viernes, 30 de junio de 2017

El verdadero programa de Lincoln, por Mises Hispano.

[Extraído de El verdadero Lincoln. Por cortesía de Unión Editorial]

Supongo que todos sabéis quién soy. Soy el humilde Abraham Lincoln. Muchos amigos me han solicitado que sea candidato a la asamblea legislativa. Mi política es breve y cordial, como el baile de la anciana. Soy partidario de un banco nacional (…), del sistema de fomento interno y de un alto arancel proteccionista. –Abraham Lincoln, 1832.

La declaración de Lincoln de apoyo al fomento interno y a un alto arancel, hecha la primera vez que se presentó a un puesto público en 1832, resume sucintamente el foco de atención de sus veintiocho años de carrera política antes de que fuera elegido presidente. La declaración ofrece asimismo una definición del programa político del Partido Whig. Lincoln fue siempre un whig y fue resueltamente devoto a ese programa: proteccionismo, control gubernamental de la oferta monetaria a través de un sistema bancario nacionalizado y subvenciones del Gobierno a empresas ferroviarias, marítimas y de construcción de canales (el “fomento interno”).

Roy Basler, el editor de las Obras Completas de Lincoln, comentó que Lincoln “apenas mencionó la esclavitud antes de 1854”.[1] De lo que Lincoln habló con gran convicción durante veintiocho años fue del programa económico whig, que bautizó como “Sistema Americano” el ídolo político de Lincoln, Henry Clay.

En su tratado de 1.248 páginas sobre la historia del Partido Whig en la política estadounidense, el historiador Michael F. Holton reseñó que Lincoln sirvió como elector presidencial para el Partido Whig durante las elecciones de 1840 y 1844 y “recorrió todo el estado defendido con ardor y elocuencia los programas económicos específicos de los whigs, como un banco nacional, un arancel proteccionista y la distribución de ingresos de tierras federales a los estados”, para subvencionar “el fomento interno”.[2] “Pocas personas en el Partido [Whig] estaban tan comprometidos con su programa económico como Lincoln”, escribe Holt.

Realmente lo estaba. En 1859, Lincoln anunciaba que era “en política, siempre un whig”.[3] Sus suegros eran amigos personales de los Clay de Kentucky. “Difícilmente puede leerse cualquier párrafo”, en el elogio a Clay, escribe Basler, “sin percibir que Lincoln estaba, consciente o inconscientemente, invitando a compararle y contrastarle con Clay” y presentándose a sí mismo como el aparente heredero de Clay en el Partido Whig.[4]

“Desde el primer momento en que Lincoln entró en la vida política como candidato a la asamblea legislativa del estado”, escribe el historiador Robert Johannsen, “demostró una inflexible fidelidad al partido de Henry Clay y al Sistema Americano de Clay, el programa de fomento interno y banca centralizada”.[5]

Cuando a mediados de los 1850 desapareció el Partido Whig, Lincoln se afilió al Partido Republicano, pero aseguró a sus votantes de Illinois que no había diferencias entre ambos. Como explica Johannsen, “Lincoln había trabajado durante veinticinco años a favor del Sistema Americano de Henry Clay, el programa que asociaba desarrollo económico a fuerte autoridad nacional centralizada y no estaba dispuesto a renunciar a esa inversión”.[6] A este respecto, los debates entre Lincoln y Douglas fueron realmente “otra vez una confrontación entre el “imperio consolidado de uno” de los Federalistas y Whigs y la “confederación de estados soberanos e iguales” de Jefferson y Jackson”.[7] Como describió el propio Stephen Douglas, “Lincoln era partidario de la consolidación e uniformidad de nuestro gobierno, mientras que yo abogaba por mantener la confederación de estados soberanos”.[8]

Los economistas tienen un término distinto para la combinación de políticas conocidas como Sistema Americano: lo llaman mercantilismo. Tal como lo definió el economista Murray Rothbard, el mercantilismo, “que alcanzó su culmen en la Europa de lo siglos diecisiete y dieciocho”, era “un sistema estatista que aprovechaba ciertas falacias económicas para crear una estructura de poder imperial estatal, así como subsidios especiales y privilegios monopolísticos a individuos o grupos favorecidos por el estado”.[9] Más concretamente, el proteccionismo (protección legal ante la competencia internacional a través de aranceles y cuotas de comercio) era uno de los medios por los que el gobierno podía dispensar favores a los grupos de intereses especiales bien relacionados (y bien financiados), que a su vez ofrecen apoyo financiero y de otro tipo a los políticos que los dispensaban. Esto beneficia tanto a las industrias protegidas frente a la competencia como a los políticos, pero daña a todos los demás. Los consumidores pagan precios más altos a causa de la menor competencia y asimismo disponen de menos alternativas. Los competidores potenciales quedan fuera del mercado, lo que significa una pérdida de empleos. El proteccionismo siempre reduce la riqueza de las naciones, por eso Adam Smith dio precisamente ese nombre a su obra maestra.

Los grupos de intereses especiales que se benefician del proteccionismo han empleado siempre pequeños ejércitos de intelectuales y publicistas cuyo trabajo principal consiste en engañar al público acerca de sus intenciones reales. Han intentado siempre convencer a la gente de que las políticas económicas que en realidad sólo benefician a pequeños grupos de intereses especiales son buenas “para la nación”. Eso es lo que Rothbard quería decir cuando escribió que el mercantilismo siempre se basa en “falacias económicas”. Debe desinformarse intencionalmente en economía a la gente para que el mercantilismo pueda sobrevivir.

Lo mismo puede decirse de otro elemento del mercantilismo: las subvenciones a través de impuestos a los negocios e industrias políticamente bien relacionados. Estas subvenciones generalmente benefician solamente a aquellos negocios que tienen la suerte de llevárselas, generalmente a expensas de los contribuyentes. Buena parte de la opinión pública ha acabado dándose cuenta: hoy día la expresión de resonancias progresistas “subvenciones de fomento interno” se denigra habitualmente (y correctamente) como sinónima de “bienestar corporativo” o “bienestar para los pudientes”.

La nacionalización de la banca también ha sido siempre parte integrante del programa mercantilista, ya que los mercantilistas siempre han defendido que el gobierno pueda imprimir fácilmente papel moneda para financiar sus subvenciones a intereses especiales. De esta forma, el coste de las subvenciones puede esconderse más fácilmente al público. Si los impuestos deben subirse para financiar las subvenciones, los contribuyentes pagan un coste directo y es posible que se opongan. Pero si las subvenciones se financian imprimiendo dinero, el coste económico se convierte en la inflación que produce esa impresión. Cuando pasa eso, la mayoría de las veces los políticos echan la culpa de la inflación a las “codiciosas corporaciones”, que supuestamente suben demasiado los precios, en lugar de a los culpables reales: los propios gobiernos.

Obviamente, el mercantilismo tiene el potencial para generar una buena dosis de corrupción política, como siempre ocurre en cualquier sistema en el que los gobiernos tienen poder de disponer de los ingresos fiscales para grupos de intereses especiales, en lugar de para cosas que beneficien a la generalidad del pueblo. Es exactamente esa corrupción potencial y la capacidad de literalmente comprar votos y apoyo político con fondos fiscales, lo que atrae al mercantilismo a políticos ávidos de poder. Puede ser malo para la economía, pero tiene un gran potencial favorecer el avance en una carrera política. Los whigs siempre lo tuvieron perfectamente claro, y por eso hicieron del mercantilismo, al que se referían eufemísticamente como “el Sistema Americano”, su objetivo político principal.

Edgar Lee Masters, el poeta y dramaturgo de Illinois (autor de la Antología de Spoon River) y en un tiempo compañero de bufete de Clarence Darrow, ofreció una definición del programa económico del Partido Whig que no resulta muy lisonjera, pero tenía más que un poco de verdad (por eso el por lo que sin duda ha habido tanta oposición a esa definición durante más de tres décadas):

[Henry] Clay fue defensor de ese sistema político que reparte favores a los fuertes con el fin de ganar y mantener su apoyo al gobierno. Su sistema ofrecía cobijo a tortuosas maquinaciones y empresas corruptas. (…) Era el amado hijo [en sentido figurado] de Alexander Hamilton, con sus corruptos tejemanejes para obtener fondos, sus supersticiones respecto de las ventajas de la deuda pública y de poner impuestos a la gente para hacer rentables empresas que no podían subsistir por sí mismas. Su ejemplo y doctrinas llevaron a la creación de un partido que no tenía tribuna en que anunciarse, porque sus principios eran el saqueo y nada más.[10]

La protección es un subsidio indirecto a negocios con influencia política que se realiza a expensas de los consumidores (que pagan precios más altos) y competidores potenciales. Al no disponer el gobierno nunca de recursos para subvencionar todos los negocios, las llamadas subvenciones de fomento interno nunca podrían haber sido más que subvenciones selectivas a negocios favorecidos políticamente. Y un sistema bancario nacionalizado, que finalmente adoptaron Lincoln y el Partido Republicano durante la Guerra de Secesión, siempre se ha usado como un medio para imprimir moneda (y por tanto crear inflación) para pagar aún más subvenciones selectivas a intereses especiales.

Todas estas políticas tienden asimismo a generar una centralización del poder gubernamental, y es por eso que eran el principal foco de debate estadounidense desde la fundación hasta los 1860. En ese momento se acabó el debate: los consolidadores, liderados por Lincoln y el Partido Republicano, habían ganado el debate, literalmente por la fuerza de las armas.

El Sistema Americano, en otras palabras, fue el marco de un gigantesco sistema de clientelismo político. Los políticos que podían controlar un sistema así, podían utilizarlo para mantener y elevar su propio poder y riqueza casi indefinidamente, como finalmente hizo el Partido Republicano. No fue un ejemplo de “capitalismo”, como incorrectamente afirmó James McPherson[11] en Abraham Lincoln and the Second American Revolution[12] sino más bien lo contrario: era mercantilismo, el mismo sistema contra el que se encaró Adam Smith en su épica defensa del capitalismo, La riqueza de las naciones[13].

El historiador Gabor Boritt comete el mismo error en “Lincoln and the Economics of the American Dream”, un ensayo en el que argumenta de modo inverosímil que las políticas económicas de Lincoln estaban diseñadas para mejorar el nivel de vida de “todos”.[14] Precisamente es cierto lo contrario. El Sistema Americano fue (y es) el peor tipo de política de intereses especiales y clientelares. Boritt acostumbra a realizar saltos  de trampolín literarios para encumbrar a Lincoln, pero en este caso sus argumentos no contienen nada de agua.

McPherson esta igualmente confundido en este punto. Escribe aprobadoramente sobre un “increíble bombardeo de leyes, la mayoría de ellas aprobadas en un periodo inferior a un año” durante la administración Lincoln, como creadoras de “una revolución capitalista” y un “proyecto para los modernos Estados Unidos”, del cual “Lincoln fue uno de los principales arquitectos”.[15] “Durante la Guerra Civil, escribe Maurice Naxter, biógrafo de Clay, “Lincoln y el Partido republicano implantaron buena parte del Sistema Americano”.[16]

Puede haber sido un “proyecto” de política económica, y sin duda Lincoln fue uno de sus principales arquitectos (como veremos en detalle en próximos capítulos), pero casi definitivamente no fue una revolución capitalista. El capitalismo es un sistema de intercambios libres y voluntarios, no de privilegio monopolístico creado por el proteccionismo. Es un sistema en el que los mercados de capitales financian aquellos proyectos de inversión que tienen más visos de servir al mayor número posible de consumidores, no un sistema donde las inversiones de capital dependan de los contactos políticos, como para con las subvenciones a “fomento interno”.

