lunes, 26 de marzo de 2018

La crítica rothbardiana de la soberanía del consumidor, por Mises Hispano.

[Publicado originalmente el 24 de noviembre de 2003]

En un artículo anterior, explicaba la defensa de Ludwig von Mises de la soberanía del consumidor. Este principio dice que, a pesar del poder superficial del que disfrutan capitalistas y terratenientes, los verdaderos jefes bajo el capitalismo son los consumidores. Mises argumentaba que una economía de mercado realizaba plebiscitos diarios, por decirlo así, en los que cada penique gastado era un voto para influir en el uso al que se dirigirían los recursos escasos de la sociedad.

A pesar de su defensa por Mises, muchos austriacos modernos rechazan la noción de soberanía del consumidor como metáfora política imprecisa. Aparte de ser una etiqueta equívoca, muchos austriacos rechazan la crítica implícita de los resultados del mercado (como los “precios de monopolio”) que supuestamente no respetan la llamada soberanía de los consumidores.

El alegato austriaco más notable contra la doctrina de la “soberanía del consumidor” fue el tratamiento de Murray Rothbard en El hombre, la economía y el estado. Mi explicación siguiente se basa en buena parte en Rothbard, aunque puedo mostrar algunas cosas de forma diferente.

Autosoberanía frente a soberanía del consumidor

El defecto más evidente en la doctrina es su propio nombre. Como explica Rothbard:

La expresión “soberanía del consumidor” es un ejemplo típico del abuso, en economía de una expresión (…) solo apropiada para el ámbito político y por tanto un ejemplo de los peligros de la aplicación de metáforas tomadas de otras disciplinas. La “soberanía” es la cualidad del poder político último, es el poder que se basa en el uso de la violencia. En una sociedad completamente libre, cada individuo es soberano sobre su persona y propiedades y por tanto lo que consigue en el libre mercado es su autosoberanía. Nadie es “soberano” sobre la acciones o intercambios de otros. Como los consumidores no tienen poder para coaccionar a los productores en diversas ocupaciones y trabajos, los primeros no tienen “soberanía” sobre los segundos (p. 561, cursivas originales).

Aparte de la imprecisión técnica (es decir, que los consumidores no son verdaderamente “soberanos” sobre los productores), la doctrina es un insulto para la economía de mercado. Debemos recordar que, cuando Mises estaba escribiendo, los pensadores sociales “progresistas” alababan el igualitarismo democrático como el futuro. Para ellos, el capitalismo era un sistema repugnante que parecía ser una reliquia del pasado aristócrata y feudalista. Pensaban que el socialismo como sistema económico como la analogía necesaria para la democracia como sistema político.

En este contexto histórico, es comprensible que Mises argumentara la postura contraria, es decir, la de que el capitalismo era mucho más democrático que una economía planificada centralizadamente. Aun así, esa comparación no hace justicia al mercado: ¡el mercado libre es un sistema mucho mejor de organización social que cualquier democracia!

En unas elecciones democráticas, solo puede ganar un candidato. Necesariamente, quienes votaron por el candidato perdedor se verán frustrados. (Con suerte, una constitución respetada limitará el grado en el que los vencedores puedan explotar a los perdedores). Pero esto no es así en una economía de mercado. En la fabricación de zapatos, por poner un ejemplo sencillo, los capitalistas y terratenientes no consideran a todos los consumidores y luego hacen zapatos que son todos de la talla del pie medio. Por el contrario, los que ocurre es que se producen en masa zapatos de tallas estándar, al tiempo que existen nichos de mercado para consumidores con pies inusualmente pequeños o inusualmente grandes. Realmente sería horrible para esas personas fuera de lo normal que la fabricación de zapatos estuviera sometida a control democrático.

Incoherencia

Otro problema de la doctrina de la soberanía del consumidor es que sus defensores (como Hutt) aparentemente vacilan entre una definición tautológica, por un lado, y una referencia normativa, por el otro.

Si todo lo que queremos indicar con soberanía del consumidor es que la producción en definitiva sirve a fines de consumo, entonces, sí, una economía de mercado muestra soberanía del consumidor. Incluso aparentes contraejemplos, en los que el productor renuncia a posibles beneficios monetarios, son mejor ejemplos de consumo del propio productor. (Daba en mi anterior artículo el ejemplo de un dueño de una casa que renuncia a talar el bosque en torno a ella, a pesar de la posibilidad de construir edificios y obtener una mayor renta monetaria).

Pero el defensor de la soberanía del consumidor normalmente quiere decir más que esta simple obviedad. Como explica Rothbard: “Vacilando entre la soberanía de los consumidores como un hecho necesario y el concepto contradictorio de la soberanía de los consumidores como un ideal que puede violarse”, el economista Hutt “trata de establecer diversos criterios para determinar cuándo se viola esta soberanía” (pp. 562-563, cursivas originales).

