[Austrian Scholars Conference 2007]
Gertrude Elizabeth Margaret Anscombe (1919-2001), más conocida como Elizabeth Anscombe, Liz Anscombe o G. E. M. Anscombe, fue uno de los personajes más importantes de la filosofía anglófona del siglo XX, haciendo importantes contribuciones a la filosofía del lenguaje, la filosofía de la mente, la filosofía de la acción y la filosofía moral. Aun así, esta catedrática multilingüe que usaba monóculo, fumaba puros y era madre de siete hijos, una conservadora social católica que comía latas de atún mientras daba clase y una vez asustó a un ladrón para que se fuera de su casa, que sorprendió a la derecha con su activismo antibelicista y a la izquierda con su activismo contra el aborto y la contraconcepción y que acuñó en el término “consecuencialismo” (estaba en contra de él), es mucho menos conocida entre los austrolibertarios que entre los filósofos profesionales.[1] El objetivo de este trabajo es mostrar por qué Anscombe merece la atención de los austrolibertarios.
No es que sus opiniones políticas fueron especialmente libertarias: no lo eran. No es que sus opiniones económicas fueron especialmente austriacas: no he encontrado ninguna evidencia de que las hubiera en la manera en que concebía la economía. Pero sus contribuciones coinciden en varios puntos cruciales con las preocupaciones austrolibertarias. No es sorprendente, dado que su proyecto filosófico central (como el de su marido, Peter Geach) era el de la reconciliación de las tradiciones aristotélica y tomista, por un lado, con la tradición de Wittgenstein, por el otro. (De hecho, había estudiado directamente con Wittgenstein, una señal de cuánto la estimaba es que la eligió como traductora de su obra antes de que ella hubiera aprendido alemán). Es sabido que las tradiciones aristotélica y tomista comparten una afinidad con la perspectiva austrolibertaria, dadas las contribuciones de esas tradiciones a la economía subjetivista continental por un lado y a la teoría del derecho y la ley natural por el otro,[2] y he argumentado en otro lugar la afinidad entre el tratamiento antipsicológico de las leyes lógicas de Wittgenstein el tratamiento antipsicológico de las leyes económicas de Mises.[3] Por tanto, tal vez sea natural que el intento de Anscombe de fusionar a Aristóteles, Aquino y Wittgenstein deba generar algunos resultados de estilo austriaco. Me centraré en cuatro puntos de afinidad: praxeología, guerra, democracia y estado.
Anscombe, sobre praxeología
Anscombe nunca usó, y tal vez nunca oyó, el término “praxeología” pero su libro Intention de 1957 (al que nada menos que un filósofo como Donald Davidson llamó “el tratamiento más importante de la acción desde Aristóteles”)[4] Es una obra sobre praxeología de principio a fin, ya que trata de delinear la estructura conceptual de la acción. Como mises y Hayek, Anscombe insiste en que la estructura medios fines de la acción es un asunto conceptual, una limitación sobre la aplicabilidad de las categorías de la acción y no un descubrimiento empírico:
Si digo: “No, estoy bastante de acuerdo, no hay ninguna manera de una persona en lo alto de la casa llegue la cámara, pero aun así voy a subir para llegar a ella”, empiezo a ser ininteligible. Para que tenga sentido “Hago P considerando Q”, debemos ver cuál se supone que será el futuro estado de cosas Q en una posible etapa posterior de un procedimiento en el cual la acción P es una etapa anterior.[5]
No voy a tratar de resumir este libro muy corto, pero muy difícil. Por el contrario, dejadme dar un ejemplo de una manera en la que Anscombe hace una contribución positiva a la praxeología. Mises tiende a dividir los hechos acerca de la acción humana entre aquellos que son lógicamente necesarios y universales por un lado y aquellos que son contingentes y variables por el otro; los primeros son el territorio de la praxeología, los segundos, los de la psicología y la historia. Pero a Anscombe, siguiendo a Aristóteles y Wittgenstein, le interesa una categoría que Mises no considera: las características de la acción humana que no son universales, pero que tienen garantizado lógicamente que son válidas en la mayoría de los casos. Uno de los ejemplos de Wittgenstein son los movimientos del ajedrez: observaba que no está garantizado que ningún intento concreto de movimiento de ajedrez está de acuerdo con las normas del ajedrez: siempre es posible que un jugador distraído (o a propósito) empiece a mover su torre diagonalmente o (tal vez más factiblemente) no se dé cuenta de que está moviendo su rey a posición de jaque. Pero, insistía Wittgenstein, no tiene sentido suponer que la mayoría de los movimientos de ajedrez o intentos de movimiento de ajedrez que son realizados por todos los jugadores estén incumpliendo las normas del juego, porque el juego del ajedrez se define por el sistema de prácticas que lo constituyen. Por tanto, está garantizado que los movimientos erróneos en ajedrez serán la excepción en lugar de la norma, no porque alguna fuerza misteriosa impida a los jugadores cometer demasiados errores, sino más bien porque si las desviaciones nuevas normas se convirtieran en demasiado frecuentes los jugadores ya no estaría jugando ni intentando jugar al ajedrez.