Uno de los grandes defensores del capitalismo durante el siglo veinte fue el Premio Nobel Friedrich Hayek, más conocido por su crítica de 1944 al socialismo, Camino de servidumbre. Lejos de abogar por la nacionalización de la oferta monetaria como esencial para una “revolución capitalista”, Hayek tituló uno de sus libros más conocidos como La desnacionalización del dinero, que creía que era fundamental para el desarrollo de una economía capitalista. Socializar la oferta monetaria, de acuerdo con Hayek y otros prominentes intelectuales capitalistas, es una grave equivocación. McPherson, Boritt y otros que argumentan que el programa económico mercantilista de Lincoln y los whigs promovió el “capitalismo” no estar más errados. Si hubo una “revolución” en política económica durante la administración Lincoln, fue una revolución mercantilista.

El “bombardeo de leyes” al que se refiere McPherson fue decididamente anticapitalista. Esas leyes desbaratan más que favorecen el desarrollo económico, como ilustró elocuentemente el economista David Osterfeld en Planning versus Prosperity.[17] Lo que favorecen es una mayor politización de las decisiones económicas generando una mayor centralización del poder político. Si hay una lección que deberíamos haber aprendido del siglo veinte es que cuanto más se politice la economía, menos oportunidades económicas se producen para los ciudadanos normales. Esto es cierto para todas las formas de estatismo, del mercantilismo al más duro socialismo.

Henry Clay y los whigs

Un repaso somero a algunas de las convicciones y éxitos políticos de Henry Clay será útil para explicar de qué estaba tan encaprichado Lincoln y a qué se dedicó durante más de treinta años de su vida adulta.

Cuando Henry Clay entró en la política nacional en 1811 como miembro del Congreso, en vísperas de la Guerra de 1812, uno de sus primeros actos fue intentar convencer a sus colegas de invadir Canadá, lo que hicieron tres veces. Inició una batalla política de treinta años contra gente como James Madison, James Monroe, John C. Calhoun, John Randolph, Andrew Jackson y otros defensores de la filosofía de Jefferson de un gobierno limitado, descentralizado y constitucional. Clay fue el heredero político de Alexander Hamilton y así defendió el poder gubernamental centralizado dirigido mediante favores políticos en beneficio de lo que el Senador de EE.UU. por Virginia, John Taylor, llamó la “aristocracia del dinero”.[18]

Igual que Lincoln, Clay empleó buena parte de su carrera cabildeando subvenciones políticas para compañías en nombre del “fomento interno”. Los Presidentes Madison y Monroe vetaron normas de fomento interno que fueron propuestas por Clay, basándose en que la Constitución no permitía hacer ese gasto de dólares fiscales.[19] Tal como taylos lo veía, Clay y sus compadres políticos (incluyendo a Lincoln en sus últimos años) buscaban traer el sistema mercantilista británico a Estados Unidos, “junto su deuda nacional, corrupción política y partido de los jueces”.[20]

Clay fue el más fiero impulsor del proteccionismo en el Congreso desde 1811 hasta su muerte en 1852. Los fabricantes del Norte que querían protegerse de la competencia internacional con aranceles altos hicieron de él su hombre en el Congreso: Lincoln aspiró a tomar su testigo y finalmente lo logró. La defensa del proteccionismo de Clay le llevó a constantes conflictos con varios políticos del Sur. Para 1840 la mayoría de las exportaciones de EE.UU. salían del Sur. Al ser la economía del Sur casi exclusivamente agraria, altos aranceles significaban que los sureños tendrían que pagar más por los productos manufacturados, vinieran éstos de Europa o de los estados del Norte.

Hasta los 1820, figuras políticas como John C. Calhoun, habían condenado ritualmente en arancel como una herramienta inconstitucional de saqueo, a través de la cual los sureños cargarían con la parte del león de los costes del gobierno (no había impuesto federal de la renta), mientras que la mayoría de los gastos financiados con los ingresos arancelarios se producirían en el Norte.

Así, cuando Clay propuso una brusca alza en los aranceles en 1824 (que se convirtió en ley), los miembros del Congreso procedentes del Sur se opusieron de inmediato. Sin inmutarse por la oposición, Clay se convirtió entonces en el principal proponente y patrocinador de lo que se acabó llamando en torno a 1828, el “arancel abominable”, que subió aún más los aranceles. Las tarifas más altas eran supuestamente necesarias, según Clay, porque las tarifas de 1824 “quedan cortas para lo que desearían muchos de mis amigos”.[21]

El arancel abominable de Clay casi precipitó un crisis secesionista cuando un convención política en Carolina del Sur votó anular el arancel (es decir, rehusar recaudarlo en el puerto de Charleston). La resistencia acabó forzando al gobierno federal a retractarse, reduciendo la tarifa en 1833.

Clay estaba furioso por haberse visto forzado a negociar y en un discurso en la sede de la Cámara de Representantes, prometió que algún día “desafiaría al Sur, al presidente y al diablo”, si fuera necesario, para subir de nuevo las tarifas arancelarias.[22]

Clay fue asimismo un poderoso partidario de un sistema bancario nacionalizado. Tuvo una batalla política campal con Andrew Jackson (que acabó ganado Jackson) sobre la redefinición del papel de Banco de Estados Unidos.

Como orador en la Cámara de Representantes, Clay manifestó personalmente la utilidad del Banco de Estados Unidos para políticos tan ambiciosos como él. Aprovechó su posición para situar a sus compinches de Kentucky en el consejo de dirección del banco, permitiéndoles recompensar a sus apoyos políticos con créditos blandos. Ese era precisamente el tipo de corrupción política que temían los oponentes a la banca nacionalizada, como Andrew Jackson.

Jackson denunció el banco nacional como “peligroso para la libertad del pueblo estadounidense, porque representaría una gran centralización del poder político y económico bajo control privado”.[23] Entendía las implicaciones de una oferta monetaria politizadas tan bien como Clay y los whigs.

Habiendo observado el comportamiento de Clay como principal manipulador político en el Banco de Estados Unidos, Jackson consideraba al banco como “una enorme máquina electoral” que tenía “poder para controlar al gobierno y cambiar su orientación”.[24] Por supuesto, eso era exactamente lo que querían hacer los whigs.

El Secretario del Tesoro de Jackson, Roger B. Taney, que posteriormente llegó a ser presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, también se quejó de la “corruptora influencia” del Banco, con “sus favores mayores que los del gobierno” y su capacidad para “influir en las elecciones” fundamentalmente comprando votos cerca de la jornada electoral, a través de gastos gubernamentales selectivos financiados por el banco.[25]

Otra evidencia de que eran fundadas las reticencias de Jackson y Taney reside en el comportamiento del propio Henry Clay de 1822 a 1824. Estando endeudado por un crédito personal en 40.000$, Clay abandonó el Congreso por dos años en 1822 para trabajar como consejero general del Banco de Estados Unidos. Como explica Maurice Baxter, biógrafo de Clay,

Sus ingresos en este trabajo aparentemente importaron lo que necesitaba [para saldar su deuda personal]: tres mil dólares anuales del banco como consejero jefe, más por intervenir en casos concretos y una considerable cantidad de bienes inmuebles en Ohio y Kentucky, además del dinero. (…) Cuando renunció para convertirse en Secretario de Estado en 1825, se mostró satisfecho de su compensación[26]

¿Cómo no iba a estar satisfecho? En dólares actuales, la cantidad de dinero que ganó Clay en sólo dos años sería el equivalente a cerca de un millón de dólares.

Otro whig, Daniel Webster, ni siquiera se preocupó de renunciar al Congreso antes de cobrar una “compensación” del banco. Sólo demandó un “anticipo” del banco como recompensa por ser uno de los portavoces jefe, junto con Clay, en el Congreso. Una vez escribió a Nicholas Biddle, el presidente del banco, “Creo que mi anticipo no se ha renovado o actualizado como es habitual. Si se desea que mi relación con el Banco continúe, podría ser bueno que se me envíe el anticipo habitual.”[27] Era a este el tipo de estafa política al que se referían Taney y Jackson cuando hablaban de la “influencia corruptora” de un sistema bancario nacionalizado.

Hacia 1840 Clay y los whigs pensaron que finalmente tenían una oportunidad de romper el atasco constitucional que se interponía en su camino hacia su anhelado Sistema Americano con la elección de su candidato presidencial, William Henry Harrison. Clay, una influencia determinante en el Congreso, estaba en la cumbre de su carrera. Estaba seguro de que el Congreso, en esencia se limitaría a sellar una reorganización del Banco de Estados Unidos, decretar tarifas arancelarias radicalmente más altas y reservar subvenciones a fomento interno para empresas políticamente bien relacionadas… y que Harrison aprobaría lo que hiciera el Congreso.

Por desgracia para los whigs, Harrison murió exactamente un mes después de tomar posesión. Su vicepresidente, John Tyler, de Virginia, resultó ser un jeffersoniano y un partidario de los derechos de los estados y de un gobierno limitado y descentralizado. Parece que el Partido Whig prestó poca atención a las opiniones de Tyler antes de incluirle en el ticket presidencial. El biógrafo de Tyler, Oliver Chitwood, escribió que “la poca atención que se prestó al papel de Tyler en la campaña se debió principalmente al hecho de que ‘Tyler Too’[28] rimaba con ‘Tippecanoe’”.[29] (Tyler, un ex general, fue el héroe de la Batalla de Tippecanoe en la Guerra de 1812).

Tyler vetó la ley bancaria de Clay diciendo “El poder del Congreso de crear un banco nacional que opere por sí mismo por encima de la Unión ha sido objeto de controversia desde el principio del Gobierno (…) mi propia opinión ha sido uniformemente declarada como contra el ejercicio de cualquier poder de ese tipo por este gobierno.”[30] Tyler también se opuso a los aranceles proteccionistas y las subvenciones al fomento interno.

Los whigs protestaron airadamente, quemando a Tyler en efigie delante de la Casa Blanca y expulsándole del Partido. La idea de un sistema bancario nacionalizado y altas tarifas arancelarias para pagar un masivo sistema de subvenciones a empresas permanecería en hibernación durante otros veinte años, hasta que finalmente las llevó a cabo la administración Lincoln.

Proteccionismo, una oferta monetaria controlada por el gobierno central, y subvenciones gubernamentales a empresas fueron las piedras angulares de lo que podría llamarse el Sistema Americano de Hamilton/Clay/Lincoln. Un cuarto asunto sería la búsqueda de un imperio, un objetivo que nunca los padres fundadores nunca pretendieron que fuera el propósito del nuevo gobierno que acababan de crear. Esto nos lo demuestra la actitud de Clay hacia los indios americanos, ya que es sustancialmente la misma que mostró el gobierno bajo la dominación monopolística de la política del Partido Republicano desde 1865 a 1890. Éste fue el periodo de tiempo en que todos los indios de las llanuras fueron asesinados o recluidos en reservas.

Una de las primeras afirmaciones de Clay como Secretario de Estado fue que “nunca hubo un indio de pura raza que se haya adaptado a la civilización”, porque “no estaba en su naturaleza”. “No pensaba en ellos, como raza, que mereciera la pena preservarlos”, eran “inferiores” a los anglosajones y su “raza no podía mejorarse”. “Su desaparición de la familia humana no será un gran pérdida para el mundo”.[31] Esas afirmaciones son difíciles de conciliar con la caracterización por Lincoln de Clay como un defensor de la libertad y la igualdad y un gran filántropo.

