En noviembre fue el 100 aniversario de la llegada al poder del partido comunista en Petrogrado, Rusia. El columnista británico de The Guardian, Paul Mason, declaraba recientemente que la revolución soviética proporcionó “un faro para el resto de la humanidad, sin que importe lo poco que duró”. The New York Times ha exaltado el golpe soviético en una serie de artículos sobre el “siglo rojo”, incluso afirmando que “las mujeres tenían mejor sexo bajo el comunismo” (basándose en buena parte en una sola comparación de cuentas dudosas de orgasmos de las mujeres alemanas del este y el oeste).
El artículo del Profesor Hunt Tooley del 1 de noviembre sobre “El gran experimento bolchevique: 100 años después” expresaba con viveza los asombrosos peajes mortales que produjo el comunismo en Rusia y otros lugares. Se dice que Stalin decía que una muerte es una tragedia y un millón de muertes una estadística.
El peaje mortal del comunismo no expresa todo su horror, la degradación que sufrían sus víctimas. A mediados de la década de 1980 había multitud de apologistas soviéticos escribiendo en los medios de comunicación occidentales. Prácticamente cualquier reforma del bloque soviético se calificaba como el punto de inflexión para un progreso económico sostenido. Me desconcertaba que personas viviendo en libertad idealizaran un sistema de esclavitud estatal.
En 1986 y 1987 pasé detrás del telón de acero media docena de veces para estudiar la perversidad económica y la esclavitud política, escribiendo artículos para el New York Times, Wall Street Journal Europe, Freeman, Journal of Economic Growth y otras publicaciones. Mi último viaje (en noviembre de 1987) empezó en Budapest, Hungría, antes de dirigirme al régimen más represivo en Europa.
El tren de Budapest a Bucarest, Rumania, se llamaba el Orient Express. El Orient Express original de la década de 1880 conectaba París con Constantinopla. El menú del primer viaje del tren incluía ostras, sopa con pasta italiana, rodaballo con salsa verde, pollo ‘à la chasseur’, filete de ternera con patatas ‘château’, ‘chaud-froid’ de gamo, pudín de chocolate y bufet de postres. En la versión comunista del Orient Express no había comida en el tren en Rumanía, aunque podía haber habido disponibles unos pocos bocados en Hungría.
Tenía un compartimento para mí mientras el tren viajaba hacia el sudeste desde Budapest. Me habían dicho que si los guardias fronterizos encontraban un mapa de Rumanía o cualquier otro papel dudoso sería arrestado o me denegarían la entrada. Por la noche, acercándonos a la frontera rumana, estudié los documentos una vez más, guardando en mi cabeza las cosas que debía buscar y luego los rompí y los tiré por la ventana del tren, pieza por pieza.
Poco después de medianoche, el tren disminuyó de velocidad para pararse en Transilvania, en la frontera entre Hungría y Rumanía. La escena tenía el ambiente de la película original de Drácula de 1931. No oí lobos aullando, pero el terreno montañoso, la niebla baja y los guardias militares con perros pastores alemanes rodeando incansablemente el tren bastaba.
Mi compartimento fue revisado cuatro veces, con cada equipo superando a sus predecesores. Los colchones de las literas fueron sacudidos y prácticamente cada centímetro cúbico despacio fue apretado o pinchado.
La inspección final fue supervisada por una bella (para los estándares comunistas) oficial militar. Tal vez las autoridades pensaron que confesaría mi perfidia a alguien un género distinto. No: yo era solo otro turista que iba al “París de la Europa del este”, como presumía Bucarest en los tiempos precomunistas. Excepto que allí no había casi ningún turista en un país renombrado como “la Etiopía de Europa”. Entré en Rumanía ilegalmente, usando una visa de turista fácilmente adquirida en lugar de pasar por la dificultad de obtener una visa de periodista (que también habría asegurado un mayor acoso).
Después de la inspección final, los guardias cerraron mi compartimento desde el exterior. El tren pseudolujoso se había transformado oficialmente en una cárcel viajera. Mi pasaporte estadounidense me había hecho ganarme de nuevo un tratamiento especial. Me recliné y recordé mi suerte. En Europa Occidental, cobran el doble por un compartimento privado.
El Orient Express ya no era un expreso después de entrar en Rumanía, tardando trece horas en recorrer 600 kilómetros y llegar con mucho retraso.
En todas partes había señales de un temor creciente del gobierno ante su pueblo. A lo largo de Transilvania, las torres de radio estaban rodeadas por guardias militares y alambre de espino. El tren se detuvo en Brasov, una ciudad medieval que había sido brevemente renombrada como ciudad Stalin, hasta que se enfriaron las relaciones con Moscú. Poco antes de pasar por ella, miles de trabajadores habían respondido a los recortes salariales saqueando las oficinas del partido comunista y matando a dos milicianos del gobierno.
