, basado en el objetivo de la “justicia social” por medio de una mayor “justicia redistributiva” para todos. Otros declaran que representa el relativismo moral, el paternalismo político, el libertinaje gubernamental, y tan sólo otra palabra para “socialismo.” Perdido en todo esto se encuentra el hecho de que históricamente “liberalismo” significó, y continúa significando para algunos, la libertad individual, la propiedad privada, la libre empresa y la regla imparcial de la ley, bajo un gobierno constitucionalmente limitado.

Una de las voces más grandes durante los últimos cien años, que apoyara el sentido original del liberalismo, fue el economista austriaco, Ludwig von Mises (1881-1973). Este año marca el nonagésimo aniversario de la publicación de un caso conciso, claro y convincente para entender a la verdadera sociedad liberal, su libro de 1927, Liberalismo (La Tradición Clásica).

Cuando Mises lo escribió en 1927, la posterioridad de la Primera Guerra Mundial había visto el triunfo del comunismo en Rusia, el surgimiento del fascismo en Italia y el ascenso de un movimiento racista y nacionalista en Alemania, que llegaría al poder en 1933 por medio de Adolfo Hitler y el partido nacional-socialista (nazi).

Liberalismo clásico versus el socialismo y el nacionalismo

El comunismo, el fascismo y el nazismo todos eran la culminación de las tendencias políticas y económicas colectivistas que se habían arraigado en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial. Fueron lanzadas al mundo en el caos político y los cataclismos sociales que sumieron a gran parte de Europa durante y después de la “Gran Guerra”, como se le llegó a llamar.

Las décadas de la mitad del siglo XIX fueron generalmente una época en que surgió y triunfó el liberalismo “clásico”, como se le ha llegado a llamar. Era la época del reemplazo de reyes absolutos, ya fuera por monarcas restringidos constitucionalmente o por formas republicanas de gobierno. Del final de la esclavitud de humanos y un movimiento creciente por la igualdad de derechos y el trato para todos bajo una regla imparcial de la ley. De la liberación de la actividad económica de la mano pesada de regulaciones extensas e intrusivas del gobierno, de controles o prohibiciones sobre manufacturas, mercadeo y venta de casi todos los bienes y servicios y de su reemplazo por una relativa libertad de empresa y comercio. Fue también de un intento por prevenir o limitar el inicio de guerras y del grado de daño y destrucción en caso de que se se dieran.

Pero, en las últimas décadas del siglo XIX y en la primera década del XX, nuevas ideas políticas y económicas surgieron a la luz en forma de socialismo y de nacionalismo. El socialista rechazó las libertades “burguesas” del liberalismo clásico -libertad de expresión, de prensa, de asociación voluntaria, de la empresa privada y de la participación de la ciudadanía en el proceso electoral democrático- como libertades “falsas.”

La libertad “verdadera” requería que “el trabajador,” como “clase social,” derribara la explotación por “propietarios capitalistas” de los medios de producción y que la sustituyera por un gobierno planificador centralizado y una redistribuida igualdad del ingreso.

También, los nacionalistas rechazaron al liberalismo filosófico y económico. Dijeron que el liberalismo se equivocaba al enfatizar la unicidad y la libertad del individuo. Que los individuos sólo existían como parte de la etnicidad nacional, lingüística o grupo racial al cual pertenecían y que sólo podían tener una identidad significativa en términos de ellas.

Los socialistas insistieron en que la historia del mundo había sido un conflicto inescapable entre clases sociales, que sólo podía terminar con la victoria de los “trabajadores” sobre los capitalistas dueños de la propiedad. Los nacionalistas dijeron que las “naciones” eran lo auténtico y que los individuos eran tan sólo elementos temporales de ellas. Los eternos conflictos de vida eran entre estados-naciones peleando por la supremacía política y económica en el mundo, ante lo cual el individuo se debía sacrificar. (Ver mi artículo, “Before Modern Collectivism: the Rise and Fall of Classical Liberalism” [Antes del Colectivismo Moderno: el Surgimiento y la Caída del Liberalismo Clásico]).

El liberalismo como sistema de comercio pacífico y de cooperación humana

Ese fue el contexto histórico en el que Mises publicó en 1927 su defensa del liberalismo clásico y su énfasis en el individualismo, los mercados libres y la mejor social. En lugar de las premisas iniciales de los colectivistas, de que conflictos inescapables entre los hombres en términos de “clases sociales,” nacionalidad, raza o grupos de intereses, Mises insistió en que la razón y la experiencia demostraban que todos los hombres podían asociarse en paz, a fin de mejorar sus mutuos intereses materiales y culturales.

La clave para ello era un entendimiento y aprecio de los beneficio de una división del trabajo. Por medio de la especialización y el intercambio, la raza humana tiene la capacidad de levantarse a sí misma, tanto de la pobreza como de la guerra. Los seres humanos se convierten en socios de un proceso en común de cooperación social, en vez de ser antagonistas, en donde cada cual intenta gobernar sobre el otro y saquearlo. En efecto, todo lo que damos a entender por una civilización moderna y de comodidades y oportunidades materiales y culturales que se le ofrecen al hombre, se debe a los beneficios altamente productivos y a las ventajas hechas posibles por una división del trabajo. Los hombres han aprendido a colaborar pacíficamente en la arena de un intercambio competitivo en el mercado.

Por supuesto, la fuerza política colectivista puede ser impuesta, en cambio de la “recompensa” basada en el mercado y las ganancias que se obtienen y la “penalización” por pérdidas financieras, al guiar a la gente a una cooperación competitiva pacífica. No obstante, los costos de aquella sustitución son extremadamente altos, expuso Mises. Primero, porque los hombres están menos motivados a esforzarse más, con inteligencia e industria, al obligárseles a trabajar bajo el látigo de la servidumbre y la obligación. Así, la sociedad pierde lo que, con sus esfuerzos e invención libres, podía haber producido.

Segundo, los seres humanos se ven forzados a ajustarse a los valores y objetivos de aquellos que están al mando. Así, pierden la libertad de proseguir sus propios fines, sin tener la certeza de que aquellos que los gobiernan saben mejor qué es lo que a los seres humanos les brinda felicidad y sentido en la vida.

Y, tercero, la planificación socialista centralizada y la intervención política en el mercado, respectivamente, suprimen o distorsionan el funcionamiento de la cooperación social. Un sistema sostenido y extendido de especialización para la mejoría mutua es sólo posible bajo un conjunto único de instituciones sociales y económicas.

El cálculo económico bajo el capitalismo liberal

Sin la propiedad privada de los medios de producción, es imposible la coordinación de la infinidad de acciones individuales en la división del trabajo. En efecto, el análisis de Mises acerca de la “imposibilidad” de un orden socialista, que sea capaz de igualar la eficiencia y la productividad de una economía de libre mercado, fue la base para su estatura y reputación como uno de los economistas más originales de su época. Fue también el elemento central de su libro previo, El Socialismo: Análisis Económico y Sociológico, publicado originalmente en 1922.

En Liberalismo (La Tradición Clásica), Mises, una vez más, clara y persuasivamente explicó que la propiedad privada y el intercambio en el mercado competitivo permiten la formación de precios, tanto para bienes de consumo como para factores de producción, expresados en el denominador común de un medio de cambio –el dinero. Con base en esos precios monetarios, los empresarios se pueden involucrar en el cálculo económico que determine los costos relativos y la rentabilidad de líneas de producción alternativas.

Sin esos precios generados en el mercado, no habría una forma racional de asignar los recursos entre usos que compiten entre sí, a fin de asegurar que los bienes que sean más altamente valorados por el público que los adquiere, sean producidos de la manera menos costosa y, por tanto, en la forma más económica. El cálculo económico, demostró Mises, garantiza que los medios escasos disponibles sirven mejor a los miembros de la sociedad.

