¿Puede la experiencia de los vikingos islandeses hace ocho siglos enseñarnos alguna lección acerca de los peligros de la privatización? Eso cree Jared Diamond. En su artículo “Living on the Moon”, publicado en el número del 23 de mayo de 2002 de la New York Review of Books, Diamond retrata la historia de Islandia en el periodo vikingo como una visión de pesadilla de una privatización desbocada.
Los investigadores libertarios y los entusiastas del mercado libre han señalado a menudo al Estado Libre Islandés (930-1262) como un ejemplo positivo de una sociedad que funcionaba con éxito con poco o ningún control público. Escribiendo en el Journal of Legal Studies, el economista David Friedman observa que el Estado Libre “casi podría haber sido inventado por un economista loco para probar en qué medida los sistemas de mercado podrían suplantar al gobierno en sus funciones más esenciales”. Como señala el propio Diamond:
La Islandia medieval no tenía burócratas, ni impuestos, ni policía ni ejército. (…) De las funciones normales de los gobiernos en otros lugares, algunas no existían en Islandia y otras estaban privatizadas, como bomberos, enjuiciamiento y ejecución de delincuentes y cuidado de los pobres.
Pero, al contrario de quienes ven el sistema islandés como un modelo a emular, Diamond denuncia que el carácter excesivamente privatizado del Estado Libre lo hacía radicalmente inestable, llevando en último término al colapso violento del sistema en 1262: su ensayo ya ha sido citado por The American Prospect como un recurso esencial para quienes “están en contra de la privatización y la disminución del gobierno”. ¿Quién tiene razón? ¿La Islandia medieval ilustra los beneficios de la privatización o sus riesgos?
Situada en el norte del Atlántico entre Noruega y Groenlandia, y con sus costas tocando el Círculo Polar Ártico, Islandia es un paisaje desnudo y desolado de basalto y lava congelada, lleno de volcanes, geiseres y glaciares: maravilloso para los turistas, pero un agotador desafío para los granjeros. Un entorno natural tan duro podía atraer a pocos inmigrantes, si no fuera por un clima político todavía más duro en el continente. Los primeros colonos de Islandia (escandinavos y celto-escandinavos refugiados del intento del rey Harald Cabellera Hermosa a finales del siglo IX de imponer un control centralizado e impuestos a la propiedad en toda Noruega) crearon lo que los historiadores llaman el Estado Libre Islandés o Comunidad Islandesa en torno al año 930. En palabras de Diamond, “privatizaron el gobierno más allá de lo que pudiera soñar Ronald Reagan (como Reagan aumento enormemente el tamaño y el gasto público a lo largo de su administración, esto es una subestimación) y así colapsaron en una guerra civil que les costó su independencia”.
Sin embargo, este “así” es algo equivoco, ya que las disputas civiles no se convirtieron en un problema grave en Islandia hasta en torno al año 1220, casi tres siglos después de que se creará el sistema y el colapso final del sistema no se produjo hasta 42 años después de eso. Como he escrito en otro lugar: “Deberíamos tener cuidado en calificar como un fracaso un experimento político que floreció durante más tiempo del que lleva existiendo Estados Unidos”. De hecho, dado el criterio de inestabilidad de Diamond, Estados Unidos no podría calificarse como estable hasta que sobreviva al año 2108. (Aunque se podría argumentar que ya ha suspendido el examen: Estados Unidos solo tuvo que esperar 85 años desde su fundación antes de entrar en una catastrófica guerra civil, frente a los 290 años de Islandia).
¿Cómo funcionaba el Estado Libre Islandés? El historiador del siglo XI, Adán de Bremen, describía a Islandia no teniendo “ningún rey, salvo la ley”. La administración del sistema legal en la medida en que existía, residía en las manos de un parlamento de unos 40 cargos, a los que los historiadores llaman, aunque algo inadecuadamente, “jefes de tribu”. Este parlamento no tenía presupuesto ni empleados y solo se reunía dos semanas al año. Además de su papel parlamentario, los jefes de tribu tenían poder en sus propios distritos locales para nombrar jueces y mantener la paz; este último trabajo se llevaba a cabo esencialmente por una tarifa por servicio. La aplicación de las sentencias judiciales era buena medida algo que hacia uno mismo (de ahí la reputación de Islandia como un territorio de constantes disputas privadas), pero quienes no tenían el poder para hacer valer sus derechos podían vender sus sentencias de los tribunales por dinero a alguien más poderoso, normalmente a un jefe de tribu; por tanto, ni siquiera los pobres y la gente sin amistades podían ser objeto de abuso impunemente.