Lincoln, el whig

Desde el momento en que entró en política, Lincoln fue fiel al Sistema Americano. Durante la campaña de elecciones nacionales de 1840, hizo múltiples discursos a favor de establecer un sistema bancario nacionalizado. En un discurso sobre política bancaria realizado el 26 de diciembre de 1839 en Springfield, Illinois, Lincoln atacó a Andrew Jackson y defendió la presunta constitucionalidad de un banco nacional.[32]

Durante la campaña electoral presidencial de 1848, cuando fue candidato whig Zachary Taylor, Lincoln hizo campaña por Taylor y prometió que si le elegían el país tendría de nuevo un banco nacional.[33]

Incluso al comentar la sentencia sobre Dred Scott[34] el 26 de junio de 1857, aparentemente Lincoln no pudo resistir criticar de nuevo el rechazo de Jackson treinta años antes de reorganizar el Banco de Estados Unidos, insinuando que había actuado inconstitucionalmente e imputó a Douglas la misma crítica. Usó los mismos argumentos  un mes después en una respuesta a Douglas.[35] Lincoln con frecuencia aprovechaba para defender la nacionalización del dinero y demonizar a Jackson y los demócratas por oponerse. De todos los whigs, Lincoln (después del propio Clay) fue el más fiero defensor de la oferta monetaria nacionalizada.

Si los whigs no podían tener un gobierno federal que imprimiera papel moneda, podían arreglárselas con un control de la moneda por los gobiernos estatales como segunda alternativa. Así, después de que Jackson rechazara reorganizar el Banco de Estados Unidos, Lincoln y los whigs en Illinois empezaron a defender el papel moneda emitido por los bancos de los gobiernos estatales para ayudarles a pagar sus proyectos de fomento interno.

Como miembro destacado de la asamblea legislativa de Illinois, Lincoln se opuso repetidamente a las propuestas de los legisladores demócratas para auditar el banco estatal de Illinois.[36] En diciembre de 1840 los demócratas en la asamblea quisieron solicitar al banco que realizara pagos en especie (es decir, en oro), en lugar de en papel. Se autorizó al banco a continuar con su suspensión de pagos en especie hasta el final del año. Lincoln quiso desesperadamente eludir este cambio hacia una moneda más sólida basada en el oro, así que en un intento de detener la suspensión en la asamblea legislativa se dirigió hacia la puerta junto con sus compañeros whigs, que estaba cerrada con llave y custodiada. Su objetivo era dejar la sala para que no hubiera quórum para votar la suspensión. Con la puerta bloqueada, Lincoln salto desde la ventana del primer piso y le siguieron sus correligionarios whigs. Después de esto, los demócratas empezaron a hablar de “Lincoln y su hermandad voladora”.[37]

Igual que Clay, Lincoln fue un ardiente proteccionista durante toda su carrera política y trató de recoger su testigo como principal portavoz políticos de los fabricantes del Norte, que querían un arancel que les protegiera de la competencia extranjera. Como otros mercantilistas de su tiempo, Lincoln ignoraba la bien concida argumentación a favor del libre comercio hecha en 1776 por Adam Smith y ampliada y detallada por economistas teóricos tan ilustres como David Ricardo, Jean Baptiste Say y Frederic Bastiat. También ignoraba la lógica económica de la cláusula sobre comercio de la Constitución de EE.UU., que (para garantizar el libre comercio entre estados) declaraba ilegal a un estado imponer aranceles a bienes importados de otro estado. Si el libre comercio entre estados es una buena idea (que lo es), es igual de buena idea en relación con el comercio internacional. Ese también era el pensamiento de los que formularon la idea. Jefferson y Washington, por ejemplo, eran tan acérrimos partidarios del libre comercio internacional como del interestatal.

Los beneficios del libre comercio eran bien conocidos cuando Lincoln entró en política, especialmente en Estados Unidos, ya que crearon mucha controversia desde los años 1820. Era bien conocido que las restricciones al comercio tienden a reducir la riqueza de las naciones, aunque ofrezcan beneficios financieros temporales a las industrias protegidas frente a la competencia. Los beneficios, claro, se producen principalmente a expensas de los consumidores normales y trabajadores cuyas alternativas se ven más limitadas y deben pagar precios más altos por sus bienes.

Cuando el Presidente Jefferson impuso un embargo comercial en respuesta a la piratería británica contra naves de EE.UU., los federalistas de Nueva Inglaterra se opusieron agriamente y durante más de diez años planearon dejar la Unión, preocupados por la reducción del comercio exterior. Era un principio aceptado en ese tiempo que un importante medio de dañar al enemigo en tiempo de guerra era bloquear sus puertos para infligir daños económicos. De hecho, ésta fue una de las primeras acciones de guerra de Lincoln: infligir daño a la economía del Sur, interfiriendo en su comercio. Era (y es) evidente que aranceles y otras formas de proteccionismo pueden conseguir en la práctica el mismo resultado.

Los beneficios del libre comercio eran tan bien conocidos que en 1850 Inglaterra derogó sus Leyes del Grano, lo que implicó que desaparecieran todos los aranceles sobre granos. Hacia 1860 la otra gran potencia europea, Francia, había eliminado asimismo la mayoría de sus aranceles y el libre comercio se iba extendiendo por el resto de Europa.

Los proteccionistas siempre han planteado el caso de sus políticas  de intereses especiales produciendo un vendaval de teorías económicas aparentemente razonables, pero incorrectas, diseñadas para nublar el conocimiento público sobre sus verdaderas intenciones. En otras palabras, para que la opinión pública apoye el proteccionismo, buena parte de la gente debe estar convencida de que lo que en realidad son los intereses de un pequeño grupo especial (es decir, ciertos fabricantes) son realmente “el interés público”. Convencer a los consumidores de que en realidad les interesan precios más altos es, dicho así, una proposición absurda, pero los astutos propagandistas del proteccionismo siempre se han aprovechado de la ignorancia pública sobre economía, para ponerles una venda en los ojos.

Como muchos otros proteccionistas dentro del Partido whig, Lincoln se familiarizó, no con la obra de Smith, Ricardo, Say o Bastiat, sino con un publicista de la industria del acero de Pennsylvania llamado Henry C. Carey, que se ganaba la vida popularizando mitos proteccionistas a favor de esa industria. Aunque Carey admitió una vez que “nunca había dedicado tres días al estudio de la economía política”, sin embargo afirmaba “revelar las falacias” de La riqueza de las naciones de Adam Smith.[38]

Lincoln habló frecuentemente a lo largo de su carrera acerca del asunto de los aranceles y sus argumentos cuando quizá se expresaron mejor fue en un discurso de diciembre de 1847, justo antes de ocupar un escaño en el Congreso de EE.UU. Basándose en la obra de Carey, Lincoln expuso el argumento contraintuitivo de que favorecer la competencia mediante el libre comercio acaba causando precios más altos. Su argumento era que puesto que los costes de transportar bienes de un país a otro constituían un “trabajo inútil”, un incremento de ese trabajo haría que los precios subieran.[39] Siguiendo esta lógica, la importación de productos agrícolas de Illinois a Ohio o de Springfield a Chicago, dentro de Illinois, debería también estar prohibida por los efectos del “trabajo inútil”. Evidentemente, esos costes de transporte y virtualmente todos los costes de marketing sirven para aumentar la competencia y así reducir los precios al consumidor.

Lincoln también propugnó versión grosera de la muy desacreditada teoría marxista del valor trabajo, que sostenía que todo valor se crea por el trabajo empleado para producir algo. De acuerdo con esta teoría, por ejemplo, puede crearse “valor” cavando un agujero en medio de desierto del Sahara. El libre comercio, según Lincoln, creaba un sistema en el que “algunos han trabajado y otros disfrutado, sin trabajar, de una buena parte de los rendimientos. (…) Asegurar a cada trabajador el producto completo de su trabajo (…) es uno de los más loables objetivos de cualquier buen gobierno”.[40]

Así ignora que las preferencias del consumidor también son importantes para determinar el valor económico, como también lo son el emprendimiento, la inversión y la toma de riesgos, que impulsan la rentabilidad de la industria. Pero Lincoln fue lo suficientemente lejos como para decir que si se le diera poder para ello, prohibiría completamente la mayoría de la competencia exterior, permitiendo sólo la importación de bienes que no se produjeran en Estados Unidos. “Yo (…) continuaría [comerciando] cuando sea necesario y dejaría de hacerlo, cuando no lo sea. Por ejemplo: continuaría comerciando siempre que hiciera para traernos café y dejaría de hacerlo si  se hiciera para traernos algodón”.[41] En otras palabras se nombraría dictador económico.  Los consumidores pueden haber preferido competencia en los mercados del algodón y el aumento de alternativas y los precios más bajos que habría traído, pero Lincoln, el dictador económico, “dejaría de hacerlo” para hacer un favor político a ciertos fabricantes nacionales de algodón. En una economía realmente capitalista, son los consumidores los que en definitiva deciden con su apoyo qué negocios deben permanecer y cuáles no: la decisión no la toma un planificador económico central, como Lincoln, según parece, se imaginaba que iba a ser.

Lincoln siguió siendo un proteccionista acérrimo toda su carrera política. De hecho, como apuntó el historiador Richard Bensel, el arancel era nada menos que la “pieza central”  del programa del Partido Republicano en 1860.[42]

El elemento del Sistema Americano que parece haber sido el motivo principal de que Lincoln entrara en política en 1832, fue la subvención gubernamental para “fomento interno” o, en términos modernos, el “bienestar corporativo”. Fue lo primero que mencionó en su discurso de presentación de 1832 a la gente de Sangamo, Illinois, al anunciar que se iba a presentar como candidato a la asamblea legislativa. Después de anunciar que pretendía repreentar sus “sentimientos respecto de los asuntos locales”, proclamó que “El tiempo y la experiencia han verificado y demostrado la utilidad pública del “fomento interno”.[43] La mayoría del discurso tenía que ver con su defensa de las subvenciones estatales a las empresas ferroviarias y de construcción de canales.

Durante su breve periodo como miembro del Congreso, Lincoln dio un apasionado discurso sobre fomento interno (20 de junio de 1848) en el que se ocupó de todas las objeciones de Partido Demócrata a esas subvenciones (abrumarían el tesoro, serían injustas e inconstitucionales y son una prerrogativa de los estados).[44]

En este discurso, y en muchos otros, no se suavizó el apoyo de Lincoln a las subvenciones federales a compañías constructoras de ferrocarriles y canales, a pesar de la desgraciada experiencia de Illinois (y docenas de otros estados), a finales de los 1830, cuando era un importante miembro de la asamblea legislativa del estado de Illinois. En 1837, con ayuda del liderazgo de Lincoln, por fin los whig consiguieron dominar al asamblea legislativa para apropiarse de cerca de 12 millones de dólares de multitud de proyectos de “fomento interno”. Quizá ésta sea la pleamar de los whigs en la política estatal, ya que proyectos similares estaban en marcha simultáneamente en muchos otros estados.

