Un antagonismo casi histérico hacia el patrón oro une a todos los estatalistas. Parecen darse cuenta, tal vez con mayor claridad y sutileza que muchos liberales, que el oro y la libertad económica son inseparables, que el patrón oro es un instrumento del laissez-faire, y que cada no implica y requiere el otro.
~ Alan Greenspan[1]
Los liberales suelen hablar con añoranza de una cosa rara llamada patrón oro. ¿Qué es y por qué le dan tanta importancia?
La definición decimonónica
El patrón oro era la forma en que se organizaba el sistema financiero internacional en el siglo XIX. Consistía en algo tan simple como definir una divisa en términos de oro. Así, por ejemplo, el dólar americano estaba definido como una veinteava parte de una onza de oro. Y la libra esterlina era aproximadamente una cuarta parte de una onza de oro. Es decir, tener un dólar equivalía a tener un “vale por 1/20 onzas de oro”. Puesto que la definición de cada divisa en términos de oro era fija, bien podríamos decir que existía una moneda única mundial, que era el oro. Por motivos de comodidad la gente usaba billetes de papel para hacer las comprar y ventas. Luego, uno podía ir al banco a que le cambiaran el papel por su equivalente en oro.
Ahora bien, las implicaciones eran muchas e importantes.
Para empezar, ¿qué vieron en el oro para que llegara a ser la moneda mundial de facto? La confianza en el oro ya venía de lejos. La historia económica nos recuerda que el público ha desconfiado muchas veces del dinero emitido por reyes y banqueros, pero nunca jamás ha desconfiado del oro.
Veamos cómo el oro fue abriéndose paso entre los distintos bienes que se usaron como dinero.
El trueque y los primeros dineros
Los primeros intercambios comerciales que se realizaron en la historia fueron trueques. Es decir, se intercambiaba un bien por otro, sin hacer uso del dinero.
Sucedía, sin embargo, que a veces uno quería conseguir cierto bien, por ejemplo manzanas, y estaba dispuesto a dar otro a cambio, por ejemplo pescado; pero no encontraba a nadie dispuesto a darle manzanas a cambio de pescado, por mucho pescado que ofreciese.
¿Qué podía hacer uno ante tal situación? No le quedaba más remedio que enterarse de qué bien quería adquirir el vendedor de manzanas, tal vez pan, y tratar de cambiar pescado por pan y luego ir al pescadero y comprarle el pescado a cambio del pan. Pero, tal vez, el panadero tampoco quería pescado. El ir de compras podía convertirse en una auténtica misión imposible.
Cada bien tiene sus características. Y, claro está, había bienes que eran más fáciles de colocar en el mercado que otros. Esto es, bienes que uno podía comprar o vender con mayor facilidad. Eran bienes que, lejos de cubrirse de polvo en las estanterías, circulaban fluidamente por los mercados. Eran los bienes más “líquidos”.
Tal vez a uno no le interesaba lo más mínimo consumir ese bien que tanto le gustaba al mercado. Pero, siendo de los más fáciles de comprar, era fácil conseguirlo a cambio de lo que uno tenia por ofrecer. Y, siendo de los más fáciles de vender, era fácil cambiarlo por lo que uno sí quería consumir.
Así que, inevitablemente, el bien más líquido acababa por ganarse una demanda que no estaba relacionada con el deseo de consumirlo directamente, sino que estaba basada en el conocimiento de que era fácil, con él, conseguir los demás bienes.
De esta manera, al bien más líquido del mercado se le llamó dinero. Friedrich von Hayek, de hecho, llegó a decir que sería más preciso usar el término dinero como adjetivo y no como sustantivo. Es decir, cuanto más líquido es un bien, más dinero (o dinerable) es ese bien.
Lo que el dinero es y lo que no es
Obsérvese que el dinero facilitó enormemente los intercambios. Sin duda, esto permitió una mayor prosperidad, pero el dinero per se no creó riqueza.
Es más, el dinero sólo tiene valor cuando la riqueza ya existe. Su razón de ser es precisamente la de representar riqueza que ya ha sido producida o se está produciendo pero que todavía no se ha consumido, es decir, bienes y servicios que podemos intercambiar por otros.
Debería quedar claro entonces que, si la riqueza producida por una economía no ha aumentado, un aumento de la cantidad de dinero no servirá para enriquecer esa economía.