En Intention, Anscombe generaliza esta moraleja como sigue:
Hay muchas descripciones de acontecimientos que son directamente dependientes de que poseamos la forma de descripción de la acción intencional. (…) muchas de nuestras descripciones de acontecimientos llevados a cabo por los seres humanos son formalmente descripciones de intenciones ejecutadas. (…) Por muy sorprendente que pueda parecer, la incapacidad de ejecutar intenciones es necesariamente la excepción.[6]
Lo que quiere decir Anscombe es que, aunque no hay garantía de que ninguna acción concreta tendrá éxito en su objetivo inmediato, no podemos considerar sensatamente la posibilidad de que la mayoría de las acciones fracasen en conseguir su objetivo inmediato. (Los objetivos a plazo más largo, dice Anscombe, son otra cosa). Uno podría tratar de rascarse la nariz y fracasar: mi brazo podría paralizarse de repente u otra persona podría agarrarlo o podría fallar en mi objetivo por estar bebido, pero si fracasaran la mayoría de los intentos de rascarse la nariz empezaríamos a perder nuestra comprensión del concepto de tratar de rascarse la nariz. No podemos ni siquiera seleccionar la clase de intentos de rascado de nariz sin poseer el concepto de éxitos de rascado de nariz: esto es parte de lo que Anscombe pretende decir al hablar de los acontecimientos inintencionales como intencionales en su forma. Y eel concepto de éxito en el rascado de nariz vale por su aplicabilidad a la experiencia ordinaria.
Si Anscombe tiene razón, y creo que la tiene, de esto se deduce que hay una clase de hechos acerca de la acción que podría considerarse que está fuera de la praxeología, ya que no se mantiene universalmente, pero que a pesar de todo pertenece a la praxeología, ya que su sostenimiento en su mayor parte es una verdad conceptual y apriorística y no una generalización empírica. Y esto abre la posibilidad de resolver una discusión que lleva mucho tiempo en círculos austriacos. Israel Kirzner ha afirmado que para la acción humana es esencial una tendencia a advertir oportunidades de beneficio.[7] A esto los críticos han replicado que advertir esas oportunidades es completamente contingente y por tanto está fuera de los límites de la praxeología. Pero podría resultar que una tendencia a advertir oportunidades de negocio fuera razonablemente a menudo un apriorismo esencial para la acción humana, aunque no lo sea ningún caso concreto de advertencia de dicha oportunidad.
Anscombe emplea además esta idea para dibujar una conexión conceptual entre acción y conocimiento. La “identificación realizada por nombres de colores”, nos recuerda, “no es de hecho primariamente de colores, sino de objetos por medio de colores y la característica primaria de la discriminación de colores es hacer cosas con objetos -tomarlos, transportados, colocarlos- de acuerdo con sus colores”. Por tanto, “la posesión de discriminación sensible y la de volición son inseparables”. Esto significa, no que “toda percepción deba estar acompañada por alguna acción”, sino solo que “no se puede describir a una criatura teniendo el poder de sensación sin describirla también haciendo cosas de acuerdo con las diferencias sensibles percibidas”.[8] Como diría Wittgenstein, la relación entre lo interior el exterior es “gramatical”, no meramente empírica.
Pero esta idea tiene más implicaciones. Los austriacos a menudo distinguen entre preferencias praxeológicas (aquellas que se encaraman en acciones y no tienen ningún significado aparte de llevarse a cabo) y preferencias meramente psicológicas (deseos o intenciones que pueden generar o no expresión en una acción). Pero a partir de la idea de Anscombe es difícil ver cómo una preferencia que nunca se expresó en una acción podría considerarse una preferencia en absoluto. Por tanto, las preferencias “psicológicas”, no menos que las praxeológicas, requieren expresión como condiciones de su entidad: la diferencia es sencillamente que las preferencias praxeológicas requieren expresión siempre que existan, mientras que las preferencias “psicológicas” requieren solo expresión periódica.