Tal racionalidad en el uso de los medios para satisfacer los fines es imposible en un sistema comprensivo de planificación central socialista. ¿Cómo, preguntó Mises, bajo su control central saben los planificadores socialistas cuáles son los mejores usos de sus recursos a los que se deberían dedicar, sin que tales precios no hayan sido generados bajo un sistema de mercado? Sin una propiedad privada de los medios de producción no habría nada (legalmente) que comprar o vender. Sin la habilidad de comprar y vender, no habría pujas ni ofrecimientos y, por tanto, no habría negociaciones acerca de los términos de intercambio entre compradores y vendedores compitiendo entre sí.

Sin el regateo de la competencia del mercado, no habría términos de intercambio que puedan ser acordados. Sin términos de intercambio que se puedan acordar, no hay precios del mercado. Y, sin precios de mercado, ¿cómo harán los planificadores centrales para conocer los costos de oportunidad y, por tanto, los usos más valorados a los que se podrían o deberían aplicar estos recursos? Con la abolición de la propiedad privada, y por tanto del intercambio y los precios del mercado, los planificadores centrales carecerían de las herramientas institucionales e informativas necesarias para determinar qué producir y cómo hacerlo, a fin de minimizar el desperdicio y la ineficiencia.

El intervencionismo gubernamental no es un buen sustituto para el capitalismo competitivo

Al mismo tiempo, Mises demostró las inconsistencias inherentes a cualquier sistema de intervención política paulatina en la economía de mercado. Los controles de precios y las restricciones a la producción en la toma de decisiones empresariales, dan lugar a distorsiones y desbalances en las relaciones de oferta y demanda. También, restringen el uso más eficiente de los recursos para servir a los consumidores.

El político intervencionista se queda con la opción, ya sea de introducir nuevos controles o regulaciones en un intento por compensar esas distorsiones y desbalances, o bien derogar los controles y regulaciones intervencionistas ya existentes y permitir que, de nuevo, el mercado sea libre y competitivo. El camino de un conjunto de intervenciones paulatinas después del otro, entraña una lógica del crecimiento de la intrusión gubernamental en el mercado; eventualmente resultaría en que toda la economía cae en manos de la administración gubernamental. Así, el intervencionismo aplicado consistentemente conduce a un socialismo a través de una base incremental.

Tanto el socialismo como el intervencionismo son, respectivamente, sustitutos inviables e inestables del capitalismo. El liberal clásico defiende la propiedad privada y la economía de libre mercado precisamente porque es el único sistema de cooperación social que brinda una amplia laxitud para la libertad y de libre elección para todos los miembros de la sociedad, al tiempo que genera los medios institucionales para coordinar las acciones de miles de millones de personas, de la forma económicamente más racional.

El liberalismo clásico, la libertad y la democracia

La defensa de Mises del liberalismo clásico contra estas formas diversas de colectivismo, no estaba limitada “tan sólo” a los beneficios económicos de la propiedad privada. La propiedad también le brinda al hombre la libertad personal. La propiedad le da al individuo una arena de autonomía, en la cual él puede cultivar y vivir su propia concepción de una vida buena y significativa.

También, para su existencia le protege de la dependencia en el estado; por medio de sus propios esfuerzos y del intercambio voluntario con otros hombres libres, no se haya sujeto a ninguna autoridad política absoluta que le dicte las condiciones de su vida. Para estar seguras, la libertad y la propiedad requieren de la paz. La violencia y el fraude deben ser ilegalizados, para que cada hombre tome ventaja plena de lo que sugieren sus intereses y talentos como las vías más beneficiosas en el logro de sus objetivos, en una asociación consensuada con otros.

El ideal liberal clásico también enfatiza la importancia de la igualdad ante la ley, explicó Mises. Sólo cuando se eliminan el privilegio y el favoritismo político, puede cada hombre tener la holgura para usar sus conocimientos y talentos propios en formas que le beneficien a él y, también, trascienden por medio de transacciones voluntarias en el mercado, de forma que mejora a la sociedad como un todo.

Esto significa que una sociedad liberal es una que acepta que la desigualdad del ingreso y de la riqueza es inseparable de la libertad individual. Dada la diversidad de habilidades, naturales y adquiridas, e inclinaciones volitivas de los hombres, las recompensas obtenidas por las personas en el mercado serán naturalmente desiguales.

No puede ser de otra manera, si es que no se desea que disminuyan e incluso que se sofoquen los incentivos que mueven a los hombres a esforzarse más, en formas creativas y productivas.

Por tanto, el papel del gobierno en la sociedad liberal clásica es respetar y proteger los derechos de cada individuo a su vida, libertad y propiedad. El significado de la democracia, desde el punto de vista de Mises, no es que las mayorías siempre están en lo correcto o que no deberían de limitárselas en cuanto a lo que pueden hacer a las minorías, por medio del uso del poder político. Un gobierno electo y representativo es un medio para cambiar a quién sea que tenga el cargo político, sin tener que recurrir a la revolución o a la guerra civil. Es un instrumento institucional para mantener la paz social.

Para Mises era claro a partir de la experiencia con el comunismo y el fascismo, así como de las muchas tiranías de épocas pasadas, de que sin democracias las preguntas de quien gobernará, por cuánto tiempo y para qué propósito, serían reducidas a la fuerza bruta y al poder dictatorial. La razón y la persuasión deberían ser los métodos que el hombre usa en sus relaciones con otros -tanto en el mercado como en las arenas sociales y políticas- y no la bala o la bayoneta.

En su libro acerca del liberalismo clásico, Mises lamenta el hecho de que la gente está muy deseosa de recurrir al poder del estado, para imponer sus puntos de vista acerca de la conducta y moralidad personal, cada vez que sus congéneres se alejan de su propia concepción de lo “bueno,” lo “virtuoso,” y de lo “correcto.” Dijo con desaliento,

“La propensión de nuestros contemporáneos de exigir la prohibición autoritaria tan pronto que algo no les complace… muestra qué tan profundamente engranado permanece el espíritu de servilismo dentro de ellos… Un hombre libre debe ser capaz de sobrellevarlo cuando sus congéneres actúan de manera diferente a lo que él considera como apropiado. Debe liberarse por sí mismo del hábito, de que tan pronto que algo no le parece, llama a la policía.”

Entonces, ¿qué debería guiar nuestra política social al definir los límites de la acción gubernamental? Mises era un utilitario quien afirmaba que las leyes y las instituciones deberían ser juzgadas tan sólo por el estándar de si, y en qué grado, ellas fomentan el objetivo de la cooperación social pacífica. La sociedad es el medio más importante por el cual los hombres están en capacidad de perseguir los fines que les dan sentido a sus vidas.

Su defensa de la democracia y de límites constitucionales a los poderes del gobierno, se basaron en el juicio razonado de que la historia ha demostrado, en demasiadas ocasiones, que acudir a medios no democráticos y “extra-constitucionales” ha conducido a la violencia, la represión, la abrogación de las libertades civiles y económicas y a la ruptura del respeto por la ley y el orden legal, lo cual destruye la estabilidad en el largo plazo de la sociedad.

Las ganancias y beneficios aparentes de un “hombre fuerte” y “medidas de emergencia” en tiempos de crisis presuntas siempre han tendido a generar costos y pérdidas de libertad y de prosperidad en el largo plazo, que más que sobrepasan la supuesta estabilidad, orden y seguridad del “corto plazo,” que prometen tales métodos.

