domingo, 5 de febrero de 2017

Privatizar la justicia: reseña de Justicia sin Estado, por Mises Hispano.

Una de las creencias más arraigadas en el mundo occidental es la de que las leyes y el Estado nacieron juntos y morirán juntos. En otras palabras, la creencia de que sin un Estado que administre la justicia y la función policial, la sociedad acabaría sumiéndose en el caos y en la violencia, esto es, en la hobbesiana guerra de “todos contra todos”.

Bruce L. Benson, profesor de Economía en la Universidad del Estado de Florida y asiduo colaborador del Pacific Institute of Public Policy de San Francisco, cuestiona sistemáticamente este planteamiento en su obra The Enterprise of Law, cuya versión española ha sido publicada recientemente por Unión Editorial con el título “Justicia sin Estado”.

La principal herramienta de análisis es el estudio de los incentivos que instituciones o circunstancias particulares ofrecen a las personas, quienes se adaptan a ellos para alcanzar sus propios fines; y el concepto fundamental sobre el que está construida esta obra es el de “orden espontáneo”, es decir, no es necesario un “ordenador” para que exista un orden social, antes al contrario. Como Hayek puso de manifiesto, la Historia y la experiencia demuestran que los intentos de organizar la sociedad conforme a un plan preconcebido acaban en catástrofe; porque no hay plan, por detallado que sea, que pueda contemplar la inabarcable complejidad de las relaciones humanas.

Benson sostiene que el origen del verdadero Derecho hay que buscarlo en la interacción social, basada en la voluntariedad en los intercambios, la reciprocidad en los actos y el respeto mutuo, lo que da lugar a un sistema de expectativas acerca de los comportamientos de los miembros de la sociedad. En definitiva, el verdadero Derecho nace de la costumbre, porque la costumbre ha ido condensando a través del tiempo ese sistema de expectativas, aceptado voluntariamente por todos, porque a todos beneficia. Esta es precisamente la razón de la obligatoriedad de la Ley. Los sistemas consuetudinarios se suelen caracterizar por el respeto por la vida, la libertad, la dignidad y la propiedad. Las disputas se resuelven por arbitraje y los jueces, elegidos por acuerdo entre las partes, suelen ser personajes influyentes y respetados en la comunidad. La función policial la ejercen los clanes o las asociaciones voluntarias de protección mutua, y la indemnización a la víctima por parte del agresor es el núcleo de todo el sistema jurídico. El crimen se entiende como una ofensa a una persona concreta, no a la “sociedad”, por lo tanto, no existen los delitos sin víctima, presentes en todos los sistemas autoritarios de derecho, especialmente en los totalitarismos.

El Derecho autoritario, en oposición al consuetudinario, tiene su origen en la guerra y la violencia, esto es, en el deseo de poder de reyes y gobernantes, que utilizan el Derecho como fuente de ingresos y como vehículo para afirmar su dominio. Los sistemas autoritarios se caracterizan por la marginación de la costumbre, por el olvido de la víctima, por la creación de una maquinaria de transferencias de renta y por el colectivismo y la propiedad pública. La legislación suele ser el resultado de las presiones que los grupos de intereses ejercen sobre los gobernantes. No hay que olvidar que las doctrinas de Kelsen, principal teórico moderno del Derecho autoritario o positivo, justificaron tiranías como la de Hitler o Stalin. Todo esto trae como resultado la amoralización general de la sociedad, tan característica de los sistemas colectivistas y totalitarios.

Benson analiza las consecuencias del monopolio estatal sobre la justicia: lentitud, utilización política de la legislación y la judicatura, falta de flexibilidad ante los cambios, falta de claridad en las sentencias, multiplicación de los litigios… En cuanto a la policía, al ejercer el monopolio de la defensa ante las agresiones en régimen de bien público, siempre se enfrenta a un exceso de demanda de sus servicios, lo que posibilita la corrupción y la persecución selectiva de los delitos. Las causas hay que buscarlas en el sistema de incentivos a que se enfrentan los funcionarios de la justicia y del orden público. La policía tenderá a descuidar la prevención del crimen, actuando sólo cuando el delito ya ha tenido lugar, puesto que su prestigio y presupuesto dependen directamente del número de detenciones. Los fiscales tienden a negociar las sentencias para elevar su currículo de condenas, fuente de su prestigio. En general, los funcionarios de la justicia y del orden público tenderán a perseguir sus intereses personales o corporativos, en detrimento de los intereses de las víctimas de los delitos. Como consecuencia de ello, en muchas ocasiones el delincuente no recibe la sanción o el castigo que merece, por lo que la criminalidad se dispara.

En opinión del autor, la solución a la ineficacia jurídica y policial es devolver al ciudadano el protagonismo en la lucha contra el crimen, recurriendo a la autodefensa (derecho a portar armas) o a la contratación privada de seguridad, así como en la generalización de los sistemas privados de arbitraje, que tan buenos resultados han dado siempre en la esfera del Derecho mercantil internacional, donde nunca ha sido necesaria la intromisión de los estados para resolver las disputas.

Benson aclara todas las dudas que pueden plantear los sistemas de administración de justicia y policía privados, aunque mantiene una actitud prudente en su valoración global. Quizá no sea posible excluir completamente al Estado, pero no hay que olvidar que el Estado difícilmente se mantendrá permanentemente dentro de los límites fijados por las constituciones. La constante erosión de la libertad individual que la constitución norteamericana garantizaba cuando se promulgó, a finales del siglo XVIII, es un buen ejemplo.

El autor apoya sus conclusiones en una abundantísima y documentada colección de ejemplos reales, así como en una vasta bibliografía. Como toda obra dedicada a combatir dogmas o creencias muy arraigadas, su lectura no dejará a nadie indiferentes.


 

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