Los partidarios del intervencionismo estatal suelen argumentar que el libre mercado no siempre es eficiente en la asignación de recursos y que en ocasiones da lugar a situaciones y resultados totalmente injustos. Justifican de este modo que cuando la “mano invisible” fracasa, intervenga el Estado con su “puño de hierro”. (1)
Los denominados fallos de mercado pueden definirse, según su acepción general, como aquellas situaciones en las que el mercado fracasa a la hora de producir resultados socialmente óptimos. Siguiendo la opinión mayoritaria, se consideran fallos de mercado los siguientes: las externalidades, los monopolios y la necesidad de bienes públicos. A estos se les suele añadir otros fallos, relacionados directa o indirectamente con los anteriores, como: la distribución desigual de la renta, las crisis económicas y el calentamiento global.
Los tres primeros se consideran que son causa de la ineficiencia en la asignación de recursos, teniendo en cuenta el concepto de eficiencia establecida por Vilfredo Pareto (1848-1923). La distribución desigual de la renta se considera simplemente inaceptable desde un punto de vista ético, mientras que los dos últimos consideran al mercado como el causante y culpable de las oscilaciones económicas y del calentamiento global.
Dicho esto, sería Arthur Pigou (1877-1959) quien consideraría que solo el Estado puede eliminar, o cuanto menos aminorar, las consecuencias negativas de estos fallos de mercado.
Sin embargo, autores como Mises y posteriormente Rothbard, llegaron a la conclusión de que muchos de esos fallos eran causados más bien por la intervención directa o indirecta del Estado, llegando incluso a no aceptar el propio concepto de “fallos de mercado”, entendiéndolos más bien como “fracasos del gobierno”.
Además, tal y como concluyó el premio Nobel James M. Buchanan (1919-2013), la mera existencia y actuación del Estado da lugar a otro tipo de resultados ineficientes e injustos por parte del sector público, a los que podemos denominar “fallos del Estado”(2). Por lo tanto, la existencia o posible existencia de fallos de mercado no justifica la intervención del gobierno, ya que este último causa más problemas de los que pretende solucionar.
Pasemos por lo tanto a analizar estos mal llamados “fallos de mercado” y posteriormente a enumerar y desarrollar los fallos del Estado.
Fallos del mercado:
– Las externalidades: en este contexto se suele utilizar dicho término para referirse concretamente a las externalidades negativas: aquellas que provienen de actividades humanas que afectan a otros agentes económicos y cuyos costes no se reflejan en los precios de mercado, como es el típico caso de la contaminación (tanto acústica como atmosférica, lumínica… Étc.).
En estos casos, el pensamiento económico maistream considera que el Estado debe intervenir para solucionar dichas externalidades a través del establecimiento de una serie de límites: a priori como las licencias o permisos de contaminación; a posteriori, como los impuestos a la contaminación (impuesto pigouviano); o simplemente decretando un límite a la producción. Muchos consideran estas medidas estatales no sólo eficientes, sino también moralmente correctas (ya que consideran justo que quien contamine pague por ello).
Sin embargo, este sistema no es ni el más eficaz ni el más justo para tratar las externalidades; y es que, como hasta el propio Pigou reconoció, estimar correctamente el coste de la contaminación no es una tarea fácil. Así, además de esta dificultad para cuantificar correctamente los costes sobre bienes públicos (3) (como el aire o el agua de los ríos), es totalmente injusto que quien se beneficie económicamente de ello sea el Estado y no los directamente afectados por estos efectos negativos.
Por ello la solución no pasa por el Estado sino en “internalizar” dichos costes, y para eso se requiere la existencia de unos previos derechos de propiedad bien definidos (4). Y es que, donde los derechos de propiedad están bien definidos, el propietario tiene todos los incentivos para cuidar sus bienes y recursos y evitar causar cualquier daño o perjuicio a la propiedad ajena, ya que, de no ser así, se vería abocado a responder por los mismos, probablemente a través de una demanda de responsabilidad civil por daños y perjuicios por parte del afectado; ya que existiendo propiedad privada sobre los mismos deviene mucho más fácil valorar y calcular económicamente el daño o perjuicio causado. Por lo tanto, la presencia de externalidades negativas se debe más bien a una incorrecta o no asignación de derechos de propiedad sobre determinados bienes o recursos, que a un fallo de mercado.
