El sentimiento popular detrás de la votación del Bréxit, la elección de Donald Trump, el creciente escepticismo de los grandes medios de comunicación, la desconfianza en las instituciones de enseñanza superior y fenómenos similares han hecho aflorar una preocupación entre los expertos por que la sociedad ya no valore la experiencia.
Tom Nichols, autor del reciente libro The Death of Expertise, piensa que la actitud crecientemente escéptica entre el público general plantea un grave daño para la sociedad. Escribiendo en Político, le preocupa que:
El contrato social implícito entre las élites educadas y la gente corriente (por el que los profesionales se ven recompensados por su conocimiento y, a su vez, se espera que difundan los beneficios de dicho conocimiento) se está deshilachando. (…) Los ciudadanos normales parecen tener cada vez más confianza en sus opiniones, pero no parecen ser más competentes que hace 30 o 40 años. Un número importante de gente corriente cree ahora, por ninguna razón que no sea su autoafirmación, que sabe más que los expertos en casi cualquier campo. Han llegado a esta conclusión después de ser consentidos en las aulas desde el jardín de infancia hasta la universidad, asegurándoles continuamente a través de personalidades del docudrama en medios de comunicación cada vez más segmentados que las opiniones populares, sin que importe lo absurdas que sean, son virtuosas y tienen razón y se han visto hipnotizados por una internet que les dice exactamente lo que quieren oír, sin que importe lo ridícula que sea la pregunta.
Nichols no explica exactamente por qué es dañino este escepticismo, suponiendo que múltiples referencias a Trump y a la gente que no vacuna a sus hijos siguiendo el plan bastan para validar el gobierno de los expertos. (Para ser justos, no he leído su libro, solo este artículo).
Una respuesta este tipo de preocupación (que casi siempre viene de la izquierda política y habla sobre vacunas y cambio climático) es señalar que las opiniones anticientíficas y contrarias a los expertos son bastante comunes entre los autodescritos como progresistas. (Me gusta referirme a los defensores del salario mínimo como “negacionistas de la ciencia de los salarios”).
Pero hay un problema más importante con este tipo de artículos: confunden el concepto científico de “experiencia” (conocimiento sistemático y profundo de teorías, mecanismos y evidencias particulares) con el concepto sociológico de “experto” (una persona que afirma tener experiencia, entendida en este sentido). Incluso un vistazo muy superficial a la historia, la filosofía o a la sociología de la ciencia nos dice que los autoproclamados “expertos” están frecuente y horriblemente equivocados sobre una serie de asuntos críticos.
Los expertos en nutrición, trabajando con intereses especiales, nos dieron la pirámide alimenticia de la época de 1970 (diciéndonos que maximizáramos nuestra toma de carbohidratos y evitáramos las proteínas). Antes de 1989 el consenso entre los economistas del establishment era que la planificación central al estilo soviético era más eficiente y menos derrochadora que los métodos “anárquicos” de los mercados y que el PIB soviético pronto superaría el de EEUU. Todavía hoy la mayoría de los cargos públicos, banqueros y comentaristas de los medios son keynesianos vulgares. Y quién sabe si el consenso actual sobre la ciencia del clima (un campo inundado por miles de millones de dólares de financiación de intereses especiales) resultará ser correcto. En todo caso, necesitamos más que unas pocas anécdotas para apoyar la afirmación de que el gobierno de los expertos produzca beneficios netos.
Hay que reconocer que el propio Nichols reconoce que las comunidades de los expertos tienen parte de culpa:
Sus historiales están llenos de errores, algunos con consecuencias graves. Peor aún, como los expertos tienden a hablar sobre todo entre sí, a menudo muestran una falta de empatía con aquellos que no les entienden o no entienden su jerga especializada. Apenas ocultan su placer por la distancia, tanto física como intelectual, de la que disfrutan frente a la gente corriente. Y caen demasiado fácilmente en la arrogancia de creer que sus conocimientos sobre un asunto pueden aplicarse a casi cualquier otro, especialmente si hay a la vista un generoso cheque.
Todo esto es verdad, pero hay un problema más esencial, lo que Hayek escribía como la arrogancia del intelectual o “racionalismo constructivista”, la creencia en que la comunidad de las élites científicas y técnicas pueden organizar y planificar, de arriba abajo, todas las actividades y organizaciones humanas. En un mercado libre, la gente es libre de convertirse en expertos, los financiadores privados son libres de formar expertos y apoyar su investigación y alcance y todos somos libres de seguir el consejo del este o aquel experto o el de ninguno. Bajo el intervencionismo, ciertos expertos se juntan con el estado, proporcionando los primeros legitimidad y los segundos, recursos. Esa es la relación más temida por el escepticismo público.
El artículo original se encuentra aquí.
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