[El texto que abajo se expone es un prólogo de Juan Ramón Rallo el cual se puede encontrar en la séptima edición del libro La economía en una lección de Henry Hazlitt que editó Unión Editorial. En este prólogo Rallo nos introduce con un breve resumen del propio libro donde podemos observar las falacias más comunes que la ciencia económica ha tenido que soportar y seguramente deberá seguir soportando.]
A los 65 años de la publicación de La economía en una lección, parecería que las enseñanzas básicas que contiene el que probablemente sea el libro de divulgación económica más exitoso de la historia deberían encontrarse ya interiorizadas por el conjunto de la sociedad. Máxime cuando según el propio Henry Hazlitt se trata de una única lección, a saber:
La economía es la ciencia que calcula los resultados de determinada política económica, simplemente planeada o puesta en práctica, no sólo a corto plazo y en relación con algún grupo de intereses especiales, sino a la larga y en relación con el interés general de toda la colectividad.
Nótese, pues, que Hazlitt nos invita a enjuiciar las intervenciones económicas bajo dos criterios: sus efectos a largo plazo y sus efectos indirectos. Conecta así con dos otros economistas a quienes les debe gran parte de sus razonamientos: Frédéric Bastiat con su Lo que se ve y lo que no se ve y William Graham Sumner con su El hombre olvidado.
Es decir, lo que le interesaba al periodista estadounidense era detectar los sofismas que, al despreciar todo aquello que trascendiera las consecuencias directas e inmediatas de una determinada actuación, subyacían en todo razonamiento económico. Podrá parecer un empeño arbitrario, pero lo cierto es que conecta con el corazón mismo de nuestra ciencia: si la economía se encarga de estudiar las implicaciones de la acción humana y, muy en particular, las causas y las consecuencias de la cooperación humana –la cataláctica de la que hablaba Mises–, habrá por fuerza que plantearse cuáles son todas las consecuencias derivadas de una alteración en el esquema de cooperación social que es la división del trabajo y del conocimiento.
En otro caso, si adaptáramos nuestros razonamientos a nuestros intereses personales, la economía dejaría de ser una ciencia para pasar a convertirse en un ariete político. Metamorfosis que, desde luego, no les importó provocar a numerosos políticos y economistas de todas las corrientes, pero a la que la Escuela Austriaca, dentro de la cual encontramos al propio Hazlitt, siempre se opuso. Por eso, La economía en una lección, si bien es un exitoso producto de divulgación, es también una obra de rehabilitación científica: un intento de poner la casa en orden y de separar el trigo del rigor científico de la paja de la demagogia populista; intento que se hacía enormemente necesario en las sociedades de posguerra dominadas intelectualmente ora por el marxismo ora por el keynesianismo. Sólo el análisis que mire al conjunto de la economía y al largo plazo merece propiamente el adjetivo de económico; todo lo demás queda fuera del dominio de la economía y, siguiendo a Hazlitt, bien podría calificarse como aeconómico o, mejor, antieconómico.
No cabe duda de que obras como ésta o, pese a estar en niveles diferentes, La acción humanade Ludwig von Mises –publicada apenas tres años después de La economía en una lección– sirvieron para mantener un poco de cordura y sentido común en aquellos años. Sin embargo, no puede decirse que la cordura y el sentido común que este tipo de obras irradiaban llegasen a impregnar a todos los sectores sociales por entero. Aun hoy, 65 años después de que se publicara esta obra de Hazlitt, son muchos quienes siguen juzgando la conveniencia de una política económica a partir de sus efectos directos e inmediatos. Un sesgo inconsciente o interesado que políticamente nos aboca a legislaciones calamitosas que socavan nuestra prosperidad y nuestras libertades.