Esto es esencial: analicémoslo por reducción al absurdo. Si pudiésemos crear riqueza a fuerza de crear dinero, en situaciones de gran carestía podríamos prosperar con la sola ayuda de la emisión de dinero. Supongamos que ya llevamos dos días completamente aislados en un atolón desolado donde no hay nada con que alimentarnos y nuestras fuerzas empiezan a fallarnos, pero tenemos un millón de euros. Bien, ¿cuánto vale ese millón de euros? Prácticamente nada. Y esos mismos trozos de papel en cualquier ciudad del Viejo Continente serían una fortuna.
Incluso los gobiernos y bancos centrales de los países más pobres tienen poder para acuñar dinero. Dado que imprimir billetes es relativamente barato, pueden entregar a cada ciudadano muchos billetes con muchos ceros a la derecha. Si el dinero fuese riqueza per se, la pobreza en este mundo sería virtualmente imposible.
El oro se impone
Hubo un sinfín de bienes que fueron, en algún momento de la historia en algún lugar del mundo, dinero. Vacas, conchas, pequeños discos de cobre o bronce o hierro, hojas secas de tabaco, cigarrillos, etcétera. Pero, finalmente, en el mercado se prefirió el oro.
Para que un bien pueda intercambiarse con mucha fluidez, lo cual, como hemos visto, es imprescindible para que pueda llegar a ser dinero, necesita cumplir ciertos requisitos:
Primera, transportable, es decir, su valor ha de ser alto en relación con su peso, para poder comerciar con lugares lejanos.
Segunda, divisible, para facilitar las transacciones menores.
Tercera, homogéneo, para que cada una de las partes en que lo dividimos sea igual.
Cuarta, duradero, para que mantenga su valor mientras lo tenemos almacenado entre su compra y su venta.
Quinta, difícil de falsificar.
Ningún bien satisfizo tan bien estas condiciones como el oro.
El señoraje…
Hemos visto que el dinero surgió del mercado, no de ley alguna. Sin embargo, como suele suceder, una vez el mercado lo hubo creado, las leyes lo regularon.
Los poderosos se esforzaron por conseguir el monopolio de su emisión. Y así se empezaron a acuñar monedas metálicas con la efigie de los gobernantes. El valor de la moneda en el mercado venía determinada por el valor que el mercado otorgaba al metal de que estaba hecha. De manera que una moneda de cobre solía valer menos que una de plata y ésta menos que una de oro.
Pero, una vez que el poder público se hizo con el monopolio de la emisión, pudo determinar por ley el valor de cambio de esas monedas. Fijado ese valor, el soberano podía reducir la proporción del metal valioso de la moneda y poner en su lugar un metal más barato. La moneda entonces valía legalmente más que lo que valían los metales de que estaba compuesta. O dicho de otra manera, por arte de legislación, el soberano podía comprar cobre para fabricar monedas y venderlas a precio de oro.
Obviamente, el mercado no reconocía por mucho tiempo ese sobrehumano poder que los gobernantes se otorgaban a sí mismos. Y, con el tiempo, cuando uno quería pagar algo con esas monedas legalmente falsificadas se encontraba con que le pedían un precio más elevado.
…y la inflación
Lo que antes se podía comprar con cierto número de monedas de oro, ahora se compraba con un número superior de monedas porque cada una de las nuevas monedas contenía menos oro. Y, por lo que hemos visto antes, lo que importaba al comprador era la cantidad de oro que acababa en su caja de caudales, no el número de retratos del rey de turno.
El soberano vanamente pretendía que las monedas que contenían poco oro valiesen tanto como las que tenían más oro. Es decir, mediante leyes pretendía inflar el valor de unas monedas poco valiosas. A medida que en el mercado se iban dando cuenta de lo poco que valía realmente cada una de esas monedas, los vendedores pedían más monedas, o sea, subían el precio de sus bienes. El resultado era que todos los precios expresados en esa moneda se encarecían. A esto se llamó inflación.
No tardaron mucho en aparecer teóricos, como el padre Juan de Mariana[2], que negaron al gobierno la legitimidad para reducir el contenido de metal precioso de las monedas.
El papel moneda
En el mercado, la gente siguió esforzándose por encontrar dineros todavía mejores que el oro. Una de las desventajas de éste era su más que considerable peso.
