sábado, 1 de diciembre de 2018

Bienes públicos: fallo del mercado o coartada del Estado, por Mises Hispano.

El punto de vista ortodoxo o mainstream en economía sostiene que el mercado genera resultados subóptimos en determinadas circunstancias. Es lo que se conoce con el nombre de “fallos del mercado”. La intervención del Estado en dichos casos sería necesaria para corregir la disfunción y propiciar un resultado óptimo, una asignación eficiente de recursos. Entre estos fallos del mercado encontraríamos, por ejemplo, los atinentes a los bienes públicos, las externalidades negativas, la asimetría de información, la selección adversa o el riesgo moral. En el presente artículo nos centraremos en los bienes públicos, haciendo hincapié, en primer lugar, en la definición del concepto, para proceder luego a diseccionarlo críticamente y concluir que carece de consistencia científica y que la intervención estatal no se justifica.

Concepto de bien público

Una posible definición de bien público[1] sería todo aquel producto o servicio que causa externalidades positivas, es decir, que tiene efectos positivos sobre terceros que no han participado en la transacción[2]. Los bienes públicos reúnen dos características: son de naturaleza no-excluyente y de consumo no-rival. Esto significa, de un lado, que no puede impedirse que los que no pagan hagan uso del producto/servicio (no se les puede excluir), y de otro, que el hecho de que alguien lo consuma no disminuye la cantidad disponible para los demás[3]. Por ejemplo, unos fuegos artificiales son de carácter no-excluyente porque los que no han pagado por éstos también pueden verlos desde su balcón, y son de consumo no-rival porque el hecho de que alguien los contemple desde su balcón no priva a nadie de verlo desde el suyo[4]. Una manzana es, por el contrario, un bien privado (en oposición a “bien público”), porque los que no la han comprado y no la poseen no pueden hacer uso de ella (es de uso excluyente) y al mismo tiempo porque si alguien la consume nadie más puede hacerlo (es de consumo rival). En este contexto aparece el denominado free-rider, o usuario no-comprador, que es aquél que consume el producto sin pagarlo.

Se argumenta que en el caso de los bienes públicos, puesto que la gente puede consumirlos sin necesidad de pagar por ellos, habrá una tendencia a convertirse en free-rider y esperar que sean otros los que sufraguen los costes de producirlo, de modo que al final el bien no se producirá o se producirá en niveles subóptimos, esto es, en una cantidad menor de la que se hubiera producido en el caso de que todos los interesados hubiesen pagado. Así tendríamos uno de los llamados fallos del mercado, el mercado no sería capaz de producir ese bien en la cantidad deseada por los consumidores. Recuperando el ejemplo de los fuegos artificiales, todos los vecinos quieren que haya fuegos artificiales, pero como pueden verlos igualmente aunque no paguen, la mayoría espera convertirse en free-rider y nadie o muy pocos pagan por los fuegos. El resultado será que no habrá fuegos artificiales porque todos esperaban que pagaran los demás y al final nadie ha pagado.

Por tanto, prosigue el argumento, el Estado debería hacerse cargo de la provisión del bien público para que éste se produjera en la cantidad deseada por los consumidores[5]. Así, en el ejemplo anterior, el Estado cobraría un impuesto o tasa a cada vecino del barrio y sufragaría los gastos de los fuegos artificiales, de modo que todos contribuirían a costear el espectáculo y disfrutarían de este bien público en su cantidad óptima.

Ejemplos de bienes públicos citados habitualmente son la defensa nacional, la enseñanza, la cultura, las infraestructuras (presas, autopistas, carreteras, calles, alcantarillado, parques…), la investigación y el desarrollo, las ayudas a los necesitados, la ausencia de contaminación etc. Tomemos el caso de la defensa nacional. Se arguye que no podría excluirse a los no-compradores de un territorio (los no-compradores se beneficiarían tanto de los servicios de defensa como sus vecinos compradores), y el hecho de que uno consuma protección no impide que los demás vecinos la consuman también. De este modo en el mercado habría una tendencia a convertirse en free-rider (esperar que los otros pagaran la defensa nacional para beneficiarse de ella gratuitamente) y los servicios de defensa acabarían subproduciéndose. Por este motivo, se alega, la defensa nacional debe ser provista por el Estado. En el caso de la enseñanza, la sociedad en conjunto se beneficia de unos jóvenes más formados / más productivos, pero como todos esperarían beneficiarse de esa mayor productividad sin tener que pagar por ella, nadie pagaría y la cantidad producida en el mercado sería subóptima. Por este motivo se considera que el Estado debe subsidiar la educación o mantener una red de escuelas públicas.

Crítica al concepto de bien público

Es una fórmula recurrente de los estatistas modernos argüir que por algún motivo especial determinados bienes y servicios escapan a las leyes económicas fundamentales y es preciso que el Estado intervenga de modo “excepcional”[6]. En este contexto cabe ubicar el caso de los bienes públicos. Como demostraremos a continuación, sin embargo, el concepto de bien público carece de solidez científica y constituye, cuando menos, una pobre justificación del intervencionismo estatal. No se trata de negar la existencia del fenómeno del free-riding o de las características de no-exclusión o no-rivalidad en el consumo, sino, como veremos, de impugnar que pueda determinarse objetivamente su alcance y la cantidad de producción óptima al margen del mercado, entre otros puntos.

No es posible acotar científicamente el concepto de bien público

Prácticamente todos los bienes y servicios tienen hoy visos de bien público, puesto que en mayor o menos grado casi todos generan externalidades positivas (efectos positivos sobre terceros que no participan en la transacción)[7] y de hecho, en tanto las externalidades son tales en función de las valoraciones subjetivas de los individuos, absolutamente todos los bienes y servicios son susceptibles de ser bienes públicos y dejar de serlo[8]. El florido jardín de nuestra casa, el perfume que llevamos o nuestros buenos modales son también ejemplos de bienes públicos, puesto que la gente se beneficia de ellos gratuitamente (no paga nada por la satisfacción que extraen de contemplar nuestro jardín, oler nuestro perfume o tratar con nosotros), convirtiéndose así en free-riders.

