La libertad en los comunes trae la ruina a todo. — Garret Hardin.
Si bien no puede decirse que alguna vez haya sido detractor propiamente tal de las playas privadas, sí puedo decir que defendía la idea del acceso público desde una perspectiva egocéntrica, primero, y etnocéntrica, en segundo lugar. Esto es un error muy frecuente en las sociedades occidentales, y se basa en asumir que las características y miradas del endogrupo (por lo general, las positivas) pueden extrapolarse al exogrupo, y, por tanto, se trata de abordar mentalmente al prójimo externo al endogrupo como un igual. El gran problema de extrapolar las características positivas que presenta el individuo y su grupo a los demás individuos y grupos, es que se depende de la buena fe y la confianza en el prójimo en asuntos que podrían tener consecuencias difícilmente reversibles – y otras irreversibles – en el medio ambiente (y también en la sociedad). Por supuesto, teóricamente el daño podría superarse a través de acciones paliativas en función del tiempo; el problema actualmente es que el tiempo para implementar y aplicar medidas y esperar sus resultados es escaso, y prácticamente el ser humano se encuentra en una carrera contra el tiempo para evitar su propia extinción debido al agotamiento del ecosistema. En este punto, puede haber esperanza para algunos más radicales en su visión ecologista: el agotamiento de los sistemas de soporte vital puede traer hambrunas masivas y la muerte de un gran porcentaje de la población humana, recuperándose el n anterior a la Revolución Industrial y, en el caso más optimista (y trágico, para los humanitaristas-inmediatistas), el n anterior a la Revolución Agrícola del Neolítico.
En teoría, un estado totalitario podría poner freno a la destrucción del medio ambiente, a través de medidas que, por medio de la coacción, restrinjan la libertad de los individuos, impidiéndoles demostrar qué es lo que pueden hacer y no hacer con su libertad. De esta manera, se evita el daño al medio ambiente al no existir posibilidades de causarlo: se suprime lo bueno, pero también lo malo. Sin embargo, en los países occidentales existe una alta valoración de la libertad negativa [la ausencia de obstáculos, barreras o restricciones. Existe en la medida que existe la disponibilidad de acción en este sentido negativo], – algo íntimamente relacionado con la talasocracia que rige a estas culturas, lo que repercute marcadamente en el individualismo exhibido por países como Inglaterra, Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia y Chile (cabe destacar que aquí no se lanza una crítica al individualismo occidental, sino que es un llamado a aceptar dicha realidad y tomarla como punto de partida para futuras acciones, en vez de desvivirse por utopías que conducen al fracaso y a la frustración) – lo que disminuye las probabilidades de opciones totalitarias de conducción de las sociedades, como pueden ser las estructuras regidoras socialistas tanto de Izquierda como de Derecha. Dicho esto, se descarta una respuesta totalitaria al problema ecológico en los países occidentales, primeramente por la baja afinidad con las medidas de tipo coercitivas (las explícitas, claro), y por la lejana probabilidad de que el deterioro del ecosistema pase a ser una problemática prioritaria para los gobiernos.
Respecto a lo anterior, hay que asumir la realidad, y ésta es una donde el medio ambiente – el que parece existir reducido a un mero concepto de sustentabilidad ambiental – no es una preocupación prioritaria: con el incremento de la población humana y el avance de la Democracia, es algo absurdo el tratar de revertir el deterioro de los sistemas de soporte vital a través de las vías democráticas, ya que la Democracia como un todo es una idea antropocéntrica. Entonces, el eje de acción ecologista queda aún más retirado de las vías de lo establecido (lo político) que el eje de acción ambientalista, el que si bien debe conformarse con medidas bastante reducidas y otras casi insignificantes, puede abordar el problema desde formas indirectas (pero no menos relevantes para el mundo moderno), como las vías políticas y económicas.
La presión humana (y de las actividades humanas) sobre los ecosistemas es una realidad, y también es una realidad que el acceso humano a los ecosistemas debe ser regulado de forma efectiva y eficiente. Por vías totalitarias esto resulta relativamente fácil: basta prohibir el acceso respaldando la medida con una amenaza de violencia. Por las vías democráticas surgen complicaciones, pues excluir se vuelve un asunto necesario pero casi filosóficamente contrario a un sistema de pensamiento basado en la igualdad e inclusión.
El problema del acceso a los recursos públicos no es tan sólo cuantitativo, es decir, relacionado con la cantidad de usuarios que hacen uso del recurso público (que puede ser, por ejemplo, un servicio ecosistémico) y generan presión sobre el medio ambiente, sino que también es cualitativo: el tipo de usuario que accede a un recurso –o a un conjunto de recursos– puede marcar la diferencia en la intensidad de la presión que recibe un determinado objeto. Puede observarse, así, que no es lo mismo, por ejemplo, un grupo de turistas ‘A’, respetuosos con el medio ambiente, preocupados de que su presencia no altere procesos naturales, que un grupo de turistas ‘B’, con nula concientización y respeto por el medio ambiente, invasivos y egoístas con tendencia a la capitalización de los beneficios. Este último grupo podría caer sin dudarlo en la tragedia de los comunes (Hardin, 1968, 2002), donde un recurso puede ser llevado hasta su agotamiento debido una mentalidad que crea cierta carrera contra el tiempo por el acceso a los recursos y sus ganancias: una competencia brutal por capitalizar los beneficios antes de que otros individuos perciban los beneficios. Probablemente, un grupo reducido de turistas del grupo ‘B’ pueda ser aún más dañino que un numeroso grupo de turistas ‘A’.
