Las llamadas al civismo en la política no son nada nuevo y el incidente con respecto a la portavoz de la Casa Blanca, Sarah Sanders, en un restaurante ha generado un mucho humo, pero poco fuego desde ambos falsos bandos de este no debate/no problema.
Supongo que deberíamos estar contentos cuando los derechos de propiedad se convierten en parte del debate. Es sano que nuestros amigos progresistas de izquierda desarrollen una ética circunstancial de la propia privada. Por supuesto, los dueños de propiedades tienen el derecho ilimitado para expulsar a personas o rechazar atenderlas. Y por supuesto deberíamos ser todos educados con aquellos que no comparten nuestras opiniones. Las interacciones cotidianas que hacen cualquier sociedad al menos tolerable, si no sana, conllevan costumbres e intereses mutuos, no leyes positivas.
Pero la libertad requiere propiedad y el civismo requiere sociedad civil. Cuando los políticos del estado sirven como los principios organizativos más importantes de la sociedad, los derechos de propiedad y la cohesión social acaban necesariamente sufriendo. La falta de civismo es una característica, no un defecto, de una sociedad muy politizada. Es también una característica de unos Estados Unidos en los que demasiadas cosas son decididas por el gobierno federal o su superlegislativo Tribunal Supremo.
¿Qué tipo de sociedad sana delega en los debates sobre sentencias judiciales, sentencias decididas por solo unos pocos jueces votando de una manera u otra? ¿Deberían 320 millones de personas tener que preocuparse tanto acerca de cinco o siete jueces del tribunal supremo?
Es difícil argumentar a favor del civismo en escenarios políticos en los que el ganador se lleva todo. De hecho, es una receta para el hiperpartidismo, la “otredad” y el tribalismo. No tiene sentido lamentar una pérdida de civismo y luego argumentar a favor de superar nuestras diferencias votando con más dureza y demandando más a los otros.
Ludwig von Mises fue testigo del colapso de la civilización de los Habsburgo, el auge del nazismo en Austria y Alemania y dos terribles guerras europeas: una serie de acontecimientos mucho más allá de la mera falta de civismo. Su respuesta a la barbarie real era el liberalismo real, destilado en su forma más pura en una palabra: propiedad. “Si la historia pudiera enseñarnos algo, sería que la propiedad privada está ligada inextricablemente a la civilización”, nos dice Mises en el libro apropiadamente titulado Gobierno omnipotente.
Pero la propiedad hoy no es parte del programa progresista; por el contrario, la propiedad privada está bajo un serio ataque no solo por los crecientes “socialdemócratas”, como Alexandria Cortez y Bernie Sanders, sino también por fuerzas proteccionistas y mercantilistas en la administración Trump.
De hecho, solo los libertarios creen en la posesión completa (es decir, el control completo) de la propiedad privada. No es precisamente un argumento innovador en este momento: Murray Rothbard ya lo daba hace 50 años. Pero nadie en política o medios de comunicación cree realmente en esto o argumenta a su favor. En el contexto de los inmuebles, los derechos completos de propiedad requerirían que no hubiera impuestos a la propiedad, normas urbanísticas, permisos ni códigos de construcción, una completa libertad para despojarse o vender a voluntad y, sobre todo, control completo acerca de quién entra y a quién se le obliga a salir. Este tipo de propiedad privada no está disponible para pasteleros o restaurantes pintorescos del sur.
Estados Unidos lenta pero constantemente ha ido perdiendo su sentido robusto de la propiedad privada, el alma de una sociedad libre. Esto se ha producido a través del estado fiscal y regulatorio, anulando el caso Lochner y deshaciéndose del proceso debido sustantivo económico, a través de lecturas absurdas de la cláusula de comercio, a través de la creación de instituciones administrativas completamente fuera de la constitución y a través de la creación de una forma inferior de propiedad llamada “locales públicos”.
Al renunciar a la propiedad hemos renunciado al liberalismo y a la sociedad civil. Al insistir en el control político sobre grandes áreas de los asuntos humanos hemos renunciado al civismo por la fuerza.
Recordad que la política es un juego de suma cero. Los dueños del restaurante consideran a Sarah Sanders una amenaza, como alguien que va a dañarles si prevalece su (de Trump) administración. El problema no es que los dueños actuaran absurdamente, ni tampoco el incoherente argumento de que Trump de alguna manera está por encima de la mediocridad relativa de los anteriores presidentes. La escena en el restaurante Red Hen fue el resultado de la percepción no injustificada de los dueños de que el sistema político de EEUU derrota al pueblo. Para evitar ser derrotados deben derrotar a Trump, al menos en su opinión.
Idealmente, cuando los propietarios del restaurante piden a Ms. Sanders que abandone el restaurante, esta sencillamente debería haberse encogido de hombros y haberse ido en silencio. Lo que aparentemente hizo, aunque supuestamente fue perseguida y acosada en un restaurante de esa calle. Lo que resulta desafortunado no es solo la falta de civismo en Twitter que siguió al incidente, ni los desagradables artículos que afirman que se está gestando una guerra civil, sino más bien nuestra ceguera a la hora de entender a dónde llevan la “democracia” la política y la falta de respeto por la propiedad privada.
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