En tanto un bien o servicio genere alguna externalidad positiva, esto es, proporcione satisfacción como mínimo a un tercero que no ha participado en la transacción (free-rider), puede considerarse en cierta medida un bien público[9]. Y casi todos los bienes, desde el diseño de una camisa a la limpieza de las calles pasando por el lenguaje, generan externalidades positivas[10]. Este mismo artículo, por ejemplo, podría tener externalidades positivas, pues puede ayudar a extender ciertas ideas que beneficiarían a la sociedad y ésta actuaría como free-rider al no pagarme nada por escribirlo. Luego la distinción entre bienes públicos y bienes privados se difumina, la mayoría de los bienes y servicios dispensados en el mercado pueden llegar a incluirse en la categoría de bienes públicos y resulta científicamente ilegítimo aislar algunos de estos bienes y reivindicar un trato especial para ellos. Por otro lado el fenómeno de las externalidades es de carácter enteramente subjetivo: lo que es una externalidad positiva para mí puede ser una externalidad negativa para otro[11]. A mí puede satisfacerme contemplar el jardín de mi vecino, o pasear por una calle sin graffitis, o que la gente hable de arte, pero otros pueden perfectamente aborrecer ese jardín, preferir una calle con pintadas o que la gente hable sólo de fútbol o de sexo y no de arte. Luego es también científicamente ilegítimo hablar de externalidades positivas o negativas como si fueran inherentes a un bien o servicio y no consecuencia de las valoraciones subjetivas de los individuos.

Por lo mismo, cualquier bien puede de súbito generar externalidades positivas o negativas dependiendo de las valoraciones subjetivas de los individuos afectados[12]: en el momento en que me satisfaga contemplar el jardín de mi vecino éste generará externalidades positivas sobre mí, en el momento en que deje de agradarme generará externalidades negativas. ¿Cómo puede establecerse a priori, por tanto, que la producción de un bien público redundará positivamente sobre todos los afectados? ¿Acaso no puede haber personas para quienes las presuntas externalidades positivas del bien o servicio sean negativas?¿Acaso no se convertirán en negativas tan pronto como la valoración de los individuos mute por alguna razón? Además, ¿cómo descubre el Estado en qué medida un bien genera externalidades positivas o negativas?[13] De nuevo, carece de rigor hablar de las externalidades y los bienes públicos como si fueran conceptos que pudieran acotarse objetivamente.

La producción óptima de un bien o servicios siempre viene determinada por las partes contratantes en el libre mercado

La utilidad no es mesurable, las valoraciones subjetivas de los individuos son de carácter ordinal (prefiero A antes que B), no de carácter cardinal (A vale para mí 30 unidades de utilidad y B sólo vale 10 unidades de utilidad), por lo que no pueden sumarse o restarse entre ellas ni cabe hacer comparaciones interpersonales de utilidad[14]. Las transacciones en el mercado son siempre pareto-óptimas en el sentido de que todas las partes mejoran su situación al desprenderse de algo que valoran menos, ex ante, que lo que van a recibir a cambio. Cuánto más se benefician unos que otros o cuánto menos se benefician de lo que podrían haberse beneficiado de haberse configurado otro tipo de arreglos es algo que desde un punto de vista científico no cabe determinar. Ex ante, la asignación ha sido óptima porque todos los participantes han actuado conforme a sus valoraciones subjetivas y han mejorado su posición sin que nadie haya visto empeorar la suya[15]. Todos han elegido lo que han preferido, puesto que han actuado voluntariamente. Si, actuando voluntariamente, hubieran preferido otra alternativa de entre las disponibles, la hubieran elegido. Al decidirse por una alternativa concreta y no por otra decimos que han demostrado su preferencia por esa alternativa[16].

Aseverar que alguien, a pesar de haber elegido la alternativa X, prefiere en realidad la alternativa Z es negarse a hacer ciencia. Si el individuo ha elegido X en lugar de Z es porque en ese momento prefería, por el motivo que fuera, X a Z, de lo contrario hubiera hecho la elección contraria. Sin embargo, fijémonos que al hablar de bienes públicos se dice que el individuo elige en realidad lo opuesto de lo que quiere: a pesar de preferir los fuegos artificiales a la manzana, elige pagar por la manzana porque cree que puede beneficiarse gratuitamente de los fuegos artificiales (convirtiéndose en free-rider). ¿Pero de dónde se colige que el individuo prefería en efecto los fuegos de artificio? También hubiera pagado por la manzana en lugar de por los fuegos si éstos no le reportasen ninguna satisfacción y valorara la manzana. ¿Cómo podemos entonces asegurar que la causa de que haya elegido la manzana ha sido su creencia de que consumirá los fuegos artificiales igualmente y no el hecho de que no valore los fuegos en absoluto? Por otro lado, si hubiera pagado por los fuegos artificiales hubiera tenido que renunciar a la manzana (el dinero destinado a una alternativa es dinero que deja de destinarse a las alternativas restantes), ¿de dónde se sigue que hubiera estado dispuesto a renunciar a la manzana en beneficio de los fuegos artificiales? Es posible que el individuo valore los fuegos artificiales y sin embargo valore más la manzana y no esté dispuesto a sacrificarla por los fuegos[17].

Los teóricos de los bienes públicos destacan únicamente que el individuo valora los fuegos artificiales pero no los paga porque cree que podrá disfrutar igualmente de ellos como free-rider. La manzana no entra en la ecuación, de modo que el razonamiento está viciado: la cuestión no es si el individuo busca beneficiarse de un bien sin pagarlo, sino si en el supuesto de que tuviera que pagarlo necesariamente para disfrutarlo (y renunciar a las alternativas, a la manzana) quizás no le compensaría hacerlo (porque preferiría pagar por las alternativas, la manzana). No se trata, en definitiva, de si el individuo valora un “bien público” concreto, sino de si lo valora más que las alternativas a las que tendrá que renunciar al pagar por él. No se trata de si valora los fuegos artificiales gratuitos, sino de si valora más los fuegos que la manzana, que es a lo que tendrá que renunciar si paga por los fuegos. Y eso es lo que no podemos saber. Desde un punto de vista científico simplemente no podemos decir nada a este respecto, porque dicha disyuntiva no se ha presentado. El actor en ningún momento se ha encontrado en la tesitura de elegir entre pagar por los fuegos y la manzana, y carece de rigor especular acerca de la posibilidad de que, en caso encontrarse en ella, el individuo eligiera ésta o aquella alternativa. Esa información no está disponible para nadie[18]. Por tanto, ¿en base a qué se considera que el bien público no se produce en una cantidad óptima? Los individuos han elegido de acuerdo con sus preferencias, y eso es todo cuanto sabemos.

