[Introducción al libro Liberalismo, de 1927]
Los filósofos, sociólogos y economistas del siglo XVIII y primera parte del XIX formularon un programa político que presidió el orden social en Inglaterra y los Estados Unidos primero; en el continente europeo, después, y, finalmente, en otros lugares del mundo. Sin embargo, ese programa no fue aplicado íntegramente en parte alguna. Sus defensores no consiguieron que sus ideas fueran aceptadas en su totalidad ni siquiera en la Gran Bretaña, en el país liberal por excelencia. El resto del mundo aceptó tan sólo algunas partes, rechazando desde un principio otras no menos importantes o abandonándolas al poco de su implantación. Exageraría quien dijera que el mundo llegó a conocer una verdadera era liberal, pues el liberalismo nunca pudo funcionar a plenitud.
Con todo, aunque su predominio fue breve e incompleto, el liberalismo logró transformar la faz de la tierra. Produjo un desarrollo económico sin precedentes en la historia del hombre. Al liberar las fuerzas productivas, los medios de subsistencia se multiplicaron como por encanto. Cuando empezó la primera guerra mundial (consecuencia ella misma de larga y áspera oposición a los principios liberales y que, a su vez, iba a dar inicio a un período de aún más agria resistencia al liberalismo), nuestro planeta tenía una población incomparablemente mayor que nunca antes y la inmensa mayoría gozaba de un nivel de vida incomparablemente superior. La prosperidad engendrada por el liberalismo redujo drásticamente el azote de la mortalidad infantil y elevó sustancialmente el promedio de vida.
Tal prosperidad en modo alguno benefició exclusivamente a una clase específica de privilegiados. Muy por el contrario, en vísperas de la primera guerra mundial, el obrero europeo, el americano y el de los dominios británicos vivía mejor y más confortablemente que los aristócratas de épocas muy cercanas. Comía y bebía lo que quería; podía dar buena instrucción a sus hijos; podía, si quería, tomar parte en la vida intelectual y cultural de su país y, de poseer la energía y el talento necesarios, no le resultaba difícil ascender y mejorar su status social. En las naciones donde más influencia había alcanzado la filosofía liberal, la cúspide de la pirámide social se hallaba generalmente ocupada por personas que, sabiendo aprovechar las circunstancias, consiguieron ascender a los puestos más envidiados gracias a su esfuerzo personal. Desaparecían las barreras que en otras épocas separaban a siervos y señores. Ya no había más que ciudadanos, sujetos todos a un mismo derecho. Nadie era discriminado o importunado por razón de su nacionalidad, opinión o credo. En los pueblos civilizados no había persecuciones políticas ni religiosas y las guerras internacionales eran menos frecuentes. Hubo optimistas que comenzaban a entrever una era de paz perpetua.
Pero las cosas cambiaron pronto. Gran parte de los logros liberales fue desvirtuada por las poderosas y violentas corrientes de opinión antiliberal que surgieron en el propio siglo XIX. Nuestro mundo actual no quiere ya ni oír hablar del liberalismo. El término «liberal», salvo en Inglaterra, es objeto de condena por doquier. Hay todavía «liberales» en Gran Bretaña, pero la mayor parte de ellos lo son sólo de nombre. Más exacto sería calificarlos de socialistas moderados. El poder público se halla hoy en día, por doquier, en manos de las fuerzas antiliberales. Los programas de tales partidos desencadenaron, ayer, la primera guerra mundial y, actualmente, por virtud de cuotas de importación y exportación, tarifas aduaneras, barreras migratorias y medidas similares, están aislando cada vez más a todas las naciones. Esos mismos idearios han auspiciado, en la esfera interna de cada país, experimentos socialistas que sólo han servido para reducir la productividad del trabajo y aumentar la escasez y la pobreza
Sólo quien voluntariamente cierre los ojos a la realidad puede dejar de ver por doquier signos anunciadores de una inminente catástrofe económica de ámbito mundial. El antiliberalismo apunta hacia el colapso de nuestra civilización.
Quien desee informarse de qué es, realmente, el liberalismo y cuáles sus metas, no puede contentarse con la simple lectura de los primeros liberales y los resultados que consiguieron alcanzar, pues, como decíamos, el liberalismo jamás logró implantar ese ideario en parte alguna.