Otra de las incursiones de Anscombe en la praxeología se refiere a su famoso debate con C.S. Lewis.[9] Una manera de exponer el argumento de Lewis es esta: explicar una acción en términos de razones y explicarla en términos de causas físicas está en competencia, por lo tanto, describir una acción como causada físicamente es negar su racionalidad. La ingeniosa conclusión es que mantener que todas las acciones están causadas físicamente es necesariamente autorrefutativo, ya que mantener una tesis es en sí mismo una acción y no se puede mantener racionalmente la tesis de que nunca es racional mantener una tesis. Pero Anscombe, aunque simpatizando en buena parte con la perspectiva filosófica de Lewis no estaba convencida con el argumento: cuestionaba la suposición de Lewis de que las explicaciones de razones y las explicaciones de causa física estén en competencia, sugiriendo por el contrario que una y la misma acción podrían tener una explicación de razones bajo una descripción y una explicación de causa física bajo otra. (Sin embargo, estaba de acuerdo con Lewis en que las explicaciones de razones no son reducibles a explicaciones de causa física). Esta disputa sigue viva en la filosofía actual.[10]
Anscombe, sobre la guerra
Otro punto de afinidad entre Anscombe y los austrolibertarios se refiere a la política militar. Anscombe fue una feroz crítica de la guerra moderna. No pensaba en la guera como injusta de por sí, pero dado el “carácter belicista” y en particular las “extraordinarias ocasiones que ofrece para actividades malévolamente injustas”, cualquier guerra es probable que sea abrumadoramente injusta y la presunción por tanto iría por tanto en contra de ella.[11] Una “guerra contra el totalitarismo produce una tendencia totalitaria”, cuyo efecto es “hacer lo que nuestro país elige hacer, el criterio de lo que hay que hacer y llamar a esto patriotismo”.[12]
La muerte de hombres, la limitación de la libertad, la destrucción de propiedades, la disminución de la cultura, el oscurecimiento del juicio por la pasión y el interés, el olvido de la verdad y la caridad, la disminución en la fe y en la práctica de la religión: todos estos son los compañeros habituales de la guerra”.[13]
Pero la principal preocupación moral de Anscombe acerca de la guerra es la matanza de inocentes: “el asesinato es la matanza deliberada del inocente, ya sea por sí mismo o como medio para otro fin”, se produzca en la guerra o en cualquier otro lugar.[14] Y aunque no rechaza en principio la legitimidad del daño colateral (muertes previstas, pero no buscadas), considera que los casos más importantes de daño colateral como realmente casos de homicidios intencionales y por tanto prohibidos.
Puede ser imposible alcanzar la cosa (o las personas) que quieres destruir como objetivo; puede ser imposible atacarla solo tomando objetivo del ataque algo que incluya a un grupo de personas inocentes. Entones no se puede decir fácilmente que murieron por accidente. Aquí tu acción es un asesinato.[15]
Por tanto condenó los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y protestó por la decisión de Oxford que conceder al presidente Truman un doctorado honoris causa.
Al argumento de que las bombas ahorraron vidas, porque habrían muerto muchos más en una invasión convencional de Japón, Anscombre contestaba que esto supone que una invasión condicional era la única alternativa disponible: “Dadas las condiciones, eso era probablemente lo que había evitado esa condición. Pero ¿cuáles eran las condiciones? El objetivo ilimitado, la obtención de una rendición incondicional. Desconsiderar el hecho de que los japoneses deseaban negociar la paz”.[16] Más en general, en la Segunda Guerra Mundial, la política aliada de “arrasar ciudades” derivaba de “un odio malvado”, mientras que la reclamación aliada de una “rendición incondicional” estaba “visiblemente retorcida” y “ahora universalmente denigrada”.[17] Cualquier “persona que una a la destrucción de una ciudad (…) está tan evidentemente marcado como enemigo de la raza humana como para ocultarse detrás” de la justificación de cumplir órdenes.[18]
Sin embargo, Anscombe rechaza el pacifismo estricto, acusándolo de que mezcla matar a los inocentes con matar a los culpables. De hecho, piensa que la propagación de ideas pacifistas en realidad contribuye a la porbabilidad de delitos de guerra: si la gente combina la premisa pacifista de que toda muerte, ya sea de gente inocente o no, es igualmente mala, con la premisa verdadera de que matar a no inocentes es a veces necesario, es probable que se concluya que matar a los inocentes es de todos modos necesario algunas veces, ya que no es peor que algo que se haya demostrado que es necesario. (Por cierto, aunque no soy un pacifista, creo que Anscombe es bastante injusta aquí con el pacifismo. Los pacifistas sostienen que ambas formas de matanza estén igualmente prohibidas, no que ambas formas sean igualmente malas: Anscombe parece estar mezclando categorías morales. Por supuesto, se podría pensar que, si una acción es peor que otra, la mejor debe ser permisible en más casos que la peor, pero esto sería una inferencia errónea. Comparemos pasear por la calle abofeteando a la gente para pasar el rato con pasear por la calle disparando a la gente para pasar el rato. Ambas acciones están moralmente prohibidas en todos los casos, pero sin duda una es peor que la otra. Así que, en contra de lo que dice Anscombe, se puede coherentemente considerar dos tipos de acción como igualmente prohibidas sin tratarlas como moralmente equivalentes).