El Estado no tiene absolutamente ningún modo de medir cuál es la cantidad óptima de un producto[19]. No puede saber a cuántos ciudadanos reporta satisfacción el bien público ni si están dispuestos a renunciar a las alternativas para pagarlo. Cuando el Estado provee bienes públicos carga impuestos a todos los ciudadanos: no sabe cuántos de estos valoran el bien público ni cuántos no lo valoran en absoluto; ni sabe si los que lo valoran, a pesar de valorarlo, preferirían gastar el dinero en otras alternativas. Cualquier decisión que se tome fuera del mercado será, en este sentido, arbitraria y carente de justificación científica. La asignación de recursos en el mercado es óptima porque cada individuo elige lo que más valora de entre las alternativas disponibles. Si elige no financiar un bien de los considerados públicos no cabe atribuirlo a nada más que al hecho de que en esas circunstancias de tiempo y lugar los individuos han decidido, por los más variados motivos, financiar otros bienes o servicios. La asignación subóptima o ineficiente de recursos acaece cuando el Estado interviene, porque el resultado de la coerción estatal será necesariamente distinto al resultado de las acciones libres de los individuos (de lo contrario, ¿por qué tendría que intervenir el Estado?), y sólo las acciones libres de los individuos se ajustan, obviamente, a sus particulares preferencias[20].

El incentivo de aprovecharse de un bien sin pagarlo no es el único que existe

La teoría ortodoxa asume que los individuos tenderán a convertirse en free-riders, obviando que la propensión a aprovecharse de un bien sin pagarlo no es la única que existe y no tiene por qué ser la más importante. Los individuos podrían tener una inclinación a actuar en pro del interés general, en atención a sus creencias religiosas o a su sentido del deber, en lugar de un afán imperioso por consumir algo sin tener que pagarlo[21]. Confundir la maximización de la renta monetaria con la maximización del bienestar o la felicidad personal es olvidar que los individuos pueden extraer igualmente satisfacción de comportamientos ascéticos o altruistas. Por otro lado, los individuos también pueden tener interés en cooperar con los demás para asegurarse la provisión de un bien en lugar de favorecer un escenario en el que puedan convertirse en free-riders y corran el riesgo de no obtener el bien deseado.

La teoría convencional aplica el dilema del prisionero al caso de los bienes públicos explicando que los individuos, espoleados por su interés personal, tenderán a proceder de forma no-cooperativa (convirtiéndose en free-riders) y el resultado será subóptimo[22]. Por ejemplo, en un escenario simplificado en el que dos individuos ocupan una isla y desean construir un faro, se argumenta que ninguno de los dos construirá el faro a la espera de que sea el otro el que lo haga. De este modo cada uno, actuando “racionalmente” (persiguiendo su interés personal), intentará convertirse en free-rider y el faro no se construirá. La consecuencia de una actuación racional, pues, sería un resultado subóptimo. Pero, ¿puede considerarse verdaderamente racional la actuación de los dos individuos? ¿No hubiera sido más “racional” cooperar entre sí y alcanzar el resultado deseado? ¿Qué se lo impide? El dilema del prisionero aplicado a este caso asume que los individuos tomarán su decisión aisladamente cuando en realidad pueden comunicarse entre sí para coordinar una forma de actuación que les beneficie a ambos[23].

Las características de no-exclusividad y consumo no-rival son relativas

Según Paul Samuelson un bien es no-excluyente cuando al producirse se produce para todos. Pero en realidad no hay prácticamente ningún bien de este tipo, que una vez producido esté disponible al mismo tiempo para todos los individuos del planeta. Como apunta Kenneth Goldin “los bienes públicos están disponibles para todos dentro de un grupo específico“[24]. El faro, ejemplo tradicional de bien público, no está disponible para todos los barcos del mar, sino sólo para los navíos que se encuentran en su radio de acción. La conclusión de Goldin es que la no-exclusión siempre tiene límites[25], lo cual también afectaría al concepto de consumo no-rival, pues a partir de cierto punto el consumo de unos privaría a otros de consumir el bien (en el caso del faro, el que unos barcos ocuparan esa zona impediría que otros lo hicieran y consumieran la luz del faro también). Este matiz tiene sus implicaciones en lo que se refiere, por ejemplo, a los métodos que podrían emplearse para producir el bien excluyendo a los free-riders: si el grupo específico afectado no es demasiado grande podrían realizarse contratos unánimes (véase más adelante)[26].

Excluir a los no-compradores puede suponer una dilapidación de recursos

En primer lugar, puede que el productor simplemente quiera generar externalidades positivas y que la gente se beneficie de un bien o servicio sin pagarlo[27]. Sería el caso de las personas que llevan perfume porque desean que otros lo perciban, o del inventor que quiere donar a la ciencia su descubrimiento, o del escritor que distribuye su obra por internet para darse a conocer y ganar popularidad y fama, o del ideólogo que radia sus ideas para que se extiendan todo lo posible, o de la cadena de televisión que intenta llegar al máximo de espectadores para aumentar sus ingresos por publicidad. No hay aquí ningún interés por parte del productor de excluir a los free-riders, antes al contrario. En segundo lugar, excluir a los no-compradores tiene un coste. Si en el mercado decide no excluirse a los no-compradores en determinados contextos no cabe atribuirlo tanto a la imposibilidad técnica de hacerlo como al coste que acarrea[28]. El empresario es el principal interesado en excluir a los no-compradores si eso tiene que reportarle beneficios. Aplicará o intentará descubrir un método de exclusión eficaz tan pronto como se dé cuenta de que puede aprovecharse de una oportunidad de ganancia latente[29].