Tal vez algunos piensen que soy exagerado y que en este medio siglo largo no resulta demasiado verosímil que todavía estemos cayendo en los mismos sofismas que con tanta contundencia y claridad ya denunciara Hazlitt. No negaré que en estos años se han producido avances y que muchos de los despropósitos que ayer eran considerados verdades sólidamente establecidas hoy ya son reputados por la academia e incluso por los políticos en general como contraproducentes disparates. Pero, pese a la mejora que se ha producido en algunos campos, en otros seguimos total o parcialmente enquistados en el sesgo antieconómico; lo cual, por sí mismo, ya constituye un notable retroceso: que en 65 años hayamos sido incapaces de darnos cuenta de lo evidente y que, por consiguiente, hayamos persistido en la aplicación de políticas antieconómicas, no sólo constituye un fracaso, sino también un retroceso en nuestra presunta diligencia a la hora de detectar errores y de enmendarlos.
Aunque Hazlitt nos hablara de una sola lección, la básica, la sintetizada en el propósito de la economía como ciencia, lo cierto es que a lo largo del libro podemos detectar 20 aplicaciones prácticas de esa lección general, esto es, 20 minilecciones que nos servirán de guía para demostrar que este sexagenario libro está de rabiosa actualidad:
1. La destrucción no es beneficiosa. La primera lección de Hazlitt pasa por recordarnos algo evidente: destruir riqueza no es crear riqueza. Como ya observara Bastiat, si un gamberro rompe un cristal, los factores productivos se trasladarán a fabricar un nuevo cristal, pero durante ese tiempo no habrán podido dedicarse a crear un nuevo traje. Evidente, ¿no? Pues no tanto, aun hoy esta falacia de la ventana rota sigue demasiado presente en nuestras vidas. Así, por citar sólo algunos casos recientes, a comienzos de 2005, tras la tragedia humana y económica que supuso el tsunami del Índico, Alastair Corera, vicepresidente de la agencia de calificación Fitch, hoy felizmente desacreditada, sostenía: “El tsunami es una oportunidad de crecimiento para Sri Lanka”. No estaba sólo. Poco después de la devastación de Nueva Orleans por el huracán Katrina, el economista jefe del banco estadounidense Wachovia, hoy felizmente quebrado y absorbido por Wells Fargo, se descolgaba con las siguientes declaraciones: “Generalmente es bueno para la economía cuando tienes que reconstruir a gran escala como sucede ahora”.
2. Las obras públicas no generan empleo. Otro claro ejemplo de políticas cortoplacistas y resultonas es el caso de la obra pública. Cuando un político quiere hacer como que genera empleo, rápidamente recurre a construir nuevos puentes, nuevas carreteras, nuevas aceras… Poco importa que la obra pública deba financiarse o con más impuestos (lo que implica menos renta disponible para que el sector privado) o con más deuda pública (lo que supone tipos de interés más elevados y, por consiguiente, menos inversión) y, por tanto, con menor producción privada; lo que se ve tiende a pesar mucho más que lo que no se ve. Con la crisis económica de 2008, los gobiernos de todo el mundo se embarcaron en faraónicas obras públicas con el propósito de estimular la actividad y generar empleo. El caso del Plan E en España es sólo el epítome del disparate que supuso lanzar miles de millones de euros por las alcantarillas en todo el orbe; y todo ello con la entusiasta complacencia de la mayoría de economistas académicos.
3. Los créditos blandos perturban la producción. Los créditos artificialmente abaratados son otro de los disparates que criticó Hazlitt. Al cabo, si un crédito es solvente –su deudor puede devolver principal e intereses–, éste podrá sufragarse en el mercado libre; si tal cosa no sucede y el Estado, o alguna empresa pública, se encarga de conceder financiación a personas insolventes, pasa a asumir más riesgos con el dinero ajeno que el sector privado con el propio, lo que estará haciendo, aparte de generar un hervidero de corruptelas, es desviar recursos desde proyectos con los que los agentes económicos habrían generado valor a otros que lo destruyen. Y, sin embargo, ahí han estado las Freddie Mac, las Fannie Mae o las Ginnie Mae de turno en Estados Unidos, y aquí han estado las cajas de ahorros: todo este entramado de empresas semipúblicas tenía como cometido hacer llegar el crédito a aquellas personas o compañías a las que el avaricioso sector privado no quería prestar. Con el estallido de la crisis 2008 se comprobó que sus inversiones habían sido tan inteligentes como para generar un agujero de cientos de miles de millones de dólares que, por supuesto, debían cubrir todos los estadounidenses y todos los españoles con sus impuestos.