Pero, a pesar de su oposición al pacifismo, Anscombe también defiende a quienes rechazan el servicio militar por razones pacifistas, sosteniendo que el “servicio militar universal, salvo por razones muy extraordinarias, es decir, como costumbre normal en la mayoría de las naciones, es un mal tan horrible que su rechazo conlleva automáticamente cierta cantidad de respeto y simpatía”.[19]
Contra las censuras de Anscombe por atacar a civiles, se afirma a veces que “la distinción entre la gente dedicada a buscar la guerra y la población en general no es real”, que “no existe el no participante”, ya que “no se puede comprar un sello de correos ni ningún artículo sometido a impuestos (…) sin contribuir al ‘esfuerzo de guerra’”.[20] Por tanto las poblaciones civiles serían un objetivo justo. Anscombe añade irónicamente: “No estoy segura de cómo se ajustan a esta explicación los niños y viejos: probablemente alababan a los soldados y fabricantes de municiones”.[21]
Anscombe no considera convincente este argumento. Si los civiles estuvieran “dedicados a un proceder objetivamente injusto por el que el atacante tenga derecho a preocuparse”, no se considerarían inocentes y por tanto se les podría “atacar tratando de detenerlos”, pero “la gente cuya mera existencia y actividad de mantenimiento de la existencia cultivando la tierra, fabricando ropa, etc. constituye un impedimento para él (…) son inocentes y es asesino atacarlos”.[22] Decir que “un granjero que cultiva trigo que puede alimentar a las tropas” está “suministrándolos los medios para luchar” es difuminar la distinción entre actos que son y actos que no son inherentemente injustos.[23] Solamente “mantener la fuerza económica y social de una nación” no es en sí mismo una acción injusta aunque “esa fortaleza se use por su gobierno como el respaldo esencial para un ejército que luche injustamente” así que quienes proporcionan ese mantenimiento no son de por sí objetivos legítimos.[24]
Pero para Anscombe, el problemático carácter moral de la Segunda Guerra Mundial no derivaba únicamente del uso de tácticas ilegítimas como atacar a los civiles. Tal y como lo veía, la guerra era mala no solo por sus medios, sino también por sus objetivos. Partiendo de la teoría católica de la guerra justa, Anscombe nos recuerda que para que una guerra sea justa, no basta con que nuestro enemigo sea injusto: tu bando debe tener un objetivo justo. Ya en 1939, Anscombe había decidido que la Segunda Guerra Mundial no cumplía este requisito. La política aliada, escribía, ha sido “no la de oponerse a la injusticia alemana, sino la de tratar de mantener” el statu quo injusto del Tratado de Versalles.[25] Además, los objetivos bélicos de los aliados eran tan vagos, generales e imprecisos que no podría evaluarse objetivamente de ninguna manera su satisfacción:
No han dicho: “cuando se haga justicia sobre los puntos A, B y C, dejaremos de luchar”. Han hablado acerca de “eliminar todo lo que defiende el hitlerismo” y de “construir un nuevo orden en Europa”. Esto no significa nada más que nuestras intenciones tienen tan pocos límites que no hay manera en la que los alemanes puedan decir a nuestro gobierno: “Dejad de luchar, pues vuestras condiciones se han satisfecho”.[26]
Podemos imaginar lo que diría Anscombe acerca de la actual “guerra contra el terrorismo”.
Anscombe concluye, lamentablemente, que en el caso de la Segunda Guerra Mundial “estamos luchando contra una causa realmente injusta, pero no a favor de una justa”[27] y mientras sea así, todos los implicados, desde los líderes políticos hasta los soldados en el campo de batalla tienen no solo un derecho, sino un deber de dejar de luchar: “pecamos contra la ley natural al participar en ella”.[28]
Anscombe, sobre la democracia
Ansombe también compartía con el austrolibertarismo un escepticismo acerca de la democracia política, con lo que se refería al gobierno de la mayoría. (Indico incidentalmente que los teóricos de la democracia no siempre se han referido a esto). En Occidente, escribía Anscombe,
Los hombres tienen la convicción de la justicia propia de la democracia. Incluso se concibe como la única forma legítima de gobierno. “No es democrático” es una condena. El papa Pío XII hablaba una vez (…) del derecho de las democracias a defenderse por cualquier método que consideren necesario. Es difícil tener una prueba mejor de la generalización de esta actitud, el hecho de que el papa de Roma deba hablar como si las democracias tuvieran algún derecho especial.[29]