En el mercado hay fuertes incentivos para diseñar métodos de exclusión y aprovechar oportunidades de ganancia

Los individuos, valiéndose de su perspicacia empresarial, descubren y aprovechan continuamente oportunidades de ganancia inadvertidas hasta el momento. De una forma espontánea se conciben en el mercado fórmulas y métodos de exclusión que permiten recoger beneficios que de otro modo permanecerían sepultados[30]. Surgen distintos mecanismos que nadie antes había imaginado para rentabilizar la producción de bienes deseados por los consumidores en los que puede incidir el fenómeno del free-riding. Desde la teoría cabe analizar los procesos sociales pero no podemos desempeñar la función empresarial misma que tiene lugar en su seno y que es la que lleva a descubrir los mecanismos de exclusión de los no-compradores. Estudiar y ejercer el papel del empresario son dos labores distintas. El desarrollo de métodos de exclusión no corresponde, en este sentido, al teórico de la economía sino al empresario[31].

Podemos remitirnos, no obstante, a fórmulas ya diseñadas por empresarios para aprovechar oportunidades de ganancia relativas a bienes en los que puede incidir el efecto free-riding. Los contratos unánimes, por ejemplo, en el que un productor reúne a los miembros del colectivo interesado en el bien y les indica que éste no se producirá a menos que cada uno se comprometa por contrato a pagar su parte alícuota siempre y cuando los demás hagan lo mismo[32]. Este arreglo contractual hace desaparecer todo incentivo a convertirse en free-rider, pues el potencial free-rider tiene la certeza de que no podrá consumir el bien sin pagarlo porque si no paga no hay posibilidad de que se produzca el bien[33]. Otro mecanismo para rentabilizar la producción de bienes con problemas de free-riders consiste en atarlos a bienes de cuyo consumo puede excluirse más fácilmente a los no-compradores[34]. Los programas de software se atan a manuales, actualizaciones periódicas, servicio técnico… de modo que sólo los que compran los programas pueden beneficiarse de estos añadidos (los que copian los programas, los no-compradores, quedan excluidos de su disfrute) y el incentivo a convertirse en free-rider es menor[35]. También se atan a un “hardware” o a un sistema operativo concreto de forma que el programa no es compatible con los ordenadores o sistemas operativos de la competencia (uno puede copiar un programa de software pero para utilizarlo tendrá que comprar el hardware o el sistema operativo de la empresa)[36]. Seguridad, alumbrado, limpieza, aseos… se atan a centros comerciales de modo que las tiendas al ubicarse en dichos espacios pasan a disfrutar de estos bienes (los no-compradores del bien “centro comercial” no pueden, por el contrario, acceder a los servicios que dispensa). Lo mismo sucede en el caso de bloques de apartamentos o urbanizaciones: sólo los miembros de la comunidad de vecinos pueden gozar de los servicios que se dispensan en el complejo[37]. Otros mecanismos de exclusión van desde la codificación de la señal de televisión a los peajes en las carreteras, pasando por sofisticados sistemas anti-copia incluidos en los productos[38].

Cabe señalar, por último, que el simple hecho de que bienes considerados públicos, como las emisiones televisivas o los programas de software, se produzcan en el mercado en cantidades tales que nadie alegará que están siendo subproducidos sacuden todo el edificio teórico de los bienes públicos. Si la teoría establece que un bien público no se producirá en el mercado o se producirá en cantidades subóptimas pero la realidad evidencia que un bien que se ajusta a la definición de bien público es producido privadamente en cantidades ingentes, o la teoría está viciada o la realidad se equivoca. No puede argumentarse, por tanto, que un bien determinado no se producirá en el mercado (o se producirá en cantidades insuficientes) por el mero hecho de reunir las características que lo definen como público, pues es palmario que existen bienes con esas características cuya producción se ha demostrado increíblemente rentable y nadie considera que escaseen o que el Estado los hubiera producido mejor[39]. En este contexto el que quiera defender la provisión estatal de un bien considerado público debe apelar necesariamente a algo más que a su carácter de bien público.

Los que utilizan la existencia de free-riders en contra del libre mercado por otro lado se lamentan frecuentemente de que no haya más free-riders y buscan crearlos a través del Estado

No deja de resultar paradójico que los proponentes de la intervención estatal aludan negativamente, en el debate en torno a los bienes públicos, al hecho de que existan en el mercado individuos que se benefician de un bien sin pagar por él (free-riders) y que esos mismos intervencionistas critiquen luego al mercado diciendo que no permite a nadie satisfacer sus necesidades sin pagar un precio por ello[40]. Por un lado critican la existencia de free-riders y por otro lamentan que no los haya. La intervención pública, sostienen, es necesaria porque hay gente que por falta de medios no puede acceder a determinados servicios y productos básicos, y precisamente cuando sucede esto mismo, cuando algunos pueden acceder a determinados servicios y productos sin pagar por ellos (free-riding), reprochan al mercado su “falta de eficiencia”. Los valedores de la intervención pública consideran perjudicial que haya free-riders en el mercado, gente que se beneficia de un bien sin pagarlo, pero por otro lado buscan crear free-riders de la acción estatal, gente que se beneficie de las ayudas del Estado sin pagarlas. Si el mercado tiene que “corregirse” porque hay gente que no paga por los bienes que consume, ¿cómo puede reivindicarse la intervención estatal para que haya gente que se beneficie de algo sin pagarlo?

Concediendo que la teoría de los bienes públicos sea correcta es aplicable al sistema democrático que subyace tras la gestión estatal, luego el resultado de está gestión será subóptimo

El Estado no producirá lo que se supone que tendría que producir. La victoria del mejor partido, del mejor programa o de la mejor política representa, siguiendo esta teoría, la producción de un bien público “en el mercado de los votos”. El mecanismo por el cual se pretende que el Estado actúe en pro del interés general (el sistema democrático) sería un caso ostensible de bien público: todos los ciudadanos se benefician de que gobierne el mejor partido, se aplique el mejor programa o la mejor política, y como votar conlleva el esfuerzo-coste de informarse y movilizarse, los individuos tienden a convertirse en free-riders (esperan que sean los demás los que se informen y voten por el mejor candidato) y el mejor partido, programa o política acaba subproduciéndose o no se produce en absoluto[41]. El resultado de la gestión pública deviene de este modo subóptimo, lo que significa que los valedores del intervencionismo no pueden confiar en que el gobierno actúe en pro del interés de todos produciendo la cantidad eficiente de bienes públicos. No tiene sentido, pues, desde la perspectiva misma de la teoría ortodoxa de los bienes públicos, reivindicar la intervención del gobierno para corregir las ineficiencias del mercado cuando se sabe que la intervención del gobierno, afectada por idéntico problema, será igualmente ineficiente y no se dedicará a corregir estas disfunciones sino a otros menesteres[42].