4. Las máquinas no destruyen puestos de trabajo. El típico temor decimonónico del ludismo sigue muy extendido dos siglos después. Siempre que la aparición de nuevos procesos productivos permite reducir la necesidad de mano de obra para fabricar un bien, surgen temores de destrucciones irrecuperables de puestos de trabajo, como si esas máquinas no tuvieran a su vez que producirse y mantenerse con trabajadores y como si el aumento de los beneficios empresariales o los menores precios de los productos no permitiera un mayor consumo y una mayor inversión a los capitalistas o consumidores, creando con ello nuevos empleos. A día de hoy aun siguen produciendo razonamientos similares a los de los luditas; por ejemplo, cuando la industria musical afirma que la piratería destruye miles de puestos de trabajo –un informe de Promusicae de 2008 sostenía que, como consecuencia de la piratería, se perdieron ese año 13.000 empleos–, lo que en el fondo está diciendo es que el abaratamiento de la copia musical merced a los nuevos dispositivos –a las máquinas– hace redundantes multitud de empleos que se perderán de manera irremediable. Ni tiene en cuenta los empleos que directamente se crean para producir los reproductores mp3 o mp4 ni los que indirectamente surgen de la reinversión de los beneficios o del consumo de la renta adicional.
5. Disminuir la jornada laboral no crea puestos de trabajo. Si partimos de la base de que los puestos de trabajo están dados, parece lógico que una forma muy rápida de crear nuevos empleos sea reduciendo la jornada laboral; si todos trabajamos la mitad de tiempo, se necesitará el doble de mano de obra para producir lo mismo. El problema, claro, es que los puestos de trabajo no están dados y que toda reducción de la jornada de trabajo va asociada o con menores salarios o con más desempleo: simplemente, si producimos la misma cantidad de bienes y servicios que antes pero con el doble de personas, es evidente que cada persona no podrá consumir lo mismo que antes, sino sólo la mitad. En definitiva, que una persona quiera trabajar menos horas es una decisión perfectamente legítima y racional… siempre que esté dispuesta a asumir el coste de oportunidad de esa decisión: un menor salario que si trabajara durante más horas. Debe ser, pues, cada individuo quien decida qué es lo que más le conviene: si trabajar más o ganar menos. Pese a ello, los sindicatos españoles y europeos no han dejado ni un momento de reclamar durante los últimos 20 años la semana laboral de 35 horas –en Francia incluso llegó a implantarse desde el año 2000 al 2008, con desastrosos resultados–. Lo más gracioso es que uno de los argumentos que ofrecen los líderes sindicales para justificar semejante imposición es el de que genera nuevos puestos de trabajo. Así, por ejemplo, en el 37º Congreso de la UGT, celebrado en 1998 y que llevaba como nombre “Por las 35 horas. Empleo y solidaridad”, se afirmaba que las 35 horas sin merma salarial eran un “mecanismo efectivo para la creación de empleo”.
6. Los funcionarios no estabilizan la demanda agregada. Fruto de la doctrina keynesiana nace la convicción de que nuestras economías están sometidas a unas demandas agregadas muy fluctuantes que hay que estabilizar para evitar los ciclos económicos. Una de las maneras que propuso Keynes y que sin duda han seguido todos los políticos al pie de la letra es la de acrecentar el sector público: si el Estado gasta un porcentaje muy alto del PIB, da igual en lo que sea, la demanda apenas fluctúa. En parte, ese aumento estructural del gasto se ejecuta mediante un incremento en el número de funcionarios, quienes, al tener sus puestos de trabajo asegurados de por vida, pueden consumir de manera más estable. No obstante, deberíamos tener claro que un mayor número de funcionarios sólo supone una redistribución de la renta y, por tanto, el mayor gasto público va de la mano de un menor gasto privado. Asimismo, dado que los funcionarios no se dirigen necesariamente a satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores, su eliminación y traspaso al sector privado sí contribuiría a incrementar la productividad. Pese a ello, cuando en 2010 el Gobierno español propuso recortar un 5% el sueldo a los funcionarios y el Ejecutivo inglés anunció la reducción del número de empleados públicos, fueron numerosos los economistas y políticos que sostuvieron que semejantes medidas de austeridad redundarían en una contracción de la demanda agregada y, por tanto, en un agravamiento de la crisis.