Una vez seguimos este camino, entramos en problemas. Porque ahora no basta con calificar todas las decisiones de producción como satisfactoras de los deseos de consumo de los consumidores o los deseos de consumo del propio productor. No ahora debemos preguntarnos: ¿está el productor “restringiendo” producción para consumir directamente los recursos él mismo o lo hace solo para aumentar el precio al que poder vender la producción restante a sus consumidores? En el primer caso, Hutt (y Mises) diría que se ha respetado la soberanía del consumidor, mientras que se ha violado en el segundo. Esto plantea la pregunta: ¿realmente quieren los economistas austriacos basar sus criterios de deseabilidad económica sobre las intenciones invisibles de un productor?

El ejemplo del café

Podemos ilustrar este último punto con el supuestamente mejor ejemplo de una violación de la soberanía del consumidor. En mi anterior artículo, ideé un escenario en el que se cosecha un millón de toneladas de café en determinado país. Si el café es propiedad de docenas de productores independientes, suponemos que tienen una importancia mínima en el precio del mercado para el café y por tanto venderían toda la cosecha a 50$ la tonelada.

Por el contrario, supongamos que, si un monopolista posee el millón de toneladas, puede obtener el máximo beneficio vendiendo solo 800.000 toneladas a 75$ cada una. Si la demanda del consumidor permitiera esto, indudablemente lo haría. Además, podemos incluso imaginar al malvado monopolista quemar el exceso de 200.000 toneladas de café (tal vez para impedir que sus subordinados lo vendan en secreto). Si se supone que los productores actúan como mandatarios de los consumidores, podemos indudablemente entender cómo Hutt o Mises deplorarían este caso hipotético, en el que el productor en realidad destruye algún escaso bien de consumo.

Pero esperad un momento. Tanto Hutt como Mises argumentan que no hay violación de la soberanía del consumidor si un productor evita vender unidades de un bien para satisfacer sus propios fines de consumo. Así, si un vendedor tiene 100 petardos y solo vende 80 y luego hace estallar 20 en su patio, esto no es una violación de la soberanía del consumidor. Es bastante evidente que lo que ha pasado en este caso es que el vendedor de petardos ha comprado 20 “para sí mismo” y luego los ha “consumido” de la manera habitual.

Pero, aunque aceptemos este caso, ¿qué pasa con nuestro hipotético monopolista del café? ¿Realmente queremos argumentar que sus acciones serían permisibles si le emocionara ver arder el café? (Después de todo, esto es posible: tal vez el tipo es un pirómano). Si queremos aplicar realmente la doctrina de la soberanía del consumidor a situaciones del mundo real, aquí nos encontramos en la posición incómoda de añadir las motivaciones objetivas de la gente. Veamos un ejemplo distinto: si una cantante famosa solo actúa una vez al año, para determinar si está respetando la “soberanía” de sus seguidores tenemos que saber si está produciendo menos solo para aumentar los beneficios o lo está haciendo para consumir más tiempo de ocio. El segundo caso es una violación de la soberanía del consumidor, mientras que el primero no lo es.

¿Desperdicio?

El análisis anterior ha mostrado las dificultades propias de la doctrina de la soberanía del consumidor. Pero tal vez el lector siga sintiendo que algo está mal en el caso del monopolista del café: ¿no para él un desperdicio quemar cosechas perfectamente buenas? Es verdad que si se emociona con ello, es un ejemplo de consumo (hay que reconocer que excéntrico). ¿Pero qué pasa con el caso más realista, en el que el productor está quemando cosechas solo para aumentar sus ingresos?

Rothbard señala que esos casos serían verdaderamente raros en un mercado libre. El verdadero desperdicio, argumenta, no está en la quema de las 200.000 toneladas, sino en la decisión anterior de cultivar un millón de toneladas (en lugar de 800.000). Incluso los monopolistas obtendrán más beneficio estimando correctamente sus ventas futuras al tomar decisiones de producción. Así que no tenemos que temer una destrucción habitual del producto, porque el monopolista en cuestión (incluso en el escenario aparentemente peor) tendría todos los incentivos para evitar esa situación en el futuro. Los recursos que se dedicaron originalmente a las últimas 200.000 toneladas serían luego liberados para fabricar otros productos por los que los consumidores estén dispuestos a gastar más dinero.

Finalmente, deberíamos señalar que los ejemplos en el mundo real de destrucción extendida de cosecha se deben a los cárteles públicos. Por ejemplo, durante la Gran Depresión, los granjeros sí destruyeron cosechas mientras otros estadounidenses pasaban hambre. Pero este no fue un resultado del mercado libre. No, fue parte del terrible plan de FDR de aumentar los precios agrícolas restringiendo la producción.

Conclusión

La doctrina de la soberanía del consumidor fue un intento comprensible de los economistas clásicos liberales de justificar el mercado libre ante los socialdemócratas. Sin embargo, la expresión es inapropiada porque implica una condición de sumisión violenta donde no existe ninguna y porque rebaja gravemente el tratamiento de las “minorías” en una economía de mercado. Más en serio, la aplicación de la soberanía del consumidor a los productores del mundo real no puede basarse sus acciones objetivas, sino que debe por el contrario investigar sus intenciones objetivas. Por estas razones, muchos economistas austriacos modernos rechazan la doctrina de la soberanía del consumidor.


El artículo original se encuentra aquí.

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