[Este artículo se publicó originalmente el 13 de agosto de 2015]
Como fenómeno político, el modernismo es la adoración del estado, aunque en realidad significa más que eso. Es la adoración de un tipo especial de estado, el estado reimaginado como la encarnación absoluta del pueblo y la nación, la idea hegeliana del estado como fuerza espiritual que por sí solo da sentido a una vida individual: en palabras de Hegel, “la Idea Divina tal y como existe en la Tierra”. Incluso el comunismo, supuestamente dispuesto a lograr una fraternidad internacional de trabajadores sin fronteras, sucumbió al nacionalismo modernista al ir ascendiendo al poder político en todo el mundo durante el siglo XX.
Durante el primer debate de las primarias republicanas, Mike Huckabee se quejaba: “Hemos diezmado nuestro ejército”. Otros candidatos hacían declaraciones similares, aparentemente escandalizados por la supuesta falta de recursos dedicado al aparato militar y ansioso por identificar a Obama como una paloma: débil en defensa e invitando a la hostilidad de los enemigos de Estados Unidos. Nunca dispuesto a permitir que los hechos se interpongan en su grandeza, los políticos tienen pocos reparos en maquillar las cosas u omitir información clave e incluso partes dispositivas. Igualmente tampoco los inquietan las preguntas mecánicas de quienes pagaran sus costumbres desperdiciadoras o si hay de hecho una relación racional entre la perpetuación del imperio americano y la seguridad o bienestar de un estadounidense medio. La aguda idea de Orwell de su famoso ensayo “La política y el lenguaje inglés” merece repetirse: “El lenguaje político (…) está pensado para hacer que las mentiras suenen a verdad y el asesinato a respetable y para dar una apariencia de solidez a lo que es puro humo”. El ejército y sus actividades destructivas y desestabilizadoras del mundo son uno de los temas favoritos de las mentiras políticas.
A pesar de la perfidia de nuestra clase política, el gasto militar de EEUU aumentó rápidamente tras los ataques del 11-S sin que faltaran los buscadores de rentas con conexiones políticas buscando y explotando las oportunidades que se les presentaban. Sea cuales sea la retórica empleada para despertar apoyo para un aventurerismo imperial cada vez más caro (inevitablemente amparado por un lenguaje de seguridad y defensa), nos queda el impactante e imborrable hecho de que el gasto militar sumó aproximadamente 610.000 millones de dólares el año pasado. El que una cifra de tal magnitud sea insatisfactoria para la mayoría del bando republicano tal vez no sea sorprendente. Los conservadores del tipo Huckabee tienden a tratar al complejo militar-industrial (una expresión acuñada por nada menos que un militar moderado y respetado como Dwight Eisenhower) como algo sui generis, como algo no relacionado con los problemas más generales que asocian (al menos retóricamente) con el gran gobierno burocrático. Así que el gran gobierno se convierte en tolerable, de hecho admirable, en la medida en que la discusión se limite a la esfera consagrada de los gastos militares y de “defensa”. Probablemente a muchos conservadores no se les ha ocurrido que el estado de guerra es simplemente el estado del bienestar, que son aspectos gemelos del leviatán federal, que consume la parte del león de los dólares de los contribuyentes estadounidenses, desarrollados juntos como características de un nuevo tipo de política, el estado-nación moderno.
Varios pensadores libertarios han tratado de demostrar que el estado estadounidense moderno es esencialmente fascista, no una forma de “rotundo socialismo” e indudablemente no una república liberal (clásica) coherente.[1] Naturalmente, la comunidad política e intelectual estadounidense, asentada firmemente en las ideas del progresismo, busca distanciarse histórica e ideológicamente del nazismo, tratarlo no como sencillamente otra repetición del estatismo del bienestar modernista, sino como otra cosa, una aberración o una regresión. La literatura académica ha soportado durante mucho tiempo contradicciones y contorsiones dolorosas para situar el alumbramiento del credo nazi fuera de los límites del modernismo, para cuestionar la legitimidad de su nacimiento, por decirlo así. Así, hubo multitud de similitudes y parecidos entre, por ejemplo, el progresismo estadounidense y el nazismo, justificados nerviosamente: entre ellos una extraña fascinación por la pseudociencia racista de la eugenesia, una obsesión por ordenar y planificar todos los aspectos de la sociedad mediante gobiernos tecnócratas, una confusión errónea entre sociedad y estado. De hecho, no escasean las características que demuestran el origen común de todas las formas de modernismo político del siglo XX: revisar el historial requeriría cierta audacia. Paul Betts, un experto en historia alemana moderna, observa que incluso en el pasado más reciente, identificar nazismo y fascismo como ejemplos de modernismo era considerado “imprudente e incluso repulsivo”. A pesar de la obviedad de las relaciones ideológicas y la profusión de evidencias, los historiadores han insistido mucho en la peculiaridad del estado nazi. Donna Harsch señala que la “gran reinterpretación” del historiador Detlev Peukert del lugar del nazismo en la historia del siglo XX, que “argumentaba que el estado del bienestar, la modernidad y el nacionalsocialismo estaban íntimamente relacionados entre sí”. En lugar de ver al nazismo como curiosamente anacrónico y antimoderno, un breve recrudecimiento del tradicionalismo reaccionario en la época moderna, Peukert considera correctamente a la Alemania nazi como el cumplimiento de “las tendencias propias del proyecto moderno del bienestar”.