El liberalismo clásico y la paz internacional

Los beneficios de la cooperación social por medio de la división del trabajo basada en el mercado, argumentó Mises, no se limitan a las fronteras de un país. Las ganancias del comercio por medio de la especialización se extienden a todas las esquinas del globo. Por lo tanto, el ideal liberal clásico es inherentemente cosmopolita.

Desde el punto de vista de Mises, el nacionalismo agresivo no sólo amenaza con traer la muerte y la destrucción por medio de la guerra y la conquista, sino que, también, niega a todos los hombres la posibilidad de beneficiarse con el comercio productivo a imponerse barreras al comercio y diversas restricciones al libre movimiento de bienes, capital y personas de un país hacia otro. La prosperidad y el progreso se ven artificialmente restringidos a estar dentro de las fronteras.

Ello perversamente puede crear las condiciones para la guerra y la conquista, en el tanto en que algunas naciones concluyan que la única forma de obtener los bienes y recursos disponibles en otra nación, lo es por medio de la invasión y la violencia. Elimínense todas las barreras y restricciones comerciales para el libre movimiento de bienes, capital y hombres y limítense los gobiernos a asegurar la vida, libertad y propiedad de cada individuo, y habrá sido removida la mayor parte de los motivos y tensiones que pueden conducir a la guerra.

Mises también sugirió que muchas de las bases para las guerras civiles y la violencia étnica serían eliminadas si se reconociera el derecho a la auto-determinación al definirse las fronteras entre países. Mises tuvo mucho cuidado al explicar que por “auto-determinación” él no daba a entender que todos aquellos que pertenecen a una raza, etnia, lengua o grupo religioso, han de ser obligados a un mismo estado-nación. Claramente afirmó que él daba a entender el derecho de la auto-determinación individual por medio de un plebiscito. Esto es, si los individuos en un pueblo o región o distrito votan para unirse a otra nación, o desean formar la propia como un país independiente, ellos deberían estar en libertad de así hacerlo.

Por supuesto que aun así podrían existir minorías dentro de esos pueblos, regiones o distritos, que preferirían continuar siendo parte del país al que originalmente pertenecieron o que habrían preferido unirse a un país diferente. No obstante, cuán imperfecta puede ser la auto-determinación, al menos potencialmente reduciría una buena cantidad de las tensiones étnicas, religiosas o lingüísticas. La única solución duradera, dijo Mises, es reducir el involucramiento gubernamental en esas funciones limitadas liberales clásicas, de forma que el estado no pueda usarse para causar daño o desventaja a cualquier individuo o grupo en sociedad, para beneficio de otros. (Ver mi artículo, “Self-Determination and Individual Choice in a Post-Brexit World” [“Auto-Determinación y Elección Individual en un Mundo Post-Brexit.])

El liberalismo clásico y el bien social

Finalmente, Mises también discutió la pregunta, ¿para beneficio de quién en la sociedad dice algo el liberalismo clásico? A diferencia de virtualmente todos los otros movimientos ideológicos y políticos, el liberalismo es una filosofía social del bien común. Tanto en el momento en que Mises escribió Liberalismo, como ahora, los movimientos y partidos políticos, a menudo, acuden a la retórica del bien común y del bienestar general, pero, de hecho, sus objetivos son el uso del poder del gobierno para beneficio de algunos grupos, a expensas de otros.
Las regulaciones gubernamentales, los programs redistributivos de bienestar, las restricciones al comercio y los subsidios, las políticas tributarias y la manipulación monetaria se usan para otorgar ganancias y empleos privilegiados a grupos de intereses especiales, que desean posiciones en la sociedad que son incapaces de obtener en un mercado competitivo y abierto. Naturalmente de ahí se derivan la corrupción, la hipocresía y la falta de respeto por la ley, así como la privación de las libertades de otros.

Lo que el liberalismo ofrece como ideal y como meta de la política pública, declaró Mises, es una igualdad de los derechos individuales para todos, bajo la regla de la ley, con ningún privilegio ni favores. Habla por y defiende la libertad de cada individuo y, por tanto, es la voz de la libertad para todos. Quiere que cada persona sea libre de dedicarse por sí misma a la persecución de sus propias metas y propósitos, de forma que él y otros se beneficien con sus talentos y habilidades, por medio de transacciones pacíficas en el mercado. El liberalismo clásico quiere la eliminación de la intervención gubernamental en los asuntos humanos, de forma que el poder político no sea aplicado abusivamente a expensas de alguien en la sociedad.

Mises no dejaba de estar al tanto del poder de la políticas de grupos especiales de interés y de la dificultad para oponerse a la influencia concentrada de tales grupos, en los salones del poder político. Pero, insistía en que el poder último en la sociedad yacía en el poder de las ideas. Son las ideas las que mueven al hombre a la acción, las que hacen que desnuden sus pechos en las barricadas o que los envalentonen para oponerse a políticas erradas y a que resistan incluso a los intereses creados más poderosos. Son las ideas las que han logrado todas las victorias que han sido ganadas por la libertad a través de los siglos.

Ni el engaño político ni el compromiso político pueden lograr la libertad. Sólo el poder de las ideas, claramente establecidas y presentadas francamente, pues lograrla. Esto es lo que descuella de las páginas del libro de Mises Liberalismo y lo convierte en una de las fuentes perdurables del caso en favor de la libertad.

El valor perdurable del liberalismo de Mises

Cuando Mises publico Liberalismo en 1927, el comunismo y el fascismo parecían ser fuerzas irresistibles en el mundo. Desde ese entonces, su fuego ideológico se ha venido extinguiendo a la luz de lo que ellos crearon y ante la falta de voluntad de las personas para vivir bajo su yugo. A pesar de ello, muchas de las críticas al mercado libre continúan sirviendo como razones para intrusiones del estado intervencionista de bienestar en cada una de las esquinas de la sociedad. Y muchos de los argumentos contemporáneos elevados contra la libertad individual y la libre empresa, a menudo recuerdan las críticas elevadas contra los mercados libres y el libre comercio por los nacionalistas y los socialistas europeos de aquellos años entre las dos Guerras Mundiales.

Los argumentos de Mises en Liberalismo a favor de la libertad individual y la economía de mercado, desde hace noventa años, al igual que en sus muchos otros escritos, incluyendo Socialismo (1922), Crítica del Intervencionismo (1929), La Acción Humana (1949), Planificación para la Libertad (1952) y sus docenas de otros artículos y ensayos acerca del tema de la libertad económica y política, continúan siendo válidos y permanecen siendo relevantes para nuestros tiempos en el siglo XXI. Es lo que convierte en un clásico a su brillante libro Liberalismo, uno que es tan importante ahora como cuando lo escribió originalmente, hace nueve décadas.


Traducido por Jorge Corrales Quesada, el artículo original se encuentra aquí.

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El terrible legado de Lyndon Johnson, por Mises Hispano.

Recientemente, mi esposa y yo pasamos una mañana en la Biblioteca Presidencial de Lyndon Baines Johnson en Austin, Texas. El daño producido por este matón es incalculable. Su biblioteca nos recuerda el inicio de la tormenta de expansión del gobierno durante el mandato presidencial de Johnson, que duró desde el asesinato de Kennedy en octubre de 1963 a su decisión de no presentarse a un segundo mandato en 1968, algo que se atribuye habitualmente a su fracaso en terminar la guerra en Vietnam.

Johnson era un admirador de FDR y estaba decidido a revivir y completar lo que creía que deberían haber sido partes integrantes del New Deal de FDR. Johnson llamó a su programa La Gran Sociedad. Como si no bastara con la ignorancia de las consecuencias de su expansión socialista del control interior por parte del gobierno, LBJ extendió la guerra en Vietnam, prometiendo a EEUU tanto cañones como mantequilla. Incluso hoy vivimos con esta expansión de los programas públicos interiores y con las guerras aparentemente interminables que constituyen el estado de bienestar y guerra moderno.