Pero el programa fue un desastre. Tal como lo describió el compañero de bufete de Lincoln, William H. Rendón, el programa de fomento interno de Illinois fue “temerario e imprudente”:

Las gigantescas y magníficas operaciones del plan deslumbraron a casi todos, pero al final generaron una deuda tan enorme como para impedir el de otra forma maravilloso progreso de Illinois. Las cargas impuestas por esta asamblea bajo el disfraz del fomento fueron tan monumentales en tamaño que sorprende poco que en el intervalo de unos años, el monstruo del impago [de la deuda] asomara a menudo su odiosa cara sobre las olas de la indignación popular.[45]

George Nicolay y John Hay, que estudiaron leyes en el bufete de Lincoln en Springfield, Illinois, y posteriormente fueron sus secretarios personales en la Casa Blanca, describieron la debacle del fomento interno como sigue:

El mercado se sobresaturó de bonos de Illinois, un banquero e intermediario tras otro, en quien habían imprudentemente confiado en Nueva York y Londres, quebraban o se largaban con el producto de la venta. El sistema había quebrado completamente: no podía hacerse otra cosa que anularlo, dejar de trabajar por caminos visionarios e intentar inventar medios para pagar la enorme deuda. Este esfuerzo condición las energías de la asamblea en 1839 y por unos cuantos años más. Fue una tarea lúgubre y descorazonadora. Había llegado la resaca después de años de borrachera y una había una deuda aplastante encima de gente que se había engañado a sí misma con la mentira de que se les podía pagar mediante acciones legislativas.[46]

Y Lincoln fue tan responsable como cualquier otro de convencer al público de esa “mentira”. La asamblea legislativa de Illinois había dedicado 12 millones de  dólares en 1838 a esta serie de derroches. Lo que habían prometido Lincoln y otros partidarios de los proyectos, escribió Rendón, era que “cada río y arroyo (…) iba a ser ampliado, dragado y hecho navegable. Se iba a cavar un canal que conectaría el río Illinois y el lago Michigan, (…) las ciudades florecerían por todas partes, (…) la gente vendría en tropel a las colonias, hasta que (…) Illinois iba a aventajar a todos los demás y a convertirse en el Estado Imperial de la Unión”.[47]

Pero después de gastarse los 12 millones, observaron Nicolay y Hay, no quedó nada de los “brillantes planes”, salvo “una carga de deuda que paralizó durante años las energías de la gente, unas pocas millas de terraplenes que la hierba se apresuró a cubrir y unos pocos contrafuertes que permanecieron durante años a las orillas de frondosos ríos, esperando sus tan retrasados puentes y trenes”.[48]  Herndon escribió que “el sistema de fomento interno, cuya adopción había promovido en buena medida Lincoln, había colapsado, con el resultado de que Illinois quedaba con un enorme déficit y una hacienda sin dinero”.[49] Cuando Illinois enmendó su constitución en 1848, prohibió el gasto de dinero fiscal en cualquier tipo de empresa privada.

En su History of the People of the United States, John Bach McMaster indicó que en cualquier otro estado que se había “dedicado imprudentemente” a financiar el fomento interno en los 1830, los resultados fueron los mismos, no se concluyó ninguna obra (¡ninguna!), no produjo ningún ingreso o muy pocos y la acumulación de deuda obligó a onerosos incrementos en impuestos para pagarlas.[50] El experimento whig de subvenciones de fomento interno a nivel estatal había demostrado ser para ellos un desastre sin paliativos, pero los whigs (y Lincoln) parece que no se vieron completamente desconcertados, ya que continuaron propugnando incansablemente más de lo mismo durante décadas.

Lincoln explicó a un amigo sus motivos para ser tan fiero partidario de las subvenciones corporativas, a pesar de la debacle de Illinois. Su ambición, dijo al amigo, era convertirse en “el De Witt Clinton de Illinois”.[51] Se considera a De Witt Clinton, un gobernador del estado de Nueva York, como introductor en Estados Unidos del “spoils system”[52]. Convenció a su asamblea legislativa para que financiara el Canal Erie, que hoy en día es considerado por algunos historiadores como un ejemplo del siglo diecinueve de subvención “de éxito” en fomento interno. Sin embargo, ese “éxito” es discutible, a la vista de que el canal quedó obsoleto con la llegada del transporte por ferrocarril.

El fomento interno desde una perspectiva histórica

Lincoln fue un político extraordinariamente astuto y no fue sólo la casualidad lo que le hizo elegir el fomento interno como su asunto clave cuando entró en política en 1832. Era un componente central en el más importante debate político y económico de la primera mitad del siglo diecinueve y Lincoln se aseguró de tener peso en él. No puede entenderse completamente el programa de Lincoln sin entender este debate desde una perspectiva histórica y qué papel correspondió en él al propio Lincoln.

Desde el momento de la fundación hubo una acusada división política entre quienes eran partidarios de un poder gubernamental centralizado y quienes apoyaban uno descentralizado. Los Federalistas se enfrentaron a los Antifederalistas (o también, los partidarios de Hamilton se enfrentaron a los de Jefferson), con el Secretario del Tesoro de EE.UU., Alexander Hamilton como principal promotor de la centralización. Hamilton defendía un gobierno central poderoso que intervendría económicamente, mientras que los jeffersonianos se mostraban altamente escépticos, si no alarmados, ante esa perspectiva.

En la convención constitucional, Hamilton, el “gran centralizador”, propuso una constitución alternativa que concentraba todo el poder político en el gobierno central, especialmente en el poder ejecutivo, sin dejar prácticamente ningún papel a los estados. También propuso un “presidente permanente” que tendría un poder absoluto de veto sobre toda la legislación y que también tendría poder para nombrar a todos los gobernadores estatales. No creía en la soberanía dividida del federalismo que adoptaron los demás padres fundadores.

A partir de 1820, este debate sobre el propósito fundamental del gobierno se convirtió en debate sobre un programa de política económica propuesto por los herederos políticos de los federalistas, principalmente los políticos del Norte. Tal como lo describió el historiador F. Thornton Miller, había “un grupo de norteños decidido a emplear el gobierno federal para lograr sus objetivos económicos. Sus medios eran los bancos nacionales, el fomento interno y los aranceles”.[53]

Los partidarios del gobierno centralizado habían adoptado de hecho el mercantilismo del tipo británico como programa económico, y sobre él acabaría Lincoln basando toda su carrera política. Jefferson y sus discípulos se oponían tanto a ese programa porque tenían bien presentes sus resultados: favores aprobados por el gobierno para los políticamente bien relacionados a expensas del público en general, fiscalidad opresiva, desigualdades sociales perjudiciales, monopolios económicos, corrupción política y la monopolización del poder político por un grupo de hombres que orquestarían la profana alianza entre gobierno y empresas. De hecho fue justamente ese sistema, con la opresiva finalidad que creó, lo que llevó a muchos ciudadanos británicos a dejar su propio país e instalarse en las colonias americanas.

El Senador John Taylor, de Virginia, describió el sistema mercantilista británico como “indudablemente el mejor que ha existido nunca para quitar dinero a la gente, y las restricciones comerciales [es decir, aranceles] (…) son sus medios más eficaces para conseguir su objetivo. No se ha inventado un modo igual de enriquecer al partido del gobierno y empobrecer al partido del pueblo.”[54]

Para los años 1830 el relevo de los mercantilististas/hamiltonianos lo habían tomado los hombres que formaban el Partido Whig. Pelearon duramente, aunque con moderado éxito, hasta la desaparición del Partido Whig en 1856. En ese momento el Partido Republicano adoptó el programa y en 1860 Abraham Lincoln se convirtió en su abanderado. Los próximos capítulos demostrarán que la elección de Lincoln (y la victoria del Norte en la guerra) significó el triunfo definitivo de la rama federalista/hamiltoniana en la política estadounidense.

Hamilton propuso por primera vez subvenciones gubernamentales para fomento interno en su “Report on Manufactures” de 1791, a causa de su creencia en que los mercados de capitales privados no serían suficientes para apoyar adecuadamente esos proyectos.[55] Pero el Secretario del Tesoro de Jefferson, Albert Gallatin, fue el primero en presentar un plan centralizado detallado de fomento interno. Propuesto al Congreso en 1806, el Plan Gallatin era un programa decenal de construcción de canales y carreteras financiadas federalmente, que el propio Gallatin creía que supuestamente ofrecería “protección frente a asaltos y enemigos”.[56]

Sin embargo, quedó poco del Plan Gallatin, por las objeciones constitucionales que puso Jefferson, que creía que la Constitución necesitaría enmendarse para permitir ese gasto de fondos.

El presidente John Quincy Adams (1825-1829) fue el segundo más relevante defensor de las subvenciones de fomento interno, pero no tuvo éxito en conseguir apropiarse de esos fondos. En una carta privada después de que dejara la presidencia, Adams opinaba que “la principal tarea de mi administración fue hacer madurar un sistema regular y permanente para la aplicación al fomento interno de todo ingreso sobrante de la Unión” de forma que “toda la superficie de la nación estuviera atravesada con líneas férreas y canales”.[57] Adams se quejaba amargamente de que su grandioso plan se frustrara por el argumento constitucional de James Monroe, que se había visto afligido por “el pernicioso aliento de Jefferson”.[58] También arremetía contra el Senador por Carolina del Sur John C. Calhoun (al que llamaba el “genio oscuro del Sur”), por el hecho de que “el gran objetivo de mi vida (…) aplicado a la administración del gobierno, ha fracasado”.[59]

Después de que Adm. Fuera derrotado por Andrew Jackson en las elecciones de 1832, Henry Clay se convirtió en el principal defensor de la opinión de Hamilton. Y un joven Abraham Lincoln, al pensar en entrar en política, se subió al vagón del fomento interno, llevando consigo asimismo los demás elementos de la centralización whig/hamiltoniana: en ese momento empezó a loar la grandeza de Henry Clay y sus ideas de política económica.

James Madison, el “padre” de la Constitución dio el argumento constitucional más poderoso contra el uso de los ingresos fiscales federales para fomento interno. Cuando el Banco de Estados Unidos se reorganizó en 1816, Henry Clay introdujo en una propuesta una asignación de 1,5 millones de dólares para subvenciones a la construcción de carreteras y canales. En su último día en el cargo Madison vetó la propuesta. Decidió que

era el momento de dar a la nación una lección de constitucionalismo. La propuesta, dijo, no tenía en cuenta el hecho de que el Congreso había enumerado los poderes en la sección ocho del primer artículo de la Constitución, “y no parece que el poder que se propone ejercer en la propuesta esté entre los enumerados o que pueda caer por cualquier interpretación dentro del poder de hacer las leyes adecuadas y necesarias” para poner en ejecución otros poderes constitucionales.[60]

Madison advirtió al Congreso de que la cláusula del bienestar general de la Constitución nunca pretendió ser una caja de Pandora para la legislación de intereses especiales.

Unos dieciséis años después, Andrew Jackson vetó numerosas normas de fomento interno, refiriéndose a ellas, en su mayoría promovidas por Henry Clay, como “hacer soportar al gobierno las pérdidas de especulaciones privadas fracasadas”. En su discurso de despedida, Jackson presumió de que había “derrocado finalmente (…) el plan de gasto inconstitucional para influencias corruptas”.[61]

No era sólo un debate sobre la construcción de canales, carreteras y vías férreas. Era un debate sobre el verdadero significado de la Constitución y la forma que tomaría el gobierno de los Estados Unidos.

Derroche, fraude y corrupción

Empezando por Alexander Hamilton, los proponentes de subvenciones gubernamentales de fomento interno argumentaban que los mercados de capitales privados no proveerían los suficientes recursos. Pero el economista Daniel Klein ha demostrado que las carreteras financiadas privadamente proliferaron durante la primera parte del siglo diecinueve. Tan pronto como en 1800 había en Estados Unidos sesenta y nueve compañías constructoras de carreteras financiadas privadamente. Durante los siguientes cuarenta años, se construyeron más de 400 carreteras privadas[62] (a las que se llamaba “turnpikes”[63]).

El empresario ferroviario James J. Hill llegó a construir un ferrocarril transcontinental (la Great Northern) sin recibir un duro de subvenciones gubernamentales; ni New Hampshire ni Vermont dieron ayuda alguna a los ferrocarriles, pero las líneas construidas privadamente cubrían ambos estados; los mormones construyeron varias líneas con fondos privados en Utah. Después de la debacle de Illinois de 1837, Chicago pasó a ser el centro ferroviario de los Estados Unidos sin ningún subsidio del gobierno.