Muchos pueden objetar que asignar derechos de propiedad a bienes de propiedad pública como el espacio aéreo o los océanos es imposible. Pero debemos recordar que el mercado mismo, a través de la función empresarial y de la capacidad innata del ser humano para crear e innovar, puede acabar desarrollando la tecnología necesaria para hacerlo. Así por ejemplo, la creación en el siglo XIX del alambre de espino permitió la asignación de derechos de propiedad sobre las grandes extensiones de praderas del lejano oeste (5). De este modo, tal y como se ha ido repitiendo a lo largo de la historia, la actividad empresarial y desarrollo tecnológico en este sentido, darían lugar además a que surgiesen nuevos sectores económicos y mercados, generando posibilidades de beneficios y puestos de trabajo.
– Relacionado con las externalidades negativas que ocasiona la contaminación, pero a gran escala, podemos mencionar el problema del calentamiento global. No intento aquí analizar científicamente el problema del cambio climático, pero lo que sí puede considerarse cierto -a tenor de prácticamente todos los estudios al respecto- es que estamos en un ciclo natural de calentamiento global y que este es muy probable que se vea agravado por la emisión de gases de efecto invernadero (como el dióxido de carbono).
Las implicaciones de este problema son tanto medioambientales como económicas; sin embargo no existe entre los gobiernos ni entre los economistas un acuerdo acerca de las medidas que han o no de tomarse. Economistas como William Nordhaus y Nicholas Stern defienden la intervención de los gobiernos a través de una acción colectiva. Siguiendo esta idea, la Cumbre de la Tierra de las Naciones Unidas de 1992, hizo un llamamiento a todos sus miembros para que redujesen las emisiones de gases de efecto invernadero a través de de medidas como la imposición de multas por contaminar, el establecimientos de impuestos a la contaminación (como el ya mencionado impuesto pigouviano) o crear un “mercado de la contaminación” (para el intercambio de emisiones)… Acuerdos y medidas que cristalizaron en el ya conocido Protocolo de Kioto, de 1997. Sin embargo, este acuerdo ha sido un auténtico fracaso, ya que muchos países que ocasionan grandes emisiones de gases de efecto invernadero (como EEUU) ni si quiera lo ratificaron, otros países como Canadá se retiraron del mismo y gran parte de los países que lo ratificaron no lo cumplen. Además, todas estas medidas solo han llevado un aumento del intervencionismo y del poder estatal, sin que se haya advertido ninguna mejora del problema que se pretendía solucionar, por lo que se observa un doble fracaso de las políticas estatales en materia medioambiental.
Por lo tanto, es obvio que la solución no pasa por los estados (cuyas intervenciones y subvenciones al respecto están más alentadas por intereses políticos y para favorecer a lobbies privilegiados, que por solucionar realmente el problema) sino por el mercado. Y es que el mercado no intervenido es muy eficaz y eficiente a la hora de adaptarse a los cambios paulatinos y a largo plazo como lo es el cambio climático. Los descubrimientos empresariales, las innovaciones tecnológicas y el surgimiento de nuevos derechos de propiedad sobre bienes que hoy son públicos, permitirán afrontar los desafíos del cambio climático a medio y largo plazo. Sólo el progreso tecnológico puede dar y dará lugar a fuentes de energía limpia, barata y eficiente, e incluso a nuevos procedimientos de almacenamiento, reducción, transformación e eliminación de desperdicios, residuos y contaminación. Dejemos pues que un recurso inagotable como es la inteligencia humana, su capacidad creativa y empresarial, den lugar a soluciones reales y efectivas en el ámbito del medio ambiente, sin que estas se vean limitadas por los poderes públicos y sus intereses políticos inherentes, solo así se acabará con el problema del cambio climático.
– Bienes públicos: normalmente este término se utiliza para definir algo perteneciente o relativo al Estado o a una Administración pública (así pues hablamos de colegio público, vía pública… Étc.). Sin embargo, desde un punto de vista económico, se suele definir como aquel bien que es accesible para todos. Así, se utiliza el término “bien público puro” para referirse a aquel que reúnen concretamente dos características: no tiene competencia en su consumo (que un individuo lo consuma no priva a otros del mismo), ni tampoco se pude excluir de su uso o disfrute a individuos, aúnque no pagan por su consumo. Ejemplos de bienes públicos son: la iluminación de las calles y carreteras, un parque municipal, las playas… Étc.