Había carros tirados por caballos junto a fábricas humeantes y enormes complejos de viviendas. Mucha gente había abandonado sus vehículos ruinosos después de que el gobierno hubiera prohibido esporádicamente la venta de gasolina para vehículos privados.
En torno a las nueve de la siguiente mañana, tocaron a la puerta de mi compartimento, como si alguien estuviera mandando un mensaje secreto.
Oí a alguien luchando con aquella cerradura y luego la puerta se abrió y entraron media docena de trabajadores de fabrica rumanos mal vestidos. Habían oído que había un extranjero confinado en el tren. Me miraban como si fuera un extraterrestre. Dos trabajadores se inclinaron y tocaron mis botas de cuero, con los ojos abiertos de asombro. Las botas de cuero se habían convertido allí aparentemente en el mismo lujo que los abrigos largos de visón en América. Aun así, en la era precomunista, probablemente las botas de cuero eran algo común para trabajadores de fábricas y granjas. Nos comunicamos con gesto sencillos, ya que yo no hablaba rumano y ellos no hablaban inglés. Parecían estar llenos de buena voluntad, pero se desvanecieron después unos pocos minutos, tal vez por miedo a ser vistos con un extranjero.
Probablemente los trabajadores no eran fans del dictador comunista Nicole Ceausescu, que parecía estar decidido a matar de hambre al pueblo para que se sometiera. Aunque Rumanía había sido uno de los principales exportadores de grano del mundo antes de la Primera Guerra Mundial, la comida se había hecho tan rara como las estadísticas de economistas honrados.
Los niños no podían conseguir leche sin la receta de un doctor. Estaba prohibido a los extranjeros enviar comida a los rumanos. El gobierno respondía a las escaseces de alimentos con una campaña pública sobre el peligro de comer en exceso. El gobierno también revolucionó la publicidad en las naciones occidentales presumiendo de las “mundialmente famosas” clínicas de adelgazamiento de Rumanía. La escasez de comida se hizo tan grave que el león del zoo de Bucarest se convirtió en un vegetariano involuntario y como consecuencia perdió sus clientes.
Los comunistas destruyeron cientos de kilómetros cuadrados de terreno cultivable de primera categoría para erigir fábricas y abrir pozos mineros. Cientos de pueblos fueron arrasados y los residentes agrupados en ciudades y obligados a trabajar en fábricas. El gobierno puso casi todas sus inversiones en la industria pesada, la fuente última de presunción para los líderes comunistas. Pero aproximadamente la mitad de la producción de Rumanía era tan mala que estaba lista para el montón de basura momentos después de que salía de la línea de producción. La industria rumana era asimismo extremadamente ineficiente, consumiendo hasta cinco veces más energía por unidad de producción que las fábricas occidentales. El gobierno lo compensaba cortando la electricidad de las casas de la gente hasta seis horas durante el invierno y permitiendo solo una bombilla de 25W por habitación.
El sistema sanitario se estaba desmoronando y la tasa de mortalidad infantil era tan alta que el gobierno rechazaba registrar a los niños como nacidos hasta que sobrevivieran al primer mes. El gobierno también cortaba habitualmente la electricidad a los hospitales, causando mil muertes en el invierno anterior.
Aun así, algunos expertos occidentales alababan a Ceausescu como un visionario innovador. Un informe del Banco Mundial de 1979, “Importance of Centralized Economic Control”, alababa el régimen rumano por impulsar “políticas para un mejor uso de la población como factor de producción” [cursivas añadidas] al “estimular un aumento en la tasa de natalidad”.
¿Y cómo hizo este el benevolente gobernante? Prohibiendo la distribución de contraceptivos y prohibiendo los abortos. Como el Plan reclamaba tasas superiores de natalidad, todas las mujeres perdían el derecho a controlar su cuerpo o vida. Ceausescu proclamaba en 1985: “El feto es la propiedad socialista de toda la sociedad (…) Quienes rechacen tener hijos son desertoras”. El gobierno obligaba a todas las mujeres entre 18 y 40 años a pasar un examen ginecológico mensual para asegurarse de que nadie robaba al estado teniendo un aborto secreto. Estas políticas convirtieron a Rumanía en la capital mundial de los bebés abandonados.
Llegando finalmente a Bucarest, supe que el Hotel Intercontinental era el único lugar en que se permitía estar a los occidentales. Después de registrarme, una treintañera corpulenta con los ojos mal pintados se me acerco contoneándose. Preguntó con voz grave, de tres paquetes de tabaco diarios:
—¿Te gustaría tener alguna compañía?
—¿Qué?
—¿Querrías algo de compañía… en tu habitación? —Sonrió y apuntó a lo alto de las escaleras.
—Um… no, estoy bien.
—¿Por qué estás en Bucarest?
—Soy un turista.