La base del poder de un jefe dentro del orden político era el poder que ya poseía fuera de él, en la sociedad civil. El cargo de la jefatura era propiedad privada y podía comprarse o venderse, así que las jefaturas tendían a seguir a la riqueza privada. Pero no bastaba solo con la riqueza. Como señala el historiador económico Birgir Solvason en su magistral estudio del periodo, “solo comprar la jefatura no era una garantía de poder”: el cargo por sí solo “casi no tenía valor” salvo que el jefe pudiera “convencer a algunos granjeros libres para que le siguieran”. Los jefes no tenían autoridad sobre distritos definidos territorialmente, sino que competían por clientes con otros jefes de la misma área geográfica.
Un jefe era político, abogado y policía, todo en uno: representaba a sus clientes en el parlamento, servía como abogado en los arbitrajes y les ofrecía ayuda armada en la resolución de disputas. Si sus clientes no estaban satisfechos con la calidad o el precio de estos servicios, podían recurrir a un jefe distinto sin tener que cambiar su ubicación física: la relación entre jefe y cliente podía acabar libremente por cualquiera de ambas partes, así que contratar con un jefe era como contratar hoy un seguro o un servicio telefónico a larga distancia; las jurisdicciones legales eran, en la práctica, “virtuales” en lugar de físicas.
El hecho de que la provisión de servicios “públicos” fuera competitiva en lugar de una empresa monopolística fue probablemente una de las mayores fortalezas del Estado Libre: igual que en cualquier otro mercado, la disciplina competitiva impuesta por el miedo a perder clientes ante proveedores de servicios rivales servía como control de la ineficiencia y el abuso de poder. El derecho islandés permitía su sostenibilidad y flexibilidad para esta desconexión de la autoridad y la geografía.
Diamond considera este sistema legal competitivo algo sin precedentes y extravagante: “En todos los demás lugares del mundo que conozco, los jefes en competencia gobernaban territorios mutuamente excluyentes, dentro de los cuales todos los demás tenían que ser súbditos de ese jefe”. No parece ser consciente de que la jurisdicción no territorial ha sido un fenómeno bastante común a lo largo de la historia: de hecho, la prevalencia de la jurisdicción no territorial en la Europa medieval se cita a menudo como explicación del “auge de Occidente”. Sin embargo, es indudablemente cierto que el estado libre llevó mucho más lejos que la mayoría el principio de jurisdicción no territorial.
Aunque la jurisdicción no territorial tiene sus admiradores, indudablemente Diamond no es uno de ellos. Por el contrario, condena este “extraño sistema territorial” calificándolo como “una receta para el caos”:
Los hombres libres que no eran jefes podían elegir al suyo y cambiar de alianzas, independientemente de qué jefe residiera cerca. La granja de un jefe podía estar rodeada por un mosaico de granjas más pequeñas, algunas de ellas ocupadas por sus propios seguidores y otras por los seguidores de otros jefes. Las disputas resultantes llenan las sagas de los islandeses.
Pero en el libro de Jesse Byock Viking Age Iceland, uno de los libros sobre los que Diamond afirma basar su análisis, encontramos precisamente la información contraria: la “falta de jefaturas geográficamente definidas” significaba que ningún grupo podía reclamar “un control exclusivo o duradero de ninguna área”. En consecuencia, había “pocas áreas territoriales de ‘refugio’”, en las que “las partes en disputa vivieran protegidas (…) por un grupo de parientes y amigos”. Esto “hacía difícil las disputas constantes”, creando mayores incentivos para la negociación. En otras palabras, la naturaleza no territorial del orden legal de Islandia servía para disminuir, no para aumentar, la violencia de las disputas. (Diamond también afirma que la falta de un gobierno central en Islandia la dejaba “indefensa frente ataques”, una acusación que explica recurriendo a un incidente de 1627, momento en el que Islandia estaba bajo la “protección” de la corona danesa y el sistema de Estado Libre que está criticando Diamond ¡llevaba casi cuatro siglos muerto!).