Así que fue imponiéndose la costumbre de pagar con unas notas de papel que otorgaban al portador la posesión de cierta cantidad de oro depositada en cierto lugar. Aunque los billetes de papel más antiguos parecen ser un invento chino, una vez más, el desarrollo de esta novedad se produjo sobre todo en Occidente.
Estos billetes eran como los vales de una consigna cualquiera. Tenerlos equivalía a ser el propietario del oro depositado en alguna caja fuerte. Una multitud de bancos comerciales de todo el mundo emitían este tipo de notas de papel.
El patrón oro decimonónico
Aunque, como hemos visto, el oro ha sido a menudo dinero y, por tanto, ha habido varios patrones oro, cuando se habla de “el” patrón oro se hace referencia a la forma en que se organizaba el sistema financiero internacional en el siglo XIX. Recordemos que consistía en algo tan simple como definir una divisa en términos de oro. Así, por ejemplo, el dólar americano estaba definido como una veinteava parte de una onza de oro. Y la libra esterlina era aproximadamente una cuarta parte de una onza de oro. Es decir, tener un dólar equivalía a tener un “vale por 1/20 onzas de oro”. Puesto que la definición de cada divisa en términos de oro era fija, bien podríamos decir que existía una única divisa mundial, que era el oro.
Cuando un banco emitía esos billetes, sabía que a partir de ese momento podía presentársele un cliente con alguno de ellos exigiendo al banco que se lo cambiara por la correspondiente cantidad de oro. Los bancos, comprensiblemente, se guardaban muy mucho de emitir dinero a lo loco; muy al contrario, trataban de mantener una relación sensata entre el dinero que habían emitido y sus propias reservas de oro.
De esta manera, cuando el público desconfiaba de algún banco y se formaban largas colas ante sus oficinas para retirar el dinero, la mayoría de clientes conseguía salir con oro en sus manos. Así, conservaban su riqueza mayormente intacta, por muchas dificultades que hubiese en el sistema bancario. Nada que ver con los que sucedería un siglo más tarde.
Hasta aquí puede verse que las ventajas de ese sistema para la gente común eran considerables, a costa de exigir una enorme disciplina a los bancos emisores. Pero las ventajas no terminaban aquí, ni mucho menos.
El verdadero Siglo de Oro
Recapitulemos. Los bancos emisores iban sacando dinero al mercado a un ritmo muy semejante al del aumento de las reservas de oro. Si un banco violaba este principio y emitía demasiados billetes no respaldados por oro, se le retiraba la confianza y, en el peor de los casos, tenía que cerrar. Pero el dinero respaldado por el oro de bancos más sensatos mantenía su valor y los ciudadanos no tenían que pagar por las fechorías de los banqueros.
Un dinero mundial que mantiene su valor estable a lo largo de las décadas tiene dos importantes consecuencias:
Primera; los precios se mantienen estables, es decir, la inflación es insignificante.
Segunda; los tipos de cambio son estables, es decir, no es que se hagan esfuerzos para mantener una paridad fija artificial sino que no existen presiones que pongan en peligro ese equilibrio, lo cual es una bendición para el comercio internacional.
Puede entenderse que con una inflación bajo control, un gasto público bajo control, unos bancos emisores bajo control y un tipo de cambio bajo control, la tranquilidad económica era tal que prosperar económicamente se convirtió en lo normal.
Tal fue la situación financiera mundial durante el siglo XIX, desde las Guerras Napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial.[3]
Oro o guerra
Puesto que la cantidad de dinero que podía emitir el sistema estaba limitada por la cantidad de reservas de oro y puesto que la cantidad disponible de oro aumenta muy poco de un año para otro, la cantidad de dinero que se emitía anualmente no variaba mucho. Los gobiernos, por tanto, no podían echar mano de la máquina de imprimir billetes para financiar gastos extraordinarios.
Tanto era así que cuando había enormes gastos “inevitables” como las guerras, solían suceder dos cosas:
Primera y principal; se hacía todo lo posible para acabar con la guerra cuanto antes para no poner el sistema en apuros.
Y segunda; si la cosa era muy seria, se suspendía temporalmente la paridad de la moneda con el oro.
Detengámonos un poco en este punto porque tiene su intríngulis.
