[Publicado originalmente el 4 de febrero de 2006 en LewRockwell.com]
Tras la Guerra de Vietnam, el Congreso aprobó la Resolución de Podres de Guerra de 1973. Según dicen los libros de historia, el Congreso restringía así los poderes presidenciales de guerra y reafirmaba las prerrogativas tradicionales del Congreso en política exterior como estaban contempladas en la Constitución.
No fue así. Ni siquiera estuvo cerca de ser así.
El Congreso sí aprobó la Resolución de Podres de Guerra, es verdad. Pero, si hacía algo, la Resolución (a pesar de una mitología simpatizante con lo contrario) en realidad reforzaba al presidente y codificaba poderes ejecutivos de guerra que habrían asombrado a los redactores de la Constitución.
He explicado aquí las intenciones de los redactores con respecto a los poderes de guerra. Baste con decir que los redactores se oponían decididamente a colocar poderes ofensivos de guerra en manos del presidente y asignaron deliberadamente esa autoridad al poder legislativo.
La Resolución de Podres de Guerra no restaura el equilibrio constitucional adecuado entre Presidente y Congreso en asuntos de guerra. Consideremos primero la disposición de la resolución por la que el presidente puede enviar tropas a operaciones ofensivas en cualquier lugar del mundo que decida y por cualquier razón con el consentimiento del Congreso, durante un periodo de 60 días (aunque debe informar de su acción al menos en 48 horas). Después de los 60 días iniciales, debe conseguir la autorización del Congreso para que continúe la acción. Después tiene 30 días para retirar las tropas si no consigue dicha autorización.
Hasta la Resolución de Podres de Guerra, no podía citarse ninguna autoridad constitucional o legal a favor de ese comportamiento por parte del presidente. Ahora está fijado por ley, a pesar de violar el espíritu y la letra de la Constitución.
Además, resulta que, gracias a los defectos de la resolución, el reloj de los 60 días solo se inicia siempre y cuando el presidente informe al Congreso bajo la Sección 4(a)(1) de dicha Resolución. Sorpresa, sorpresa: los presidentes por consiguiente han informado al Congreso solo de la manera más genérica que cumpla esa sección. Publican informes “compatibles” en lugar de “conformes” con la Resolución.
Aun así, en pocos casos los presidentes han actuado como si estuviera en vigor el límite de los 60 días, tal vez por consideraciones políticas (aunque no lo sean desde un punto de vista estrictamente legal). Pero solo la intervención militar multianual de Bill Clinton en Bosnia, sin ni siquiera un gesto de reconocimiento en dirección al Congreso, dejaba perfectamente claro que la resolución, por muchas buenas cosas que incluyera, era en la práctica letra muerta.
La Resolución requiere una “consulta” del presidente al Congreso antes de comprometer tropas en el combate. Esta consulta se nos dice que puede ocurrir “en cualquier caso posible”. (¿Quién podría encontrar aquí un vacío legal?). En la práctica, los presidentes han interpretado esta disposición en el sentido de que deben avisar al Congreso tras la iniciación de hostilidades, lo que no es exactamente lo que probablemente tenían en mente sus redactores.
Desde la aprobación de la Resolución, algunas veces los opositores a las acciones presidenciales han seguido la estrategia de acudir a los tribunales para corrección, agitando la Resolución de Podres de Guerra ante los jueces federales. Por diversas razones, estos jueces han dudado en intervenir en esos casos. Louis Fisher y David Gray Adler,[1] dos expertos en poderes presidenciales de guerra, han sugerido por tanto que la Resolución de Podres de Guerra ha desviado a los opositores a las guerras presidenciales hacia demandas judiciales infructuosas en lugar de declarar sencillamente que la acción del presidente era inconstitucional y rechazar financiarla.
Es verdad que los neoconservadores normalmente desdeñan la Resolución de Podres de Guerra (y por eso la gente normal puede inclinarse a apoyarla solo por eso), pero esto solo pasa porque parece en principio limitar los poderes del presidente. Los neocones son presa de una extraña paranoia en temas como estos. Los think-tanks de Washington están escribiendo constantemente informes sobre las intrusiones peligrosas y sorprendentes del poder legislativo en el ejecutivo, intrusiones que solo existen en el Mundo Bizarro en el que también habita nuestro no-veo-nada-malo y la-verdad-es-la-que-yo-digo que es nuestro presidente.
En 1995 se intentó una derogación parcial de la Resolución, pero la versión adelgazada en realidad habría acentuado el poder presidencial y eclipsado aún más al Congreso. El presidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, ese gran opositor a Clinton, pedía en la Cámara “aumentar, al menos sobre el papel, el poder del presidente Clinton”. Gingrich quería “reforzar al actual presidente demócrata porque es el presidente de Estados Unidos. Y el presidente de Estados Unidos, desde una perspectiva bipartidista, merece ser reforzado en asuntos exteriores y reforzado en seguridad nacional”. Unos 44 republicanos abandonaron a Gingrich (eran todavía aquellos tiempos en los que al menos unos pocos republicanos pensaban que el poder presidencial era algo que había que restringir) y el intento fracasó.
Fisher y Adler insisten en que, por el bien de la república, la Resolución de Podres de Guerra debería derogarse:
La derogación de la Resolución de Podres de Guerra eliminaría la concesión de 1973 de que los presidentes pueden usar fuerza militar en cualquier parte del mundo, por cualquier razón, hasta noventa días, si no más. No hay base constitucional para esa proposición. La derogación eliminaría esa fuente de poder presidencial y podría fin a un infructuoso debate legislativo acerca de si la “consulta” presidencial ha sido suficiente, si los informes presidenciales son puntuales y completos y si el presidente debería haber informado bajo la Sección 4(a)(1), 4(a)(2) o alguna otra disposición. La abolición eliminaría la actual carrera inútil al tribunal federal, esperando algún tipo de respuesta judicial. Los miembros del Congreso entenderían que solo la acción legislativa puede detener al presidente: sin fondos, prohibiendo ciertas acciones y tomando otras medidas concretas.
Una Resolución de Podres de Guerra es tan innecesaria como una enmienda para equilibrar el presupuesto y ha demostrado ser al menos igual de problemática. Si queremos un presupuesto equilibrado, presentemos uno. Si queremos restringir el poder del presidente en el exterior, hagámoslo con el poder del presupuesto para eliminar la financiación del aventurerismo en política exterior. Las meras resoluciones no pueden detener a un ejecutivo decidido, que puede sencillamente definir “guerra”, “consulta” y otros términos críticos para ajustarlos a su agenda. En resumen, la Resolución de Podres de Guerra es solo una de las muchas estratagemas políticas pensadas para dar la impresión de que las cosas han cambiado, cuando en realidad nunca han sido tan iguales.
El artículo original se encuentra aquí.
[1] Sobre este tema en particular, Louis Fisher y David Gray Adler, “The War Powers Resolution: Time to Say Goodbye”, Political Science Quarterly 113 [Primavera de 1998]: 1-20.
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