Con el avance de la corrección política, discriminar a los usuarios que accedan a los recursos según su origen, cultura o condición social (todos ellos, factores que influyen en la conducta frente al medio ambiente) se ha vuelto ilegítimo, por lo que se debe recurrir a otros mecanismos legitimados de discriminación. Un buen mecanismo es filtrar a través del cobro por acceder a los recursos. La gratuidad es ampliamente atractiva para individuos del tipo ‘B’, y cambiar la condición gratuita a una no-gratuita debería, entonces, restar lo atractivo del acceso a un recurso para dicho grupo de gente. Siendo objetivos, la gratuidad de algunas cosas hace que éstas pasen a formar parte del conjunto de cosas con probabilidades de volverse propensas al uso y explotación sencillamente por el hecho de ser gratuitas, porque dar nada a cambio de algo siempre será más fácil que dar algo a cambio de otra cosa. Si el acceso a una reserva natural o parque nacional, de un momento a otro, se volviera gratuito, ingresaría al poco selecto grupo de panoramas masivos, atractivos para el grupo ‘B’, cuyos intereses son distintos a los del grupo ‘A’. La coincidencia de ambos grupos en el acceso a un recurso específico se debería exclusivamente a la carencia de filtros, o de un filtro que está funcionando de manera contraproducente: la gratuidad abre las puertas a todo tipo de usuarios, lo que incluye a usuarios molestos, invasivos y destructivos, los que provocan que los usuarios que realmente están interesados prefieran alejarse y buscar otros destinos, huyendo de la vulgarización. La democratización del acceso a los recursos termina inevitablemente por devaluarlo todo.
Pese a la alta probabilidad de ser acusado como estrictamente materialista y mercantilista por parte de la gente más asociada a la Izquierda, podría afirmar sin muchas posibilidades de error que los seres humanos destinan más dinero en cosas que están incluidas dentro sus intereses, antes de cosas que no son de su interés. Cuanto más preciado sea el interés, mayor será la cantidad de dinero destinado. Un ejemplo claro de esto es la lectura y los libros: no es un tema de dinero, sino un tema de interés. Quien invierte parte de sus recursos –no necesariamente monetarios– en la lectura es porque tiene un interés genuino en ella. Quien espera la baja de los precios o la gratuidad de la lectura para acceder a libros es sencillamente porque la lectura no figura dentro de sus intereses, o porque está en un puesto de baja valoración dentro de su escala de intereses. El igualitarismo siempre buscará justificar el bajo gasto en “lujos” de parte de algunos individuos, y adjudicará a la pobreza y la desigualdad de oportunidades la culpabilidad de que existan algunos individuos que no puedan acceder a la lectura, museos, parques nacionales, atractivos turísticos y otros bienes y servicios no gratuitos, al asumir que todos los individuos tienen los mismos intereses pero no las mismas oportunidades. Bastaría una mirada honesta a la destinación de los recursos de estos individuos para saber cuáles son sus intereses. Adelantándome un poco a la respuesta que se obtendría de dicho estudio, podría afirmar que la vestimenta efectivamente es una necesidad básica; sin embargo, la marca de la vestimenta puede ser considerada un lujo.
La no gratuidad, primero, y los precios “justos” (casi siempre altos), después, garantizan que quienes acceden a los recursos lo hagan porque están realmente interesados en disfrutar de ellos, excluyendo a aquéllos que accederían a dichos recursos si y sólo si estos fueran gratis, algo que demuestran al dar preferencia a otros intereses, invirtiendo su dinero en ellos y no en otros.
Toda medida que apunte a restringir el acceso a los recursos que han sido ampliamente idealizados como públicos (e incluso, falazmente como “comunitarios”, a pesar de que las sociedades modernas hace mucho que superaron la escala de la comunidad) basado en la extrapolación de la mentalidad de unos pocos que sí cuidan el medio ambiente (lo que no significa que la mayoría piense efectivamente de la misma manera), gozará inevitablemente de desaprobación de las masas y de una pérdida de la popularidad. Sin embargo, es el carácter masivo y la mentalidad oclocrática al posicionarse frente al medio ambiente lo que ha ocasionado el deterioro de éste, por lo que carecer de la aprobación de las mismas muchedumbres que han conducido al desgaste y colapso de los ecosistemas y recursos naturales es indicador de que este camino, aunque quizás amargo, es el más correcto.
Referencias bibliográficas
Hardin, G. 1968. The Tragedy of the Commons. Science 162: 1243-48.
Hardin, G. 2002. The Tragedy of the Commons. The Concise Encyclopaedia of Liberty Fund. Intl. (http://www.econlib.org).
El artículo original se encuentra aquí.
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