Las manifestaciones de los partidos que hoy se denominan liberales tampoco sirven para ilustrarnos acerca de qué sea el auténtico liberalismo. Incluso en Inglaterra, como señalábamos, la filosofía que actualmente se considera liberal se halla mucho más cerca de los «tories» y los socialistas que del viejo programa librecambista. Cuando uno se encuentra con liberales que admiten la nacionalización de los ferrocarriles, de las minas y de otras empresas, apoyando incluso la implantación de tarifas proteccionistas, hay que llegar a la conclusión de que, en la actualidad, del liberalismo no queda sino el nombre.
La lectura de los escritos de los grandes fundadores de la escuela tampoco basta para abarcar actualmente la idea liberal. Porque el liberalismo, en modo alguno, constituye un dogma fijo, ni una doctrina congelada; al contrario, es la aplicación a la vida social de descubrimientos científicos específicos. Por lo mismo que los conocimientos económicos, sociológicos y filosóficos no han dejado de progresar desde la época de David Hume, Adam Smith, David Ricardo, Jeremy Bentham y Wilhelm Humboldt, la teoría liberal también difiere hoy de la que presentaban aquellos autores, aun cuando las bases fundamentales no hayan cambiado. Nadie, desde hace mucho tiempo, se ha tomado la molestia de formular una exposición concisa dequé es el liberalismo actual; eso parece justificar la aparición del presente ensayo.
El bienestar material
El liberalismo es una teoría que se interesa exclusivamente por la actividad terrenal del hombre. Procura, en última instancia, el progreso externo, el bienestar material y no se ocupa directamente, desde luego, de sus necesidades espirituales. No promete al hombre felicidad y contento; simplemente la satisfacción de aquellos deseos que, a través del mundo externo, cabe atender. Mucho se ha criticado al liberalismo por esta actitud puramente externa y materialista. «El hombre -se dice- no sólo vive para comer y beber. Hay necesidades humanas por encima de tener casa, ropa y comida. Las mayores riquezas no dan al hombre la felicidad, pues dejan el alma insatisfecha y vacía. El gran fallo del liberalismo consistió, pues, en su despreocupación por las más nobles y profundas aspiraciones humanas».
Quienes así hablan no hacen sino evidenciar cuán imperfecto y verdaderamente materialista es su propio concepto de esas tan cacareadas aspiraciones. La política económica, cualquiera que sea, con los medios que tenga a su disposición, puede enriquecer o empobrecer a la gente; lo que está más allá de sus posibilidades es darle la felicidad. En ese terreno, ningún bien material es suficiente. Sin embargo, un ordenamiento social adecuado puede suprimir múltiples causas de dolor y de sufrimiento; puede dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y procurar habitación al que de ella carece. No es que el liberalismo desprecie lo espiritual y, por eso, concentre su atención en el bienestar material de los pueblos. Es que sus aspiraciones son mucho más modestas. El liberalismo sólo aspira a procurar a los hombres las condiciones externas para el desarrollo de su vida interior. Es incuestionable que un hombre moderno de clase media puede atender mejor sus necesidades espirituales que, por ejemplo, un individuo del siglo x, que no podía abandonar por un instante la tarea de garantizar su simple subsistencia.
Cierto es que el liberal nada puede argumentar ante quienes consideran como un ideal la pobreza y la libertad de los pájaros del bosque. En modo alguno los liberales quisieran obstaculizarles alcanzar sus objetivos espirituales. La mayoría de nuestros contemporáneos, sin embargo, ni comprende ni persigue el ideal ascético. Siendo eso así, ¿cómo se puede reprochar al liberalismo su afán por mejorar el bienestar material de las masas?
El racionalismo
Se acusa al liberalismo de ser racionalista. Se dice que los liberales pretenden ordenarlo todo de un modo lógico, olvidando los sentimientos y las irracionalidades.
No niega, desde luego, el liberalismo que las gentes proceden, a veces, de modo irracional. Si los hombres actuaran siempre racionalmente, resultaría superfluo el exhortarles a proceder de acuerdo con los dictados de la razón. Desde luego, el liberal no dice que el hombre sólo se mueva por la inteligencia; lo que asegura es que a los hombres, en aras de su interés bien entendido, les conviene actuar de modo racional. El liberalismo sólo aspira es que se le conceda la misma preeminencia a la razón en la política social que en todas las demás esferas de la acción humana. Pocos considerarían sensata la actitud del paciente que le dijera a su médico: «Doctor, comprendo que lo que me aconseja es bueno pero mis sentimientos no me permiten seguir sus indicaciones. Lo que yo deseo es lo que me hace daño».