Cuando un banco empezaba a emitir dinero a mayor ritmo del que aumentaban sus reservas de oro, aumentaba el riesgo de que alguien fuese al banco a cambiar sus billetes y le contestaran: “lo siento, no podemos darle oro a cambio de ese papelito”. Tanto si se suspendía la convertibilidad como si no, el mal trago llegaba después de la guerra. Entonces, veían que la cantidad de oro que les quedaba era muy insuficiente para hacer frente a tantos billetes y tenían que “redefinir” a la baja la divisa en términos de oro, o sea, devaluarla. (Recordemos: devaluación implica que comprar al extranjero es más caro y vender es más barato). Precisamente después de una guerra eso era muy amargo porque la prioridad era la reconstrucción. Reconstruir es más difícil cuando comprar materiales de construcción (y cualquier otro producto) al extranjero es más caro. Si se volvía a la convertibilidad sin devaluar se arriesgaba a quedarse con sus reservas de oro vacías, o sea, en la bancarrota.
Embarcarse en una guerra, aunque se tuviese las de ganar, era una insensatez, por eso hubo tan pocas en el siglo XIX.
O guerra o patrón oro.
Efectivamente, a mediados de la década de 1910 se “sabía” que la Gran Guerra duraría unos pocos meses a lo sumo porque los gobiernos no podrían soportar un estrago mayor contra sus reservas de oro. A excepción de Estados Unidos, que no entró en la guerra hasta que ésta estuvo muy avanzada, todos los países abandonaron el patrón oro para poder hacer frente al inmenso gasto bélico.
Cantidad o calidad
Por aquel entonces, se había popularizado entre los economistas una teoría que pretendía explicar los fenómenos monetarios. En vez de fijarse en la liquidez del dinero, se centraba en su cantidad. Estos cuantitativistas opinaban que el hecho de que una divisa fuese convertible en oro era irrelevante, lo que tenía importancia eran simplemente las variaciones en su cantidad. Irving Fisher lo expresó con esta ecuación:
M · V = P · Q
Donde M es la cantidad de dinero (oferta monetaria), V es la velocidad de circulación (las vueltas que da el dinero por el mercado), P es el nivel general de precios y Q es la producción nacional de bienes y servicios. Como los soberanos de antaño, pensaban que lo importante para los que usan dinero es la cantidad de retratos del rey de turno y no la valoración que de esos retratos haga el mercado. Con una teoría así se abría el camino hacia unas divisas no respaldadas por oro en absoluto, esto es, divisas cuyo valor se basaría en la confianza del mercado en la buena gestión de los bancos centrales. Estas divisas no respaldadas se conocerían como “moneda fiduciaria”, del latín fides, confianza.
Esta teoría, sin embargo, no fue aceptada por todos. Entre sus críticos destacó Benjamin M. Anderson, Jr.[4]:
El mundo bancario no tiene la menor dificultad en reconocer ese mínimo de veracidad de la teoría cuantitativa que sostiene que el valor del oro, acuñado o no, no es independiente de su cantidad en relación con la demanda mundial para fines monetarios y para fines de consumo. Ninguna teoría monetaria lo negaría. Ésta es una verdad que, lejos de ser propiedad exclusiva de la escuela de la teoría cuantitativa, es admitida por cualquier estudioso serio de esta materia. Pero esa proposición queda inmensurablemente lejos de la proposición de que el Estado, o un banco emisor, pueda tomar unos trozos de papel carentes de valor, imprimir algo sobre ellos, ponerlos en circulación y, a fuerza de limitar su circulación, darles un valor sin cambiarlos o prometer cambiarlos o tener la intención de cambiarlos. ¿De qué fuentes podrían adquirir valor tales trozos de papel? ¿Por qué los aceptarían los productores a cambio de su trabajo o a cambio de los bienes producidos por su trabajo? ¿Por qué los iba a querer nadie? ¿Por qué, en otras palabras, circularían?