Sería David Hume (1711-1776) el que desarrollaría la idea de que hay determinados bienes y servicios que no pueden ser proporcionados por el mercado (ya que es muy difícil obtener beneficios económicos de ellos), pero que son igualmente demandados por los individuos, por lo tanto concluye que estos deberían de ser proporcionados por el Estado. Bajo la influencia de Hume, Adam Smith (1723-1790) estableció que los gobiernos tienen la función de proporcionar los servicios públicos que no resulten rentables a particulares o empresas. Por ello, partiendo de esta idea de estos dos liberales clásicos, se dice que el mercado fracasa en la provisión de determinados bienes y servicios, por que ninguna empresa o particular los suministraría, ya que no tendrían ningún incentivo económico, debido a que otros individuos podrían disfrutar del bien o del servicio sin que tuviesen que pagar por el, no pudiéndose impedir a quienes no pagan que lo utilicen (caso, por ejemplo, del alumbrado público); es lo que se conoce como una situación de “oportunismo” o el problema del polizón o free-rider.
Sin embargo, tal y como destacó Joseph Alois Schumpeter (1883-1950) a lo largo de la historia, no ha habido bien o servicio que no haya sido proporcionado por el sector privado. En este sentido, economistas posteriores como Ronald H. Coase investigaron como servicios que hoy se consideran públicos, como la iluminación marítima a través de los faros, eran provistos antiguamente por empresas privadas en Inglaterra (6). Es más, aún hoy en día, existen bienes y servicios que en la mayoría de los países son considerados públicos y que, por ejemplo en Inglaterra -siguiendo el ejemplo de Coase- son o se siguen ofreciendo de forma privada: como parques y jardines privados (ya solo en la ciudad de Londres existen unos cuarenta parques privados), el National Trust (organización privada creada en 1895 y encargada de conservar el legado natural y cultural del país), o incluso la Royal National Lifeboat Institution (organización privada y caritativa creada en 1824, encargada de ofrecer servicios de salvamento marítimo).
Por lo tanto, no hay nada determinante para establecer si un bien ha de ser público o privado. Son pues las valoraciones subjetivas de los individuos y sobre todo la voluntad de los políticos las que determinan que un bien o servicio sea considerado público o privado. Y es que como hemos destacado, todos los bienes y servicios que hoy en día ofrece el Estado han sido, y en muchos lugares aún son, ofrecidos por empresas u organizaciones privadas y nada impide que esto vuelva ser así, únicamente la voluntad política.
– Monopolios: siguiendo la definición comúnmente aceptada de monopolio, este se define como la situación de mercado en que la oferta de un producto se reduce a un solo vendedor. Esto supone que es una sola empresa la que controla un determinado mercado, y que al ser la única proveedora de un bien o servicio o al contar con una cuota de mercado dominante, tiene el “poder” para limitar la producción y subir los precios.
Esta definición de monopolio y de sus consecuencias parte ya de la desconfianza mostrada por Adam Smith hacia los empresarios. Posteriormente John Stuart Mill, en sus Principios de economía política (1848), analizaría la relación entre la falta de competencia y el aumento de los precios. Finalmente, Alfred Marshall -en sus Principios de de economía (1890)- analiza si los precios elevados y y la producción reducida (a la que dan lugar los monopolios) provocaban o no una perdida de bienestar de la sociedad en su conjunto. Por lo tanto, se observa que esta definición es ampliamente aceptada por los economistas clásicos y neoclasicos, estableciendo en su mayoría que ha de ser el Estado el que intervenga, en este caso a través de las leyes antimonopolio y de defensa de la competencia.
Pero estas leyes no disminuyen ni previenen la aparición de monopolios lo más mínimo, simplemente “sirven para imponer un acoso continuo y arbitrario a empresas de negocios eficientes” (7) que en muchas ocasiones están en procesos de crecimiento o expansión; ademas suelen recoger términos vagos y muy amplios, lo que permite acusar de monopolio a cualquier empresa que goce de una posición dominante en el mercado, aún que sea por un periodo determinado de tiempo. Esto vulnera uno de los principios básicos del derecho, como es la seguridad jurídica; ya que el empresario desconoce si está infringiendo la ley o puede llegar a infringirla. Conllevando inevitablemente a una disminución de la actividad e iniciativa empresarial, además de provocar entre los empresarios la búsqueda de la protección y del beneficio político para evitar ser sancionadas, estimulando así la corrupción política.