Para alcanzar cualquier objetivo que nos hayamos propuesto, siempre procuramos actuar razonablemente. Quien pretenda atravesar una vía férrea no elegirá para hacerlo el momento en que pasa el tren; y quien esté cosiendo un botón cuidará de no pincharse el dedo. En cada esfera de la actividad humana, se han descubierto las técnicas adecuadas para conseguir ciertos objetivos. Todo el mundo coincide en la necesidad de dominar las técnicas que van a permitir vivir mejor. Es por eso que se rechaza como charlatanes a los que pretenden ejercer una profesión u oficio sin la oportuna maestría.
En lo tocante a la política social, sin embargo, parece como si este planteamiento tuviera que ser distinto. Por lo visto, en este terreno los sentimientos y los impulsos deben de prevalecer sobre la razón. La cuestión de cómo debe iluminarse una ciudad se discute y se resuelve con arreglo a la razón y a la lógica. Pero en cuanto se trata de completar el tema y decidir si la correspondiente central eléctrica debe ser de propiedad privada o municipal, toda razón y toda lógica desaparecen; ya no se apela más que a sentimientos, a cosmovisiones y, en definitiva, a lo irracional. ¿Por qué? Nos preguntamos en vano.
El ordenar la sociedad para facilitar que los hombres puedan alcanzar sus metas no es un problema excesivamente complicado. Es menos complejo que tender ferrocarriles, producir tejidos o construir plantas eléctricas. Desde luego, la política y el gobierno tienen mayor importancia que otros temas de la actividad humana porque establecen el orden social que constituye la base de todo lo demás. La gente sólo puede prosperar y alcanzar sus objetivos bajo una organización propicia a esos fines. Pero, por elevada que situemos la esfera de lo político y social, estaremos de acuerdo en que los asuntos a tratar son de naturaleza puramente humana, debiendo, en su consecuencia, ser abordados de forma exclusivamente racional.
Indudablemente, nuestra capacidad de comprensión es harto limitada. Jamás llegaremos a develar los secretos últimos y más profundos del universo. Pero el que no consigamos desentrañar la razón de nuestra existencia, en nada impide recurrir a los medios más adecuados para conseguir alimentos o ropa. Debemos, pues, por la misma razón, organizar la sociedad de acuerdo con las normas más efectivas para alcanzar nuestros fines. No son, en verdad, tan elevados, grandiosos o benéficos el estado y el orden legal, el gobierno y la administración pública, como para atemorizarnos y hacernos renunciar a someter tales instituciones a la prueba de la racionalidad. Los problemas que la política social suscita son simples cuestiones tecnológicas; hay que abordarlos por las mismas vías y con los mismos métodos que para resolver todos los demás problemas científicos, es decir, mediante la reflexión racional y la adecuada observación de las circunstancias existentes (ver La Arrogancia Fatal). El raciocinio confiere condición humana al hombre; es lo que le diferencia y eleva por encima de las bestias. ¿Qué motivo hay para que, en el terreno del ordenamiento social, hayamos de renunciar al arma de la lógica, apelando, en cambio, a vagos y confusos sentimientos?
La meta del liberalismo
Suele la gente pensar que el liberalismo se distingue de otras tendencias políticas en que procura beneficiar a determinada clase, la constituida por los poseedores, los capitalistas y los grandes empresarios, en perjuicio del resto de la población. Esa suposición es completamente errónea. El liberalismo ha pugnado siempre por el bien de todos. Tal es el objetivo que los utilitaristas ingleses pretendían describir con su no muy acertada frase de «la máxima felicidad, para el mayor número posible». Desde un punto de vista histórico, el liberalismo fue el primer movimiento político que quiso promover no el bienestar de grupos específicos sino el general. Difiere el liberalismo del socialismo -que igualmente proclama su deseo de beneficiar a todos- no en el objetivo perseguido, sino en los medios empleados.