Ciertamente, en un mercado libre no circularían. Pero circularon en las economías mixtas del siglo XX porque el gobierno obligaron a usarlos y pusieron dificultades enormes al uso del oro. El motivo de los gobiernos para preferir la moneda fiduciaria a la convertible en oro es fácilmente comprensible, lo explicaría medio siglo más tarde Alan Greenspan en 1966:
El abandono del patrón oro ha permitido a los responsables del Estado del Bienestar usar el sistema bancario para expandir el crédito ilimitadamente. Ellos han creado reservas de papel en forma de bonos nacionales que, mediante una serie de complejos pasos, los bancos aceptan en lugar de activos tangibles y tratan como si de un auténtico depósito se tratara, es decir, como el equivalente de lo que antaño era un depósito de oro. El tenedor de un bono nacional o depósito bancario creado por reservas de papel cree que tiene un derecho sobre un activo real. Pero el hecho es que existen ahora más derechos que activos reales. [Las cursivas son de Greenspan][5]
La triple pirámide invertida de la Isla de Jekyll
El Banco de Inglaterra fue el primer banco central de la historia y se creó en 1694, aunque no adquirió su actual forma hasta 1844 con la Peel Act. Una tras otra, las potencias habían ido creando sus propios bancos centrales. La última en subirse al carro fue Estados Unidos. Aunque allí ya había habido varios intentos, la cosa no fraguó hasta que en noviembre de 1910 un grupo de banqueros, reunidos secretamente en la Isla de Jekyll, decidieron crear el Sistema de la Reserva Federal, esto es, el banco central americano. Entró en funcionamiento en diciembre de 1913.
La Reserva Federal consistió en la coordinación de doce bancos. La Reserva emitía billetes respaldándolos con sus reservas de oro. Puesto que se emitían más billetes que oro tenía la Reserva, podría hablarse de que el sistema consistía en una pirámide invertida: muchos billetes que se sostienen sobre una cantidad de oro inferior. Los bancos nacionales podían entonces ofrecer depósitos a sus clientes respaldándolos con los billetes de la Reserva, puesto que aquí tampoco había paridad unitaria y puesto que había varios bancos nacionales, deberíamos dibujar una serie de nuevas pirámides invertidas apoyadas sobre la primera. Finalmente, todos los bancos estatales podían ofrecer crédito respaldado por los depósitos de los bancos nacionales, es decir, una nueva fila de pirámides invertidas.
La triple pirámide invertida de la Conferencia de Génova
Aunque Lord John M. Keynes diría, años más tarde, que el patrón oro era una “bárbara reliquia”; acabada la guerra, las potencias se esforzaron por volver a adoptarlo. Pero, como hemos visto, readoptar el patrón oro implicaba el amargo trago de la devaluación, o la pérdida de gran parte de las reservas de oro.
Inglaterra, que hasta entonces había sido la gran potencia hegemónica y que acababa de salir victoriosa de la Gran Guerra, no estaba dispuesta a rebajarse y regresó al patrón oro en 1926 sin devaluar la libra. (Es decir, los ingleses podrían importar a bajo coste, pero les sería dificilísimo exportar sus productos.)
He aquí la idea que los ingleses consiguieron vender al resto del mundo en la Conferencia de Génova de 1922: Estados Unidos, que había sufrido poquísimo por la guerra, permanecería en el patrón oro, respaldando sus dólares con oro. Las divisas de los demás países, sin embargo, no podrían cambiarse por oro, sino por grandes lingotes de oro. El público en general, claro está, no usaba esos grandes lingotes, con lo que la convertibilidad de estas otras divisas quedaba muy reducida. Es más, las libras esterlinas podrían cambiarse también por dólares y las demás divisas por libras.
Esto era una nueva triple pirámide invertida: los dólares se sostenían sobre una cantidad de oro inferior. Sobre estos dólares se apoyaban las libras, con lo que se formaba una segunda pirámide sobre la primera. Y, finalmente, todas las demás divisas se apoyaban sobre la libra.
El viejo mecanismo del patrón oro, que castigaba a los que emitían demasiados billetes, ya no funcionaba. Ahora, el Banco de Inglaterra podía emitir tantas libras como quisiera porque, en vez de tener que cambiarlas por oro, podía cambiarlas por dólares. Sólo se trataba de convencer a los americanos de que imprimiesen dólares a tropel.
Obsérvese que el peldaño inferior de la triple pirámide invertida de la Conferencia de Génova no era otra cosa que la triple pirámide invertida de la Isla de Jekyll. Queda claro, entones, que este sistema permite crear dinero de la nada y, ciertamente, en los “locos” años veinte pareció que en Estados Unidos se creaba riqueza de la nada. Pero también queda claro que el sistema no era un alarde de estabilidad que digamos, ¡sino un enorme castillo de naipes cabeza abajo!
El caos de entreguerras
Efectivamente, a finales de los años veinte el nuevo sistema se vino abajo.
La Reserva Federal se enfrentaba a un doble desafío.
Por un lado, Estados Unidos estaba pasando por una ligera crisis económica. La Reserva Federal, temerosa de que se produjera una escasez de dinero, aumentó su ritmo de emisión de moneda.