Los comerciantes locales y residentes en pueblos invirtieron masivamente en la construcción de carreteras y canales privados porque entendieron que serían útiles para sus negocios y sus comunidades. Había importantes presiones sociales para invertir en bien de la comunidad. Sin embargo, los gobiernos locales y estatales se dedicaron a subvencionar el fomento interno y en prácticamente todos los casos el resultado fue una calamidad financiera no muy distinta de la debacle de Illinois a finales de los 1830.

Ohio fue uno de los estados más activos subvencionando el fomento interno, pero había tanto derroche y corrupción, escribe el historiador económico Carter Goodrich, que Ohio “quedó como uno de los mejores ejemplos de los sentimientos de repulsión contra la promoción gubernamental del fomento interno”.[64] En 1851 Ohio siguió a Illinois al enmendar su constitución para prohibir subvenciones gubernamentales a corporaciones privadas. Indiana y Michigan tuvieron aún menos éxito que Illinois y Ohio, y en tres años escasos, después de gastar millones en proyectos de construcción de canales y carreteras, todos estaban en quiebra. Estos estados también enmendaron sus constituciones para prohibir subvenciones gubernamentales para fomento interno.[65]

Subvencionar el fomento interno fue un desastre general tal que cuando Wisconsin y Minnesota entraron en la Unión en 1848 y 1858, sus constituciones estatales prohibían subsidios e incluso préstamos a compañías privadas. En Iowa, los tribunales estatales sostenían que la ayuda de los gobiernos locales a compañías privadas era inconstitucional. Para 1861, las subvenciones gubernamentales para fomento interno estaban prohibidas mediante enmiendas constitucionales, en Maine, Nueva York, Pennsylvania, Maryland, Minnesota, Iowa, Kentucky, Kansas, California y Oregón. Virginia del Oeste, Nevada y Nebraska entraron en la Unión en los años 1860 con prohibiciones similares. Para 1875, Massachussets era el único estado que aún permitía subvenciones estatales para el fomento interno.[66]

Lo que esto sugiere es que el programa Hamilton/Clay/Lincoln de subvenciones gubernamentales para corporaciones constructoras de carreteras y ferrocarriles era terriblemente impopular en toda la nación y había sido un rotundo fracaso en todos los casos. Sin embargo, ninguna de estas experiencias parece haber desalentado a Lincoln, ya que continuó promoviendo proyectos de fomento interno aún mayores y más grandiosos a lo largo de toda su carrera política. De hecho, incluso durante el primer año de la guerra, cuando la suerte del ejército federal estaba empeorando, la administración Lincoln desvió millones de dólares a proyectos ferroviarios en California.

La mayoría de la oposición a las subvenciones de fomento interno a nivel de gobierno federal venía de los sureños, quienes eran “los más consistentes opositores a la ayuda federal”, escribió Carter Goodrich.[67] Los sureños se oponían de tal forma que, de hecho, la Constitución Confederada de 1861, como la mayoría de las estatales de ese tiempo, ilegalizó las subvenciones de fomento interno. El artículo 1, sección 8, cláusula 3 de la Constitución Confederada decía que “ni esta, ni ninguna otra cláusula contenida en la Constitución será nunca considerada para delegar poder al Congreso para apropiarse de dinero para cualquier forma de fomento interno que pretenda facilitar el comercio”.[68]

Esta prohibición, junto con la oposición a los aranceles proteccionistas y un sistema bancario nacionalizado, acabaron de una vez por todas durante los primeros dos años de la administración Lincoln.


[1] Roy P. Basler, editor, Abraham Lincoln: His Speeches and Writings (Nueva York: Da Capo Express, 1946), página 23.

[2] Michael F. Holt, The Rise and Fall of the American Whig Party (Nueva York: Oxford University Press, 1999), página 288.

[3] David Donald, Lincoln (Nueva York: Simon and Schuster, 1996), página 94.

[4] Basler, página 18.

[5] Robert W. Johannsen, Lincoln, the South, and Slavery: The Political Dimension (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1991), página 14.

[6] Ibíd., página 45.

[7] Ibíd., página 81.

[8] Ibíd., página 92.

[9] Murray N. Rothbard, The Logic of Action II (Cheltenham, Inglaterra: Edward Elgar, 1997), página 43.

[10] Edgar Lee Masters, Lincoln the Man (Columbia, S.C.: Foundation for American Education, 1997), página 27.

[11] James McPherson, Abraham Lincoln and the Second American Revolution (Nueva York: Oxford University Press, 1991), página 40.

[12] Abraham Lincoln y la segunda revolución estadounidense (N. del T.).

[13] Adam Smith, La riqueza de las naciones (Madrid: Alianza Editorial, 1776/2005 y otras ediciones).

[14] Gabor Boritt, “Lincoln and the Economics of the American Dream”, en The Historian’s Lincoln, editado por Gabor Boritt (Urbana: University of Illinois Press, 1996), páginas 87-106.

[15] McPherson, página 40.

[16] Maurice Baxter, Henry Clay and the American System (Lexington: University Press of Kentucky, 1995), página 209.

[17] David Osterfeld, Planning versus Prosperity (Nueva York: Oxford University Press, 1992).

[18] John Taylor, Tyranny Unmasked (Indianápolis: Liberty Fund, 1992), página xvi.

[19] Robert V. Remini, Henry Clay: Statesman for the Union (Nueva York: Norton, 1991), página 226.

[20] Ibíd.

[21] Ibíd., página 232.

[22] Baxter, página 75.

[23] Robert V. Remini, Andrew Jackson (Nueva York: Harper and Row, 1966), página 141.

[24] Ibíd., página 142.

[25] Ibíd., página 144.

[26] Ibíd.

[27] Ibíd., página 146.

[28] ‘Tyler, también’ (N. del T.).

[29] Oliver Chitwood, John Tyler: Champion of the Old South (Nueva York: Russell and Russell, 1964), página 184.

[30] Ibíd., páginas 226-227.

[31] Remini, Henry Clay, página 314.

[32] Roy P. Basler, editor, Abraham Lincoln: His Speeches and Writings (Nueva York: Da Capo Express, 1990), página 90.

[33] Ibíd., página 233.

[34] Caso judicial en el Tribunal Supremo de EE.UU., por el que se denegó a libertad al esclavo Dred Scott, basándose en que los negros no podían en ningún caso tener la nacionalidad estadounidense y por tanto no podía reclamar (N. del T.).

[35] Ibíd., página 352.

[36] Donald, Lincoln, página 77.

[37] Ibíd.

[38] Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization, 1606-1865 (Nueva York: Viking Press, 1946), página 384.

[39] Abraham Lincoln, “Fragments on the Tariff”, en Abraham Lincoln: Speeches and Writings, 1832-1858 (Nueva York: Library of America, 1989), página 149.

[40] Ibíd., página 153.

[41] Ibíd., página 156.

[42] Richard Bensel, Yankee Leviathan (Nueva York: Cambridge University Press, 1990), página 73.

[43] Lincoln, Speeches and Writings, página 1.

[44] Ibíd., página 188.

[45] Paul M. Angle, The Lincoln Reader (Nueva York: Da Capo Press, 1947), página 82.

[46] Ibíd., páginas 100-101.

[47] Ibíd., página 83.

[48] Ibíd., página 102.

[49] William H. Herndon y Jesse W. Weik, Life of Lincoln (Nueva York: Da Capo Press, 1983), página 161.

[50] John Bach McMaster, A History of the People of the United States (Nueva York: D. Appleton, 1914), página 628.

[51] Angle, página 65.

[52] Ver nota 3 del capítulo 2 (N. del T.).

[53] F. Thornton Miller, “Prólogo” en John Taylor, Tyranny Unmasked (Indianápolis: Liberty Fund, 1992), página xvi.

[54] Taylor, página 11.

[55] Alexander Hamilton, “The Report on Manufactures”, en Hamilton’s Republic, editado por Michael Lind (Nueva York: Free Press,1997), página 31.

[56] Carter Goodrich, Government Promotion of American Canals and Railroads, 1800-1890 (Westport, Conn.: Greenwood Press, 1960), página 19.

[57] John Quincy Adams, “Letter to Charles W. Upham, 2 February 1837”, en John Quincy Adams and American Continental Empire, editado por Walter Lafeber (Chicago: Quadrangle Books, 1965), páginas 146-147.

[58] Ibíd.

[59] Ibíd.

[60] Citado en Robert Rutland, The Presidency of James Madison (Lawrence: University Press of Kansas, 1990), página 205.

[61] Andrew Jackson, “Farewell Address  of Andrew Jackson”, en Social Theories of Jacksonian Democracy, editado por Joseph L. Blau (Nueva York: Hafner, 1947), página 305.

[62] Daniel B. Klein “The Voluntary Provision of Public Goods? The Turnpike Companies of Early America”, Economic Inquiry, octubre de 1990, páginas 788-812.

[63] El término se usa hoy día para las autopistas de peaje (N. del T.).

[64] Goodrich, página 138.

[65] Ibíd., página 139.

[66] Ibíd., página 231.

[67] Ibíd., página 182.

[68] Marshall DeRosa, The Confederate Constitution of 1861: An Inquiry into American Constitutionalism (Columbia: University of Missouri Press, 1991), página 94.

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El ContraPlano (6)

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jueves, 29 de junio de 2017

Contra el individuo y la razón, por Mises Hispano.

[Publicado por cortesía de la Revista John Galt y del autor]

Muchas ideas repetidas en nuestra sociedad son realmente perversiones de ideas puramente liberales, o individualistas.

En otros tiempos se suponía que las ideas lucharían unas con otras en la sociedad y la mejor argumentada sería la que terminaría reinando. Por ejemplo, la moral religiosa competiría en argumentos con otra visión de moral y aquella que terminara ganando el debate, con el pasar del tiempo, sería la que el grueso de la población terminaría aceptando. Esto siempre y cuando no se tuviera una tiranía que censurara o escogiera ganadores en lo que podríamos llamar “la batalla de ideas”. Con el alza del individualismo, además, se suponía que no sería necesaria una “victoria” en esta batalla para que un actuar determinado fuera aceptado. La norma tácita era y es simple: si no hace daño directo a un tercero, debe ser permitido, aunque la mayoría no lo acepte.

Tenemos entonces dos parámetros de supuesto cumplimiento en nuestras sociedades: 1) Cada persona, siempre y cuando no le cause daño directo y comprobable a otra, puede llevar su vida como quiera y 2) Las ideas con mejores argumentos terminarán triunfando y siendo más aceptadas en la sociedad.

El primer parámetro, sin embargo, se ha pervertido en las sociedades actuales. Tenemos la idea de que hay personas que necesitan cuidado, incluso de sí mismas; ejemplo de esto, querer prohibir o dificultar artificialmente el acceso a ciertas sustancias que consideramos peligrosas. Vemos entonces la lucha permanente para que se permita el consumo de marihuana, pero en lugar de argumentar que el consumo de marihuana no le hace daños a terceros, vemos que un grueso de la argumentación siempre va dirigida a explicar por qué la marihuana no le hace gran daño al consumidor. Todo esto, claro, es una perversión de la primera norma que hemos mencionado, ya no se busca que cada persona lleve su vida sin hacer daños a terceros, sino que ahora lo que se busca es un estándar de vida para la persona misma; entonces aparecen movimientos como aquel que busca alzar impuestos a las bebidas azucaradas para proteger a los pobres consumidores de sus supuestas malas decisiones. Esto quiere decir que creemos que existe una forma de actuar que es la correcta y que, por consiguiente, esta debe ser impuesta a la población.