El tratamiento Johnson

En el párrafo anterior calificaba a Johnson como un matón. Creo que mi evaluación está justificada por lo que en realidad se alabar en su biblioteca presidencial. Las imágenes explican y documentan orgullosamente “el toque Johnson” en imprenta, fotografía y entrevistas telefónicas reales registradas. Johnson era un hombre grande que era más alto que la mayoría la gente. Tenía la costumbre de acercarse mucho a alguien, inclinar su cintura y obligar a su compañero de conversación a inclinarse hacia atrás para evitar un incómodo encuentro con la cara de LBJ. Hay una gran fotografía de Johnson dando al juez asociado del Tribunal Supremo, Abe Fortas, este “tratamiento Johnson”, literalmente cara a cara. Fortas, que fue durante mucho tiempo seguidor de LBJ parece estar tomando el “tratamiento” de buen humor, pero es fácil ver cómo sería casi imposible mantener la dignidad con el presidente de EEUU llevando a cabo esta acción evidentemente incómoda.

treatment.PNGSorprendentemente, la biblioteca LBJ alaba el tratamiento Johnson con conversaciones telefónicas grabadas. Una conversación fue con el poderoso senador estadounidense Richard Russell, colega durante mucho tiempo de LBJ. Johnson quería a Russell como sus ojos y oídos personales en la Comisión Warren, encargada de la investigación del asesinato de Kennedy. En la conversación telefónica grabada escuchamos a Russell decir educadamente a LBJ que se siento honrado, pero que no tiene ningún respeto por el juez del Tribunal Supremo, Earl Warren, y que debe declinar la oferta. LBJ acosa entonces a Russell hasta conseguir que acepta el puesto. Dice que quiere que Russell se asegure de que la comisión no investiga si los rusos o cubanos tuvieron algún papel en el asesinato. La vehemente protesta de Russell al escribir sobre la teoría de la “única bala” de la Comisión Warren parece justificar esta opinión de Warren y la comisión. Los miembros de la comisión daban volteretas retóricas para afirmar que el informe tenía una aprobación unánime de todos los miembros.

Lo que se ve y lo que no se ve

La biblioteca está llena de recuerdos típicos. La entrada tiene una enorme vitrina con plumas con las que Johnson firmó cientos de documentos, sobre todo de legislación nacional. Por ejemplo, Johnson fue el autor y firmó sesenta decretos legislativos que en la práctica federalizaban la educación. Por supuesto, la biblioteca está llena de engañosas estadísticas que tratan de “demostrar” que toda su legislación fue eficaz, citando, por ejemplo, que la tasa de pobreza disminuyó y que el porcentaje de estadounidenses con grados universitarios aumentó. Aunque se aceptaran esos “hechos” tal cual, un economista austriaco señalaría que todos esos supuestos avances tuvieron el coste de desviar recursos de otras preferencias más buscadas. La educación es un bien económico, igual que la atención sanitaria, los fondos de pensiones, la comida, etcétera. Si los estadounidenses hubieran valorado tanto la educación superior, habrían aplicado más de sus recursos limitados a este fin. La biblioteca de LBJ ignora el coste, incluyendo el coste social, de todos estos programas y da la impresión de que los bienes y servicios suministrados por el gobierno podían proporcionarse sin ningún cambio en la producción de otros bienes y servicios de la nación. De ahí la famosa afirmación de “cañones y mantequilla”, de que podemos tener todo… Una afirmación que sobrevive hasta hoy.

Tal vez el legado más duradero de los años de LBJ es que sus políticas de cañones y mantequilla pusieron a EEUU en un camino que acabó con el patrón oro cambio, acordado en Bretton Woods en 1944, por el que EEUU se comprometía a mantener la convertibilidad del dólar del banco central en oro a 35$ la onza. En la década de 1950, los déficits presupuestarios de Eisenhower fueron muy modestos y en realidad equilibró el presupuesto durante un corto período de tiempo. Pero la política de cañones y mantequilla de Johnson causó enormes déficits y llevó a una impresión de moneda sin precedentes por parte de la Fed. Los economistas austriacos en la Francia de Charles de Gaulle entendieron las consecuencias (que EEUU en realidad no tendría suficiente oro como para atender la conversión de 35$ por onza por parte del banco central) y empezaron una corrida sobre el suministro de oro de Estados Unidos que acabó sacando a EEUU del patrón oro en 1971. (Que quede claro: los franceses no causaron la corrida sobre el suministro de oro de EEUU. La Fed causó la corrida imprimiendo dólares para pagar la política de cañones y mantequilla de LBJ).

Vietnam mostró los límites del toque Johnson

La biblioteca LBJ muestra abiertamente que Johnson nunca tuvo un método para ganar la guerra en Vietnam por sacar EEUU de lo que se caracterizaría como un cenagal. En otra grabación telefónica del principio de su administración, los visitantes de la biblioteca escuchan a LBJ decir a un seguidor que no sabe cómo ganar o cómo llevar las tropas a casa honorablemente. Es una revelación muy amarga para alguien que tuvo camaradas de armas que murieron en Vietnam y otros que soportaron la cautividad en el infame “Hanoi Hilton”. Johnson trato repetidamente de llevar a los norvietnamitas una conferencia de paz. Era pura arrogancia de LBJ, convencido de que todo era negociable y de que podía usar el famoso toque Johnson sobre Ho Chi Minh. Sus patéticas pausas de bombardeo para indicar nuestro deseo de negociar únicamente convencieron al norvietnamita de que la implicación estadounidense acabaría terminando.

¿Qué hemos aprendido?

Aparentemente no mucho. Hoy la política de cañones y mantequilla de Johnson está viva y coleando. Pocos, si es que hay alguno, programas de la gran sociedad se han derogado. El gobierno federal continúa haciendo la guerra en lugares lejanos y promete cada vez más bienes y servicios, financiados por dinero fiduciario libre de cualquier atisbo de patrón oro. No se habla de eliminar ningún programa nacional ni de acabar con ninguna de nuestras guerras. Por el contrario, nuestro gobierno parece decidido a provocar nuevas guerras en Corea y posiblemente con Irán e incluso Rusia. El legado de la deuda de todos los programas públicos federales (es decir las obligaciones no financiadas derivadas de los programas de derechos públicos) se ha calculado muy por encima de los cien billones de dólares. Está claro que solo puede pagarse nominalmente y no con dinero del reducido poder adquisitivo incluso de hoy. Así que, ¿fue la presidencia de LBJ un éxito? ¡Por desgracia para EEUU, LBJ diría que sí!


El artículo original se encuentra aquí.

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Luego de casi matar a alguien, así acabó la historia de este ex pandillero




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Esta ley obliga a las escuelas españolas a botar toneladas de comida




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miércoles, 29 de noviembre de 2017

La economía del control mental, por Mises Hispano.

Posiblemente han escuchado hablar alguna vez del mito de Procusto. También conocido como Damastes, Polipemón o Procoptas, este era, según la mitología griega, hijo de Poseidón y dueño de una posada en las colinas de Atenas o de Eleusis, según la versión. El peculiar posadero era conocido por secuestrar a sus huéspedes por las noches, atándoles al lecho de hierro donde dormían. Como quiera que la cama rara vez se ajustaba exactamente al viajero, Procusto —’el estirador’ en griego— le encajaba a las bravas en su siniestro catre, bien aserrándole las extremidades cuando era muy alto, bien descoyuntándole a martillazos para estirárselas, cuando era bajo. Pues bien, algo así ocurre con la economía del comportamientogalardonada este año con el Nobel a Richard Thaler, que trata de encajar la riqueza de la acción humana en el modelo matemático, en vez de replantear toda la teoría económica.