Por otro lado, el banco central inglés se había negado, por motivos políticos, a una necesaria subida de sus tipos de interés. Debido a este tipo de interés artificialmente bajo en Inglaterra, los inversores ingleses preferían tener su dinero en dólares en vez de en libras esterlinas. En consecuencia, se estaba produciendo una gran salida de oro desde Inglaterra hacia Estados Unidos. Para intentar echar una mano a los ingleses, la Reserva Federal decidió imprimir todavía más dinero, que rebajaría el tipo de interés en Estados Unidos hasta situarlo a niveles cercanos a los de Inglaterra. Con tipos de interés parecidos a ambos lados del Atlántico, se acabó la fuga de oro. Pero los problemas acababan de empezar.
La enorme liquidez que la Reserva Federal había inyectado al mercado fue a parar, en gran medida, a los mercados financieros. Con enormes cantidades de dinero barato, los inversores compraron acciones de las empresas líderes en las nuevas tecnologías: automóviles y radio, principalmente. Los índices bursátiles se dispararon. Se estaba creando riqueza de la nada pero los expertos aseguraban que los enormes beneficios bursátiles se correspondían perfectamente con la envidiable situación de la economía real. La realidad era bien distinta, se trataba de una inmensa burbuja financiera. Las acciones de la RCA, por ejemplo, pasaron de 1,5 $ en 1921 a 141 $ en 1929. El 3 de septiembre de 1929 se alcanzó el máximo en Wall Street. La Reserva Federal quiso detener la burbuja parando en seco la expansión monetaria, pero ya era muy tarde y la reventó. Del 24 al 29 de octubre se produjo la caída en picado de la bolsa.
El presidente Herbert C. Hoover primero, como Franklin D. Roosevelt después, intentó frenar la crisis a fuerza de políticas intervencionistas. La crisis se agudizó y se esparció por el mundo. En 1931, Inglaterra abandonó completamente el patrón oro. En julio de 1932, el índice Dow Jones había perdido el 90% de su valor desde los máximos de 1929 y tardaría todavía un cuarto de siglo en recuperar esos niveles. El PIB americano cayó un 60% respecto a 1929 y más de 4.000 bancos cerraron.
En 1933, Roosevelt decidió acabar con la convertibilidad de los billetes de la Reserva Federal para los ciudadanos americanos. Esto es, desde entonces sólo los gobiernos y bancos mundiales podrían cambiar los billetes de la Reserva por oro. Se llegó al extremo de prohibir a los americanos poseer oro. En 1934 Estados Unidos readoptó el patrón oro, pero no a 20 dólares por onza sino a 35.
Los dólares ya no salían a raudales de Estados Unidos. Uno de los países más dependientes de esos dólares era Alemania, que todavía se estaba recuperando de la devastación de la Gran Guerra. La economía teutona no podía dar abasto a sus propias necesidades de reconstrucción ni a las obligaciones de pago que le habían impuesto los vencedores. El gobierno alemán había decidido, en la década anterior, imprimir marcos a lo loco. En poco tiempo, carretillas llenas de billetes de varios millones de marcos eran insuficientes para comprar productos básicos. Esto ya no era inflación, sino hiperinflación. La economía alemana se colapsó a principios de la década de 1920. Con una divisa que no valía nada, obviamente, no había forma de pagar las deudas a los vencedores de la Gran Guerra. Así que tras la devastadora hiperinflación vino el impago de la deuda.
Conscientes del error que había supuesto la impresión sin ton ni son de moneda, los bancos centrales se ciñeron a una política monetaria muy restrictiva. O sea, dieron tal golpe de timón que pasaron de la inflación a la deflación. Los alemanes, desesperados de tantos estragos económicos, votaron a Adolf Hitler para que les trajera tranquilidad y prosperidad.
El invento de Génova se había hecho trizas. Las potencias habían abandonado el patrón oro. La crisis económica, el paro y la deflación parecían imparables. Sin las restricciones del patrón oro, las economías, incapaces de competir entre sí económicamente, emprendieron el camino de las devaluaciones competitivas. Es decir, redefiniendo constantemente su propia divisa a la baja, cada país intentaba abaratar así sus productos para poder exportarlos más fácilmente y así estimular su producción nacional, frenando el paro y la deflación. Pero la situación siguió empeorando hasta que estalló una nueva guerra mundial.