Pero el segundo parámetro mencionado, “Las ideas con mejores argumentos terminarán triunfando y siendo más aceptadas en la sociedad”, también se ha pervertido. Usaré como ejemplo para mostrar esta perversión un caso sonado en Colombia, el caso de la muerte de Luis Colmenares, y el juicio posterior, concretamente, con el trabajo realizado por el periodista José Monsalve, autor del libro “Nadie mató a Colmenares” que desafiaba la mirada mayoritaria de los medios de comunicación, que, junto a la población colombiana ya habían dado sentencia a las dos acusadas, Laura Moreno y Jessy Quintero, de ser partícipes de un asesinato que en realidad nunca tuvo evidencia de haber ocurrido.

La primera reacción de la población ante casos como estos es que “la plata mueve a los medios” y esa parece ser una verdad incuestionable. Pero en este caso concreto no parece ser el motivo, después de todo, los padres de las acusadas tienen dinero, dinero que supuestamente podrían haber usado para poner a los medios de comunicación a su favor. ¿Por qué no ocurrió así? Es mejor la explicación del mismo José Monsalve que se encontró con una queja de sus colegas en medio de su trabajo periodístico para mostrar la versión real del caso, aquella en la que no existía asesinato alguno, aquella en la que se mostraba la falta total de evidencia para lo que el país entero manejaba, aquella que finalmente, tras un juicio de 6 años, la justicia favoreció. Cuenta Monsalve que mientras realizaba su investigación periodística una colega le elevo la crítica que parecía ser la bandera de todos los medios alrededor del caso: “el periodismo debe estar del lado de las víctimas”.

Desglosando aquella afirmación encontramos que no importa la verdad, no importan los hechos, no importa la evidencia, no importa ni siquiera el dinero, el rating, nada. Importa lo que digan las victimas, es esa, para aquella colega, la verdad total e incontrovertible, las víctimas (en el caso concreto, los familiares de Luis Colmenares) tienen toda la verdad, y resulta inmoral controvertirlo.

Dejando el caso concreto de lado, no solo así parecen moverse los medios de comunicación, sino el resto de la población y el manejo de su opinión que siempre está basado, últimamente, en sentimentalismos y victimizaciones, en vez de sustentarse en argumentos. Podríamos resumir la situación de la siguiente manera: las ideas triunfantes en la sociedad actual no son aquellas que tengan mejores argumentos a su favor, sino aquellas que ofendan menos.

Si son los indígenas los afectados, son ellos los que tienen la razón, siempre. Si son maestros o profesores, ellos tienen la razón. Si son víctimas, mujeres, homosexuales, bisexuales, transexuales, o cualquier grupo minoritario, ellos tienen la razón. ¿Por qué? Porque la opinión reinante va del lado de las víctimas y todos los grupos mencionados ya se han instalado en la opinión pública como víctimas. Han ganado la batalla de las ideas.

No quiere decir esto, cabe aclarar, que los resultados de ese intercambio de ideas sean siempre negativos, vemos en nuestras sociedades avances clarísimos hacia la comunidad LGTB, por ejemplo en las discusiones acerca del matrimonio y la adopción. Vemos un interés mayor por el papel de la mujer en la sociedad, vemos reconocimiento y preocupación sincera por otros grupos minoritarios, históricamente rechazados, hoy aceptados y hasta protegidos de abusos de otras épocas.

Pero por las razones equivocadas. ¿Importa la causa de aquellas victorias? Sí, si bien se avanza en esos campos concretos, también se atrasa. Vemos, por ejemplo, el caso de transmilenio en Bogotá, donde por ley, ahora los hombres deben dar asiento siempre a la mujer; considerándolas personas de necesidad especial, más débiles y menos capaces que los hombres. Vemos que ahora el Estado tiene poder para decirle a los negocios privados cómo y con quién deben hacer negocios; véase el caso de las pastelerías de EEUU que se negaron a dar servicio para matrimonios homosexuales y resultaron envueltas en un problema judicial. Vemos casos como privilegios para los indígenas que terminan siendo racistas. Si soy indígena, resulta que me pueden castigar a latigazos, no si soy mestizo, o blanco, o negro. Si un niño es indígena puede ser tratado con “medicina” alternativa que ha llevado a otros a perder miembros de su cuerpo por infecciones, mientras que si el niño es de ciudad, no indígena, la sociedad en su conjunto tiene que moverse para prestarle la mejor atención posible en salud, esta es la medicina occidental, la científica, la que funciona mejor. Si soy niño de la costa colombiana, un cantante de vallenato me puede tocar mis partes privadas, si soy del interior del país, no. ¿Por qué? Porque así ofende menos, increíblemente, en la sociedad de hoy.

La ofensa es subjetiva. No a todos nos ofenden las mismas cosas de la misma manera, lo que según la lógica debería ofendernos más, no lo hace, porque la ofensa no se maneja por reglas lógicas o de la razón, es puramente sentimental. Hay quienes les ofende de sobremanera que se critique al Islam, incluso cuando son las críticas exactas que el ofendido hace a los católicos. Hay quienes les ofende una agresión física a una mujer de parte de un hombre, y más tarde esos ofendidos pueden reírse de una agresión equivalente a un hombre de parte de una mujer. Ese es el terreno de los sentimientos, no gobernados por la razón ni la lógica. Y es por eso que es peligroso llevar nuestra “batalla de ideas” al campo del sentimiento, puesto que en ese reino no existen la verdad, la razón o la lógica, sino la subjetividad total, de gritar escandalizados porque EEUU es una cultura horrenda mientras se grita, a espaldas, que no hay culturas superiores ni inferiores.

Puede que en ese campo se ganen batallas importantes, que indiquen un avance en algunos campos (marihuana, LGTB, derechos de la mujer), pero al final se pierde más, porque si lo importante no es la razón, sino el sentimiento de los ofendidos, en algún punto aquellos que se ofenden por esos avances (grupos cristianos, por ejemplo) también terminarán siendo escuchados. ¿No lo creen? ¿Conocen a Donald Trump?


Publicado originalmente en Revista John Galt.

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¿Acabará alguna vez la alocada burbuja de la deuda global?, por Mises Hispano.

14784974178_810130ee3c_z.jpgHemos estado jugando a dos cosas para esconder la insolvencia: una es pagar los costes de la deuda desbocada actual tomando prestado cada vez más de las futuras ganancias y la segunda es crear riqueza de la nada a través de burbujas de activos.

Los dos juegos están relacionados: las burbujas de activos requieren apalancamiento y crédito. Los precios de las viviendas, las acciones, los bonos, los futuros del guano de murciélago, etcétera, solo pueden mandarse a la estratosfera si los compradores tienen acceso a crédito y pueden tomar prestado para comprar más activos de burbuja.

Si el crédito se seca, las burbujas de activos estallan: sin expansión de deuda, no hay burbuja de activos.

El problema de estos juegos es que las burbujas de activos y deuda no expanden en realidad el colateral (valor productivo del mundo real) que apoya toda la deuda. El colateral puede ser un activo físico como una vivienda, pero también puede ser la capacidad de obtener dinero para pagar la deuda.

Hay más deuda, pero no más riqueza

Deuda en tarjetas de crédito, deuda en préstamos a los estudios, deuda corporativa, deuda soberana: ninguno de estos préstamos está respaldado por activos físicos sino por la capacidad de pagar la deuda: ganancias o ingresos fiscales.

Si la empresa gana un millón de dólares anuales, ¿cuánto valen sus acciones? Aunque el mercado valore la compañía en un millón o en un billón de dólares las ganancias de la empresa siguen siendo las mismas.

Si un gobierno recauda en un billón de dólares en ingresos fiscales, tome prestado un billón o cien billones, los ingresos fiscales siguen siendo los mismos.

Si el colateral que soporta la deuda no se expande con la deuda, la capacidad del prestatario para pagar la deuda se hace cada vez más frágil. Consideremos una familia que gane 100.000$ anuales. Si tiene 100.000$ de deuda que pagar, hay una relación 1:1 entre ganancias y deuda. ¿Qué pasa con el riesgo de impago si la familia toma prestado un millón de dólares? Si las ganancias permanecen igual, aumenta el riesgo de impago, ya que la familia tiene que dedicar un porcentaje enorme de su renta a pagar la deuda. Cualquier reducción en la renta disparará el impago del millón debido.

Si una familia gana 100.000$ anuales, ¿cuánto puede tomar prestado? La respuesta depende de las condiciones de la deuda: el tipo de interés y el porcentaje del principal que debe pagarse mensualmente.

Si el tipo de interés es del 0% y el pago mensual se fija en 1$, la familia puede tomar prestados miles de millones de dólares. Así es como se juega al juego: no hay límite superior sobre la deuda si el tipo de interés es cero en la práctica o, ajustado a la inflación, menos que cero.

¿Prestaríais a la familia vuestros ahorros sabiendo que nunca obtendréis ningún interés y que principal nunca se devolverá? Por supuesto que no. Nadie en un mercado de capital que funcionase normalmente entregaría sus ahorros duramente ganados a un deudor que no pueda pagar ningún interés ni el principal.

Las únicas instituciones que pueden jugar son los bancos centrales, que crean dinero de la nada sin ningún coste. Con respecto al riesgo, la forma de gestionar los impagos es imprimir más dinero.

Pero repito: imprimir dinero no crea el colateral ni la renta necesarios para pagar la deuda. Imprimir dinero equivale a añadir un cero a una divisa. Todo billete de 1$ es ahora un billete de 10$. ¿Sois cien veces más ricos después de que el banco central añada un cero a todos los billetes? No, porque un pan de 5$ ahora vale 50$.

Cuando aumentan los tipos de interés

El otro problema de este juego se produce cuando los intereses van aumentando mientras las ganancias permanecen estables. Incluso con tipos muy bajos de interés, los pagos de intereses siguen aumentando. No pasa nada si la renta aumenta con los pagos de intereses, pero si la renta es estable, pagar costes más altos de interés acaba llevando al prestatario al impago.

La familia que tomó prestados mil millones de dólares al 0% no pagaba ningún interés. Pero supongamos que el prestamista reclama ahora un tipo de interés de un décimo del 1% (casi cero). La familia debe ahora un millón de dólares de intereses anuales. ¡Caramba! Incluso los intereses casi cero pueden generar pagos aplastantes de interés una vez la deuda alcanza la estratosfera.

Todo el fuego es una apuesta a que la renta futura aumentará más rápido que el pago de la deuda. Por desgracia ya hemos perdido esa apuesta: la renta familiar ha estado estancada o en declive durante años (para el 90% inferior, durante décadas) y los ingresos fiscales tienen la molesta costumbre de caer abruptamente en recesiones y estancarse junto con las ganancias del sector privado.

Lo que lleva al segundo juego: hinchar burbujas de activos. Si las ganancias familiares son planas o disminuyen, una solución mágica es hinchar el valor de la vivienda familiar de 100.000$ a 300.000$ en unos pocos años.

Ahora la familia tiene 200.000$ en nueva riqueza que puede aprovechar. Guau, ¿era así de fácil? ¡Son los 200.000$ más sencillos que hayamos ganado nunca!

Por supuesto, la casa en realidad no ha ganado ningún valor funcional o útil adicional: sigue teniendo el mismo número habitaciones, etc. Sigue ofreciendo solo alojamiento para el mismo número de residentes. Los 200.000$ de “riqueza” que ahora pueden tomarse prestados o conseguirse a través de la venta de la casa no reflejan un aumento en el valor útil del colateral: todo es magia financiera apalancando un valor útil y una renta familiar inmutables.