7. El objetivo no es el pleno empleo, sino aumentar nuestra producción. Todas las medidas que se concentran en maximizar el número de empleos por procedimientos ajenos al mercado sufren del mismo error: considerar que el objetivo político ha de ser lograr el pleno empleo en lugar de incrementar tanto como sea posible los bienes y servicios útiles a disposición de los agentes económicos. A día de hoy el pleno empleo sigue siendo un fetiche de los políticos, probablemente porque permite apelar de manera más directa a los intereses de los votantes. En la crisis que comenzó en 2008 hemos visto a los políticos, nacionales y extranjeros, defender una enorme cantidad de intervenciones –como los planes de estímulo– con el propósito de crear empleo. Asimismo, el crecimiento económico suele ser relegado en el discurso político a un segundo lugar: de hecho, lo positivo del crecimiento no es que nos enriquece, sino que permite generar puestos de trabajo.
8. Los aranceles no estimulan la economía ni crean empleos. La retórica mercantilista no ha abandonado nuestras sociedades desde el s. XVII, pese a las numerosas refutaciones a las que ha sido sistemáticamente sometida desde entonces: lo que le interesa a una sociedad es obtener los bienes y servicios lo más barato posible; si éstos se encuentran fuera, comprarlos permite liberar dentro poder adquisitivo para demandar otro tipo de productos (lo que desarrolla otras industrias y genera empleos en el interior); si el Gobierno fija aranceles a la importación de productos, simplemente estará orientado la economía a producir de manera ineficiente unos bienes y servicios que están disponibles más baratos en el extranjero, perjudicando a gran cantidad de empresarios internos, cuya demanda desaparecerá cuando los consumidores deban abonar sobreprecios por las mercancías domésticas que antes adquirían en el extranjero. No obstante, los sesgos mercantilistas siguen muy vivos: durante la Gran Recesión, por ejemplo, las críticas a China por mantener la paridad de su moneda con el dólar y por destruir de manera imperialista puestos de trabajo en Occidente han sido generalizadas. Simultáneamente, sin embargo, la Unión Europea mantenía sus gravosos aranceles sobre la importación de alimentos y los Estados Unidos de Obama iniciaban una campaña de concienciación para comprar productos fabricados dentro del país (Buy American).
9. Importar y exportar van de la mano. Un subproducto de la retórica mercantilista es la idea de que exportar es bueno e importar es malo. En realidad, si vamos más allá del velo monetario, a largo plazo las importaciones se pagan con exportaciones (por tanto, si importamos menos exportaremos también menos) y las exportaciones se destinan a pagar las importaciones futuras (en caso contrario, estaríamos regalando nuestra producción interna al extranjero). El error, sin embargo, no ha impedido a muchos economistas promover activamente devaluaciones competitivas, cuyo propósito es claramente el de aumentar las exportaciones y disminuir las importaciones… a costa de las exportaciones e importaciones del resto de países. En la Gran Recesión ha habido numerosos ejemplos de devaluaciones que han sido en general aplaudidas por casi todos los políticos y economistas: las más conocidas, la del zloty polaco o la de la corona islandesa, aunque también cabría mencionar la petición casi generalizada de que China revaluara el yuan para así devaluar el dólar.