Hay, sin embargo, quienes opinan que las consecuencias del liberalismo, por la propia naturaleza del sistema, al final resultan favoreciendo los intereses de una clase específica. Esa afirmación merece ser discutida. Uno de los objetivos de esta obra es demostrar que carece de fundamento.
Cuando el médico prohibe al paciente ingerir determinados alimentos, nadie piensa que le tiene odio ni que, si de verdad lo quisiera, le permitiría disfrutar los manjares prohibidos. Todo el mundo comprende que el doctor aconseja al enfermo apartarse de esos placeres simplemente porque desea que recupere la salud. Sin embargo, cuando se trata de política social, las cosas cambian extrañamente. En cuanto el liberal se pronuncia contra ciertas medidas demagógicas, porque conoce sus dañinas consecuencias sociales, inmediatamente lo acusan de enemigo del pueblo, mientras se vierten elogios y alabanzas sobre demagogos que abogan por medidas que a todos gustan sin comprender sus inevitables perjuicios.
La actividad racional se diferencia de la irracional en que implica momentáneos sacrificios. No son estos sino sacrificios aparentes, pues quedan ampliamente compensados por sus favorables resultados. Quien renuncia a ingerir delicioso pero perjudicial alimento efectúa provisional, aparente sacrificio. El resultado de tal actuación, conseguir la salud, pone de manifiesto que el sujeto no sólo no ha perdido, sino que ha ganado. Para actuar de tal modo se precisa, no obstante, advertir la correspondiente relación causal. Y de esto se aprovecha el demagogo.
Ataca al liberal que sugiere provisionales y aparentes sacrificios, acusándolo de enemigo del pueblo, carente de corazón, mientras él se erige en el gran defensor de las masas. Sabe bien cómo tocar la fibra sensible del pueblo, cómo hacer llorar al auditorio describiendo tragedias y, de esa forma, justificar sus planes.
La política antiliberal es simplemente una política de consumo de capital. Aumenta la provisión presente a costa de la futura. Es el mismo caso del ejemplo del enfermo. El precio a pagar por la momentánea gratificación es un grave daño posterior. Hablar, en tal caso, de dureza de corazón frente a filantropía resulta, sin duda, deshonesto y mendaz. Y esto no es tan sólo aplicable a nuestros políticos y periodistas antiliberales de hoy, pues la cosa ya viene de antiguo; la mayor parte de los autores partidarios de la prusiana sozialpolitic recurrían a las mismas tretas.
Por supuesto, que en el mundo haya pobreza y estrechez no constituye un argumento válido contra el liberalismo, pese a lo que pueda pensar el embotado lector medio de revistas y periódicos. Esa penuria y esa necesidad son, precisamente, las lacras que el liberalismo quiere suprimir, proponiendo, al efecto, los únicos remedios realmente eficaces. Quien crea conocer otro camino, que lo demuestre. Lo inaceptable es eludir la demostración vociferando que a los liberales no les importa el bien común y que tan sólo les preocupa el bienestar de los ricos.
La naturaleza no regala nada. Todo lo contrario. Es avara, brutal, despiadada. Es por eso que la pobreza ha existido siempre. Para valorar los triunfos liberales y capitalistas basta comparar nuestro nivel de vida actual con el que prevaleció en todas partes y durante toda la historia de la humanidad hasta la edad moderna. Las sociedades en que se aplican principios liberales suelen calificarse de capitalistas y capitalismo se denomina el régimen que en ellas impera. Sin embargo, hoy en día resulta difícil demostrar la enorme potencialidad social del capitalismo puesto que la política económica liberal sólo se aplica muy parcialmente. Con todo, se puede denominar justamente a nuestra época la edad del capitalismo, ya que toda la actual riqueza proviene de la operación de instituciones típicamente capitalistas. La mayoría de nuestros contemporáneos gozan de un nivel de vida muy superior al que los más ricos y privilegiados disfrutaban hace tan sólo unas pocas generaciones. Ha sido así gracias a las ideas liberales que aún sobreviven y a lo que del capitalismo queda.