La democracia, observa Anscombe, se ha “inculcado [tanto] como un dogma esencial” que “no es sorprendente oír acerca de un hombre aparentemente razonable y dispuesto que diga: quien no está dispuesto a acertar la decisión de una mayoría o una ley aprobada por procesos democráticos, tendría que abandonar la sociedad. Y esto, sin fijar ninguna limitación sobre cuál pueda ser el asunto de la ley o sentencia”.[30]
Anscombe procede a desmitificar y desacralizar la idea del gobierno de la mayoría. Una persona que “siempre o muy a menudo se encuentra votando en minoría”, dice Anscombe, no tiene ninguna justificación para considerarse como participante en el autogobierno.[31]
¿Tiene sencillamente una sensación de “nosotros” acerca de las decisiones, por muy malas que piense que son? ¿“Nosotros decidimos por nosotros mismos”, aunque su voto sea siempre contrario a la decisión? Realmente existe ese sentimiento, pero (…) es místico. Tiene tantas razones para sentirse oprimido por la autoridad de la mayoría como por la autoridad de un autócrata.[32]
Puede ser que la norma de la mayoría pueda ser una forma cómoda de decidir lo que deberían hacer todos, pero su existencia depende de “un supuesto: el de que en una decisión tiene que tomarla la gente a, tiene que adaptarse una decisión que determina lo que hacen todos”, frente a dejar que “cada uno elija su propia actividad”. Anscombe, que no es una anarquista, no niega que en algunos casos sea necesario que la gente decida como colectivo, pero piensa que su necesidad se da por supuesta demasiado alegremente en demasiados casos. “Lo ‘dado’, el que les ‘guste’ alguna decisión (…) se ha forzado sencillamente por la cuestión de lo que resulta de una decisión por mayoría”.[33]
Tampoco la democracia encarna ningún estatus especial al encarnar el “consentimiento del gobierno”. Como La Boétie y Hume, Anscombe señala que cualquier forma de gobierno “se basa siempre en el consentimiento, en el sentido de que no podría existir sin al menos el consentimiento pasivo de una gran mayoría”.[34] Con respecto al consentimiento en cualquier sentido más sustancial, la democracia fracasa bajo sus propios estándares, ya que la mayoría podrá verse frustrada tanto en una democracia como en cualquier otro sistema: dada la lógica del voto, siempre es “posible que la mayoría vote en minoría sobre la mayoría de las cuestiones”,[35] así que “el principio de la mayoría consiguiendo lo que quiere permite que la mayoría consiga lo que no quiere en la mayoría de los casos.[36]
Para Anscombe, la cuestión esencial no es si un gobierno es democrático, sino si lo que aprueba es justo, si lo es, no ser democrático no es objetable, mientras que, si no lo es, ser democrático no es una excusa.
Anscombe, sobre el estado
Como he dicho, Anscombe no era libertaria e indudablemente no era anarquista. Proclama con seguridad que “el mundo se arece menos a una selva debido a sus gobernantes”[37] y rechaza directamente el principio de no agresión: “La concepción actual de ‘agresión’ (…) es mala. ¿Por qué debe ser erróneo lanzar el primer golpe en una pelea? Lo único que importa es quién tiene razón”.[38] Tampoco acepta la prohibición libertaria de distintos estándares para los agentes del gobierno y los ciudadanos privados: para Anscombre, dentro de la sociedad civil, la fuerza letal, incluso en casos de autodefensa, está prohibida, salvo para los agentes públicos: “La decisión deliberada de infligir muerte en una lucha es solo derecho de las autoridades gobernantes y sus subordinados”.[39]
Aun así, el artículo de Anscombe “On the Source of the Authority of the State” contiene muchas cosas que los libertarios pueden disfrutar. Puede que llegue a conclusiones erróneas, pero plantea la mayoría de las preguntas correctas y aborda la discusión de una manera similar a la que emplearía un rothbardiano.
Para Anscombe, la cuestión fundamental es cómo distinguimos un estado legítimo de “asociaciones cooperativas voluntarias a gran escala” por un lado y de “un lugar bajo el control de una Mafia sofisticada y suave” por otro.[40] Ve que el estado difiere de las primeras por su ejercicio de “poder coactivo violento institucional”[41] (aunque no dice nada acerca de monopolio territorial y esta omisión, como veremos, le lleva a una confusión fatal); también aprecia que no es tan fácil como supone a menudo la gente decir en qué difiere del último.