—Pero hace frío ahí fuera. Quedémonos dentro. ¿No estás solo?
Hay varias razones por las que puse reparos, incluyendo mi regla estricta de no enredarme con ninguna mujer que tenga un bigote más grande que el mío.
Se sabía que el gobierno rumano usaba agentes de inteligencia como prostitutas. En lugar de una simple puta honrada, era probablemente una puta-espía. Viendo lo mal que funcionaba todo lo demás en ese país, no sentí la tentación de aprender el estándar rumano para “suficientemente bueno para un trabajo obsceno del gobierno”.
Entré en mi habitación que parecía diseñada para su vigilancia. Había “espacio muerto” y puertas sin número entre cada habitación de huéspedes. Puse la televisión y vi coros de campesinos y trabajadores con monos agitando sin fuerza banderas y cantando alabanzas a Ceausescu, el autoproclamado “genio de los Cárpatos”, mientras la cámara se acercaba en busca de primeros planos de la cara del gran hombre.
Fascinante, pero el argumento era bastante malo, así que busqué diversión en otro lugar.
Cuando visito una ciudad nueva, me encanta pasar horas andando por ahí y toma el pulso al entorno. Me detuve y pedí al conserje un mapa de calles del centro de Bucarest. Pensaba que tendría una guía de los grandes triunfos de ceausescuismo dentro de un radio de ocho manzanas del cuartel general del Partido Comunista.
El conserje gesticuló incluso antes de que empezara a hablar. Este tipo de piel gris y ojos pequeños y brillantes había sido contratado para este trabajo porque exudaba naturalmente odio por la humanidad.
—¿Para qué necesita un mapa?
—Porque quiero ver los monumentos de la ciudad.
—No tengo mapas. Si hay algún sitio al que quiera ir, dígame cuál es y le diré cómo llegar allí.
—¿Dónde está la parte vieja de la ciudad? —pregunté, sabiendo que la mayoría de ellas se había arrasado para hacer espacio a los monolitos más feos del “realismo socialista” fuera de Pyongyang.
El conserje frunció el ceño y musitó o algo, tal vez un insulto rumano para extranjeros fastidiosos. Me dio la sensación de que este tipo no se ganaba la vida con las propinas.
En la calle, mucha gente apartaba rápidamente sus ojos, como si mirar a extranjeros causara lepra. Había oído que era un delito para los humanos hablar con desconocidos, pero unas pocas personas reunieron una mezcolanza de frases en inglés para pedir un paquete de cigarrillos Kent y así sobornar a los doctores para que atendieran a sus hijos enfermos. Como la divisa rumana prácticamente no valía nada, los paquetes de Kent circulaban como moneda del mercado negro. Había comprado un par de cartones de Kent antes de ir a Rumanía y di paquetes a unos pocos que hablaron conmigo.
Me detuve en los mayores grandes almacenes de Bucarest: eran oscuros, fríos, húmedos y miserables. Los vendedores se sentaban en pilas de ropa nueva tirada por el suelo. Mientras que los trabajadores en Hungría holgazaneaban alrededor, los trabajadores rumanos parecían atontados. Una de las principales atracciones del almacén eran unos carritos de bebé increíblemente desvencijados, del tipo de los que usarías si quisieras matar a tu hijo y demandar alguien para dejarlo sin nada. Excepto que este gobierno nunca tuvo ninguna responsabilidad ante sus víctimas, sin que importara cuantos perecieran por sus productos o políticas.
Pasé por delante de la portada clausurada de una iglesia antigua, abandonada en medio de proyectos de construcción que habían destrozado los edificios de los alrededores. Muchos rumanos hacían rápidamente la señal de la cruz mientras pasaban por delante de ella.
Fuera de la embajada de EEUU había guardias rumanos con subfusiles para disuadir a los locales en busca de asilo. Me dio la sensación de que pasar por ella sería mucho más molesto de lo que valía la pena. (Había sido perseguido por la policía checa después de visitar la embajada de EEUU en Praga ese mismo año).
Como otros regímenes comunistas, Rumanía era una teocracia económica. El gobierno usaba su puño de hierro para asegurarse de que todo ocurría de acuerdo con el Plan. Por ejemplo, de acuerdo con el plan quinquenal de 1986-90, los científicos rumanos harían 4.015 descubrimientos, de los cuales 2.423 generarían nuevos productos por parte de las empresas rumanas. El Plan no especificaba cómo se azotaría a los científicos y suficientemente creativos.
Rumanía era uno de los regímenes favoritos del Banco Mundial, recibiendo más de 2.000 millones de dólares entre 1974 y 1982. El Banco Mundial predijo en 1979 que Rumanía “continuará disfrutando de una de las tasas de crecimiento mayores entre los países en desarrolló a lo largo de la siguiente década (…) y se convertirá en una economía industrializada para 1990”. Pero mucho del crecimiento económico aparente de Rumanía era el resultado de la ayuda del Banco Mundial. Cuanto más dinero da el Banco Mundial a un país, más fácil resulta retratar a la nación como una historia de éxito. El presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, citaba a Rumanía para reivindicar su “fe en la moralidad financiera de los países socialistas”.