La principal virtud que los economistas de esta nueva rama del pensamiento económico reclaman para su teoría es la incorporación en el análisis de la toma de decisiones de supuestos mucho más realistas por recurrir a la psicología. De este modo, hablan de ideas como (i) la racionalidad limitada, donde entran los sesgos cognitivos, (ii) las preferencias sociales, donde introducen la justicia o la equidad como elementos considerados en la toma de decisiones, o el (iii) escaso autocontrol típico de los humanos, para explicar por qué nuestro comportamiento se desvía contumazmente del que predicen las matemáticas de quienes dominan las cátedras de economía. Sin embargo, lejos de aprovechar su aportación al mejor entendimiento de la conducta económica, se aferran a la teoría ‘mainstream’ y tratan de amoldar el comportamiento de las personas al modelo, como Procusto y su funesto lecho.

Un ejemplo paradigmático lo tienen en la obra más divulgativa de Thaler, escrita con el asesor de Barack Obama en temas regulatorios, Cass Sunstein,y titulada originalmente ‘Nudge’ —en español, ‘Un pequeño empujón’ (*)—. Lo que estos autores entienden por ‘empujoncitos‘ o ‘nudges’ son condicionamientos especialmente diseñados para alterar el comportamiento de las personas de un modo predecible y sin tener que recurrir a prohibiciones explícitas, sanciones, multas o incentivos económicos. Lo llaman ‘arquitectura de la elección’ y la teoría subyacente es que el Estado puede beneficiar al que recibe el ‘empujoncito’ a la vez que en apariencia respeta su libertad, ya que no le fuerza a hacer nada en concreto. ¿No es inquietante? ¿No suena a manipulación, evocando experimentos de control mental de las películas de la Guerra Fría?

La idea central de la aplicación de la economía del comportamiento a las políticas públicas es, pues, que una élite política, conformada en gran medida por académicos de izquierdas, científicos sociales o profesores de derecho de universidades vinculados a la Administración —como Sunstein—, tiene la potestad de decidir lo que es mejor para la mayoría de los ciudadanos. Se trata de un paternalismo que poco tiene de liberal —’libertarian’ en inglés—, como claman sus proponentes, y mucho de socialista —en inglés, ‘liberal’—, porque son ellos los que saben qué es mejor para nuestra salud y felicidad. Y por eso, aun sutilmente, estamos obligados a someternos a sus diseños y seguir sus esquemas. Porque es por nuestro propio bien. Cabe cuestionarse qué virtud los hace merecedores del título de ‘arquitectos de la elección’ y por qué una persona normal no puede reclamarlo para sí misma.

Permítanme citar ‘in extenso’ a Alexis de Tocqueville, que en un pasaje de su ‘Democracia en América’ alertó como nadie sobre las consecuencias de este paternalismo liberal, que más bien es despotismo amable, pues “sobre estos ciudadanos destaca un poder tutelar inmenso, que se arroga la responsabilidad de asegurar su felicidad y vigilar su destino. Ese poder es absoluto, minucioso, regular, previsor y amable (…) La voluntad del hombre no es destruida, sino suavizada, doblegada y guiada; los hombres rara vez son forzados por él a actuar, pero están continuamente reprimidos de hacerlo. Tal poder no destruye, pero previene la existencia; no tiraniza, pero aprieta, debilita, apaga y adormece un pueblo, hasta que cada nación es reducida a nada mejor que una grey tímida e industriosa de animales, de los cuales el gobierno es el pastor”.

Se preguntarán qué tiene que ver esto con la economía. Pues bien, la ciencia económica desarrollada por los teóricos de la rama del comportamiento es loa que ofrece la coartada científica a la manipulación, aportando a la causa del intervencionismo su particular lecho de Procusto. Y es que, según los economistas de esta rama de estudio, la ciencia ha demostrado la irracionalidad de las personas más allá de toda duda. Las personas cometemos errores en nuestros razonamientos muy a menudo. Y si la gente razona mal, argumentan Thaler y compañía, ¿cómo pueden esperar obtener lo que realmente quieren sin nuestra ayuda? Para ellos, el hecho de que el mercado les da precisamente lo que ellos mismos escogen tiene poco significado si esa elección resulta de la inconsistencia lógica y del pensamiento defectuoso.

Las personas cometemos errores lógicos frecuentemente. Es más, habitualmente nos mostramos en pugna con nosotros mismos, debatiéndonos entre nuestro yo impulsivo, adolescente, que lo quiere todo aquí y ahora, y otro yo más templado, maduro, que tiene en cuenta el largo plazo sin importarle sacrificar el corto. Además, estamos sujetos al efecto ‘encuadre’, según el cual elegimos de forma distinta dependiendo de cómo nos presenten las diferentes opciones. Y, además, por si no fuera poco, rara vez disponemos de toda la información relevante para tomar una decisión informada. Todo ello es indudable y, en cierta medida, es uno de los motivos por los que el comportamiento humano no se puede modelar matemáticamente, pese a la insistencia de la corriente mayoritaria de economistas, que se empeña en caminar en círculos en torno a supuestos que no reflejan la realidad.

Acierta, pues, el reciente Nobel cuando afirma que “para hacer buena economía, uno tiene que tener en cuenta que las personas somos humanos”. No en vano, la crítica a los modelos dominantes en la economía actual, y sus nefastas consecuencias, es un tema recurrente en este blog. Sin embargo, Thaler y, en general, la escuela de la economía del comportamiento continúan siendo rehenes del mismo modelo teórico defectuoso. Porque, en el fondo, lo que afirman es que, a menos que alguien cumpla a la perfección los estrechos criterios de racionalidad definidos en los libros de texto para modelar al ‘homo oeconomicus’, no está escogiendo realmente en el sentido más estricto del término. Y eso es porque somos presa de todo tipo de sesgos psicológicos que limitan nuestra racionalidad.

Pero, como decía Friedrich A. Hayek, “antes de que podamos explicar por qué las personas cometemos errores, debemos antes explicar por qué deberían acertar”. Y es que la definición estándar de racionalidad de la teoría dominante, a la sazón, que el ser humano siempre es consistente, tiene una preferencia definida sobre todas las cosas que puede hacer, no exhibe un sesgo particular por el consumo inmediato, es tan egoísta o altruista como el resto de nosotros, etc., es una quimera. Ese conocimiento está al alcance de cualquiera que tenga hijos adolescentes, no hace falta ser premio Nobel. Lo que Thaler ha descubierto tiene poco que ver con que la gente sea racional o no, sino con la premisa falsa de la economía ‘mainstream’ de que las preferencias individuales son constantes. Tengan en cuenta que la constancia es la condición ‘sine qua non’ para comprimir esas preferencias en una fórmula matemática.

Los economistas del comportamiento pierden, pues, la ocasión para denunciar la irrealidad de tales supuestos y, lo que parecía un desafío serio al credo de la economía ‘mainstream’, cuestionando la naturaleza constante de las preferencias humanas, en realidad ha dejado intacto el dogma, limitándose a modificar a martillazos la formulación matemática y a recetar ‘trucos’ legales y regulatorios para que el comportamiento del consumidor se ajuste mejor a lo que predice la ecuación. Es decir, planteando dudas sobre la capacidad de las personas para hacer uso apropiado de su cerebro, el Nobel puede estar abonando el terreno, aun con buenas intenciones, a la introducción del control estatal para protegernos a los ciudadanos de nosotros mismos y de nuestra racionalidad imperfecta. Control estatal que, personalmente, me asusta. Y mucho.