Los demagogos, desde luego, con su habitual retórica, presentan las cosas de modo diametralmente opuesto. Los adelantos en los métodos productivos -dicen- sirven tan sólo para enriquecer cada vez más a las minorías favorecidas por la fortuna, mientras las masas van hundiéndose en una pobreza creciente. La más mínima reflexión, sin embargo, demuestra que todos los progresos técnicos e industriales se orientan hacia el enriquecimiento y progreso de los humildes. Los ricos y poderosos siempre han vivido bien. Pero, en el mundo moderno, las grandes industrias de bienes de consumo e, indirectamente, las que fabrican maquinaria y productos semiterminados trabajan para las masas.
Los enormes progresos industriales de las últimas décadas, así como los del siglo XVIII y los de la llamada revolución industrial invariablemente dieron lugar a una mejor satisfacción de las necesidades de las masas. El desarrollo de la industria textil, la mecanización del calzado, las mejoras en la conservación y transporte de los alimentos benefician a una clientela cada día más amplia. Es por eso por lo que las gentes visten y comen hoy mejor que nunca. La producción masiva no sólo procura casa, comida y ropa a los más humildes, sino que también atiende a otras muchas necesidades populares. La prensa y el cine gratifican a muchos; el teatro y otras manifestaciones artísticas, antes sólo de minorías, se han transformado en espectáculos de masas.
La apasionada propaganda antiliberal, que retuerce los hechos, ha dado lugar, sin embargo, a que las gentes asocien los conceptos de liberalismo y capitalismo con la imagen de un mundo sumido en una pobreza creciente. No consiguieron los demagogos, a pesar de tanta palabrería, dar a los términos «liberal» y «liberalismo» un tono verdaderamente peyorativo, como era su deseo. Las gentes, pese a tanto lavado de cerebro, siguen viendo cierta asociación entre aquellos vocablos y la palabra «libertad». Por eso los escritos antiliberales no atacan demasiado al «liberalismo», prefiriendo atribuir al «capitalismo» todas las infamias que, en su opinión, engendra realmente el liberalismo. Porque el vocablo capitalismo evoca en las gentes la figura de un patrono sin entrañas que no piensa más que en su enriquecimiento personal, aunque sea a costa de los demás.
En realidad, son pocos los que se dan cuenta de que el orden social estructurado de acuerdo con los auténticos principios liberales sólo deja un camino a los empresarios y capitalistas para enriquecerse, a saber, el atender del mejor modo posible las necesidades de la gente. La propaganda antiliberal, desde luego, lejos de evocar el capitalismo cuando alude a la prodigiosa elevación del nivel de vida de las masas, sólo lo cita cuando denuncia la pobreza existente, que no se ha podido superar, precisamente, por las limitaciones impuestas a los principios liberales. … Los argumentos empleados por la demagogia para echar la culpa al liberalismo de cuantos perjuicios ocasionan las medidas antiliberales es más o menos como sigue.
Se comienza por afirmar, sin demostración alguna, que el liberalismo favorece los intereses de capitalistas y empresarios, con el correspondiente perjuicio para el resto de la población, de suerte que progresivamente se va enriqueciendo a los ricos y depauperando a los pobres. Se dice, después, que muchos capitalistas y empresarios son partidarios del proteccionismo arancelario, habiendo algunos, incluso, como los fabricantes de armamentos, que recomiendan una política de «preparación bélica». De tal concatenación surge, de pronto, la conclusión de que todo ello es consecuencia de la «propia mecánica capitalista ».
La verdad, sin embargo, es bien distinta. El liberalismo no trabaja en favor de grupo alguno, sino en interés de la humanidad entera. Sin duda, le conviene al empresario o capitalista pero tanto como a cualquier otro (ver Indice de la libertad económica). Es más, si algún empresario o capitalista pretendiera ocultar sus conveniencias personales tras la máscara del programa liberal, rápidamente se alzarían contra tal propósito los demás empresarios y capitalistas, defendiendo su propio interés. No son tan simples las cosas como suponen quienes sólo ven «conveniencias» e «intereses creados». El que el gobierno no imponga pongamos por caso, una tarifa proteccionista a la importación de los productos siderúrgicos no puede explicarse diciendo que tal medida beneficia a los magnates del acero por una sencilla razón: porque hay gente en el país, incluso empresarios, a quienes la medida perjudica. En el capitalismo nunca puede dominar un sólo interés o una sola voz. Tampoco hablar de sobornos, pues los que son corrompidos por tales medios son una minoría.