Bretton Woods
Cuando los Aliados vieron que tenían la guerra ganada, empezaron a diseñar planes para el sistema financiero internacional que habría de establecerse en la posguerra.
El plan inglés fue obra del economista Lord John M. Keynes, el americano fue obra de un alto funcionario del Tesoro llamado Harry D. White. Para cuando la guerra terminó, en 1945, el PIB americano representaba la mitad de toda la producción mundial. No podía haber discusión, se aplicaría el Plan White.
Entre otras cosas, el Plan White implicó la creación del Fondo Monetario Internacional. A diferencia de lo que podrían hacernos cree los actuales grupos antiglobalización, que tanto protestan contra el FMI, White no era un apasionado del liberalismo a ultranza. Muy al contrario, ya en la década de 1940, el FBI le investigó por colaboración con el Partido Comunista americano. De hecho, documentos internos de la KGB que salieron a la luz en 1999 han desvelado que White era uno de los más importantes activos de la Unión Soviética en Estados Unidos. Éste fue el padre de la criatura.[6]
En las conferencias celebradas en Bretton Woods a mediados de 1944, las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial redefinieron el sistema monetario internacional aplicando el Plan White. Básicamente, la idea consistía en recuperar el esquema de Génova, aunque se suprimía la pirámide intermedia de la libra. Esto es, todas las divisas serían convertibles en dólares y sólo el dólar sería convertible en lingotes de oro a razón de 35 dólares por onzas para los gobiernos extranjeros.
La Reserva Federal reinició su política de emitir dólares alegremente. Mientras tanto, Europa y Japón, aplicando políticas más sensatas, se recuperaron y la balanza comercial comenzó a inclinarse en contra de los Estados Unidos. Esos países se encontraron con que sus reservas nacionales se estaban llenando de dólares sobrevaluados que habían adquirido vendiendo sus productos a Estados Unidos. No puede sorprender su reacción: empezaron a vender dólares a la Reserva Federal a cambio de lingotes de oro. Lo poco que quedaba del patrón oro siguió actuando: el banco emisor irresponsable tenía que despedirse de su oro. Las reservas de oro de la Reserva Federal, que tras la Segunda Guerra Mundial estaban valoradas en 20 mil millones de dólares, se vaciaron hasta los 9 mil millones.
Pero, a medida que las ventas de dólares hacían subir la demanda de oro; en los mercados internacionales de oro, principalmente Londres y Zurich, en precio del metal precioso iba subiendo. A la Reserva Federal le resultaba cada vez más difícil mantener el cambio de 35 dólares por una onza de oro.
La caída de Bretton Woods
En marzo de 1968, Estados Unidos decidió acabar con la pérdida incesante de oro. El remedio que se aplicó consistió en el compromiso de todos los bancos centrales a no comprar ni vender oro en los mercados libres. Esto es, las reservas de oro de los bancos centrales y todo el demás oro del mundo funcionarían en compartimentos estancos, jamás se mezclarían. Así, confiaban, la Reserva Federal dejaría de perder oro y el precio mundial de la onza de oro volvería a niveles muy por debajo de los 35 dólares. Se equivocaron a lo grande.
La Reserva Federal seguía inflando el dólar así que su valor en los mercados iba cayendo mientras el oro se apreciaba. A principios de 1973, una onza de oro se cambiaba en los mercados internacionales por 125 dólares.
Los bancos centrales europeos amenazaron con vender gran parte de los inútiles dólares que tenían en sus reservas a cambio de oro, contraviniendo el acuerdo. Así que, el 15 de agosto de 1971, por orden del presidente Richard M. Nixon, el dólar dejó de ser convertible en lingotes de oro incluso para gobiernos y bancos centrales extranjeros. Fue el golpe de gracia al patrón oro.
La crisis del dólar
Durante todo el siglo XIX, con veinte dólares se podía adquirir lo mismo que con una onza de oro. En la primera década del siglo XX se empezó a pervertir el patrón oro y, con sólo veinte años, en 1934, el valor del dólar se había dilapidado de tal forma que hacían falta treinta y cinco para comprar una onza. Cuando, a mediados de siglo, Jacques Rueff abogó por el retorno al patrón oro con la paridad de una onza por setenta dólares, el doble que el cambio oficial en ese momento, se consideró que el precio era ridículamente alto, que no podían pedirse tantos dólares por una simple onza de oro. Pero el valor del dólar respecto del oro siguió cayendo. Hoy, en los mercados internacionales, no bastan 400 dólares para comprar una onza de oro. Es decir, en los últimos cien años, el dólar ha perdido, en términos de oro, el 95 % de su valor.