10. Los precios remunerativos destruyen riqueza. Los distintos grupos de presión suelen defender que el Gobierno tiene la misión de garantiaaezar unos precios que hagan rentable determinadas producciones estratégicas, como la agricultura; para ello se defiende la imposición de precios mínimos, la destrucción de producción o la adquisición estatal de mercancía para mantenerla fuera del mercado. Obviamente, se trata de una aplicación particular de la falacia de la ventana rota que ya hemos tratado: es una simple redistribución de la renta (desde los consumidores a los productores privilegiados) pero que genera pérdidas netas para el conjunto de la sociedad. El caso más conocido y extendido es el del apoyo gubernamental a la agricultura con la excusa del autoabastecimiento dentro la Unión Europea y a través de la Política Agraria Común (PAC).
11. Salvar industrias no rentables destruye riqueza. No resulta inhabitual que ante, una quiebra empresarial, los grupos de intereses directamente afectados por la bancarrota arguyan que es imprescindible que el Gobierno ayude a la compañía con problemas para evitar la pérdida de puestos de trabajo. Cuando mayor es el tamaño de la firma –y por tanto más elevado el número de empleados–, mayor es también la insistencia en la necesidad del rescate. En realidad, no obstante, debería ser más bien al revés: un plan de negocios que pierde dinero es un plan de negocios que está dilapidando una gran cantidad de recursos muy valiosos en fabricar bienes y servicios mucho menos útiles. A mayor tamaño, pues, mayor responsabilidad y mayor necesidad de reestructuración. Pese a ello, las intervenciones políticas para salvar empresas o industrias con la finalidad de conservar puestos de trabajo siguen siendo demasiado frecuentes. Sin ir más lejos, en 2009 Barack Obama rescató a la muy ineficiente industria automovilística del país con el pretexto de salvar más de doscientos mil puestos de trabajo; doscientos mil personas, por tanto, a las que se les siguió dando un uso inadecuado dentro del sistema económico.
12. Las decisiones empresariales deben estar basadas en el ánimo de lucro. Los socialistas, al tiempo que denunciaban la anarquía productiva del capitalismo, han venido afirmando que el libre mercado es un sistema muy ineficiente porque, al condicionar las decisiones empresariales al ánimo de lucro, impiden sacar todo el partido posible a las fuerzas productivas. ¿Por qué la inexistencia de beneficios debe conducir a una paralización de la producción? ¿No sería mejor acaso maximizar todas las líneas productivas? Parece claro que semejante razonamiento pasa por alto que los recursos son escasos en la medida en que se les puede dar un número prácticamente infinito de usos alternativos, de ahí que necesitemos un mecanismo que permita jerarquizar la urgencia de esos usos alternativos. Este mecanismo son los beneficios: cuando aparecen pérdidas significa que los recursos se están destinando a satisfacer los fines menos urgentes e importantes, desatendiendo los más urgentes e importantes. El error de fondo, pues, consiste en pensar que nos encontramos en una economía de la abundancia en la que no hay que priorizar ciertos usos de los recursos. En España, por ejemplo, los distintos gobiernos populares y socialistas estuvieron subvencionando a lo largo de la primera década del s. XXI las energías renovables, pese a operar con pérdidas milmillonarias; la justificación fue que de este modo se generaba empleo y se incrementaba la producción de energía verde, cuando en realidad lo que se estaba haciendo era destruir riqueza y puestos de trabajo al encarecer el coste de la electricidad.
13. Los especuladores son los encargados de estabilizar intertemporalmente los precios.Ya hemos visto que los precios remunerativos destruyen riqueza; esto es, carece de sentido que deba garantizarse la rentabilidad de todo plan de negocios. Un razonamiento similar, aunque no idéntico, es que los mercados se mueven en forma de manadas, lo que puede dar lugar a descoordinaciones sociales: si cuando todos venden se reducen demasiado los precios, se producirán quiebras empresariales que elevarán los precios futuros. Por ello, se razona, el Estado tiene que evitar las reducciones excesivas de precios, absorbiendo los excedentes invendibles o fijando precios mínimos. Claro que esta estabilización intertemporal de los precios es justo la actividad a la que se dedican los denostados especuladores: comprar y acumular mercancías en momentos de elevada oferta y venderlas en los momentos de menor oferta. Aquella porción de la oferta que no sea absorbida ni por los especuladores ni por los consumidores será oferta redundante que deberá de interrumpirse, para lo cual puede ser necesario que se produzcan quiebras empresariales; esto es, que las explotaciones marginalmente menos rentables salgan del mercado (y se dediquen a fabricar otro tipo de bienes y servicios más valiosos). El Estado, al incrementar los precios o absorber la producción, impide este necesario reajuste. De nuevo, el ejemplo de la protección de la agricultura en Estados Unidos y en la Unión Europea durante el último medio siglo es suficientemente ilustrativo de lo arraigadas que siguen estas ideas.