La ideología en que se ampara la tarifa proteccionista no la crean ni las «partes interesadas» ni los sobornados, sino los ideólogos que engendran pensamientos que luego, por desgracia, determinarán la actividad del país entero. La gente argumenta en antiliberal, por ser la idea que prevalece; hace cien años, en cambio y por la misma razón, la mayoría pensaba en términos liberales. Si hay empresarios favorables al proteccionismo, ello no es sino consecuencia del antiliberalismo que todo lo domina. (ver Conflicto de Visiones). Tal hecho, desde luego, nada tiene que ver con la doctrina liberal.
Las raíces psicológicas del antiliberalismo
En el presente libro, por supuesto, sólo vamos a abordar el problema de la cooperación social. Sin embargo, la raíz del antiliberalismo no puede ser aprehendida por vía de la razón pura, pues no es de orden racional, constituye, por el contrario, el fruto de una disposición mental patológica, que brota del resentimiento, de una condición neurasténica, que cabría denominar el complejo de Fourier, en recuerdo del conocido socialista francés.
No vale la pena hablar demasiado del resentimiento y de la envidia. Gran número de los enemigos del capitalismo sabe perfectamente que su situación personal se perjudicaría bajo cualquier otro orden económico. Sin embargo, propugnan la reforma, es decir, el socialismo, con pleno conocimiento de lo anterior, por suponer que los ricos, a quienes envidian, también van a padecer. ¡Cuántas veces oímos decir que la penuria socialista resultará fácilmente soportable porque, bajo ese sistema, nadie va a disfrutar de mayor bienestar!
Cabe, desde luego, combatir el resentimiento con argumentos lógicos. Puede hacérsele ver al resentido que a él lo que le interesa es mejorar su propia situación, independientemente de que los otros prosperen más. El complejo de Fourier, en cambio, resulta más difícil de combatir. Estamos, ahora, ante una grave enfermedad nerviosa, una auténtica neurosis, cuyo tratamiento compete más al psiquiatra que al legislador. Constituye, sin embargo, una circunstancia que debe ser tenida en cuenta al enfrentarse con los problemas de nuestra actual sociedad. La ciencia médica, por desgracia, se ha ocupado muy poco del complejo de Fourier. Se trata de un tema que casi pasó inadvertido a Freud.
En esta vida, es muy difícil alcanzar todo lo que se ambiciona. No lo consigue ni uno en un millón. Los grandiosos proyectos juveniles, aunque la suerte los acompañe, cristalizan muy por debajo de lo previsto. Mil obstáculos destrozan planes y ambiciones y la capacidad personal resulta insuficiente para conseguir aquellas altas cumbres que uno pensó escalar fácilmente. Ese fracaso de las más queridas esperanzas es el drama diario del hombre. Es la percepción de la propia incapacidad para conseguir metas ardientemente ambicionadas. Nos sucede a todos.
Ante esa realidad, se puede reaccionar de dos formas. Goethe, con su sabiduría práctica, nos ofrece una solución: ¿Crees tú, acaso, que deba odiar la vida y refugiarme en el desierto simplemente porque no fructificaron todos mis infantiles sueños?, dice su Prometeo. Y Fausto en «la mayor ocasión», «como sabio resumen», advierte que: No merece disfrutar ni de la libertad ni de la vida quien no sepa reconquistarlas todos los días.
Ninguna desgracia puede mellar ese espíritu. Quien acepte la vida como es en realidad, resistiéndose a que la misma lo avasalle, no necesita recurrir a «piadosas mentiras» que gratifiquen su atormentado ego. Si no llega el triunfo tan largamente añorado, si el destino, en un abrir y cerrar de ojos, desarticula lo que tantos años de duro trabajo costó estructurar, no hay más remedio que seguir laborando como si nada hubiera pasado. Así actúa quien osa mirar cara a cara al desastre y no desesperar jamás.
El neurótico, en cambio, no puede soportar la realidad de la vida. Le resulta demasiado dura, agria, grosera. A diferencia de la persona sana, carece de la capacidad para «seguir adelante, siempre, como si tal cosa». Su debilidad se lo impide. Prefiere escudarse tras meras ilusiones. La ilusión, según Freud, «es algo deseado, una especie de consolación» que se caracteriza «por su inmunidad ante el ataque de la lógica y de la realidad». Por eso no es posible curar a quien sufre de ese mal apelando a la lógica o a la demostración del error en que aquél se debate. Ha de ser el propio sujeto quien se automedique, llegando a comprender él mismo las razones que le inducen a rehuir la realidad, prefiriendo acogerse a vanas ensoñaciones.