Leer las sagas islandesas da inicialmente la impresión de una violencia constante, hasta que uno se da cuenta de que la mayoría de las disputas que describe consisten en escaramuzas con pocas bajas en largos intervalos. Aunque calificados a menudo como “vikingos”, los islandeses se ganaba la vida en su mayor parte a través de la agricultura y el comercio y la violencia era esporádica: gracias a los incentivos económicos proporcionados por el sistema legal de Islandia, los conflictos se resolvían más a menudo en los tribunales que en combate. Como cualquier buen contador de historias, los autores de las sagas sencillamente pasaban por alto los largos períodos aburridos en los que nadie mataba a nadie.
Para mantener en perspectiva las disputas islandesas, hay que compararlas con la Europa continental, cuyos príncipes, bendecidos con “territorios mutuamente exclusivos”, iniciaron guerras masivas. Como señala Solvason, la sociedad islandesa era “más pacífica y cooperativa que sus contemporáneas”; en Inglaterra y Noruega, por el contrario, “el periodo que va desde aproximadamente el 800 al 1200 es un periodo de luchas continuas, alto tanto en violencia como en muertes”. Byock compara las luchas civiles prolongadas y violentas que supusieron la cristianización en Noruega con su equivalente islandés relativamente rápido y pacífico. Los islandeses trataron el conflicto entre paganos y cristianos como una disputa que tenía que resolverse como cualquier otra: mediante juicio. El juicio se decidió a favor del cristianismo y eso fue todo. (Los islandeses tenían tan interiorizadas las normas de resolución de conflictos a través de los juicios que trataban las casas encantadas de la misma manera: juzgando a los fantasmas por invasión de propiedad privada, con la confiada expectativa de que, si se les encontraba culpables, un buen fantasma islandés respetaría el veredicto del tribunal y se iría pacíficamente). Incluso en los peores momentos del Estado Libre, durante la quiebra catastrófica del sistema en las guerras intestinas del siglo XIII, el número de bajas fue bastante bajo. Como escribe Friedman:
Durante más de cincuenta años de lo que los propios islandeses percibían como una guerra civil intolerablemente violenta, llevando al colapso del sistema tradicional, el número medio de personas muertas o ejecutadas cada año parece, en cifras por cabeza, ser aproximadamente el mismo que el de asesinatos y homicidios no negligentes en Estados Unidos.
Evidentemente el nivel de violencia durante los tres siglos anteriores a la guerra civil debe haber sido todavía menor.
Diamond es famoso por su libro de 1997 Guns, Germs, and Steel: The Fates of Human Societies, en el que argumenta que la historia está determinada principalmente por factores geográficos en lugar de culturales. Aquí aplica un análisis similar, sosteniendo que el sistema político radicalmente descentralizado de los islandeses les vino obligado por la escasa oferta de recursos naturales de Islandia, dejándoles “demasiado pobres incluso para permitirse un gobierno”. (¡Menuda pobreza!). En resumen, el derecho de Islandia no fue el producto de las ideas y valores propios de sus habitantes, sino un efecto seleccionado para ellos por la naturaleza de su entorno físico.
¿Pero los islandeses no eligieron ese entorno por ser hostiles al poder centralizado de su lugar de origen? ¿Y la estructura de su sistema legal no refleja esa misma hostilidad? Diamond no puede ignorar estos hechos, pero minimiza su importancia:
Al haber emigrado a Islandia para ser independientes del creciente poder del reino noruego, los islandeses querían en todo caso un gobierno mínimo y por esa razón hicieron virtud de la necesidad impuesta por su pobreza.
En otras palabras, las actitudes culturales islandesas fueron en buena medida irrelevantes para el resultado; aunque el sistema con el que acabaron los islandeses era de su gusto, habrían acabado con un sistema muy similar les gustara o no.