14. Los precios máximos generan desabastecimientos. En ocasiones, lo intolerable para los intervencionistas no es que los precios caigan, sino que suban demasiado, motivo por el cual han de imponerse precios máximos: esto es, la prohibición de que se realicen transacciones a precios más elevados que los fijados por la autoridad política. Claro que las consecuencias de semejante decisión son devastadoras: a corto plazo, la demanda aumenta y la oferta se reduce, dando lugar a un desabastecimiento generalizado que se traducirá en un racionamiento de su provisión; a largo, los precios máximos erosionan la rentabilidad de las explotaciones, haciendo que se hunda la capacidad productiva del bien que pretendía hacerse asequible para el conjunto de la población. El notable fracaso de los precios máximos no ha llevado, sin embargo, a que los políticos renuncien definitivamente a hacer uso de los mismos: en enero de 2011, por ejemplo, el presidente francés Nicolas Sarkozy propuso ante el G-20 un control internacional de los precios de las materias primas agrícolas con la idea de hacerlas asequibles a toda la población mundial.
15. Los salarios mínimos generan paro. Uno de los mitos económicos que sigue gozando de un mayor predicamento entre nuestras élites políticas, pese a que la ciencia económica ha puesto de manifiesto en reiteradas ocasiones todos sus errores, es que los salarios mínimos constituyen un mecanismo efectivo para incrementar los salarios. En realidad, como Hazlitt explica con claridad, los salarios mínimos no son más que un caso de precio mínimo que, por consiguiente, genera idénticas consecuencias: o provocan un incremento del paro o una redistribución interna de los salarios (unos suben a costa de que otros bajen). En todo caso, el escenario más habitual será el de un aumento del desempleo, lo que ademán dará lugar a una caída de la producción de bienes y servicios que padecerán todos los consumidores. Pese a ello, en 2011 casi todas las economías del mundo se veían políticamente sometidas a algún tipo de salario mínimo –ya fuera general o, más frecuentemente, sectorial a través de convenios colectivos–, dificultando el acceso al mercado de trabajo a las personas menos cualificadas y, por tanto, con una productividad marginal más baja.
16. Los sindicatos no elevan los salarios de todos los trabajadores. La doctrina marxista de la explotación capitalista sirvió para popularizar la idea de que los empresarios intentan, y consiguen, minimizar los salarios que abonan para así maximizar beneficios. Como si de un perfecto cartel se tratara, los empresarios no competían entre sí por captar trabajadores –lo cual empujaría los salarios al alza hasta que coincidieran con su productividad marginal descontada–, sino que se asociaban para mantener los sueldos a raya. Como contrapeso, pues, se consideró imprescindible que los obreros también se organizaran con el propósito de elevar sus salarios y, para tal fin, nacieron los sindicatos. Hazlitt, si bien opina que el empresario disfruta de cierto poder de negociación frente al trabajador, es consciente de que los sindicatos sólo sirven para elevar los salarios de los trabajadores afiliados, lo cual llevará a los respectivos empresarios a, si son capaces de hacerlo, incrementar los precios de sus productos y, por esta vía, reducir los salarios reales de los trabajadores no afiliados; o, si no son capaces de repercutir en sus precios los mayores costes salariales, a despedir a los trabajadores marginalmente menos productivos; por tanto, los sindicatos elevan unos salarios y disminuyen otros (incluso hasta el punto de desemplear a una parte de la fuerza laboral). Y frente a ello la solución no pasa por extender la sindicación a todos los obreros, pues en tal caso los salarios aumentarían a costa de los beneficios y, aparte de generar paro, ello sólo redundaría en una descapitalización de la economía y, por tanto, en menores salarios futuros. Aun así, los sindicatos siguen siendo una pieza omnipresente en casi todas las sociedades occidentales modernas a través de procesos propios del fascismo corporativista como son las negociaciones colectivas.