Uno no debería engañarse no reconociendo que el poder civil esencialmente “lleva la espada”: que lo que tenemos aquí es violencia canonizada. (…) La amenaza de [violencia], la disposición a ser violento hasta el punto de matar (…) está siempre ahí. Ninguna teoría política puede valer un ápice si no reconoce la violencia del estado o se enfrenta al problema de distinguir entre estados y mafias. (…) ¿Cómo podemos especificar un dominio afectado que sea especial para el gobierno y que no interese a los gánsteres? (…) La imagen del problema que estoy dibujando puede parecer fantasiosa. Por ejemplo, aquí, en Inglaterra, un ministro de la Corona no puede dirigirse a mí y decirme qué tengo que hacer (…) Eso es sin duda muy distinto de lo que imaginamos de un grupo de mafiosos dirigiendo el lugar. Pero ahora, ¿qué distinción tenemos aquí en mente? ¿Que las decisiones de los mafiosos se relacionan directamente con una persona en lugar de porque es un miembro de una clase? (…) Pero sería un valiente teórico legal el que dijera que la legislación (…) nunca puede referirse directamente a personas. (…) ¿O es la falta de procedimiento? Bueno, ¿debe un gobierno, para ser un gobierno, ser siempre no arbitrario en sus acciones? ¿Y no puede una banda de bandidos estar ligada por normas de procedimiento? (…) Si yo viviera en un lugar que estuviera dirigido correctamente por la Mafia (…) junto con muchos otros, podría sentirme tan segura y sin trabas ni amenazas como mucha gente bajo muchos gobiernos.[42]
Como gobiernos y bandas criminales no tienen que ser muy distintos en su forma de actuar, Anscombre concluye que para que el estado se distinga de la Mafia, no solo debe poseer poder, sino también autoridad, a la que define como el “derecho a ser obedecido”.[43] Y esto le lleva, de forma bastante natural a la pregunta: “¿con qué derecho podría la gente, ejercitando de diversas maneras el poder del estado, ejercer violencia y amenazas de violencia sobre todos?” Señala que “la respuesta no puede ser la ley, porque (…) nos estamos preguntando por la fuente del derecho a aplicar leyes sobre el pueblo en general”.[44] Por supuesto, en cierto momento era habitual empezar investigaciones sobre filosofía política de este modo: pensemos en Hobbes, Locke y Rousseau, quienes, fueran cuales fueran los méritos de sus respuestas, veían todos que la cuestión de la base de la autoridad del estado, si la había, debía tratarse al inicio, antes de que fuera apropiado plantear propuestas posteriores para el uso del poder del estado. La necesidad de empezar refutando al anarquista parece haberse sentido mucho antes de que hubiera muchos verdaderos anarquistas por ahí. Pero en el siglo XX, cuando, fuera de las tradiciones libertaria y anarquista, los filósofos políticos generalmente dan por sentada la existencia y legitimidad del estado y se limitan a discutir sobre qué políticas deberían ser (no conozco ningún sitio en el que Rawls, por ejemplo, llegue a reconocer la cuestión de justificar el estado), la aproximación de Anscombe representa un soplo de aire fresco.
Anscombre se toma en serio al anarquista, pero al final concluye que este se equivoca. Para el anarquista, nos dice Anscombe, “en el mundo humano algunos bandidos están en lo más alto, así que su afirmación de un derecho a ejercitar poder es solo un enorme truco”,[45] lo que es un resumen bastante claro. Pero ¿por qué el anarquista se equivoca al sostener este punto de vista? Anscombre duda de su capacidad para convencer al anarquista: si, dice, una persona sostiene sinceramente “de una forma suficientemente radical que el gobierno es un bandidaje refinado y grandioso”, en el que “algunas personas, que están dispuestas y son capaces de ejercer violencia, han conseguido llegar a lo más alto y (…) vestirse con el lujoso disfraz de la ‘autoridad’”, entones “es difícil convencerle de su error”. Pero, insiste Anscombre, sigue estando equivocado, está “ciego a todo salvo a la maldad de la violencia, que es incapaz de conceder que pueda ser justa alguna vez”.[46]
En resumen, Anscombe ha confundido al anarquista con el pacifista, cree que quienes rechazan la violencia del estado deben hacerlo porque rechazan la violencia como tal. Pero aunque algunos anarquistas han sido pacifistas, la mayoría no lo son: lamentablemente, Anscoimbe no ha investigado la postura real de aquellos a los que trata de refutar. Incluso continúa indicando al anarquista la necesidad de coherencia: “Cualquiera que quiera esto”, declara duramente, “no tendría que ser selectivo. Si está dispuesto a invocar la ley, a llevar a cualquiera a los tribunales o a llamar a la policía para que le proteja, debería considerarse como alguien que hace uso de algunos miembros disponibles de una banda de bandidos”.[47] Pero es precisamente así cómo ven el asunto los anarquistas. Algunos anarquistas consideran esas apelaciones al estado como legítimas bajo esas circunstancias, igual que comprar comida en una tienda controlada por la Mafia es permisible si no hay alternativas disponibles. Otros no, pero todos los anarquistas están de acuerdo sobre la naturaleza de aquello a los que se apela en esos casos.
Para Anscombe, el estado atiende una necesidad humana legítima: “porque (…) algunas personas no dejan en paz a otras (…) sino que las atacan e impiden violentamente sus actividades y empresas, es después de todo una necesidad humana que deba haber gobierno y leyes respaldadas por la fuerza”.[48] Y, en opinión de Anscombe, las necesidades dan lugar a tareas, que a su vez son la base para derechos. Una tarea es un “trabajo que de algún modo es necesario que se lleve a cabo” y deducimos los derechos asociados mostrando “para tipos concretos de tareas, que quien lleve a cabo estas adquiere un derecho a realizarlas o hay una necesidad de que se deban realizar”.[49] Por tanto, lo que hace necesarios los gobiernos y legítimos los buenos gobiernos es la “administración de justicia”.[50] Por suerte, las tareas que sirven de base a los derechos del estado también limitan su ámbito: “la autoridad en el mando de la violencia (…) se basa en su rendimiento de una tarea que es una necesidad humana general. Una manera de tratar a alguien que se coloca fuera de la clase de aquellos para quienes se lleva a cabo la tarea le pone fuera de la clase de los sometidos a la autoridad”.[51] Por tanto, quienes son maltratados por el estado ya no tienen una obligación de obedecerlo.