El retrato de Diamond de la sociedad medieval islandesa afectada por una pobreza extrema no está justificado por las evidencias. Con su supuestamente desgraciada y hambrienta condición, los islandeses crearon una rica tradición literaria de eddas y sagas, desarrollaron un código legal complejo y organizaron viajes de exploración a Norteamérica, actividades que parecerían indicar un mayor grado de prosperidad y ocio del que sugiere Diamond. Argumentando que los islandeses eran en realidad relativamente ricos, Solvason señala la mejora constante de las condiciones económicas y la creciente producción de bienes de exportación a lo largo del desarrollo del período del Estado Libre.
La posesión de barcos era mucho más rara en Islandia de lo que cabría esperar en una comunidad insular, particularmente una “vikinga”. Diamond sugiere que esto se debía a que Islandia era pobre en maderas (o que rápidamente se convirtió en pobre al explotar los colonos de manera insostenible los recursos naturales de Islandia), así que “los barcos originales de los colonos no pudieron ser reemplazados por otros nuevos”. Supone que Islandia, al estar “casi en su totalidad sin barcos oceánicos propios”, quedó a merced de navegantes extranjeros que “controlaban y explotaban el comercio de Islandia”. Pero, como señala Solvason, se importaba regularmente madera de Islandia para diversos propósitos y se podría haber usado para la construcción de barcos si se hubiera querido; Solvason concluye que los islandeses eligieron voluntariamente aprovechar su ventaja comparativa en las granjas (entre las principales exportaciones de Islandia estaban la carne y la lana) y dejar la construcción de barcos a otros, posiblemente porque encontraban esta solución más rentable.
La aproximación histórica de la geografía como destino de Diamond merece nuestro escepticismo en todo caso. El mundo está lleno de regiones desoladas, inhóspitas y con pocos recursos cuyos habitantes apenas consiguen sobrevivir, pero ¿cuántas de esas regiones nos han dejado un legado cultural comparable a la Islandia medieval? Diamond haría bien acudiendo al dicho del filósofo R. G. Collingwood de que la historia no está en último término determinada por la naturaleza, sino por lo que los seres humanos hacen con la naturaleza. Según todas las evidencias, los islandeses mantuvieron su sistema político privatizado, no porque se vieran obligados a hacerlo por la pobreza y la necesidad (aunque parece que Diamond encuentra su sistema tan antipático que no puede concebir otra razón), sino sencillamente porque funcionaba.
Pero si el estado libre islandés tuvo tanto éxito, ¿por qué acabo colapsando? Está claro que la explicación reside en la creciente centralización de la riqueza y el poder. Como escribe Diamond:
Originalmente, poco después de la colonización, Islandia tenía aproximadamente 4.500 granjas independientes, pero en el siglo XIII, el 80% del terreno agrícola de Islandia era propiedad de cinco familias y todos los demás granjeros antes independientes se habían convertido en arrendatarios.
Estas cinco familias también consiguieron comprar la mayoría de las jefaturas, lo que les permitía a dominar los tribunales y el parlamento. La concentración de jefaturas en menos manos también significó el final de la existencia de jefaturas en competencia dentro del mismo territorio: Islandia empezó a fracturarse en regiones, funcionando cada una como un monopolio local o mini-estado. Durante los años 1220-1262, la lucha resultante por la hegemonía entre estos mini-estados se convirtió en un conflicto abierto, una crisis que se solo se resolvió definitivamente cuando los islandeses, agotados por la guerra civil, invitaron al rey Haakon de Noruega a gobernarlos, llegando así a su fin el período del Estado Libre.