Sin embargo, sería el jurista Lord Coke (siglo XVII) el que definiría más acertadamente el concepto de monopolio, como la concesión de un privilegio por parte del Estado, que reserva un área de producción a un individuo o grupo de personas. Así pues, lo realmente importante y lo que determina la existencia o no de un verdadero monopolio no es el número de empresas, sino si existe algún tipo de privilegio por parte del Estado hacia alguna de ellas o si el Estado restringe o impide coactivamente la competencia.
Sería von Mises quien establecería acertadamente que son por lo tanto los gobiernos, y no las empresas privadas, las que dan lugar a los monopolios. Y es que en una situación de libre mercado (sin privilegios directos o indirectos para ninguna empresa por parte del del gobierno) una empresa solo puede gozar de una posición predominante en el mercado si es la más innovadora o eficiente y capaz de producir más y mejor que la competencia, siendo esta la recompensa que da el mercado a quienes han llevado a cabo de forma acertada la función empresarial y a las que mejor satisfacen las necesidades de los consumidores. Sin embargo, este tipo de dominio en un mercado libre (en el que cualquier empresa puede entrar a competir) se caracteriza por su inestabilidad y su poca duración en el tiempo; y es que el empresario no se puede “dormir en los laureles”, ya que si lo hace otros competidores lo destronaran rápidamente de esa situación de dominio.
Por ello, un monopolio solo puede ser duradero y perjudicial para los consumidores cuando este es creado y sostenido por el Estado. Para ello, el Estado se vale de diferentes métodos como la regulación: dictando leyes y reglamentos por los que se otorga a una empresa (o grupo de empresas) el derecho en exclusiva para producir un bien o servicio, el establecimiento de concesiones administrativas, o la creación de organismos estatales para proporcionar de manera exclusiva determinados bienes o servicios. A esto hay que añadir otras figuras e instituciones jurídicas creadas y sostenidas por el Estado que dan lugar a la existencia de monopolios como los aranceles, las patentes, los derechos de autor, el patrimonio del Estado, los impuestos, las subvenciones, la expropiación forzosa, la exclusividad en la emisión de moneda… Étc., tal y como destacaron autores como Benjamin Tucker (1854-1939) y actualmente Kevin Carson.
Todo ello da lugar a que el Estado pueda decidir de manera totalmente arbitraria que empresa puede producir y cuál no, pudiendo beneficiar a aquellas empresas más cercanas al poder político en detrimento del resto y a costa del erario público. Por lo tanto, en contra de la opinión comúnmente aceptada, es el Estado el que crea monopolios y el único y capaz de hacerlos permanentes en el tiempo, con consecuencias nefastas para todo el sistema económico.
– Distribución desigual de la renta: con el paso del tiempo y el desarrollo de la ciencia económica, prácticamente todos los economistas reconocen que el libre mercado es la mejor forma, la más eficaz y eficiente, de asignar los recursos escasos para usos alternativos y que no existe otro sistema capaz de crear tal cantidad ingente de bienes y servicios para el consumo de las masas. Pero ya desde Marx, la crítica fundamental al sistema de libre mercado se debe a que lo consideran un sistema injusto, ya que la distribución de la renta deviene desigual debido a que algunos sujetos se beneficiarán más que otros de ese continuo aumento y mejora de la producción, dando lugar a que existan ricos y pobres.
Dicho esto, cabe recordar que hasta el siglo XVIII, la humanidad siempre vivió en la más absoluta pobreza. Pero incluso en este contexto existían desigualdades materiales entre dos clases antagónicas, la de los gobernados y los gobernantes. Estos últimos se caracterizaban por llegar a su posición a través la conquista y de vivir a costa de los gobernados a cambio de su protección frente a otros posibles gobernantes.
Gran parte de los críticos de las desigualdades materiales propugnan por una igualdad de rentas absoluta. Sin embargo esto es una auténtica utopía, ya que cualquier avance o desarrollo económico o social nos aleja de la igualdad material, o lo que es lo mismo, cualquier medida encaminada a conseguir esa igualdad lo único a lo que lleva es a la pobreza y a un detrimento de la calidad y condiciones de vida.