Es bueno saberlo, aunque ¿no es todo esto un ignoratio elenchi? Defender un uso legítimo de la violencia para proteger al inocente de la violencia de otros no es defender el estado, ya que muchos anarquistas apoyarían sin problemas este uso de la violencia; lo especial del estado es que reclama para sí usos legítimos de la violencia que niegan a otros dentro de su esfera de actividad. En resumen, es sobre todo el carácter no igualitario y monopolístico del estado el que requiere justificación.
Anscombe no trata nunca directamente la cuestión del monopolio, pero sí hace algunos comentarios relevantes con respecto a ella. Por ejemplo, insiste en que el uso de fuerza defensiva tiene que institucionalizarse en lugar de ser ad hoc y reclama que partes que entren en conflicto sometan sus disputas a arbitraje imparcial, en lugar de actuar como jueces de su propio caso.[52] Todo esto está bien, pero, como Locke anteriormente, Anscombe parece confundir estos desiderata con un monopolio estatal. Po el contrario, puede haber jueces imparciales y administración organizada sin que ninguna institución disfrute de un monopolio. De hecho, dado que un monopolio de servicios legales debe por definición actuar siempre como un juez de su propio caso, al menos uno de estos desiderata solo es alcanzable mediante anarquía.
Pero Anscombe da un argumento adicional que podría verse como más directamente relevante para legitimar el monopolio del estado. El estado, nos dice, no necesita ninguna justificación para la supresión directa de las injusticias más allá del hecho de que son injusticias y tienen que suprimirse, pero la maquinaria del gobierno, supone Anscombe, requerirá diversos poderes adicionales de toma de decisión que van más allá de la eliminación directa de las injusticias. (Supuestamente, los impuestos son uno de los poderes que tienen en mente). Al no ser utilitarista, Anscombe no cree que demostrar que estos mayores poderes sean medios necesarios para una función legítima baste para hacerlos legítimos a su vez, igual que vimos que en su opinión matar a civiles no se legitima sencillamente por ser medios necesarios para ganar una guerra legítima. Después de todo, Anscombe trabaja dentro de la tradición tomista, según la cual todo a lo que se dirige una acción debe ser legítimo independientemente y la justificación de un objetivo último no basta para garantizar la justificación de un objetivo más inmediato que promueva el último. “Nuestro problema”, escribe Anscombe, “se refiere al derecho a coaccionar a la gente que rechace aceptar las decisiones. El derecho no puede deducirse directamente de la necesidad de esta maquinaria para el bien general. Pues si por el bien general se propone dañar mis intereses (…) y voy a estar sometido a fuerza si no lo acepto, se plantea la pregunta: ¿Por qué debería respetar la decisión?”[53]
La respuesta de Anscombe es que una vez una reclamación sin ninguna justicia inherente (pero tampoco inherentemente injusta) logra una aquiescencia extendida durante suficiente tiempo, se convierte en un derecho consuetudinario y es por tanto injusto anularla. (Esa es su explicación de los derechos de propiedad, por ejemplo). Así que los edictos de un gobierno incipiente que vayan más allá de la supresión directa de la injusticia no tienen en principio ningún derecho a ser obedecidos, pero si aparece y persiste una costumbre general de obediencia, el reclamante acaba adquiriendo un derecho a dicha obediencia. “El derecho explícito a crear leyes se convierte en un derecho consuetudinario, al ser ejercido sin muchos controles o rechazos”.[54] En resumen, la justificación del estado de Anscombe se produce en dos pasos o, como los llama ella, “dos bocados”.[55] Primero, ciertos actos son naturalmente injustos, legitimando su supresión por el estado: aquí la justicia ayuda a determinar el contenido de la justicia.
Si este argumento es válido, podría parecer que justifica el monopolio del estado, al menos en los casos (¿hay alguno?) en los que no los estados no encontraron ninguna resistencia importante a su asunción de poder. Pero el anarquista no tiene ninguna buena razón para aceptar el argumento. Anscombe parece estar tratando el derecho del estado a ser obedecido como una especie de servidumbre. Solo porque te haya permitido en el pasado cazar en mis terrenos sin protesta por mi parte o notificación de una voluntad contraria, no puede considerarse esto como concesión de derechos de caza en mis terrenos que ya no puedo retirar, así que Anscombe supone que si todas las mañanas alguien me dice qué tomar para desayunar y yo lo acepto, con el paso del tiempo este adquiere un derecho a obligarme a la hora de decidir qué desayuno. (Anscombe niega que su justificación del gobierno implique la transferencia de derechos de las personas al estado, pero me cuesta ver por qué no es así).