La teoría de las neurosis es la única que puede explicar el éxito de las ideas de Fourier. No vale la pena transcribir aquí pasajes de sus escritos para demostrar su locura. Eso sólo interesa al psiquiatra. Pero recordemos que el marxismo no añade nada nuevo a lo que ya dijera Fourier, el «utópico». Al igual que Fourier, el marxismo parte de dos suposiciones contradichas tanto por la lógica como por la realidad experimental. El escritor socialista supone, en efecto, que el «substrato material» de la producción «ofrecido por la naturaleza, sin necesidad de la intervención del esfuerzo humano», es tan abundante que no precisa ser economizado y de ahí la confianza marxista en un «crecimiento prácticamente ilimitado de la producción». Supone, por el otro lado, que en la comunidad socialista el trabajo «dejará de ser una carga para transformarse en un placer», hasta el punto de que «llegará a constituir la principal exigencia vital». Estamos, desde luego, en el reino de Jauja, donde todos los bienes son superabundantes y el trabajo constituye pura diversión.
El marxista, desde las olímpicas alturas de su «socialismo científico», desprecia el romanticismo. Sus procedimientos, sin embargo, son los mismos. En vez de hallar la forma de superar los obstáculos que le impiden alcanzar los fines apetecidos, los escamotea, perdiéndolos de vista entre las brumas de la fantasía. La «mentira piadosa» tiene doble utilidad para el neurótico. Lo consuela, por un lado, de sus pasados fracasos, abriéndole, por otro, la perspectiva de futuros éxitos. En el caso del problema social, el único que en estos momentos nos interesa, lo consuela la idea de que, si no pudo alcanzar las doradas cumbres ambicionadas, no fue culpa suya sino del defectuoso orden social imperante. El descontento confía en que la desaparición del sistema social le deparará el éxito que anteriormente no consiguiera. Por eso, resulta inútil demostrarle que la soñada utopía es imposible. El neurótico se aferra a su tan querida «mentira piadosa y, en el trance de renunciar a ésta o a la lógica, sacrifica la segunda Su vida, sin el consuelo del ideario socialista le resultaría insoportable porque, como decíamos, el marxismo le asegura que no es responsable de su propio fracaso; la responsabilidad es de la sociedad. Eso lo libera del sentimiento de inferioridad.
El socialismo, para nuestros contemporáneos, constituye un divino elixir frente a la adversidad; algo de lo que le pasaba al cristiano de otrora, que soportaba mejor las penas terrenales confiando en un feliz mundo ulterior, donde los últimos serían los primeros. Sin embargo, la promesa socialista tiene consecuencias muy distintas. La cristiana inducía a las gentes a llevar una conducta virtuosa. El partido, en cambio, le exige a sus seguidores una disciplina política absoluta, para acabar pagándole con esperanzas fallidas e inalcanzables promesas.
Este es el eterno hechizo de la promesa socialista. Sus partidarios están convencidos de que, tan pronto como el socialismo se implante, conseguirán todo lo que hasta entonces no habían logrado. Los escritos socialistas no sólo prometen riqueza para todos, sino también amor, felicidad conyugal, pleno desarrollo físico, espiritual y la aparición por doquier de grandes talentos artísticos y científicos. Trotsky aseguraba que en la sociedad socialista, «el hombre medio llegará a igualarse a un Aristóteles, un Goethe o un Marx. Y, por encima de tales cumbres, se alzarán otras aún mayores». El paraíso socialista será el reino de la perfección, poblado por superhombres totalmente felices. Esas son las idioteces que rezuma la literatura socialista. Pero es precisamente ese desvarío lo que atrae y convence a la mayoría.
No hay, desde luego, en el mundo, psiquiatras suficientes para atender a todos los infectados por el complejo de Fourier. Su número es excesivo. Tienen que tratar de curarse ellos mismos, reconociendo la realidad de la vida. Cada uno de nosotros tiene que afrontar su propio destino, es indigno buscar chivos expiatorios y es necesario comprender las inconmovibles leyes de la cooperación social.
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