En este sentido, incluso muchos liberales consideran que el sector público debe intervenir para asegurar unos servicios y condiciones de vida mínimas; y ya que el Estado en sí no produce ni genera riqueza, la capacidad de sufragar los bienes y servicios que este ha de ofrecer los obtiene de cuatro formas: vía impositiva, a través de la inflación, a través de la emisión de deuda pública o solicitando préstamos bancarios, prestamos que se acabaran pagando finalmente con más o nuevos impuestos o creando más dinero en el futuro.
Los impuestos los podemos definir como una apropiación coercitiva, que se ejecuta a través de la llamada política fiscal; mientras que “la inflación supone la emisión fraudulenta de nuevo dinero” (8). El gobierno intervine así en el mercado para beneficiarse económicamente a si mismo o a quien el propio gobierno determine.
Por lo tanto, no se puede decir que la desigualdad sea un fallo de mercado, sino que la desigualdad material y en la distribución de rentas ha sido algo que siempre ha existido a lo largo de la historia. La diferencia es que en un sistema de planificación centralizada esta desigualdad es acordada unilateralmente por los gobernantes en perjuicio de los gobernados; este caso, que unos sean ricos se debe a que expropian a otros lo que producen. Sin embargo, en un sistema de libre mercado, el que goza de una situación de dominio no se debe al ejercicio del pillaje y la coerción sobre otros, sino a que es capaz de satisfacer las necesidades de los consumidores mucho mejor que la competencia.
– Crisis económicas: la humanidad siempre ha conocido crisis periódicas, no obstante la naturaleza de estas crisis es diferente. En la antigüedad, con sociedades totalmente basadas en la agricultura y ganadería, unas condiciones climatológicas adversas podían desencadenar una recesión en un ámbito territorial determinado. En la actualidad, existen también situaciones temporales que pueden ocasionar crisis, como son las guerras; sin embargo las crisis más graves suelen tener un marcado carácter monetario y financiero e internacional.
Un típico mantra defendido por los partidarios del intervencionismo para justificar la actuación del Estado en materia económica, afirma que las causas de las crisis económicas son el libre mercado en general y la avaricia empresarial en particular. En este sentido, sería Robert Owen quien en 1817 afirmaría que son el subconsumo y la superproducción lo que ocasiona periodos de auge y recesión. Esta idea sería retomada por el economista Jean-Charles Sismondi en 1819, estableciendo que para evitar estas crisis periódicas se necesitaba que el gobierno interviniese para aminorar sus efectos negativos. Posteriormente, J. M. Keynes (1883-1946) se basaría en las teorías de Sismondi y del economista francés Charles Dunoyer (1773-1842), para desarrollar sus propias teorías, que se convertirían en uno de los enfoques económicos dominantes del siglo XX para definir las crisis y sus soluciones. Sin embargo, como es bien sabido, la persona que más influiría en la consideración de que las crisis económicas son consecuencia inevitable del capitalismo de libre mercado sería Karl Marx (1818-1883).
Pero esta concepción está totalmente errada, ya que se basa en un mero análisis de las consecuencias inmediatas y a simple vista, pero no de las causas de los ciclos económicos en general y de las crisis económicas en particular. Para entender que es una crisis, el profesor Jesus Huerta de Soto la define como la etapa de reajuste de la estructura productiva, distorsionada por la previa creación incontrolada de dinero y crédito. El origen de las mismas procede pues de la fabricación y posterior introducción de nuevo dinero (por parte de los bancos centrales) y la correspondiente bajada de los tipos de interés. Para aumentar sus ingresos, los bancos comerciales aumentan el número de créditos a las empresas y familias. Esta política de dinero barato y de facilidades para obtener un crédito provoca que las familias se endeuden y los empresarios se embarquen en proyectos grandes de inversión. Este optimismo se extiende creando un boom económico.
El mercado reacciona ante esto con un aumento del precio de los factores de producción y un aumento todavía mayor de los bienes de consumo y de los tipos de interés; ello conlleva a un aumento de los costes financieros de las empresas y muchos empresarios comienzan a darse cuenta de que las inversiones realizadas no son rentables, ya que no están basadas en un previo ahorro real.