Para Diamond, esta decisión final ilustra la completa quiebra del sistema islandés: “No conozco ningún otro caso histórico de un país independiente que estuviera tan desesperado que se ofreciera otro país”. Tal vez debería haberlo investigado mejor: podría haber recordado a Inglaterra en 1688, ofreciendo la corona a Guillermo de Orange después de deponer a los Estuardos, o, remontándose aún más, a los muchos pequeños estados que respondieron a sus luchas civiles reclamando una guarnición romana, sometiéndose así de facto a la autoridad de Roma. Además, la misma desesperación del movimiento indica lo poco acostumbrados que estaban los islandeses a los niveles de violencia que habían sido durante mucho tiempo comunes en el continente. En todo caso, los islandeses probablemente vieran el acuerdo de 1262-64, no como una entrega de la independencia nacional, sino sencillamente como otro caso más de contratación de un nuevo jefe de tribu, porque sus jefes anteriores habían resultado insatisfactorios. Este nuevo jefe, el rey noruego, estaba más lejos y tal vez por tanto era menos peligroso; indudablemente era más rico que cualquier jefe islandés y por tanto (imaginaron) menos deseoso de impuestos. De lo que no se dieron cuenta fue de las implicaciones sobre los incentivos de pasar de un sistema competitivo a uno monopolista, aunque hay que reconocer que su propio sistema había perdido ya mucho de su carácter competitivo. (La guerra no es una forma de competencia: es lo que aparece cuando se quiebra la competencia).
El proceso de jefaturas competitivas convirtiéndose en mini-estados monopolistas es evidentemente un movimiento hacia menos privatización, no más, y fue precisamente entonces, cuando Islandia se convirtió en menos privatizada y en más similar a la Europa continental (una serie de principados compitiendo por la supremacía), cuando colapsó en el tipo de guerra a gran escala que había aparecido en todo el resto Europa durante siglos. Así que parece bastante injusto culpar de esta catástrofe a la privatización. Aun así, ¿por qué el sistema de derecho privatizado islandés no impidió la creciente concentración de riqueza y poder en primer lugar? ¿Fue este fallo sintomático un defecto propio del sistema islandés?
Como es habitual, Diamond ofrece una explicación medioambiental para la creciente concentración de riqueza: el duro clima de Islandia. “En los años fríos, las granjas más pobres sacrificaban o perdían su ganado en invierno debido a la falta de heno”, así que estaban “obligados al convertirse en deudores que dependían de otros para su supervivencia”. La validez de esta explicación es dudosa. Los granjeros más ricos tenían más heno, pero supuestamente también tendrían más ganado; por tanto, es muy probable que no tuvieran más heno por cabeza de ganado. Como la riqueza se mantenía principalmente en tierra y ganado, no en moneda, no está claro por qué debería esperarse que los inviernos duros tuvieran un impacto menos grave sobre los granjeros ricos que sobre los pobres.
Una explicación más razonable para el declive del estado libre señala a la introducción del diezmo en 1096. Algo que hizo posible la conversión de Islandia al cristianismo un siglo antes, el diezmo (pagar a los cargos eclesiásticos y mantener los edificios eclesiásticos) fue el primer impuesto real de Islandia. (Los anteriores “impuestos” generalmente se reducían al analizarlos con detalle en intercambios voluntarios de tarifas por servicios). Evaluado en el 1% de la propiedad del que pagaba, fue también el primer impuesto graduado de Islandia (las tarifas anteriores eran de tarifa fija), así que obtenía muchos más ingresos. Lo que es más importante, al mismo tiempo le faltaba un elemento competitivo. Recordemos el carácter no territorial de la jurisdicción de un jefe: las tentaciones del jefe de engrandecimiento se mantenían bajo control al saber que, si tenía ínfulas de grandeza o cobraba un precio demasiado alto por sus servicios a sus clientes, estos podían abandonarle por un rival. Pero el diezmo era territorial: todos los que vivieran cerca de una iglesia concreta tenían que pagar su mantenimiento y no tenían la libertad de transferir su apoyo a otro lugar. El truco estaba en que la porción del ingreso del diezmo asignado para mantener las iglesias no iba a la jerarquía eclesiástica oficial, sino a los dueños privados ricos (normalmente jefes) de los stadhir, los “sitios de las iglesias” es decir, los terrenos sobre los que se habían construido las iglesias. El diezmo era un impuesto a la propiedad, pero las jefaturas, aunque eran productos comercializables, estaban exentas, igual que los propios sitios de las iglesias, predominantemente poseídos por los jefes. (El parlamento que aprobó la ley del diezmo estaba, por supuesto, compuesto completamente por jefes).