(*) Richard H. Thaler, Cass R. Sunstein. ‘Un pequeño empujón: el impulso que necesitas para tomar mejores decisiones sobre salud, dinero y felicidad’, Taurus.

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Estamos viviendo en la era del consumo de capital, por Mises Hispano.

Cuando se menciona el capital en el debate político actual, el término normalmente se somete a una interpretación bastante unidimensional: ya se discuta sobre capital ahorrado por ciudadanos, la cuestión de las reservas de capital en posesión de los fondos de pensiones, el capital aportado por los jóvenes emprendedores o los impuestos a las ganancias de capital en las inversiones, en todos estos casos capital equivale a “dinero”. Sin embargo, el capital es distinto del dinero, es una estructura definida y en buena parte irreversible compuesta por elementos heterogéneos que puede describirse (vagamente) como bienes, conocimiento, contexto, seres humanos, talento y experiencia. Dinero es “solo” la ayuda simplificadora que nos permite registrar de una manera uniforme la increíblemente compleja y heterogénea estructura de capital. Sirve como base para evaluar el valor de estas diversas formas de capital.

Los libros de texto de economía moderna normalmente se refieren al capital con la letra “C”. Esta aproximación conceptual difumina el hecho importante de que el capital no es simplemente una sola magnitud, una variable económica que representa una masa homogénea que se autorreproduce mágicamente, sino una estructura heterogénea. De entre las diversas escuelas de pensamiento económico la primera y más importante es la Escuela Austriaca de economía, que destaca la heterogeneidad del capital. Además, los austriacos han reconocido correctamente que el capital no crece o se perpetúa automáticamente. El capital debe crearse y mantenerse activamente, a través de la producción, el ahorro y la inversión sensata.

Además, los austriacos destacan que hay que diferenciar entre dos tipos de bienes en el proceso de producción: bienes de consumo y bienes de capital. Los bienes de consumo se usan en el consumo inmediato, como la comida. Los bienes de consumo son un medio para alcanzar un fin directamente. Así, la comida ayuda a alcanzar directamente el fin de satisfacer la necesidad básica de la nutrición. Los bienes de capital difieren de los bienes de consumo en que son estaciones hacia la producción de estos últimos, que pueden usarse para alcanzar fines últimos. Por tanto, los bienes de capital son medios para alcanzar fines indirectamente. Un horno comercial (usado para fines comerciales) es un bien de capital, que permite al panadero producir pan para los consumidores

A través de la formación de capital, se crean los medios potenciales para impulsar la productividad. La condición previa lógica para esto es que la producción de bienes de consumo debe disminuir o incluso detenerse temporalmente, mientras los recursos escasos se redespliegan hacia la producción de bienes de capital. Si los procesos actuales de producción generan menos o ningún bien de consumo, de esto se deduce que el consumo tendrá que reducirse en la cantidad de bienes de consumo que ya no se produzcan. Cada profundización de la estructura de producción implica por tanto tomar desvíos.

La formación de capital es por tanto siempre un intento de generar mayores retornos a largo plazo adoptando métodos de producción más indirectos. Esos mayores retornos no están sin embargo garantizados en modo alguno, ya que los métodos indirectos elegidos pueden resultar ir mal dirigidos. En el mejor de los casos, solo aquellos métodos indirectos continuarán en último término, lo que generaría una mayor productividad. Es por tanto justo suponer que una estructura de producción más intensiva en capital generará más producción que otra de menos intensidad. Cuanto más próspera es una región económica, más intensiva en capital es su estructura de producción. El hecho de que las generaciones que viven actualmente en nuestra sociedad sean capaces de disfrutar de un estándar tan alto de vida es el resultado de décadas o incluso siglos de acumulación de capital tanto cultural como económico por nuestros antepasados.

Una vez se han acumulado unas existencias de capital, no están destinadas a ser eternas. El capital es completamente transitorio, se desgasta, se amortiza en el proceso de producción o se convierte en completamente obsoleto. El capital existente requiere una inversión recurrente y regular, que normalmente se financia directamente de los retornos que genera el capital. Si se olvida la reinversión porque se consume toda la producción o más, el resultado es el consumo de capital.

No es solo la menguante comprensión de la naturaleza del capital lo que nos lleva a consumirlo sin ser conscientes de ello. Es también el marco de la economía real que nos impulsa inadvertidamente hacerlo. En 1971, finalmente el dinero se desligó totalmente del oro y entramos en la “era del papel moneda”. Visto en retrospectiva, hay que decir que romper el último enlace con el oro fue un error fatal. Entre otras cosas, ha disparado una inestabilidad sin precedentes en los tipos de interés. Mientras que los tipos de interés mostraron una volatilidad relativamente pequeña mientras el dinero seguía ligado al oro, esta aumentó drásticamente después de 1971, llegando a un máximo de aproximadamente el 16% en 1981 (rendimiento de los bonos del tesoro a diez años), antes de empezar un despeñamiento que continúa hasta hoy. Esta bajada masiva de los tipos de interés a lo largo de los últimos 35 años ha erosionado gradualmente las existencias de capital.

Un efecto inmediatamente evidente es la disminución del llamado “poder adquisitivo del rendimiento”. El concepto describe qué se puede comprar en términos de bienes con la renta procedente de los ahorros, o más precisamente del retorno de interés sobre los ahorros. La oportunidad de generar rentas de interés de los ahorros por supuesto ha disminuido muy drásticamente. Una vez se llega al territorio de los tipos de interés cero o incluso negativos, el retorno sobre el capital ahorrado evidentemente ya no es lo suficientemente grande como para permitir que alguien viva de él, no digamos para financiar un nivel razonable de vida. Consecuentemente, el capital ahorrado tiene que consumirse para asegurar la supervivencia propia. El consumo de capital es clamorosamente evidente en este caso.

No cabe duda de que hoy en día está teniendo lugar un consumo masivo de capital, aunque no todos se ven afectados en el mismo grado. Por un lado, la política de reducir artificialmente el interés, tal y como ha sido orquestada por los bancos centrales, sí influye negativamente en las tareas de los empresarios. Las inversiones, especialmente las inversiones intensivas en capital parecen ser más rentables comparadas con un nivel realista, es decir, no intervencionista, así que los beneficios son mayores y las reservas menores. Estos y otros errores inducidos por la inflación promueven el consumo de capital.

Por otro lado, contrarrestando el consumo de capital están el progreso tecnológico y la rápida expansión de nuestras áreas de actividad económica en Europa Oriental y Asia en décadas recientes, debido al colapso del comunismo y el hecho de que muchos países quedaron atrás cuando se produjo la revolución monetaria e industrial. Sin este proceso de retraso ya habría sido necesario hace mucho tiempo restringir el consumo en los países occidentales.

Al mismo tiempo, el omnipresente en estado redistributivo del bienestar, que, o bien directamente a través de impuestos, o bien indirectamente a través del sistema monetario, cambia y reasigna continuamente grandes cantidades de capital, consigue ocultar hasta cierto punto los efectos del consumo de capital. Queda por ver por cuánto tiempo puede continuar esto. Una vez se acaben las existencias de capital, el despertar será duro. Estamos seguros de que el oro es una parte esencial de cualquier cartera de esta etapa del ciclo económico.


El artículo original se encuentra aquí.

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Y después de Mugabe, ¿qué?

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Revista austriaca de prensa: 29-XI-2017, por Mises Hispano.

  • Elio Pepe Trifance menciona a Hayek y Wicksell en El Nacional.