La crisis aparece cuando se hacen evidentes estos errores de inversión. Deviene urgente pues un reajuste de la estructura productiva, liquidando los proyectos de inversión no rentables. Por lo tanto no es una crisis de exceso de inversión ni de escasez de consumo, como mencionaba Robert Owen y sus acólitos, sino que es una crisis de inversión masiva equivocada y no basada en el ahorro.
Por lo tanto, como ya estableció Rothbard en su libro La Gran Depresión, las crisis no se solucionan con la intervención del gobierno, es más esta intervención lo único que genera es retrasar el periodo de ajuste o agravar y extender en el tiempo las consecuencias de la misma (8). Las crisis solo se evitan cuando los procesos de inversión se llevan a cabo como consecuencia del aumento del ahorro real de la sociedad y no del nuevo dinero creado por el gobierno.
Así pues, las crisis periódicas que padecemos no se deben a fallos del mercado, sino a fallos del sistema monetario y financiero, controlado por el Estado y los bancos centrales; y es que una depresión económica no se puede curar, sino sólo prevenir.
Fallos del Estado:
Como hemos visto hasta ahora, gran parte de los mal llamados “fallos de mercado” se deben paradójicamente a la intervención del gobierno; así pues, los monopolios o las crisis económicas, se podrían considerar perfectamente cómo fallos del Estado (ya que derivan de la actuación de este último) y no del mercado.
A estos fallos que ocasiona la intervención del gobierno en la economía, cabe añadir los propiamente denominados fallos del Estado por los mencionados Coase y Buchanan, al análisis al respecto de este último sobre el sector público muestra que la actuación del mismo no está exenta de fallos. Alguno de estos fallos (o consecuencias socialmente perjudiciales) que ocasiona el sector público son:
– Lobbies o grupos de presión: estos se forman para decidir o influir en las decisiones sobre la asignación de recursos públicos. Los grupos de presión ofrecen favores o apoyos a cambio de que una parte de los presupuestos públicos o la legislación beneficie a sus propios intereses particulares. En muchas ocasiones estos mismos lobbies consiguen sus objetivos por la amenaza o por ejercer presión sobre el gobierno a través de huelgas, manifestaciones, boicots, sabotajes… Étc. El origen del término lobbista deriva precisamente del “término acuñado por (el decimoctavo presidente de los EE. UU.) Ulysses S. Grant para referirse a los hombres que empleaban su tiempo en los lobbies de los hoteles de Washington, esperando su turno para sobornar a senadores y congresistas” (9).
– Votantes irracionales y representación no vinculante: en un sistema de democracia representativa, presente actualmente en la gran parte de los estados democráticos, los políticos son elegidos periódicamente a través del voto de miles o millones de personas. Sin embargo, el poder de influencia real de un ciudadano sobre los resultados electorales es nulo; una persona sabe que, vaya o no vaya a votar, el resultado será el mismo. Esto tiene como consecuencia que el votante medio se preocupe muy poco por valorar objetivamente todos los programas de los partidos políticos a la hora de depositar su voto, ya que el coste que le supone leer, estudiar y ponderar los diferentes programas exceden los beneficios que le aportará poseer dicha información. Por lo tanto, esto conlleva a que el ciudadano medio no vote, o de votar se mueva por otro tipo de motivos más subjetivos como la costumbre, la ideología o incluso motivos más tribales y pasionales como el odio o resentimiento.
Además el voto no vincula al político que lo recibe, por lo que el representante elegido y su partido político son libres de cumplir lo establecido en el programa político con el que se presentan o no, e incluso son libres de pactar con otros partidos políticos y con la oposición, con independencia de cuál sea la voluntad de sus electores, ya que no son responsables ante ellos.
Todo esto conlleva a una desconexión absoluta entre votantes y sus representantes, lo que provoca un gran descontento entre la población civil y una desconfianza cada vez mayor del sistema político democrático.