Así que el diezmo hizo más que solo aumentar la renta de los jefes: impidió que esa renta fuera controlada. Las desigualdades económicas de por sí no son una amenaza seria para la libertad mientras funcionan en un verdadero contexto de mercado, donde la manera de ganar y mantener riqueza es agradar a tus clientes. Antes de la introducción del diezmo, un jefe que mostrara tener demasiadas ansias de poder perdería sus clientes y sufriría así la disciplina financiera. Pero los jefes que poseían los sitios de las iglesias tenían ahora un mercado cautivo, así que estaban libres de todas las restricciones competitivas sobre su acumulación de riqueza y poder. A través de la compra o la intimidación de los jefes menos ricos, las principales familias fueron capaces de obtener el control de múltiples jefaturas. Esto les daba un control sobre el parlamento, permitiéndoles aprobar todavía más impuestos; también disminuía la competencia entre jefaturas, permitiéndoles cobrar precios de monopolio y llevar a sus clientes a un estado de deuda y dependencia similar a la servidumbre.
El sistema islandés sí cayó por tanto debido a un defecto propio, pero no el que imagina Diamond: el Estado Libre fracasó, no por haber tenido demasiada privatización, sino por tener demasiada poca. El diezmo, y particularmente la parte asignada al mantenimiento del sitio de la iglesia, representaba un elemento monopolístico y no competitivo en el sistema. La introducción del diezmo fue a su vez posible por otro elemento no competitivo adicional: la creación de una iglesia estatal oficial que todos estaban legalmente obligados a mantener. Finalmente, la compra de jefaturas habría valido de poco si hubiera habido una libre entrada en la profesión de jefe; por el contrario, el número de jefes estaba establecido por ley y la creación de nuevas jefaturas solo podía ser aprobada por el parlamento, es decir, por los jefes existentes, que naturalmente estaban menos que dispuestos a animar la competencia. Son precisamente aquellos aspectos en los que el estado libre estaba menos privatizado y descentralizado los que llevaron a su decadencia, mientras que sus aspectos más privatizados retrasaron dicha decadencia durante tres siglos.
Diamond siguiente lástima por los islandeses medievales. Sería mejor que los emuláramos.
Lecturas recomendadas
Bruce Benson. The Enterprise of Law: Justice Without the State. Pacific Research Institute, San Francisco, 1990.
Tom W. Bell. “Polycentric Law“. Humane Studies Review, Vol. 7, Nº 1, 1991/92.
Jesse L. Byock. Feud in the Icelandic Saga. University of California Press, Berkeley, 1982.
—–. Medieval Iceland: Society, Sagas, and Power. University of California Press, Berkeley, 1988.
—–. Viking Age Iceland. Penguin, London, 2001.
David Friedman. “Private Creation and Enforcement of Law: A Historical Case“. Journal of Legal Studies 8, 1979.
—–. The Machinery of Freedom: Guide to a Radical Capitalism. Segunda edición. Open Court, La Salle, 1989. Capítulo 44.
—–. “Viking Iceland: Anarchy that Worked”, Liberty 2, nº 6 (Julio de 1989), pp. 37-40.
Albert Loan. “Institutional Bases of the Spontaneous Order: Surety and Assurance“. Humane Studies Review, Vol. 7, Nº 2, 1992.
Roderick T. Long. “The Decline and Fall of Private Law in Iceland“. Formulations 1, nº 3 (Primavera de 1994).
William I. Miller. Bloodtaking and Peacemaking: Feud, Law, and Society in Saga Iceland. University of Chicago Press, Chicago, 1990.
Birgir T. Runolfsson Solvason. Ordered Anarchy, State, and Rent-Seeking: The Icelandic Commonwealth, 930-1264. Tesis doctoral de economía, George Mason University, 1991.
—–. “Ordered Anarchy: Evolution of the Decentralized Legal Order in the Icelandic Commonwealth“, Icelandic Economic Papers 17 (1992).
—–. 1993. “Institutional Evolution in the Icelandic Commonwealth”. Constitutional Political Economy 4, nº 1, pp. 97-125.
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