La cuestión de las servidumbres es bastante tramposa y no me propongo explicarla aquí. Pero, cualquiera que sea lo que penséis de las servidumbres, parecen bastante poco similares a los derechos reclamados por el estado, en lo que se refiere a la cesión de derechos inalienables. Es verdad que algunos libertarios, como Robert Nozick y Walter Block, consideran también alienables los derechos de autopropiedad. Pero la mayoría de los teóricos libertarios, no, y si la autopropiedad no es alienable ninguna aceptación consuetudinaria duradera por mi parte podría transferir ninguna porción de ella a un tercero.
Pero sean cuales sean los defectos del alegato de Anscombe a favor del estado, sus contribuciones (igual que sus contribuciones sobre los temas de praxeología, guerra y sociedad mayoritaria) muestran una afinidad considerable con la aproximación austrolibertaria. Creo que merece un puesto en nuestro canon.
Referencias
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Long, Roderick T. 2004. “Anti-Psychologism in Economics: Wittgenstein and Mises”. Review of Austrian Economics 17, no. 4, pp. 345-369.
Mäkinen, Virpi y Korkman, Petter, eds. 2006. Transformations in Medieval and Early-Modern Rights Discourse. Dordrecht: Springer.
McDowell, John. 1994. “The Content of Perceptual Experience”. Philosophical Quarterly 44, pp. 190-205.
Reppert, Victor. 2003. C. S. Lewis’s Dangerous Idea: In Defense of the Argument from Reason. Downers Grove IL: InterVarsity Press.
Rothbard, Murray N. 1998. The Ethics of Liberty. Nueva York: New York University Press. [La ética de la libertad]
—– 1995. Economic Thought Before Adam Smith: An Austrian Perspective on the History of Economic Thought, Volume I. Brookfield VT: Edward Elgar.
—– 1976. “New Light on the Prehistory of the Austrian School”. En Edwin Dolan, ed., The Foundations of Modern Austrian Economics (Kansas City: Sheed and Ward), pp. 52-74. [“Nueva luz sobre la prehistoria de la Escuela Austriaca”]
[1] Una excepción es Gordon (2001); cf. también Gordon (1994), p. 105.
[2] Para la relación económica ver Rothbard (1976, 1995) y Chafuen (2003); para la relación con los derechos naturales ver Rothbard (1998) y Mäkinen y Korkman (2006).
[3] Ver Long (2004).
[4] Dustjacket of Anscombe (2000).
[5] Anscombe (2000), p. 36.
[6] Ibíd., pp. 84-87.
[7] Kirzner (1979), pp. 29-31.
[8] Anscombe (2000), p. 68.
[9] Para el debate Anscombe-Lewis, ver Reppert (2003).
[10] En mi opinión, ambos bandos de esta discusión podrían beneficiarse prestando una mayor atención a la distinción de McDowell (1994) entre condiciones constitutivas y posibilitantes.
[11] “War and Murder”, p. 51; en Anscombe (1981), pp. 51-61.
[12] “The Justice of the Present War Examined”, p. 81, en Anscombe (1981), pp. 72-81.
[13] Ibíd., p. 81.
[14] “War and Murder”, p. 53.
[15] “Mr. Truman’s Degree”, p. 66; en Anscombe (1981), pp. 62-71.
[16] Ibíd., p. 65.
[17] “War and Murder”, p. 58.
[18] Ibíd., p. 60.
[19] Ibíd. p. 55.
[20] “Mr. Truman’s Degree”, p. 63.
[21] Ibíd. p. 63.
[22] “War and Murder”, p. 53.
[23] “Mr. Truman’s Degree”, p. 67.
[24] “The Justice of the Present War Examined”, p. 78.
[25] Ibíd. p. 74.
[26] Ibíd. p. 75.
[27] Ibíd. p. 75.
[28] Ibíd. p. 73.
[29] “On Frustration of the Majority by Fulfilment of the Majority’s Will”, p. 123; en Anscombe (1981), pp. 123-129.
[30] Ibíd. p. 124.
[31] Ibíd. p. 124.
[32] Ibíd. p. 125.
[33] Ibíd. p. 126.
[34] “On the Source of the Authority of the State”, p. 151; en Anscombe (1981), pp. 130-155.
[35] “On Frustration of the Majority by Fulfilment of the Majority’s Will”, p. 123.
[36] Ibíd. p. 127.
[37] “War and Murder,” p. 51.
[38] Ibíd. p. 52.
[39] Ibíd. p. 54.
[40] “On the Source of the Authority of the State”, p. 131.
[41] Ibíd. p. 132.
[42] Ibíd. pp. 132-136.
[43] Ibíd. p. 132.
[44] Ibíd. p. 134.
[45] Ibíd. p. 135.
[46] Ibíd. p. 136.
[47] Ibíd. p. 136.
[48] Ibíd. pp. 135-136.
[49] Ibíd. pp. 145-146.
[50] Ibíd. p. 153.
[51] Ibíd. p. 155.
[52] Ibíd. pp. 146-147.
[53] Ibíd. pp. 153-154.
[54] Ibíd. p. 154.
[55] Ibíd. p. 153.
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