El banco mundial también alababa el régimen rumano por su capacidad de “movilizar los recursos” requeridos para impulsar el crecimiento económico. En realidad, el gobierno estaba maltratando a sus súbditos para exprimirles “plusvalías” para prodigar fondos en las empresas industriales aprobadas por el Banco Mundial, la misma táctica que usaba Stalin para financiar sus planes quinquenales.
El gobierno rumano también “movilizaba recursos” empeñando a habitantes de etnia alemana y judía. Alemania Occidental pagaba aproximadamente 20.000$ por cada alemán exportado e Israel una cantidad similar por cada judío rumano liberado. Había acuerdos internacionales prohibiendo el comercio de esclavos en el siglo XIX, pero vender seres humanos en el siglo XX era aceptable si las facturas iban a propósitos progresistas. (Al 80% de los niños rumanos realojados en la Alemania Occidental se los consideró gravemente mal nutridos).
El Banco Mundial nunca se distanció de Ceausescu. Por el contrario, este dejó de tomar prestado después de que se convenció de que la deuda occidental era una maldición para su país. Defender a Ceausescu no impidió que McNamara fuera nombrado para el consejo de dirección del Washington Post o canonizado como un santo benevolente por los medios de comunicación estadounidenses cuando se fue al otro barrio en 2009.
Mientras daba vueltas por Bucarest, me di cuenta de que me estaban siguiendo. Aproximadamente uno de cada quince rumanos trabajaba como informador del gobierno. Como sabía que sacar una agenda dispararía las alarmas, me limitaba a tomar notas en la palma de mi mano. Ese comportamiento se veía como simplemente raro, no amenazador. Podía usar palabras para posteriormente tirar de un hilo de hechos y pensamientos.
Cuando llegué al aeropuerto principal de Bucarest para viajar a Frankfurt, advertí que la mayoría de los viajeros delante de mí estaban dando públicamente un paquete de que Kent en cada uno de los múltiples puntos de control de seguridad. Rápidamente empecé a pasar paquetes de cigarrillos a guardias como una viuda vieja entregando caramelos a los niños en Halloween.
Vi a uno o dos empresarios alemanes separados para revisiones más disciplinarias y sus ropas estaban desperdigadas por las mesas de los guardias. Mientras pasaba el último punto de control, rece para agradecer haber evitado esos estragos.
El avión de Lufthansa en la pista era la cosa más bonita que había visto desde que el Orient Express cruzara la frontera rumana. Había un soldado veterano parado sin energía a unos 20 metros del avión. Agarré mi pasaporte y me hizo señas con la mano.
Ya casi había llegado a la escalerilla del avión cuando oí:
—¡ALTO!
Me di la vuelta y vi al guardia corriendo hacia mí, con su subfusil rebotando en su gran barriga.
Resoplando un poco, llegó hasta mí, tomó mi mano izquierda, tiró de ella hacia atrás y, señalando mi palma, reclamó saber:
—¿QUÉ ES ESTO?
Miré mi mano, luego miré al guardia.
—Es tinta.
Se paró, bizqueó, sacudió la cabeza inteligentemente y me dirigió al avión.
Tan pronto como el avión de Lufthansa salió del espacio aéreo rumano, recuperé mi pequeña agenda de su escondite habitual (dentro de mi ropa interior) y empecé a sacar notas de mi palma.
El mes siguiente, el New York Times publicó mi “Eastern Europe, the New Third World”, que decía que “Europa Oriental está mucho más cerca del colapso económico de lo que piensan muchos occidentales. Después de cientos de supuestas reformas orientadas al mercado, sigue sin haber economías de mercado en Europa Oriental”. El artículo del Readers Digest sobre el mismo tema apareció en diez ediciones en otros idiomas. Estaba tratando de ayudar a que los regímenes del bloque oriental obtuvieran la clasificación de crédito que merecían.
A lo largo de todo el bloque soviético, los gobiernos trataron de reformar sus economías manteniendo la propiedad pública y el control completo de los precios y la producción, incluso para actividades no socialistas. Era imposible arreglar las economías del bloque oriental sin quitar su poder a los partidos comunistas.
Por desgracia, al ir pasando décadas desde la caída de la Unión Soviética, el romanticismo está olvidando los amargos hechos de las vidas que se veían forzadas a llevar las personas en los regímenes comunistas. Pero un sistema económico que obligaba a los leones a hacerse vegetarianos no debería olvidarse nunca.
El artículo original se encuentra aquí.
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