Si lo que se busca es escapar a los resultados subóptimos, ¿cómo puede defenderse la intervención del gobierno democrático sabiendo que el resultado será subóptimo? Los proponentes de la intervención pública parecen contemplar sólo una parte del cuadro, comparando una supuesta producción ineficiente en el mercado con un óptimo teórico y una intervención idealizada del gobierno. ¿Pero en base a qué asumen que el gobierno actuará eficientemente y que en el mundo real se reproducirá ese óptimo imaginario? ¿Por qué no aplican también su teoría al proceso democrático que rige la acción gubernamental? La teoría de los bienes públicos nos sugiere que la gestión estatal será subóptima, ¿por qué no contrastar entonces la ineficiencia del mercado con la ineficiencia del gobierno? Por otro lado, en este caso el resultado óptimo está definido previamente y puede cotejarse con la realidad: lo óptimo sería que el Estado produjera bienes públicos (en una cantidad adecuada), ¿produce el Estado bienes públicos? La mayoría de lo que produce el Estado no se ajusta a la definición de bien público[43], luego el Estado no cumple con la función que al menos Mancur Olson le atribuía (“Un estado es, ante todo, una organización que provee de bienes públicos a sus miembros“[44]). Por tanto, la cuestión no es, siempre desde el punto de vista de la teoría de los bienes públicos, si existe una cantidad óptima de bienes públicos, sino cómo conseguir que el Estado la produzca. Dicho de otro modo, cómo corregir el problema de bien público que afecta al Estado democrático. La ineficiencia del mercado tiene que corregirla el Estado democrático, ¿pero quién corrige la ineficiencia del Estado democrático? Al teórico intervencionista empeñado en alcanzar ese óptimo parece que sólo le quede huir hacia adelante proponiendo “corregir” a su vez el proceso democrático, intervenir en el “mercado de los votos” para contrarrestar el efecto negativo del free-riding y obtener el resultado deseado, lo que significa defender la conveniencia de una suerte de democracia controlada o Estado dictatorial[45].

Conclusión

En este artículo se ha intentado demostrar que el concepto de bien público carece de consistencia científica y no tiene razón de ser como fundamento de la intervención estatal. La cantidad óptima de bienes sólo puede determinarla los individuos eligiendo en el contexto de un mercado libre de acuerdo con sus valoraciones subjetivas. Lo que se esconde a menudo tras esta apariencia de rigor científico es el propósito interesado de legitimar la intervención estatal y favorecer agendas políticas concretas[46]. Los bienes públicos no son un fallo del mercado, sino una ficción encaminada a sustituir la libertad de elección por óptimos ilusorios coactivamente impuestos a toda la sociedad.

El artículo original se encuentra aquí.


[1] Un bien público, como se desprende de la explicación que sigue, no es un bien provisto por el Estado. La terminología “bienes públicos” / “bien privados” es en este sentido equívoca, pero debe quedar claro que no tiene relación con el agente que la produce (público o privado) sino con, digamos, el modo en que se consume (colectiva o individualmente). En la práctica hay bienes considerados públicos producidos en el mercado (televisión, seguridad, investigaciones no patentables, caridad…) y bienes considerados privados gestionados por el Estado (correos, ferrocarriles, sanidad…).

[2] Benegas Lych, Albert “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”. Otra posible definición: un bien público es aquél que una vez producido no puede controlarse quién lo consume, todos pueden consumirlo con independencia de si han pagado por él o no. Friedman, David, “Price Theory: An Intermediate Text”, South-Western Publishing Co, 1990.

[3] Cowen, Tyler “Public goods and externalities”, Concise Encyclopedia of Economics.

[4] Un bien público puede calificarse de más o menos puro en la medida en que las características de no-exclusión y no-rivalidad en el consumo son más o menos limitadas. Véase más adelante.

[5] “Un estado es, ante todo, una organización que provee de bienes públicos a sus miembros, los ciudadanos” – Mancur Olson. Benegas Lych, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[6] Hoppe, Hans-Hermann “A Theory of Socialism and Capitalism”, Kluwer Academic Publishers 1989, pag. 189.

[7] Benegas Lynch, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[8] Hoppe, Hans-Hermann “A Theory of Socialism and Capitalism”, Kluwer Academic Publishers 1989, pag. 192.

[9] Cabe señalar que un bien público, de acuerdo con su definición, lo es en función de las externalidades que genera, y en este sentido un mismo bien físico puede tener componentes de bien público y de bien privado. El jardín florido al que hacíamos referencia, por ejemplo, desprende externalidades positivas para todos aquellos que aprecian su belleza, pero al mismo tiempo reporta al propietario del jardín una satisfacción que internaliza íntegramente. Los transeúntes pueden beneficiarse del jardín contemplándolo, pero no pueden beneficiarse del jardín haciendo uso tangible de él. Sólo el propietario puede hacer uso del jardín, descansando a la sombra de los árboles, paseando, jugando con los niños etc., y este uso no puede externalizarse. En rigor, por tanto, el uso del jardín sería un bien privado. Fijémonos que el propietario probablemente cuidaría y moldearía el jardín del mismo modo aunque no pasara ningún transeúnte, pues se beneficia del uso del jardín con independencia de que se generen externalidades para los demás. El hecho de que se generen, no obstante, externalidades positivas es lo que hace que el jardín tenga también un componente de bien público. A este respecto, siguiendo la teoría de los bienes públicos, se entiende que el propietario embellecería aún más su jardín si los que se benefician de las externalidades pagaran por ellas en lugar de convertirse en free-riders (contemplando el jardín gratuitamente). Como los transeúntes no contribuyen en absoluto a financiar el bien “jardín hermoso” se producirá en una cantidad subóptima, esto es, el jardín es menos hermoso de lo que sería si los free-riders hubieran contribuido de acuerdo con la satisfacción extraída. Es preciso señalar a este respecto que todos los bienes considerados públicos pueden tener un componente de bien privado (imposible de determinar a priori). Por ejemplo, aquel que extrae una satisfacción directamente del hecho de pagar por el bien (quizás en razón de su moral altruista), obtiene para sí un beneficio que no recoge ningún no-comprador. El componente de bien privado en este caso sería la contribución misma del individuo a la financiación del producto.