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LO QUE SE APRENDE EN LAS CÁRCELES Españolas es maldad, dice portavoz policial




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martes, 28 de noviembre de 2017

El paraíso renovable y los vehículos eléctricos

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BEN SHAPIRO LE DIO CON TODO: “El socialismo es un sistema inmoral, discriminatorio y asqueroso”




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JOAN LÓPEZ ALEGRE: Ningún nacionalista está dispuesto a entender que está equivocado




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Revista austriaca de prensa: 28-XI-2017, por Mises Hispano.

  • Emilio Martínez Cardona menciona Hayek en Eju!
  • Fredy Cante cita a Bastiat en La Silla Vacía.
  • Vanessa Kaiser menciona a Hayek en El Líbero.

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lunes, 27 de noviembre de 2017

No mezclemos política con ciencia del clima, por Mises Hispano.

El entorno libertario ampliamente entendido ha publicado últimamente una multitud de artículos muy elocuentes acerca de cómo aproximarse al tema del calentamiento global, qué pensar acerca de la “ciencia establecida” y si hay que ser “agnóstico” o no. Estos materiales, aunque estén bien escritos, no ven el núcleo del método científico, lo que es comprensible ya que sus autores se han dedicado a un tipo distinto de ciencia, es decir, la ciencia social. Sin embargo, la palabra “agnóstico” aquí no se ajusta bien. Solo se puede ser “agnóstico” frente a lo incomprobable. Pero podemos comprobar la temperatura en la que se congela el agua, podemos comprobar cómo afectan al cuerpo humano los venenos y podemos comprobar cómo afecta la radiación solar a ciertas capas de la atmósfera. Todos estos resultados se verifican necesariamente por la misma naturaleza. No dejan espacio para ni siquiera el más sutil “pulido” de los resultados, de forma que se ajusten a la suposición. Y si lo que dicen los climatólogos parece dejar una impresión distinta, se debe, o bien a las imperfecciones del lenguaje humano, o bien al hecho de que, tristemente, ya tienden a incorporar programas políticos en sus comentarios científicos. Señalemos, sin embargo, que el isótopo carbono 12C es una estructura demasiado primitiva como para conspirar por el socialismo mundial. (La relación entre el 12C y el 13C en la atmósfera sirve como argumento geoquímico para el calentamiento global antropogénico).

Por desgracia, como el calentamiento global sirve al gobierno como justificación para sus planes de un mayor control de la sociedad, estamos condenados a mezclar política y ciencia donde nunca deberían mezclarse. Este puede ser uno de los síntomas del declinante nivel de las discusiones públicas. También por desgracia, la reacción en la que nos revelamos contra nuestras ideas preconcebidas es perfectamente natural. Sin embargo, aquí está ligada con la dificultad de distinguir entre información científica y creencias políticas. La pregunta “¿qué está pasando?” es distinta a “¿qué debería hacerse?”. Si proporciono un argumento geoquímico para el calentamiento global artificial, esto no significa automáticamente que sea una intervencionista. Después de todo, un montón de la investigación básica sobre la física atmosférica moderna tiene 200 años, pero a la física no se le acusa de parcialidad, pues entonces ningún gobierno estaba tratando de usarla como pretexto para una política pública.

La magnitud de las emociones ligadas con este tema no es sorprendente dado que puede afectar a toda la humanidad en un plazo relativamente corto. Tengo sin embargo la impresión de que esas emociones derivan del hecho de que toda la discusión está politizada, no de una genuina preocupación por la vida humana.

Un caso clásico de “lo que se ve y lo que no se ve”

La postura de laissez faire en problemas medioambientales sufre de un defecto de imagen serio y bastante imposible de tratar: no da respuestas fáciles ni recetas bien calculadas. Un estatista proporcionará una respuesta detallada y minuciosa con un gráfico, un cálculo de la reducción de emisiones y una prescripción clara y firme de intervención pública. El no intervencionista, no. Diremos que confiamos en la misma innovación que ha mejorado continuamente los niveles de vida durante siglos. Que confiamos en que la mente humana pueda abrirse paso a través de varias trampas maltusianas, algo que nace de la experiencia histórica, y que la experiencia sugiere que podemos (con las grandes inversiones correspondientes) crear el nivel tecnológico que necesitamos adoptar. Por el contrario, esa experiencia no cuenta con ningún éxito de planes globales de controlar la economía global.

A la vista de esto, el intervencionismo no solo no es ético, sino también ineficiente. En una discusión pública esta postura perdería, ya que solo podemos repetir con Hayek que no sabemos qué hacer y que es imposible que ninguna persona lo sepa:

Es a través de los esfuerzos mutuamente ajustados de muchas personas como se utiliza más conocimiento del que posee un individuo o del que es posible sintetizar intelectualmente y es a través de dicha utilización del conocimiento disperso como se hacen posibles los logros, mayores de lo que pueda prever cualquier mente individual. Es porque la libertad significa la renuncia al control directo de los esfuerzos individuales por lo que una sociedad libre puede hacer uso de mucho más conocimiento del que pueda abarcar la mente del gobernante más sabio.

Para un oyente medio de dicho debate, sería una decisión entre “No sé” y “He calculado todo, sé lo que debería hacer el gobierno e incluso tengo una foto de una foca triste para conmoverte”. No sorprende que la libertad pierda la batalla de la publicidad.

Y aun así, lo que suena poco convincente delante una televisión, funciona mucho mejor en la vida real. Lo que necesitamos es progreso tecnológico en el sector de la energía y en los métodos de almacenamiento y reducción de desperdicios. ¿Sería posible ese progreso en un país rico o en un país pobre? ¿Cómo crear nuevas tecnologías más eficientemente y luego hacerlas ampliamente asequibles y accesibles?

Por eso la respuesta a cuál debería ser el papel deseable del gobierno con respecto al calentamiento global es el tema de otro ensayo clásico de Bastiat. Estoy seguro de que el control de las emisiones de dióxido de carbono habría sido el último capítulo de “Lo que se ve y lo que no se ve” si hubiera vivido en nuestros tiempos para ser testigo de ello.

Evidentemente, es directo calcular el cambio esperado de temperaturas con ciertas restricciones. Será beneficioso para el medio ambiente a corto plazo, es lo que se ve. ¿Pero como afectarían esas restricciones a los precios de los recursos estratégicos, el transporte y la vida en general? ¿No dañarían las inversiones a largo plazo en investigación avanzada y desarrollo, es decir, en la única solución a largo plazo para el problema? ¿Qué pasa así, por dar un ejemplo, una empresa que estudia plantas baratas de energía nuclear que también extraen dióxido de carbono de la atmósfera va a la quiebra? ¿Qué pasa si ocurre eso con otras iniciativas similares?

¿Diréis “sí” a la civilización?

Las sociedades pobres no se pueden permitir preocuparse por el medio ambiente. No pueden permitirse investigación y desarrollo. El gobierno quiere que la gente crea que es el único medio de tratar problemas ecológicos. Pero con el estado solo podemos contar con que usará cualquier nuevo poder como un medio de control y, a largo plazo, para empobrecer sociedades y bloquear el progreso de la civilización. Se nos dice que debemos elegir entre la libertad de los seres humanos y la libertad de los osos polares, convenciéndonos de que se compensan entre sí, cuando en realidad puede que no sea así en absoluto. (Omito aquí la discusión sobre si la protección del oso polar debería estar sometida al derecho o a la ética).

En este caso los estatistas piensan de una manera muy estrecha, sin ver lo dinámica que es nuestra civilización. No hace mucho no podíamos imaginar tener internet o vuelos comerciales. ¿Por qué estamos entonces tan seguros de que en los próximos 50 años no conseguiremos una manera limpia, barata y eficiente de obtener energía solar o un procedimiento rutinario y barato de reducir partículas de dióxido de carbono a carbono y oxígeno? La suposición de que esto no ocurrirá y de que, si ocurre, será por coacción estatal, solo ralentiza este progreso. Y profundizando en este supuesto se acabaría llegando a una creación de un monstruo totalitario que controlaría no solo nuestro uso de energía, sino también las tasas de natalidad o el consumo de carne. ¡Qué inmoral y terrible sería la reducción de un ser humano bajo esas condiciones inhumanas! ¿Y cómo podríamos escapar de una trampa maltusiana mientras somos atrapados por el estado?