Aquí deberíamos cuidarnos de advertrir si el nazismo tendría que clasificarse con el progresismo y otras variantes del modernismo político es distinta del lugar del nazismo en espectro político de la derecha. Aunque están indudablemente relacionados, la última cuestión es menos importante, ya que las designaciones de derecha a izquierda son subjetivas e indeterminadas. El parentesco del nazismo con el socialismo, por ejemplo, no bastaría para colocarlo definitivamente la izquierda política, pues hay formas más autoritarias y más libertarias de socialismo. Es más apropiado decir que el modernismo político del tipo ejemplificado por el fascismo italiano, el progresismo estadounidense y el nazismo alemán contiene elementos de la izquierda de la derecha, si queremos mantener estas categorías. En “Confesiones de un progresista de derechas”, Murray Rothbard aportaba este razonamiento, argumentando que el socialismo estatal del siglo XX se encuentra “en medio del espectro ideológico”, mientras que el liberalismo clásico entra en la extrema izquierda al ser una reivindicación radical de la libertad individual. Esos argumentos son completamente distintos de los del libro Liberal Fascism, de Jonah Goldberg, que sostiene que el nazismo “es, y siempre ha sido, un fenómeno de la izquierda”. Ya sean los nazis derechistas, izquierdistas o centristas, tanto Rothbard como Walter están de acuerdo en que el fascismo no es lo contrario del comunismo totalitario, sino un pariente ideológico cercano. Ambos son ejemplos de modernismo, intentos de un control político absoluto y centralizado y de una racionalización de la sociedad.
Igual que la historiografía, hasta hace bastante poco, tendía a excluir al fascismo generalmente y el nazismo concretamente de las explicaciones de la política modernista, también ha rebajado la importancia de las relaciones entre los componentes de bienestar y guerra del estado moderno. El historiador David L. Hoffmann observa que el político progresista y eugenista británico William Beveridge acuñó deliberadamente la expresión “estado del bienestar” en oposición al estado de guerra de la Alemania nazi. Sin embargo, Hoffmann señala que en realidad “bienestar y guerra estaban íntimamente relacionados” en el estado moderno, “particularmente durante el periodo de entreguerras”. En Estados Unidos, la discusión política ortodoxa ha mantenido la problemática tendencia a dividir los aspectos del bienestar y guerra del estado, asociando a la derecha con el estado como padre y a la izquierda con el estado como madre.[2] Y aunque estos énfasis indudablemente muestran diferencias medibles (aunque marginales) de las propuestas de política pública, todo el dominio político estadounidense es sin embargo completamente modernista. Ninguno de los grandes partidos políticos se enfrenta a las bases esenciales del modernismo político, alcanzado durante las eras progresista y del New Deal y afianzadas durante un siglo de guerra continua. En Estados Unidos, la centralización en tiempo de guerra y la consolidación el poder del gobierno fueron las condiciones previas necesarias para los ambiciosos cambios sociales y económicos del estado del bienestar. Como señala Kirkpatrick Sale en su manifiesto descentralista Human Scale, enfrentado a los crecientes gastos de un complejo de bienestar en expansión, el estado “busca naturalmente aumentar su esfera de influencia y agrandar su parte de los despojos a través del estado de guerra”. Inherentemente coactivas y corrompedoras, tanto las facetas del bienestar como de guerra del estado moderno comparten un desdén por los derechos individuales y ven a la persona individual como prescindible. El estado es la realidad, el individuo un mero instrumento.
En 1944, en su libro Gobierno omnipotente, Ludwig von Mises argumentaba que, aunque lucharan contra los nacionalsocialistas alemanes, las comunidades progresistas de Reino Unido y Estados Unidos ansiaban abandonar cualquier vestigio en una economía de mercado, “paso a paso, adoptando el patrón alemán de socialismo”. El liberalismo que Mises comparaba con el progresismo nacionalista destacaba la similitud e igualdad natural de los seres humanos en todo el mundo y a su vez consideraba el comercio libre como el mejor medio para lograr el bienestar para todos. El progresismo nacionalista, por el contrario, no era realmente progresista en absoluto: más bien era en principio una vuelta al tipo de pensamiento económico simple que llevaba a los pueblos de las distintas naciones a un conflicto inevitable de suma cero, tratando cada nación de usar tácticas proteccionistas marciales (frente al intercambio pacífico) para generar prosperidad en el interior.
Así que, independientemente de qué bando ganara la guerra, los valores liberales eran los perdedores predestinados. Nos guste o no, ahora todos somos modernistas y, en todos los sentidos, fascistas. Tal vez a cada bando de la comunidad política estadounidense le gustaría ajustar el porcentaje ligeramente en una u otra dirección, deseando los republicanos un poco más de ingrediente de guerra y los demócratas un poco más de bienestar. Pero sus supuestos y valores compartidos son mucho más notables que sus aparentes desacuerdos. Los libertarios ven al estado moderno como es: una fuerza peligrosa que, reuniendo todo el poder en sus manos, reduce a los ciudadanos como dependientes y ahoga la espontaneidad benéfica de una sociedad libre. Durante el último siglo, las maquinarias bélicas estatales extinguieron las vidas de millones. Sus aparatos del bienestar someten a los más vulnerables de la sociedad a un control degradante y humillante, sin entender la batalla subyacente entre las ideas y políticas que llevan a la pobreza y las que llevan a la prosperidad, apretando así siempre el lazo de las primeras. Ahora que hemos acabado con el tabú al identificar adecuadamente el nazismo como un estado modernista de bienestar como cualquier otro, tal vez podamos empezar a reevaluar el legado de la rama del fascismo propia de Estados Unidos, el progresismo, advirtiendo lo antiliberal que es realmente.
El artículo original se encuentra aquí.
[1] Ver, por ejemplo, el artículo de Robert Higgs “Once More, with Feeling: Our System Is Not Socialism, but Participatory Fascism”.
[2] Ver, por ejemplo, el artículo de David Paul Kuhn, “The Enduring Mommy-Daddy Political Divide”.
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