[10] Como afirma Alberto Benegas, incluso la acumulación de capital en la sociedad sería también un bien público, pues los trabajadores se benefician de la acumulación de capital realizada por otros obteniendo remuneraciones mayores. Benegas Lynch, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[11] Hoppe, Hans-Hermann “A Theory of Socialism and Capitalism”, Kluwer Academic Publishers 1989, pag. 192.

[12] Íbidem.

[13] Por otro lado, un bien público puede que no reporte, una vez producido, igual satisfacción a todos los que se benefician de su consumo. Aunque todos pueden considerar que es útil el servicio que rinde, unos pueden percibir una utilidad mayor que otros. En el caso de una estación de bomberos, por ejemplo, colindante con la casa de A pero más alejada de la casa de B, A puede gozar de una mayor protección que B aunque el servicio físico de los bomberos sea el mismo. La patrulla policial que vigila el vecindario reporta utilidad a todos los vecinos, pero aquellos que tienen alarmas, verjas con púas, perros y armas de fuego en casa se beneficiarán menos, en principio, que los vecinos desprotegidos, más vulnerables. Por tanto, no se trata únicamente de si el gobierno es capaz de descubrir a priori si un bien tiene o no externalidades positivas, sino de si puede determinar la intensidad con que se valoran estas externalidades (y el precio que los individuos estarían dispuestos a pagar por ellas). Buchanan, James, “The Demand and Supply of Public Goods”, Liberty Fund, 1999.

[14] Rothbard, Murray “Toward a Reconstruction of Utility and Welfare Economics”, Mises Institute 2002.

[15] Es decir, antes de satisfacer el fin el individuo escoge el medio que cree que satisfará mejor un determinado fin (es una valoración previa a la satisfacción del fin). Ex post, después de la transacción y al hacer uso del medio, el individuo puede darse cuenta de que no sirve para satisfacer ese fin (error empresarial). Por eso decimos que la asignación siempre es óptima ex ante.

[16] “El concepto de preferencia demostrada es simplemente esto: que una elección real revela, demuestra, las preferencias de un individuo; es decir, que sus preferencias son deducibles a partir de lo que elige actuando.” No confundir con el concepto de preferencia revelada de Samuelson, que tiene otras implicaciones. Rothbard, Murray “Toward a Reconstruction of Utility and Welfare Economics”, Mises Institute 2002.

[17] Hoppe, Hans-Hermann “A Theory of Socialism and Capitalism”, Kluwer Academic Publishers 1989, pag. 196.

[18] Las votaciones o los cuestionarios sobre lo que prefieren los individuos no sirven como sustitutivo. No pueden revelar las preferencias de un individuo como lo hace la elección efectiva. Las votaciones o los cuestionarios por definición no comportan la elección real que plantean, en la que un individuo incurre en un coste (renuncia a algo) al tomar un curso de acción concreto. Vote lo que vote o responda lo que responda en el cuestionario el individuo no obtiene ni renuncia a nada; está votando o respondiendo, no comprando o tomando ese curso de acción por el que se le pregunta. A lo sumo intenta predecir qué satisfacción extraería de obtener un determinado bien y qué valor tiene para él aquello a lo que tendría que renunciar, pero sólo puede especular, no puede tener la certeza de que en el futuro sus valoraciones subjetivas serán las mismas que en el momento de votar o responder el cuestionario. Por otro lado, como al votar o responder el cuestionario el individuo no incurre en ningún coste existen incentivos para que no diga lo que piensa y se comporte estratégicamente. ¿Cómo puede saberse entonces si el resultado de la votación o el cuestionario expresa con fidelidad los deseos de los individuos? Fielding, Karl T. “Nonexcludability and Government Financing of Public Goods”, Journal of Libertarian Studies, Vol. 3, nº3.

[19] Si el Estado no dispone de ningún baremo objetivo para determinar el óptimo, ¿cómo sabemos que éste o aquel resultado es subóptimo? En palabras de James Buchanan: “si no hay criterio objetivo para el uso de los recursos que puedan asignarse para la producción como un medio de verificar indirectamente la eficiencia del proceso, entonces, mientras el intercambio sea abierto y mientras se excluya la fuerza y el fraude, el acuerdo logrado, por definición, será calificado como eficiente”. Benegas Lynch, Alberto Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[20] Benegas Lynch, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[21] Fielding, Karl T. “Nonexcludability and Government Financing of Public Goods”, Journal of Libertarian Studies, Vol. 3, nº3.

[22] Benegas Lynch, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[23] “Es curioso que la racionalidad consiste en ‘maximizar’, esto es, hacer lo mejor que se pueda para uno mismo y, sin embargo, personas racionales no puedan cooperar a pesar de que eso sería lo mejor para los dos (…) ¿En qué sentido estamos ‘maximizando’ si aceptamos anticipadamente una estrategia que sabemos que producirá resultados peores que la otra? (…) La visión común [del dilema del prisionero] parece estar empecinada en mantener la tesis que la mejor estrategia consiste en aceptar aquella que se sabe que es peor respecto de una alternativa conocida. Una paradoja de verdad”. Jan Narveson en Benegas Lynch, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[24] Íbidem.

[25] Íbidem.

[26] Friedman, David, “Price Theory: An Intermediate Text”, South-Western Publishing Co, 1990.

[27] Benegas Lynch, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[28] “En otros términos, la mencionada no-internalización no constituye un defecto del mercado sino que, dadas las circunstancias imperantes, significa su optimización. Por tanto, la posición de las externalidades no-internalizadas es superior en cuanto a la eficiencia respecto de la internalización forzosa de aquellas externalides no deseadas”. Íbidem.