Estos juegos parecen una máquina de dinero de movimiento perpetuo. Parece que no hay coste para expandir la deuda y las burbujas de activos: si la renta futura no aumenta lo suficiente como para pagar la creciente montaña de deuda, o imprimimos más dinero, o bajamos el tipo de interés, o creamos “riqueza” con burbujas mayores de activos.

Pero acaba habiendo un problema. En algún momento, incluso el interés del 0,1% se convierte en inasequible y añadir ceros a la divisa la devalúa más rápido que el aumento de las rentas. Las burbujas de activos se quedan sin incautos para comprar a precios elevados. Los prestatarios impagan, los precios de los activos se vienen abajo y todo el mundo en posesión de dinero empobrece.


El artículo original se encuentra aquí.

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Día de la maldición fiscal

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miércoles, 28 de junio de 2017

La Señora de Éfeso




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¿La gente mejor pagada simplemente tiene suerte?, por Mises Hispano.

gordon.PNGUna de las teorías más influyentes en la filosofía política contemporánea es el “igualitarismo de la suerte”. El veterano G.A. Cohen explicaba así esta postura en su Rescuing Justice and Equality (Harvard, 2008):

Las personas con talentos y capacidades por encima de lo normal no deberían en justicia recibir más riqueza y renta que otras, aunque su trabajo sea más productivo y valioso que el de sus compañeros de trabajo menos afortunadamente dotados. La gente no merece la capacidades con las sobrepasan a otros y la convicción que me anima (…) [es] que una distribución desigual que desigualdad no pueda justificarse por alguna decisión o error o abandono por parte de (algunos de) los agentes importantes afectados es injusta y que nada puede eliminar esa injusticia concreta.

En pocas palabras, si ganas una buena cantidad de dinero en  una economía de libre mercado, has “tenido suerte”: resulta que tienes una serie de habilidades y rasgos personales que te permiten suministrar a los consumidores lo que quieren comprar. No es que te merezcas tener estos rasgos deseables: sencillamente los tienes.

Ante este argumento, ¿cómo han respondido los defensores del libre mercado? Una postura es enfrentarse a la afirmación igualitarista de la suerte de que no mereces moralmente beneficiarte de tus talentos y capacidades. David Schmidtz, un filósofo liberal clásico de la Universidad de Arizona, argumenta que si trabajas para desarrollar tus talentos, mereces beneficiarte de ellos. En su Elements of Justice, Schmidtz ataca con gran fuerza la noción igualitaria del abandono con respecto a la suerte. Según la opinión que este condena, cualquier elemento de suerte en los logros de alguien hace que no valga nada de lo que haya hecho. ¿Pro por qué aceptar una  opinión tan exigente? A partir de ella, nadie podría nunca reclamar merecerse nada, ya que hay siempre un factor de suerte en toda cadena de causas. Deberíamos adoptar en su lugar un “concepción no vacua del abandono, [en la que] habrá entradas que una persona pueda suministrar y por tanto dejar de suministrar”.

Schmidtz sugiere que podría ser más útil ver el abandono como un mirar adelante. Si se nos da la oportunidad, ¿por qué no preguntar qué puedo hacer hacer ahora que hecho un buen uso de lo que tengo a mano?  Si aprovecho bien mis oportunidades, me lo merezco en un sentido defendible. Otro uso aceptable del concepto es preguntar: “¿Qué hago para merecer esto? (…) la pregunta tendrá una respuesta real”. Sin embargo, si la pregunta es: “¿Qué hice en el momento de Big Bang para merecer esto, la respuesta es ‘Nada. ¿Y qué?’”

Robert Nozick respondía de otra manera al igualitario de la suerte. Aunque no te merecieras moralmente beneficiarte de tu talento natural, tienes derecho a una riqueza y rentas superiores mientras las hayas obtenido a través de un sistema justo de adquisición y transmisión de la propiedad.

Ambas respuestas son convincentes en mi opinión, pero no se enfrentan a la premisa fundamental del igualitarismo de la suerte. No cuestionan la idea de que, en la medida en que la posesión de riqueza o renta deriva de la suerte, hay al menos algo en contra de ella. Schmidtz dice que la buena suerte no impide que te merezcas lo que consigues y Nozick dice que el derecho hace irrelevante la suerte. Pero ninguno afirma que haya nada cuestionable acerca de que la suerte desempeñe un papel importante a la hora de explicar por qué algunas personas son mucho más ricas que otras.

La gran filósofa británica Elizabeth Anscombe, que no era libertaria, hizo exactamente esto. En un ensayo, “Prolegomenon to a Pursuit of the Definition of Murder”, dice: “la desigualdad con respecto a posesiones o estatus social o prestigio no es por sí misma algo que necesite justificarse. La idea de justificar generalizadamente basándose en el mérito es sencillamente risible. Se trata de suerte. Su existencia ni ha tenido ni tiene necesidad de justificación, ya sea por sí misma o prima facie. Así que cuando hay una objeción de una desigualdad de ventajas, queremos saber qué objeción es (no se ha dado solo por llamar desigualdad a la desigualdad)”. (El ensayo parece en su Human Life, Action and Ethics, pp. 253-254). Su comentario por desgracia no se desarrolla sino que se incluye como una nota de pasada.

Anscombe ha entrado aquí en el fondo del asunto, con su característica mordacidad. Aunque la suerte sea responsable de la desigualdad, ¿y qué? Llamé la atención sobre el pasaje a un conocido filósofo, fuertemente igualitario en sus opiniones y este comentó: “El comentario es como de costumbre claro y poderoso… y verosímil”. Como su respuesta se hizo mediante correspondencia privada, dejaré a los lectores que adivinen quién fue. Solo añadiré: “os sorprenderíais”.


El artículo original se encuentra aquí.

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Ciudades libres: Desafiando la lógica perversa del estatismo, por Mises Hispano.

Las free cities buscan desafiar la lógica perversa de las instituciones existentes en esos países. Entrevista. En 2012 la Universidad Francisco Marroquín (UFM), inauguró el Free Cities Institute (FCI), un centro de investigación que promueve la creación de “free cities”, un modelo alternativo al de las “ciudades charter” de Paul Romer. Zachary Caceres, investigador del FCI, en esta entrevista explica las falencias que percibe en el modelo de Romer y argumenta por qué el FCI propone las “free cities” como enclaves para impulsar el desarrollo económico, político y social de la región. Entrevista por Louisa Reynolds para Plaza Pública.

Hasta ahora, en Guatemala, se ha hablado poco de las “ciudades modelo” o free cities. La UFM, creadora del Free Cities Institute (FCI), es la única institución que está siguiendo de cerca la experiencia hondureña, con el interés de que otros países de la región, incluyendo Guatemala, puedan replicarla.

Caceres es egresado de la Universidad de Nueva York y autor del libro Business, Casual sobre la economía informal africana. Es integrante del Adam Smith Institute, un think tank de ideología libertaria y  actualmente se desempeña como investigador del FCI.

¿Cuál es la diferencia entre charter cities y free cities?

El modelo de charter cities se deriva del trabajo de Paul Romer, un economista de la Universidad de Nueva York que ha acaparado la mayoría de la atención mediática en el debate sobre las ciudades y la reforma política. El modelo de Romer tiene unos requisitos específicos que lo hace muy distinto al modelo de las free cities. Una de esas diferencias es la necesidad de importar las instituciones de un país desarrollado, que actuará como garante, a un país en vías de desarrollo, por ejemplo, de Canadá a Honduras.

La nación que actúa como garante, administrará las instituciones legales y políticas que se importan al país receptor o host nation. El problema con esto es que no sabemos si las instituciones europeas o estadounidenses funcionarían en países como Honduras y Guatemala y, personalmente, soy escéptico sobre la posibilidad de que las instituciones de un lugar puedan ser transferidas, sin más, a otro lugar totalmente distinto, con otra cultura y otra historia.

La idea de Romer no toma en cuenta esos factores históricos ni la importancia del contexto histórico del país receptor, mientras que las free cities son totalmente abiertas, es decir, son ciudades piloto, donde puede existir una infinidad de estructuras legales  y gubernamentales que se adapten a países como Honduras o Guatemala. Además, el modelo de Romer está basado en land grants, es decir la cesión de tierras a la nación que actúa como garante, lo cual asume que no se darán abusos en este proceso. En contraste, las free cities se basan en la compra legal y transparente de la tierra y no emplean un mecanismo coercitivo para acceder a ella.

El hecho de que, bajo el modelo de Paul Romer, un país desarrollado actúe como garante, ha hecho que las “ciudades modelo” que pretenden crearse en Honduras sean vistas como un proyecto neocolonialista…

Sí, es cierto, la idea que Estados Unidos, Canadá o un país europeo tenga el control de una extensión de tierra en un país en desarrollo tiene tintes neocolonialistas. Creo que es una crítica legítima, sobre todo si se pretende que el garante sea un país como Estados Unidos que ha tenido una historia negativa de intervenciones en América Latina.

Por eso el modelo de free cities es superior al de charter cities, ya que no requiere de un país que actúe como garante. Es un modelo mucho más abierto, en el cual hasta una ONG podría garantizar la instituciones creadas en ese territorio y la ciudad podría crearse en la frontera entre dos países, entre Guatemala y Honduras, por ejemplo, para que no existiera la percepción de que existe un poder imperial que tiene mucho más poder e influencia que el país receptor. De hecho, cuando Honduras aprobó la reforma constitucional que creaba las ciudades modelo, no dio lugar a que existiera un país garante, contrario a los deseos de Paul Romer.

Anterior a la experiencia hondureña, Madagascar trató de implementar el modelo de Paul Romer en 2008, y la oposición a este proyecto, percibido como un atentado contra la soberanía del país, fue tan grande, que llevó al derrocamiento del presidente Marc Ravalomanana. ¿Cree que el tema de la soberanía siempre será un impedimento para la realización práctica de este modelo?

Sí, creo que siempre surgirán objeciones relacionadas con el tema de la soberanía porque la gente siempre asocia la provisión de bienes públicos, incluyendo el sistema jurídico y político con la idea de una nación soberana y con el mecanismo de acción colectiva, es decir que se piensa que la democracia es el único mecanismo mediante el cual las personas pueden tomar las decisiones colectivas que necesitan para reformar el sistema o solucionar los problemas.

Pero aquéllos que se preocupan porque su gobierno está perdiendo poder al permitir que una pequeña área del país tenga instituciones diferentes o sea casi independiente, no están viendo todo el panorama. Un guatemalteco pobre que quiere acceder a nuevas instituciones camina durante meses por el desierto mexicano, tiene que pagarles a los coyotes para cruzar la frontera  y corre el riesgo de morir, ser violado o ser deportado después de haberse gastado los ahorros de toda la vida para hacer ese viaje.

En vez de optar por los mecanismos de acción colectiva que existen en su país, los cuales, en muchas ocasiones, no son efectivos, optan por la migración. Por lo tanto, lo que hay que hacer es permitir la migración interna en países como Guatemala y Honduras y permitir la creación de ciudades piloto, donde los habitantes de esos países puedan acceder a nuevas instituciones. Una encuesta de Cid Gallup realizada hace dos años preguntó a personas de todo el mundo: “si tuvieras la oportunidad, ¿dejarías permanentemente el país dónde vives?”. En África, Centroamérica y algunas partes de Asia, hasta un setenta por ciento de la población respondió que sí. El problema es que en los lugares a donde esas personas quieren migrar: Europa, Estados Unidos, Canadá, no los quieren.