– Cortoplacismo gubernamental: dado que los mandatos políticos son de duración determinada (normalmente cuatro años de legislatura), la acción política se centra en ese periodo de tiempo, por lo que los políticos llevarán a cabo todo aquello que pueda aportarle réditos a corto plazo. Como consecuencia, la resolución de problemas estructurales, que puedan causar pérdidas de votos, y aquellas medidas a largo plazo, suelen quedar pospuestas. Por ello en política económica triunfan las medidas cortoplacistas, cuyo máximo exponente en el siglo XX fue Keynes, el cual pronunció la famosa frase de que “a largo plazo, todos estaremos muertos” cuando Hayek le apercibió de que sus medidas causarían mayores males a medio y largo plazo.
– Proliferación de reglamentos y crecimiento del sector público: tal y como demostraron varios de los miembros de la Escuela Austriaca; una vez que el Estado interviene en un determinado ámbito, tal intervención causará otras tantas consecuencias negativas y no previstas que llevará a nuevas intervenciones, dando lugar así a lo acertadamente intuido por F. A. Hayek en su conocida obra Camino de servidumbre. Cualquier intervención genera más regulación y por lo tanto se necesitan más medios y personal, lo que conlleva a un crecimiento exponencial del sector público. Evidentemente todo ello se acaba sufragando por creación de nuevos impuestos, el incremento de los ya existentes o a través de la impresión de nuevo dinero; lo que generará respectivamente, tal y como hemos visto, una reducción de la renta disponible para familias y empresas, lo que implica un empobrecimiento de la población, por un lado, y la creación de los periodos de auge y recesión, por otro.
– Por lo tanto, vemos como una vez que analizamos los mal llamados “fallos de mercado”, descubrimos que estos son causados de forma directa o indirecta por la propia intervención del Estado, como en el caso de los monopolios o las crisis económicas; mientras que si se asignasen correctamente los derechos de propiedad desaparecerían alguno de estos fallos como las externalidades y determinados bienes públicos. A esto hay que sumar que la propia existencia y actividad del Estado genera sus propios fallos, lo que nos lleva a concluir que el intervencionismo estatal causa más problemas y perjuicios nivel general, tanto desde un punto de vista ético como pragmático, que su no intervención.
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1. Término utilizado por Kevin Carson en su libro El puño de hierro tras la mano invisible. Capitalismo corporativo como un sistema de privilegio garantizado por el Estado. Editorial Innisfree. 2014.
2. Término utilizado por Ronald Coase en su libro The Regulated Industries: Discussion. American Economic Review 54, p. 195. 1964.
3. Murray N. Rothbard (1982). Law, Property Rights, and Air Pollution. Cato Journal 2, No. 1, pp. 55-99.
4. Ronald H. Coase (1960). The Problem of Social Cost. The Journal of Law & Economics, Vol. 3, pp. 1-44.
5. Terry L. Anderson y Donald R. Leal (1993). Ecología de Mercado. Unión Editorial S.A., pp. 75-91.
6. Ronald H. Coase (1974). The Ligthouse in Economics. The Journal of Law & Economics, Vol. 17, pp. 357-376.
7. Murray N. Rothbard (2015). Poder y Mercado. El Gobierno y la Economía. Unión Editorial S.A., p. 71.
8. Op. Cit., p. 101.
9. Thomas J. Dilorenzo (2008). El Verdadero Lincoln. Una nueva visión de Abraham Lincoln, su programa y una guerra innecesaria. Unión Editorial. p. 206.
Bibliografía:
Jesús Huerta de Soto (2015). Socialismo, Cálculo Económico y Función Empresarial. Unión Editorial S.A.
James. M. Buchanan (1984). The Theory of Public Choice. University of Michigan Press.
Terry L. Anderson y Peter J. Hill (2014). El no tan Salvaje Oeste. Editorial Innisfree.
Joseph Alois Schumpeter (2015). Historia del Análisis Económico. Editorial Ariel (Economía).
Thomas Sowell (2013). Economía Básica, un manual de economía escrito desde el sentido común. Editorial Deusto.
Murray N. Rothbard (2013). La Gran Depresión. Unión Editorial.
Jordi Franch Parella (2008). Apunts d’Economia. Bubok Publishing, S.L.
Bryan Caplan (2016). El Mito del Votante Racional, por qué las democracias eligen malas políticas. Editorial Innisfree.
Ludwig von Mises (2015). La Acción Humana. Tratado de Economía. Unión Editorial.
Murray N. Rothbard (2011). El Hombre, la Economía y el Estado. Tratado sobre principios de economía. Unión Editorial.
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