Y si alguien, cualquiera afirma que “el capitalismo destruye la tierra”, muéstrale cualquier mapa de contaminación o catástrofes ecológicas. Hablan por sí mismos.


El artículo original se encuentra aquí.

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El New York Times y la “causa perdida” del bolchevismo, por Mises Hispano.

Hace un siglo, la revolución bolchevique en Rusia y dio paso a un siglo de asesinatos masivos, hambrunas, ejecución sumaria de millones de personas, destrucción de antiguas instituciones sociales, guerras, una vasta red de campos de la muerte y eliminación de la libertad, al mismo tiempo, en un tercio del planeta.

Según el New York Times, deberíamos lamentar el fin de esta era y todas sus promesas de una mejor vida para todos.

Habéis leído bien.

Durante los últimos meses anteriores al centenario del momento en que los seguidores de Lenin y Trotsky derrocaron el gobierno provisional de Rusia y establecieron “todo el poder para los sóviets”, el Times ha publicado una serie de artículos de opinión de personas que en su mayoría lloran por la “causa perdida” del comunismo y todas sus promesas. Hemos aprendido que los bolcheviques fueron padres maravillosos, que las mujeres bajo el comunismo tenían un sexo magnífico, que Mao liberó a las mujeres (cuando no las estaba asesinando), que el bolchevismo promovía un medio ambiente prístino y limpio y que todos deberíamos ser comunistas si queremos pureza medioambiental (salvo por el hecho de que el bloque comunista tenía problemas de contaminación mucho peores que en el llamado Occidente capitalista contaminado) y que el fervor revolucionario del comunismo puede llevar a un glorioso futuro socialista.

Al ir leyendo estos artículos, queda claro que para el NYT el fin del comunismo como lo conocemos (excepto algunos remansos como Corea del Norte y Cuba) realmente fue el fin de una esperanza en una vida mejor, el fin de la esperanza de la liberación frente a la esclavitud del capitalismo y el fin de la esperanza de que el estado pudiera destruir por la fuerza instituciones humanas que van del matrimonio a la religión y remplazarlas con paz, amor y fraternidad. Por muy poco.

Si hubiera un tema común en estas odas a las glorias del bolchevismo, parecería que el mundo hubiera perdido la oportunidad instalar el paraíso. Que esos grandes Guardianes del Secreto continuaran muriendo antes de poder compartir su gran sabiduría con el resto de la humanidad. Oh, si los alemanes reaccionarios no hubieran matado a Rosa Luxemburgo 1919, pues ella sabía cómo hacer que funcionara el socialismo. Si Trotski hubiera triunfado en lugar de Stalin en la década de 1920. Si Lenin no hubiera muerto prematuramente por complicaciones de un ictus. Si Mao no hubiera contraído ELA y muerto. Y así sucesivamente.

Dado el apoyo casi acrítico que ha dado históricamente el NYT a dictadores comunistas, desde su deliberada ocultación de la infame hambruna en Ucrania en la década de 1930 y su blanqueamiento de los juicios de Moscú en esa misma década a su casi adoración a Mao en China y a Castro en Cuba, se llega a entender que los editores de ese periódico ahora consideren al comunismo como una gran “causa perdida”, una oportunidad para la humanidad para mejorar sus lamentables condiciones, que desapareció porque la Gran Plebe quería teléfonos móviles, automóviles rápidos, buena comida y, sí, libertad en lugar de adoptar la liberación intelectual y espiritual que ofrecía el comunismo.

Los periodistas estadounidenses no temen atacar la interpretación de la “causa perdida” de la Guerra de Secesión estadounidense. El sur dependía fuertemente de los esclavos negros, buscaba la secesión para continuar con esa institución condenada y todos sus combatientes fueron traidores, o al menos así es como interpretan los periodistas modernos esa guerra. El que los horrores de Jim Crow y su consiguiente violencia aparecieron solo después de que los políticos sureños adoptarán la religión secular norteña conocida como progresismo se esconde en el mismo agujero orwelliano de la memoria en el que el NYT y sus seguidores en la universidad y los medios han escondido la orgía sin precedentes de muerte y esclavitud que fue el bolchevismo y sus secuelas.

No deberíamos olvidar que el NYT ha apoyado casi todo movimiento totalitario salvo el nazismo y ninguna persona respetable quiere apoyar de todas maneras a Adolf Hitler. Con respecto al socialismo, ¿qué régimen socialista o comunista no ha apoyado el NYT y su banda de aliados académicos y periodísticos, al menos al principio? Apoyó a Hugo Chávez en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y, durante un tiempo, incluso a Pol Pot en Camboya. Siempre declaraba que la misma idea del socialismo se basaba en la justicia, así que incluso si fallaba el experimento comunista real, sin embargo, el amor por la justicia obligaba a que la gente sensata lo apoyara de todas maneras.

Al comparar la nostalgia que tiene el NYT hacia los regímenes comunistas caídos con la visión de la vieja “causa perdida” de la Guerra de Secesión, hay una enorme diferencia entre ambas. Con respecto a la primera, el NYT y sus aliados ideológicos no dudan en afirmar que es necesaria al menos alguna violencia para lograr la utopía o, por citar al corresponsal del NYT de Moscú durante los años de Stalin, Walter Duranty, “no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos”.

En ese sentido, el aliado político del NYT en Gran Bretaña, el Partido Laborista, no solo rechaza condenar el siglo de violencia y baños de sangre que fue el comunismo, sino que sus líderes han celebrado abiertamente la revolución bolchevique con toda su sangre y caos. Pero a pesar de toda la palabrería sobre la “causa perdida” con respecto a la secesión y el Sur, nadie que hoy defienda al Sur defiende también la esclavitud. Por el contrario, la mayoría la gente que defendería la secesión también diría que la esclavitud no solo era inmoral, sino asimismo que no era un sistema económico viable y que habría terminado pronto.

No se puede decir eso acerca de los defensores del socialismo. En el mejor de los casos, pueden afirmar que la violencia que ha acompañado la implantación del socialismo revolucionario es sencillamente un error innecesario, como si un régimen pudiera expropiar propiedades, cerrar iglesias, confiscar bienes y hacerlo todo sin violencia con el rostro alegre. Sin embargo, como señalaba el veterano Tibor Machan hace más de tres décadas, implementar Marx requiere un Stalin.

Hoy vemos el socialismo de rostro alegre en la persona de Bernie Sanders, que afirma que quiere sencillamente un socialismo amable en el que no haya pobreza… ni estado policial. Sin embargo, Sanders ha pasado la mayor parte de sus años políticos formativos definiéndose como un trotskista, y si alguien se identifica con León Trotski, debe también identificarse con los métodos que implantó ese hombre.

Igualmente, los articulistas del New York Times se permiten añorar los supuestos ideales puro del comunismo, pero luego apartan la vista ante los cuerpos de los millones de muertos que dejaron atrás los líderes comunistas. Si la implantación de un principio organizativo genera una hambruna masiva, enormes campos de prisioneros y muerte y destrucción, probablemente sea seguro decir que el propio principio organizativo original está moralmente arruinado. Es algo que dudo que el NYT y sus colegas lleguen entender alguna vez.

 

El artículo original se encuentra aquí.

 

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¿Es la economía china un tigre de papel?

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