[29] Nótese que prácticamente todos los empresarios-vendedores pagan costes de exclusión de una forma u otra: máquinas de refrescos cerradas, guardias y cámaras de seguridad en las tiendas y supermercados, cristales en los aparadores de los comercios etc. son métodos de exclusión que se han ideado para excluir a los no-compradores del consumo del producto. El hecho de que no todos los propietarios de tiendas pongan una cámara de seguridad, por ejemplo, se debe a que el dueño considera que el coste que supone su instalación y mantenimiento sobrepasa los ingresos que reporta (en forma de prevención del robo). Es decir, el dueño prefiere que algunos gamberros actúen como free-riders robando al año cuatro chucherías que tener que pagar por una cámara de seguridad. Excluir a los free-riders en este contexto no sería eficiente. Holcombe, Randall G. “A Theory of the Theory of Public Goods”, Review of Austrian Economics, Vol. 10, nº1, 1997.

[30] Recordemos, no obstante, que excluir a los free-riders tiene un coste y no siempre es eficiente o necesario excluir a los free-riders para producir un bien. Israel Kirzner ha argüido que su teoría de la función empresarial no es aplicable al surgimiento y el perfeccionamiento de las instituciones sociales (dinero, lenguaje, derecho…) porque los beneficios de éstas se externalizan y no hay oportunidades de ganancia explícitas que sean susceptibles de apropiación por parte de los empresarios. Las instituciones serían para Kirzner un bien público, los individuos se abstendrían de ejercer la función empresarial en el ámbito institucional (se comportarían como free-riders) porque no serían capaces de apropiarse en exclusividad de los frutos de su creatividad. Pero como ha resaltado Jesús Huerta de Soto, las instituciones han surgido y evolucionado precisamente en el mercado de manos de individuos que han ejercido su empresarialidad. En el caso del dinero, por ejemplo, un grupo de individuos relativamente más perspicaces que el resto descubrió que podía alcanzar sus fines con más facilidad si a cambio de sus bienes pedía otros más líquidos, más comercializables en el mercado, y a través de un proceso espontáneo de aprendizaje este comportamiento fue extendiéndose hasta que el bien más líquido pasó a convertirse en el medio general de intercambio (dinero). Cada individuo se aprovechaba de una oportunidad de ganancia al participar en la institución y contribuía, aun sin pretenderlo, a su perfeccionamiento. Por otro lado, no hay modo de identificar una “institución óptima” al margen de las acciones voluntarias de los individuos. No cabe defender que la ingeniería social puede diseñar una institución más eficiente, que satisfaga mejor los fines privativos de los individuos, que la institución emanada espontáneamente de las interacciones voluntarias entre éstos. Kirzner, Israel, “Creatividad, Capitalismo y Justicia Distributiva”, Unión Editorial 1995, págs. 36-39.

[31] Como dijera Kenneth Goldin: “Los faros son el ejemplo favorito de bienes públicos en los libros de texto porque la mayoría de economistas no pueden imaginar un método de exclusión. (Lo cual prueba que los economistas son menos imaginativos que los fareros)”. Los teóricos tomaban el faro como ejemplo paradigmático de bien público que no puede producirse en el mercado hasta que Ronald Coase demostró que históricamente los faros se habían producido en el mercado. Palmer, Tom “Intellectual Property: A Non-Posnerian Law and Economics Approach”, Hamline Law Review, 1989.

[32] Friedman, David, “Price Theory: An Intermediate Text”, South-Western Publishing Co, 1990.

[33] Cuanto mayor sea el colectivo más difícil será, en principio, conseguir un acuerdo unánime, pero puede bastar con encontrar una “minoría privilegiada”, un subgrupo de ese colectivo que se beneficie lo suficiente de la producción del bien como para estar dispuesto a cargar él solo con el coste. Por ejemplo, en el caso de los servicios de defensa, puede que una agencia de protección pueda financiar sus operaciones con sólo acudir al subgrupo de las grandes empresas que tienen propiedades en el territorio (cadenas hoteleras, centros comerciales, dueños de plantaciones y bosques, fábricas etc) o que tienen más riesgo de ser seleccionadas como objetivo (aeropuertos, autopistas, centrales de energía, puentes, empresas de armamento etc.). No se necesitaría así un contrato unánime entre todos los individuos del territorio, sino un contrato entre estas empresas. Friedman, David, “Price Theory: An Intermediate Text”, South-Western Publishing Co, 1990. Véase también Murphy Robert, “Chaos Theory”, RJ Communications LLC 2002, pág. 43-44.

[34] Cowen, Tyler “Public goods and externalities”, Concise Encyclopedia of Economics.

[35] Tom Palmer, “Intellectual Property: A Non-Posnerian Law and Economics Approach”, Hamline Law Review, 1989.

[36] Friedman, David, “Price Theory: An Intermediate Text”, South-Western Publishing Co, 1990.

[37] Cowen, Tyler “Public goods and externalities”, Concise Encyclopedia of Economics.

[38] De nuevo, hay que tener presente que el mercado es un escenario dinámico en el que se crea continuamente nueva información, no un escenario estático en el que la información está dada. En este sentido no debemos juzgar la factibilidad de producir un bien únicamente a la luz de las fórmulas actuales sino también a la luz de las que podrían surgir. Antes de que a un empresario se le ocurriera financiar la radio con publicidad pocos hubieran apostado que la radio fuera a ser un negocio tan rentable en el mercado. Tom Palmer, “Intellectual Property: A Non-Posnerian Law and Economics Approach”, Hamline Law Review, 1989.

[39] Holcombe, Randall G. “A Theory of the Theory of Public Goods”, Review of Austrian Economics, Vol. 10, nº1, 1997.

[40] Benegas Lynch, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[41] Friedman, David, “Price Theory: An Intermediate Text”, South-Western Publishing Co, 1990.

[42] Recordemos que en este artículo no se ha pretendido negar la existencia del fenómeno del free-riding, sino demostrar, entre otras cosas, que no puede determinarse objetivamente su alcance y que no podemos hablar de un resultado óptimo al margen de las elecciones de los individuos en el mercado. Este matiz es importante porque el concepto de free-rider quizás sí podría ayudarnos a explicar por qué el Estado procede de una manera y no de otra. De la definición de resultado óptimo como aquél que deriva de las interacciones voluntarias de los individuos se desprende que el resultado de la intervención del Estado (de la coacción institucionalizada sobre las interacciones de los individuos) será necesariamente subóptimo.