17. La economía no crece cuando se incrementan artificialmente los salarios. Uno de los pretextos generalmente aducidos para defender las alzas salariales es que los trabajadores deben cobrar lo suficiente para adquirir el producto que fabrican. En caso contrario, la producción se hundirá por una insuficiencia de demanda agregada: ¿quién comprará las mercancías de los empresarios si los obreros no cobran lo suficiente? El mito en torno a este argumento, que apela directamente al interés lucrativo del empresario, creció con la anécdota de que Henry Ford subió los salarios a sus trabajadores para que pudieran adquirir sus vehículos, lo cual aumentó de manera muy sustancial sus ventas. Por supuesto, el argumento se cae por su propio peso: no tiene mucho sentido que Henry Ford adelante a sus trabajadores el mismo dinero que, en el futuro y con suerte, espera recuperar por la venta de sus productos. El error es fácilmente detectable cuando recordamos que, en realidad, no sólo son los trabajadores quienes consumen; también los capitalistas, gracias a los beneficios de sus empresas, forman parte de la demanda agregada de bienes y servicios (aunque sean en forma de inversiones, esto es, de bienes y servicios de capital). Más salarios puede generar un mayor gasto obrero, pero también provocará un menor gasto capitalista. La cuestión no es, pues, si los salarios pueden absorber toda la producción nacional, pues los beneficios también constituyen una parte de la demanda; como indica Hazlitt, los mejores precios y salarios no son ni los más altos, ni los más bajos, sino aquellos que, al determinarse en el mercado, permiten maximizar la producción disponible para todos. Pese a ello, la opinión de que los aumentos salariales siempre son preferibles a las reducciones salariales sigue muy presente en nuestras sociedades; en España, por ejemplo, era evidente que durante la Gran Recesión muchos salarios tenían que reducirse para que muchas empresas evitaran la quiebra y pudieran comenzar a recuperarse. Sin embargo, no fueron pocos quienes apostaron por una subida de salarios que reanimara la demanda interna, aun cuando ésta ya era claramente excesiva como reflejaba el enorme y persistente déficit exterior del país.
18. Los beneficios son una parte esencial de la economía. Otro subproducto de la doctrina marxista de la explotación es que los beneficios son un robo al obrero y, por tanto, hay que erradicarlos. En realidad, sin embargo, los beneficios son, por un lado, una simple remuneración por adelantar el capital a los trabajadores y otro factores productivos (magnitud que podríamos llamar “beneficios ordinarios”) y, por otro, una remuneración por corregir errores empresariales y servir más eficientemente que el resto de empresarios al consumidor (lo que podríamos denominar “beneficios extraordinarios”). Sin beneficios la economía de mercado carecería de señales para asignar los recursos y para tratar de mejorar la calidad o de reducir los costes de aquellos productos que más urgentemente demandan los consumidores. Y, sin embargo, las denuncias y críticas contra los beneficios siguen siendo continuas en Occidente: los beneficios demasiadoaltos son vistos con sospecha, como si fueran el resultado de haber robado o engañado a la sociedad (cuando, si no derivan de un privilegio estatal, son justo lo contrario: el fruto de haber beneficiado a una enorme cantidad de individuos). Incluso los beneficios no demasiado altos pero que no vayan acompañados de creación de empleo son asociados con una renovada explotación capitalista. Por ejemplo, en 2010 las empresas españolas mejoraron ligeramente sus beneficios con respecto a las simas de 2009, uno de los momentos más duros de la recesión. No obstante, dado que ese aumento de los beneficios no fue asociado con creación de empleo (fundamentalmente porque, debido a la rígida regulación laboral, la única opción que tenían en España las empresas para reducir costes salariales era despidiendo a trabajadores), numerosos periodistas escorados a la antieconomía intervencionista no dudaron en denunciar los hechos como un abuso del capitalismo salvaje contra el bien común.