En los países en desarrollo, las grandes multinacionales y las élites políticas tienen acceso a instituciones eficientes y pueden, por ejemplo, abrir una empresa con facilidad, mientras que los pobres viven bajo el yugo de un sistema de justicia inoperante que los obliga a hacer justicia por mano propia, encuentran grandes barreras para crear una empresa y acaban vendiendo verduras en la calle o uniéndose a una pandilla, ya que no hay otras oportunidades. Las free cities buscan desafiar la lógica perversa de las instituciones existentes en esos países, darle a la gente el poder de elegir, y generar presión para que las instituciones de esos países respondan a las necesidades de las masas.

¿Qué opina sobre la propuesta de “ciudades modelo” en Honduras?

En Honduras se está viviendo una situación compleja y la información disponible es confusa y contradictoria. El FCI está adoptando una visión de largo plazo porque un proyecto específico puede salir mal. No queremos que el concepto de free cities, el cual tiene un gran potencial para promover el desarrollo humano,caiga en descrédito por culpa de un proyecto específico. De hecho, se supone que las free cities son pequeños experimentos que abarcan unas cuantas millas cuadradas, en contraste con la idea de Romer, según la cual las charter cities pueden abarcar hasta mil kilómetros cuadrados.  Las free cities deben ser experimentos, muchos experiementos fallan y lo importante es aprender qué tipo de reformas e instituciones funcionarán en ese país. Hay que entender que el fracaso es una parte importante de este proceso.

¿Entonces asume que el proyecto hondureño ha fracasado?

No, para nada. Creo que es demasiado pronto para decir eso. No creo que las entrevistas con Paul Romer que han publicado los medios de comunicación reflejen lo que verdaderamente está pasando. Creo que las cosas son mucho más complejas de lo que él ha querido admitir.

Habla de información “confusa y contradictoria”. ¿Cree que la falta de transparencia ha dañado el proyecto hondureño?

Sí, siempre he estado a favor de la transparencia y de la información, porque en cuanto existe silencio en torno a un proyecto todos piensan que estás escondiendo algo y que tienes motivos malintencionados, lo cual es terrible porque la mayoría de las personas involucradas en la creación de free cities están motivadas por una vocación humanitaria.

¿Qué opina sobre el papel que jugó Paul Romer y sobre su decisión de abandonar el proyecto?

Creo que se ha sobredimensionado el papel que jugó Romer en la creación de las Regiones Especiales de Desarrollo y en la aprobación de las reformas necesarias para darles vida. Hay documentos escritos por Octavio Sánchez, quien actualmente funge como jefe del staff presidencial, en los cuales menciona la creación de regiones piloto para la implementación de sistemas legales alternativos ya que consideraba el sistema legal hondureño como un gran obstáculo para el desarrollo del país. Eso quiere decir que no se sacaron la idea de la nada, no es que de repente haya llegado Romer y haya surgido la idea, sino que la idea ha existido bajo diferentes formas. Desafortunadamente, el proyecto ha sido vinculado irreversiblemente con Romer.

La literatura académica sobre las charter cities siempre cita los casos de Hong Kong y Singapur como ejemplos que deben ser emulados. Pero, ¿hasta qué punto es viable pensar que Honduras puede convertirse en el Hong Kong de Centroamérica?

Nadie está tratando de argumentar que hay que seguir el mismo camino histórico que Hong Kong, país que experimentó una fase inicial de colonialismo. Sin embargo, creo que el argumento de que no podría producirse un milagro centroamericano es condescendiente hacia los países del istmo y tiene tintes xenofóbicos ya que insinúa que la cultura y los pueblos de la región no están preparados para un desarrollo económico acelerado, a diferencia de los pueblos asiáticos, que son más ordenados. Hong Kong o Singapur se citan como ejemplos de desarrollo porque han experimentado un acelerado crecimiento económico y una gran disminución de la pobreza a pesar de todos sus defectos y de todos los aspectos que son criticables.

¿Es posible crear una free city en cualquier parte del mundo?

Sí, porque las free cities son una metaestructura para la creación de ciudades piloto con una nueva forma de gobierno, una incubadora de emprendedores que funciona de abajo hacia arriba. La economía informal está llena de talento informal, pero esas personas se ven atrapadas por las instituciones que operan en sus países. Con la creación de free cities se les permitirá irse a vivir en un lugar regido por las mismas instituciones a las cuales tienen acceso las multinacionales.  Esto abre la posibilidad de que los pobres se vuelvan muy ricos, modifiquen la estructura económica de sus países, y se conviertan en emprendedores sociales.

¿Pero una free city no es simplemente una zona franca gigante con un grado de autonomía mucho mayor?

No, las zonas francas y las free cities son marcadamente diferentes porque las segundas son mucho más que una simple exención fiscal.

¿Hasta qué punto han sido exitosas las zonas francas en Centroamérica?

Han tenido elementos buenos y malos pero no creo que sea justo considerar que han sido un fracaso. Algunos académicos, como Nicholas Kristof, autor del artículo “Cuando las maquilas son un sueño”, argumentan que las zonas francas logran efectos maravillosos en el país donde se construyen cuando a veces son simplemente arreglos que permiten el desarrollo de un capitalismo clientelar, conocido como crony capitalism, es decir, mecanismos para otorgarle beneficios fiscales a una industria en particular o a una cierta persona en una determinada industria. Esa no es la idea detrás de las zonas francas pero eso es lo que a veces ha ocurrido en la práctica.

Hay que admitir que hay zonas francas donde se pagan salarios muy bajos para los estándares del mundo desarrollado, pero que son elevados para los estándares de ese país. Sin embargo este es un argumento contencioso porque no plantea la pregunta  de por qué las alternativas que tienen las personas en ese país son tan malas, de manera que ganar US$3 diarios parece una mejora en comparación con el resto de la oferta de trabajo donde la gente puede ganar US$1 diario. Esa es una mejora marginal que sólo parece una alternativa deseable porque el resto del país se encuentra bajo el yugo de instituciones que no le permiten a la gente poner sus propios negocios y entrar a competir en el mercado.

Tanto el concepto de charter cities como el de free cities se basan en la idea de un país puede “comenzar desde cero”, preferiblemente después de una catástrofe natural o una crisis política. Pero, ¿hasta qué punto es eso posible? ¿No cree que un país siempre arrastrará un bagaje histórico y cultural que le impida “comenzar desde cero”?

Creo que hay cosas que uno no puede erradicar con un terremoto o algo por el estilo, por supuesto que un país siempre tendrá un bagaje cultural e histórico, eso es innegable. Pero, y esto lo digo sin connotaciones positivas, un desastre como un terremoto sí abre las puertas al cambio institucional. Esto es lo que los economistas llaman una “coyuntura crítica”. Incluso sucesos horribles que uno no le desearía a ningún país, como el bombardeo devastador de Japón o Alemania, sirvieron para que esos países evolucionaran de la dictadura fascista a sociedades más abiertas y democráticas.

Honduras experimentó una grave crisis política tras el golpe de estado de 2009. ¿Es esta su “coyuntura crítica”?

Creo que existe una desafortunada coincidencia, que a veces se presenta como un elogio de las coyunturas críticas o de los desastres, ya que estos sucesos sí parecen crear las condiciones para que la gente diga: “Hemos tocado fondo, tenemos que intentar algo que sea totalmente diferente de todo lo que hicimos en el pasado”. El problema es que las instituciones generan su propia legitimidad y tienen un path dependency, es decir, que perdurarán durante mucho tiempo aunque no estén funcionando bien para la mayoría de los habitantes del país.

Los problemas de Honduras – una tasa de homicidio altísima, una economía informal enorme, tasas de desempleo sumamente elevadas – se derivan de las instituciones que el país actualmente tiene. Pero para reformar esas instituciones es necesario convencer, de alguna manera, a la élite que se beneficia de la estructura actual del sistema, de renunciar libremente a su poder y a sus privilegios, ya que esto deja a las mayorías totalmente desposeídas.

La reforma política es como un callejón sin salida, ya que los mecanismos que se necesitan para efectuar un cambio, han sido secuestrados por una élite política y económica que se beneficia del status quo. Para romper con el status quo necesitas que por arte de magia las élites renuncien a sus privilegios, o un suceso que rompa las alianzas políticas o que genere una coyuntura crítica que permita la creación de una nueva coalición que respalde la reforma. El problema es que a veces la creación de esas nuevas coaliciones ha requerido sucesos como el bombardeo de Dresden (Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial), o el terremoto de Haití, o el golpe de estado en Honduras. Por otra parte, el modelo de free cities abre la posibilidad de generar estos cambios políticos que benefician a las mayorías sin que tenga que ocurrir un desastre o una coyuntura crítica.

¿No existe el riesgo de que las free cities se conviertan en enclaves de desarrollo que exacerben la desigualdad en comparación con el resto del país? ¿Si el problema es la existencia de un sistema político y jurídico político, por qué refundar el sistema en una pequeña área geográfica y no en todo el país?

Si  fuera posible cambiar Honduras de la noche a la mañana, aumentar el salario mínimo y mejorar las condiciones de vida para todos los hondureños, estoy seguro de que todos, incluyendo Paul Romer, dirían: “sí, hagamos eso”. El problema es que reformar el sistema en todo el país no sólo es muy difícil sino que a veces las reformas no salen bien y pueden desvirtuarse o verse secuestradas por los intereses particulares de un grupo.

Si bien es cierto que esto también puede ocurrir con la aprobación de la legislación necesaria para la creación de free cities, los cambios institucionales se efectúan en un área geográfica más reducida, lo cual permite que la gente se vaya si no está de acuerdo con los resultados. Es una forma de votar con los pies. Efectuar reformas constitucionales es mucho menos arriesgado cuando se hace de manera descentralizada en base al ensayo y al error, de manera que si todo sale mal, no habremos sometido a 20 millones de personas a una serie de instituciones con las cuales no están de acuerdo. Esto es lo contrario de una política de ajuste estructural, porque una política de ajuste estructural obliga a todo un país a efectuar reformas en una coyuntura crítica le guste a la gente o no, mientras que las free cities brindan la oportunidad de experimentar con nuevas políticas en un ambiente de bajo riesgo.

Tanto el modelo de charter cities como el de free cities se basan en un acelerado proceso de urbanización pero muchos países centroamericanos como Guatemala y Honduras son marcadamente rurales. ¿Esta iniciativa busca aniquilar el campo?

Creo que este es uno de los motivos por los cuales es mejor crear free cities que tratar de refundar todo el país. Si dijéramos: “ahora toda Guatemala se va a regir por el modelo canadiense”, la gente diría que eso no tiene ninguna vinculación con la vida rural y los sistemas tradicionales de gobierno de los pueblos mayas, mientras que si el sistema se adopta en un pequeño lugar deshabitado, es mucho menos amenazador para las culturas tradicionales. Además, no hay ninguna razón, en teoría, por la cual no se posible crear una free city que se rija bajo el sistema consuetudinario de los mayas. Un movimiento global hacia la creación de free cities puede dar lugar a una maravillosa diversidad y heterogeneidad.

¿O sea que no es una receta común para todos los países?

No, para nada. Esta es una de las diferencias clave entre las charter cities y las free cities, ya que Paul Romer no parece apreciar la importancia de la heterogeneidad y la innovación. Él plantea que hay que implantar el modelo canadiense en Honduras o el estadounidense en Guatemala en vez de crear un espacio donde sea posible buscar algo nuevo que pueda funcionar para ese país. No hay ninguna razón que impida que una free city sea como una comunidad maya tradicional  o una aldea ecológica y no como una gran metrópolis estadounidense.

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