Esta bestial destrucción del dinero se aceleró con la decisión de Nixon de romper el último lazo entre el oro y el dólar. Obviamente, en el mercado predominaron los que quisieron deshacerse a toda prisa de sus dólares para poder comprar activos cuyo valor no se degrade tan rápidamente. El oro, el petróleo y otros activos vieron como su precio se disparaba en dólares. La inflación del dólar llegó a los dos dígitos.
Curiosamente a esto no se le llamó “la crisis del dólar” sino “la crisis del petróleo”.
Estanflación
Cuando se financió el enorme gasto público a fuerza de imprimir más dólares no respaldados, estos perdieron su valor rápidamente. Para frenar la inflación, los gobiernos impusieron todo tipo de restricciones y controles de precios y salarios. El estancamiento económico se vino a sumar a la inflación. Así se creó un neologismo feo de cuidado: estanflación. Entre otras cosas, la estanflación dejaba en evidencia los errores de la teoría keynesiana, que había dado por hecho que inflación y estancamiento no podían darse al mismo tiempo.
La crisis de la deuda
Con unas economías occidentales al pairo y una abundancia de dólares, los bancos se encontraron con que nadie les pedía préstamos para nuevas inversiones. Esta circunstancia fue aprovechada por los gobiernos de los países pobres. Por fin, podrían conseguir dinero a bajo coste y, encima, el mundo desarrollado parecía aquejado de agujetas. Ahora podrían recortar distancias.
Tristemente, esos gobiernos no dedicaron los préstamos a empresas productivas que permitieran desarrollar sus países. Muy al contrario, en gran medida, esos fondos fueron a parar a cuentas privadas de los altos funcionarios de esos países. Otra parte muy considerable fue destinada a gastos militares.
A principios de la década de 1980, Occidente empezó a levantar cabeza. Con la reactivación económica, las empresas volvieron a pedir préstamos a los bancos y los tipos de interés volvieron a subir.
Fue un amargo despertar para los países pobres. Después de una década desaprovechando préstamos, llegaba la hora de pagarlos. El saldar una deuda cuando los tipos de interés están en plena escalada, es complicado. Que, encima, no se haya usado el dinero para producir la suficiente riqueza con que devolverla, hace imposible el pago. Méjico fue el primero en reconocer lo evidente: no podía pagar la deuda.
Desde entonces, el caso se ha repetido en multitud de países. En algún país el gobierno decide echar mano de la máquina de emitir dinero y acaba con la curiosa combinación: cada vez más billetes pero menos riqueza.
Todo el periodo de la crisis de los 70 nos dejó una valiosa enseñanza que Carl Menger ya había explicado un siglo antes. El dinero no es una cantidad que pueda generarse o imprimirse a partir de la nada y por decreto, sino una cualidad -la liquidez- que el mercado descubre en los bienes y en los activos. La liquidez consiste en no sufrir pérdidas de valor (o pérdidas de tiempo) al desprenderse de cantidades incluso enormes de un bien. Bien el dinero mercancía, bien los activos monetizables, han de ser aquellos que constituyen o representan los bienes más deseados por el mercado. Aquellos con una demanda más amplia, estable y permanentemente insatisfecha.
Inexorablemente, la violación de esta ley significa tener que pagar el precio de las recesiones. Que sean “deflacionarias” o “inflacionarias” sólo dependerá del activo que tomemos como referencia para expresar los precios. [7]
[1] Ver GREENSPAN, Alan. “Gold and Economic Freedom”, 1966 en RAND, Ayn. Capitalism: The Unknown Ideal. Signet Books, 1967. New York. Pág. 96-101.[2] Ver MARIANA, Juan de. De monetae mutatione, 1605. Citado en HUERTA DE SOTO, Jesús. “Juan de Mariana and the Spanish Scholastics”.[4] Ver ANDERSON, Benjamin M., Jr. The Gold Standard versus A Managed Currency.[5] Ver GREENSPAN, Alan. Ibíd.[6] CABRILLO, Francisco. “Harry Dexter White: un comunista en el FMI” en LibertadDigital.com[7] DEL CASTILLO, José Ignacio. “Nixon, la ventanilla del oro y la crisis de los 70”.
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