19. La inflación destruye la división del trabajo. El hechizo de la inflación ha sido una constante a lo largo de la historia. Dado que la mayoría de la población, incluyendo al Estado, suele ser deudora neta, la inflación ha sido vista como una velada estrategia de desapalancamiento. Como es obvio, las auténticas razones que hay detrás de la inflación se explicitan en muy pocas ocasiones; las más de las veces se suele justificar el recurso al envilecimiento de la moneda apelando a su capacidad para acelerar, aunque sea a corto plazo, el pleno empleo. Hazlitt hace como de costumbre un tratamiento bastante completo del tema: primero señala que la inflación es un impuesto oculto que redistribuye la renta desde una parte de la sociedad hacia el Gobierno y sus aledaños; luego advierte de que las dinámicas inflacionistas pueden volverse incontrolables, sobre todo cuando se deteriora con saña la calidad del dinero; más adelante recuerda que la única forma de lograr el pleno empleo es ajustando los precios relativos, entre los que destacan de manera especial los salarios, y critica que quiera alcanzarse este mismo resultado falseando el poder adquisitivo de los salarios nominales merced a la inflación; y, por último, recuerda que para incrementar el poder adquisitivo que sustente un determinado nivel de producción no es necesario provocar inflación, pues el poder adquisitivo, en última instancia, lo constituye la propia producción (como perspicazmente comprendió Jean Baptiste Say y sintetizó en su famosa Ley de Say). Los argumentos de Hazlitt, sin embargo, no han calado en absoluto en nuestra sociedad. Desde que escribió La economía en una lección el poder adquisitivo del dólar se ha hundido más de un 90% y, de hecho, durante la Gran Recesión, el único momento en seis décadas donde se percibía una tímida deflación, la Reserva Federal no dudó en multiplicar por tres sus pasivos para tratar de generar inflación en medio del aplauso generalizado de la práctica totalidad de economistas y políticos.
20. El ahorro es la base de la prosperidad. Acaso la última de las lecciones del libro sea el error que todavía se encuentra más extendido en nuestras sociedades. La llamada “paradoja del ahorro” –el sofisma que establece que el ahorro es beneficioso para el propio ahorrador pero perjudicial para el conjunto de la sociedad– ha impregnado a casi todos los colectivos sociales, hasta el extremo de llegar a sostener que el ahorro es un mero subproducto del gasto: sin gasto no hay renta y sin renta no hay ahorro. De poco ha servido que Hazlitt repitiera los sensatos argumentos tanta veces desarrollados por la Escuela Austriaca: que un aumento del ahorro permite una mayor acumulación de capital y que ésta es la clave para una mayor renta futura; que la igualación entre ahorro e inversión no es casual, sino consecuencia del ajuste del tipo de interés; y que la causa de los ciclos económicos no cabe buscarla en el excesivo ahorro sino en las manipulaciones de los tipos de interés de mercado. Pese a la contundencia de los argumentos austriacos, políticos, economistas y ciudadanos han continuado cegados por la idea de que el consumo estimula el crecimiento, tal como se comprobó nuevamente con los mal llamados “planes de estímulo”, aprobados en 2009 para combatir la Gran Recesión: una crisis desatada por el exceso de endeudamiento y de consumo (derivados ambos de la manipulación a la baja de los tipos de interés de mercado entre 2002 y 2006) que se pretendió contrarrestar con más deuda y más consumo.
Por desgracia, casi todos los sofismas que con la meticulosidad de un cirujano va desmontando Hazlitt siguen presentes en nuestras sociedades 65 años después de la publicación de La economía en una lección. De ahí que el paso de los años no haya restado un ápice de actualidad a la obra; será que ciertos sesgos liberticidas están casi tan asentados en nuestra naturaleza como inmutables son las leyes económicas que Hazlitt desentraña en esta magnífica obra con la que muchos nos introdujimos en el apasionante estudio de esta ciencia.
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