Si tomamos el caso del Estado de Bienestar, con la masiva intervención que practica, concluimos que el resultado será abiertamente subóptimo. ¿Es posible inferir de este resultado cierta incidencia del efecto free-riding? El mercado no-intervenido beneficia a todos, pero el ciudadano medio lo ignora. Informarse para conocer las ventajas de la libertad de mercado y movilizarse para pujar por ésta en la arena política requiere un esfuerzo-coste que los individuos a menudo no están dispuestos a realizar. Prefieren actuar como free-riders dejando en manos de terceros la búsqueda y la lucha por el mejor sistema y las políticas más apropiadas. Los grupos de interés, en cambio, están organizados y tienen una gran capacidad de influencia en la esfera pública, por lo que los privilegios que obtienen del Estado compensa con creces el coste de movilizarse políticamente para conseguirlos. ¿Por qué no es análogo este escenario a otros que hemos mencionado anteriormente? Porque en este caso conocemos el óptimo (el resultado que deriva de la libre interacción), y sabemos que los individuos al abstenerse de informarse y movilizarse no están escogiendo entre el bien “libertad de mercado” y su tiempo de ocio (u otra actividad), sino entre el esfuerzo de informarse-movilizarse para conseguir las mejores políticas y su tiempo de ocio, de modo que es razonable pensar que muchos elijan esto segundo (y que los que pueden conseguir privilegios para ellos solos elijan movilizarse).

Cuando el individuo escoge comprar una manzana en lugar de contribuir a financiar los fuegos artificiales (que puede contemplar igualmente) no sabemos si, en caso de que los fuegos artificiales dependieran de su contribución, se decantaría por los fuegos y renunciaría a la manzana. No sabemos si el individuo está dispuesto a renunciar a la manzana por unos fuegos. Pero nos parece obvio que el ciudadano políticamente pasivo prefiere en todo momento el mejor sistema político / la mejor política, prescindiendo de que haya elegido mantenerse al margen. Si se dedica a otras labores en lugar de leer tratados de economía, convertirse en activista político o ir a votar no diremos “puede que no prefiera la mejor política”, sino que, aun prefiriendo siempre una política buena a una política mala, prefiere dedicarse a otras tareas antes de implicarse en cuestiones políticas. Contrariamente al ejemplo de la manzana, en la que la elección de la manzana puede deberse perfectamente a que prefiere la manzana a los fuegos, en este caso no diremos que la elección de permanecer pasivo puede deberse a que prefiere el peor sistema político. No está eligiendo entre un sistema y otro (entre los fuegos y la manzana), sino entre dedicar su tiempo a causas políticas y dedicar su tiempo a otras labores, prefiriendo en todo momento el mejor sistema político / la mejor política.

En síntesis: sabemos que la intervención del Estado genera resultados subóptimos, podemos suponer que los individuos en todo momento desean el orden social que garantice resultados óptimos, informarse y movilizarse en la arena política tiene un coste y la figura del free-rider puede ayudar a explicar por qué unos individuos deciden permanecer pasivos mientras los grupos de interés presionan activamente al gobierno para conseguir prebendas (es decir, la figura del free-rider podría ayudar a explicar por qué el Estado se orienta a servir a los grupos de interés y no al conjunto de la ciudadanía). El concepto de free-rider es aquí una mera herramienta explicativa que nos puede ayudar a entender por qué se reproduce tan frecuentemente en el marco de una democracia una situación que sabemos que es subóptima. No es, por tanto, una herramienta que empleemos para calcular una presunta cantidad óptima de un determinado bien, que es a lo que aspiran los teóricos de los bienes públicos. La figura del free-rider no sirve para calcular óptimos, sino en todo caso para explicar subóptimos conocidos.

[43] El hecho de que en efecto el Estado produzca algunos bienes que cabría considerar públicos, como la defensa nacional o la educación, se explicaría más en razón del componente de bien privado de estos bienes (es decir, en razón de los beneficios que reportan a los propios gobernantes) que en virtud de la utilidad que tienen para la ciudadanía. Esto demostraría que el gobierno produce únicamente lo que conviene a sus integrantes con independencia de que eso se ajuste a los óptimos sociales descritos por los teóricos. Desde esta óptica puede que el Estado produzca algo que los individuos valoren, pero ese no sería per se el motivo por el cual el Estado lo produce.

En el caso de la defensa nacional, por ejemplo, puede argumentarse que el Estado la produce no tanto porque aspire altruistamente a servir a sus súbditos como porque le interesa proteger sus fuentes de ingresos. No se está preocupando por la vida de sus ciudadanos sino por la de sus contribuyentes. En el caso de la educación podría argüirse también que los gobernantes la producen no tanto porque quieran diseminar conocimientos como por su condición de instrumento idóneo para adoctrinar a los jóvenes, fomentar la legitimidad del sistema y “fidelizar” a las nuevas generaciones. Incluso la democracia podría enjuiciarse a la luz de esta tesis: los políticos no favorecen la democracia porque eso sea lo mejor para la ciudadanía, sino porque es lo mejor para ellos: les garantiza protección en el caso de que no alcancen el poder (en una dictadura serían perseguidos) y les otorga legitimidad para intervenir (como al gobierno electo se le confunde con la voluntad del pueblo apenas se cuestiona la legitimidad de que intervenga en tantos ámbitos de la vida cotidiana). Holcombe, Randall G. “A Theory of the Theory of Public Goods”, Review of Austrian Economics, Vol. 10, nº1, 1997.

[44] Benegas Lych, Alberto “Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado”, 1997.

[45] Íbidem.

[46] Algunos autores se han referido a las sinergias entre el Estado y los proponentes de la teoría de los bienes públicos en el sentido de que la teoría sirve a los intereses del Estado y los profesores, como integrantes del sistema educativo controlado por la Administración, tienen incentivos para promoverla y reforzar así la legitimidad del Estado que les sustenta. Holcombe, Randall G. “A Theory of the Theory of Public Goods”, Review of Austrian Economics, Vol. 10, nº1, 1997.

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